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El domingo anterior me había llevado a Madrid el carro de mano que Silverio había hecho para mí. Abel consiguió otros dos y así, dando varios viajes, transportamos mi ajuar hasta el final de la cuesta. No estábamos solos. Él había reclutado a dos de sus primos, que se apuntaron para poder pasar un rato con Julián, y yo había aportado a Rita y a Pilarín, que transportaron los bultos más pequeños. Isa las siguió con las manos vacías, y me di cuenta de la decepción que le inspiraba el aspecto del campamento, pero no le advertí que no se desanimara para que nuestra casa le gustara aún más.
—¡La madre que lo parió! Será hijo de puta —al llegar hasta la polea, Abel me miró mientras negaba con la cabeza—. No me podía imaginar... —y se echó a reír—. Desde luego, genio y figura.
—¿Has visto? —yo me sumé a sus carcajadas ante un coro de mujeres atónitas, cuyo estupor se acrecentó al verme colocar el contenido de mi carro de mano sobre una plataforma de metal soldada a las cadenas de aquel artefacto—. Toma, ponle tú las cuerdas y yo subo...
—No, no —me interrumpió caballerosamente—. Lo hacemos nosotros, tú quédate aquí.
Aseguré la carga con la destreza que había adquirido después de repetir la misma operación con paquetes y paquetes de ladrillos, y esperé a que Abel me preguntara si estaba todo listo. Cuando le dije que sí, las maletas y las cajas subieron solas, gracias a las dos cadenas que giraban en sus respectivas ruedas, ancladas al suelo por soportes de hierro fijados con cemento.
—Pero ¿esto qué es? —me preguntó Isa con cara de susto.
—Una polea —respondí con tanto desparpajo como si llevara toda la vida usándolas.
Cuando la última remesa llegó hasta arriba, fijé mi carro de mano a un eslabón con un candado, lo cerré con una de las llaves que a partir de entonces llevaría siempre colgadas del cuello, y encabecé la ascensión con una advertencia.
—Agarraos a la barandilla, que los escalones no están bien hechos.
Las estacas de madera bordeaban muy aproximadamente los peldaños tallados en el granito, porque Silverio sólo había podido clavarlas en los lugares donde se había acumulado una cantidad de tierra suficiente sobre la roca. El conjunto parecía una línea recta trazada por un borracho, pero los troncos de pino que servían de pasamanos hacían la subida más cómoda, la bajada mucho más segura. Creí que aquel sería su último regalo, pero cuando me acerqué a la casa distinguí en el porche una construcción nueva y pequeña, adosada al muro.
Yo ya sabía que un domingo entero daba para mucho, porque el día que construyeron mi casa había estado allí, dando de beber a los cincuenta hombres que ejecutaron impecablemente, en unas pocas horas, un plan de trabajo que a mí me había parecido un delirio.
—Claro que se puede, Manolita —Matías asintió con la cabeza antes de explicarme por qué estaba tan seguro—. Vas a tener la mejor mano de obra de España. Un buen obrero es, por definición, un hombre inteligente, y nueve de cada diez obreros inteligentes son trabajadores con conciencia política. Aquí, de esos hay a montones, y están deseando demostrar lo que valen para que se jodan los de abajo, no por otra cosa. Tu casa, a estas alturas, es lo de menos. Esto va a ser un acto de propaganda, y por eso va a salir bien.
Tenía razón. Aquel domingo, todos se sintieron casi libres mientras se repartían el trabajo como si cada uno fuera una tuerca, un tornillo de una máquina admirable, y cuando se pusieron en marcha sentí que estaba viendo una película proyectada demasiado aprisa, imágenes que se atropellaban entre sí a una velocidad superior a la capacidad de mis ojos. Un tercio, distribuido en grupos de tres hombres, fue levantando las paredes a la vez mientras otros montaban los andamios que don Amós les había prestado sólo por un día, para subirse encima y colocar las vigas, las traviesas del techo. Lo hicieron todo muy bien, muy deprisa, pero a media tarde, cuando salió el autobús, la casa sólo era un cubo con paredes de ladrillo a medio rematar y un techo plano de madera. Una semana después, comprobé que en las cuatro horas restantes habían levantado los pináculos que coronaban dos de las fachadas para colocar las vigas que sostendrían el techo definitivo, también de madera, pero a dos aguas, y habían enlucido las paredes, por dentro y por fuera. Aquel día, Silverio, Julián, Matías, Lourdes y yo las pintamos turnándonos una escalera de mano y nos sobró tiempo, pero ni así me habría atrevido a esperar tanto.
—¡Manolita! ¿Qué haces ahí? —cuando Isa vino a buscarme, seguía acariciando los ladrillos que formaban aquella hache mayúscula como si fueran seres vivos, capaces de agradecer el tacto de mis manos—. ¿La has visto por dentro? Es precio... ¿Y esto qué es?
—Una cocina.
Unas varillas de hierro atravesadas a media altura, entre la zona reservada al fuego y el final de los muretes de ladrillo, servían de parrilla, y una superficie de ladrillos planos, que prolongaban el travesaño de la hache y estaban sustentados por dos columnas del mismo material, formaban una mesa recubierta por tablones de madera. Debajo, en todos los huecos había leña, troncos redondos en los extremos, y palitos y piñas, buenas para encender el fuego, en el central. En la casa de Villaverde donde había vivido de pequeña había una cocina muy parecida, y sin embargo, al verla sólo pude pensar en el horno de Robinsón Crusoe. Por eso, Isa no entendió que me hubiera emocionado tanto al descubrirla. Tampoco que la echara de casa justo después de cenar.
—No, si yo me quedo —intentó corregirme mientras me veía abrazar a Rita, a Pilarín, mientras las dos me prometían que vendrían a verme de vez en cuando—, como no vuelvo a Madrid...
—No, tú te vas. Por favor, Isa... Bájate a casa de Lourdes y así ves un poco todo esto. Luego, cuando Silverio se marche, bajo con él y te recojo.
—Pero es que, subir de noche... —intentó resistirse hasta que me miró—. Hija, tampoco es para ponerse así.
Aunque la chimenea estaba encendida, después de extender una manta en el suelo encendí algunas velas más. La última acababa de prender cuando se abrió la puerta igual que se abriría, a las nueve y cinco más o menos, todas las noches a partir de aquella.
—¿Y tu hermana? —Silverio me miró, miró a su alrededor, le extrañó encontrarme sola, descalza y con el abrigo puesto, pero no dijo nada—. Qué bien tira la chimenea, ¿no?
—Sí, es que está muy bien hecha —me acerqué a él, le cogí de la mano y nos acercamos al fuego—. Tienes que prometerme una cosa, Silverio.
Él respiró hondo y asintió brevemente con la cabeza.
—¿Qué?
Me desabroché los botones sin apartar los ojos de los suyos, pero mantuve el abrigo cerrado con las manos.
—Prométeme que no vas a pensar mal de mí.
Antes de responder me dirigió una mirada concentrada, casi solemne. Luego sonrió.
—No voy a pensar mal de ti —y empecé a separar las solapas de mi abrigo muy despacio—. Te lo prometo.
Un instante antes de dejarlo caer en el suelo, me di cuenta de que tenía los pies helados. Sin embargo, al quedarme desnuda ante él no sentí frío. Estaba segura de que en aquel momento iba a cerrar los ojos, pero no lo hice porque Silverio siguió mirándolos, porque mantuvo sus ojos fijos en los míos antes de recorrer mi cuerpo con ellos. No era la primera vez que me quitaba la ropa delante de un hombre, pero en la trastienda de Jero, donde hasta mi aliento se congelaba en cada respiración aunque la caldera estuviera echando humo, sólo había escuchado el efecto de mi desnudez, sin llegar a contemplar nunca su reflejo. Silverio no hacía ruido. Me miraba con los labios cerrados, sin moverse, sin jadear, y pude verme en sus ojos muy abiertos, mirarme con ellos mientras avanzaba hacia mí tan despacio como si le diera miedo asustarme. Cuando sus manos se posaron en mis pechos frunció un instante el ceño, y quizás sólo fuera un síntoma de su concentración, pero en aquel instante recordé las mismas manos, el mismo gesto en el cuartucho de Porlier, y volví a escuchar su voz, ¿pero qué pasa?, y la mía, ¡que estás tolay, eso es lo que pasa! Para ahuyentar aquellos ecos, recubrí sus manos con las mías, las apreté contra mi pecho y sin saber por qué, porque no estaba triste y no sentía dolor, vergüenza o rabia, porque no tenía miedo y nada en aquella escena me daba lástima, se me llenaron los ojos de lágrimas.
Aquella noche sólo estuvimos juntos una hora y media, pero en ese plazo aprendí muchas cosas. Que los ojos representaban una parte muy pequeña del cuerpo. Que el órgano del gusto era la lengua, y por eso la piel no sabía llevarle la contraria. Que la suerte de mi piel estaba echada desde que mi lengua decidió por mí en la dulce y confusa ceremonia de mi segunda boda fraudulenta. Que la piel de Silverio lo sabía, y sabía que entonces también habría llegado hasta el final sin una casa como una isla desierta de por medio. Que ni su piel, ni su lengua, ni su cuerpo podrían pensar mal de mí porque ya no podían pensar, porque ninguno de los dos pensó mientras estuvimos juntos y abrazados encima de aquella manta. Que el placer era un misterio con color, con tacto y con sabor, brillante como la cola de un pavo real, sedoso como la caricia de una pluma, tan sólido que podía masticarse en el aire. Que una hora y media era larga como un día entero de espera, tan corta a la vez como un suspiro. Y que no había aprendido nada de la ambición, de su insaciable naturaleza, hasta que Silverio se separó de mí para marcar mi piel con la llaga imaginaria de su ausencia. Pero antes que eso, aprendí algo más.
—Lo de que no pensaras mal de mí no era sólo por lo de acostarnos, ¿sabes? —él levantó la cabeza para mirarme desde la fina línea que separa el recelo de la extrañeza—. Es también por esta casa, porque no quiero que pienses que soy una aprovechada y...
No me dejó terminar la frase y así, el último beso de aquella noche me enseñó lo más importante. Que nada, ni los hielos del invierno, ni las borrascas del norte, ni el Patronato de Redención de Penas, ni Franco, ni lo que había hecho con España, ni siquiera ese Dios torpe y tullido que acababa de quedarse manco y ya no tenía fuerzas para apretar, para ahogarme a la vez entre sus dedos, iba a impedir que yo fuera feliz en Cuelgamuros.
Mi hermana Isa me dejó sola cuando empezó el invierno. A lo largo de la esplendorosa primavera que engendraría un verano ideal, fresco, soleado y seco, su cuerpo se recuperó al mismo ritmo que su espíritu. El secretario de la oficina, un preso que se llamaba Miguel Rodríguez, le enseñó a leer y a escribir mientras el aire de la sierra la fortalecía, y desde que encontré trabajo como camarera en un hostal de El Escorial, su única ocupación consistió en arreglar la casa, hacer los deberes y tomar el sol. Por la tarde, cocinábamos juntas en el porche y después de cenar se iba a dar una vuelta sin que tuviera que pedírselo. Su vida fue un veraneo sin límite hasta que el otoño acortó los días y deslizó un escalofrío en cada ráfaga de viento.
Sólo entonces me enteré de que se había echado un novio. Alfredo Ramírez era amigo de Miguel y cacereño, como Taña, pero no se fijó en él por eso, sino porque era músico. Silverio me había contado que todas las noches, al subir, se cruzaba con mi hermana. Baja tan deprisa que un día de estos se va a escoñar, me dijo, pero cuando le pregunté adónde iba, sólo me contó que había conocido a un chico que sabía tocar el piano, que leía partituras y que tenía un acordeón.
—Deberías bajar conmigo a escucharle —y movió los brazos con las manos abiertas, pulsando el aire con los dedos para crear una melodía imaginaria a la que acompañó con todo el cuerpo—. Toca muy bien, ¿sabes?
—Sí, bueno, ya veremos...
Yo tenía mejores cosas que hacer por las noches, y no me enteré de nada hasta que Isa empezó a toser. A primeros de noviembre, su catarro se convirtió en una bronquitis. Ella se empeñó en quitarle importancia, pero el domingo siguiente, el acordeonista subió a verme.
—Es que, verá, yo quería decirle... —sólo cuando me trató de usted, comprendí que compartía con mi hermana algo más que el amor a la música—. Tiene usted que conseguir que Isa se vaya a Madrid. Aquí va a ponerse cada vez peor. Yo ya he intentado convencerla, pero no me hace caso.
A mí tampoco me lo hizo hasta que Alfredo consiguió que un tío suyo, empleado en la sede central de la constructora, le reservara una plaza en Madrid para cuando le pusieran en libertad. No iban a tardar mucho porque hacía ya un par de meses que había redimido toda la pena.
—Pero no quiero una novia tísica —le dijo a Isa cuando empezó a helar por las noches—, así que como no te vayas y me esperes en tu casa, me vuelvo a Cáceres. Tú verás lo que te conviene...
Aquella era una preocupación muy común entre los presos de Cuelgamuros. Aunque sabían que su situación no era diferente de la del ganado al que sus amos cuidan y alimentan para obtener el mayor rendimiento posible de su explotación, se sentían unos privilegiados por no pasar hambre, por trabajar al aire libre y descansar los domingos. Pero esas condiciones, aplicadas a la vida de sus mujeres, les parecían tan crueles que vivían permanentemente divididos entre la alegría de verlas a diario y la culpa de haberlas condenado a vivir en la cárcel sin muros de aquel paraje inhóspito. Yo lo aprendí enseguida, porque cuando se fue Isabel y el invierno cayó sobre nosotros, Silverio empezó a decirme que yo también podría volver con mi familia, pasar en Madrid lo peor, regresar en primavera.
—¿Es eso lo que quieres? —le pregunté una noche y no me contestó—. ¿Preferirías que me marchara? —estábamos desnudos, abrazados junto al fuego, y me apretó tan fuerte que tuve que usar los codos para separar mi cabeza de la suya, porque necesitaba mirarle a los ojos—. Dime la verdad.
—No —a aquellas alturas, todavía se puso un poco colorado—. Yo te quiero. Y quiero que te quedes.
Así que me quedé. Llegaron las tormentas, luego las nevadas, y seguí viviendo en el pico de un monte como una reina con poder y sin gobierno, la emperatriz de un mundo aparte, un planeta innombrado donde los calendarios contaban los días de la Edad Media mientras los relojes marcaban el ritmo de la Revolución Industrial. Mi casa, pequeña y bonita, no tenía luz eléctrica pero todas las noches, a las nueve en punto, resplandecía como una catedral profana, porque Silverio había fabricado cuatro grandes fanales de cristal y hojalata para colgarlos del techo, porque cada uno incluía cinco soportes para velas gruesas como los cirios de iglesia, y porque cuando los encendía todos, al atardecer, reflejaban una luz más poderosa que las llamas.
Vivía en una isla desierta, una playa sin mar, sin río, sin tuberías, sin grifos, pero me las arreglé para cultivar un jardín, y un huerto más fértil que el de Robinsón Crusoe. Todos los domingos, Silverio y yo bajábamos hasta la fuente de la colonia con el carro de mano para llenar de agua potable varios bidones de cinco litros, que vertíamos después en los dos grandes cántaros que reposaban en un soporte de madera, en el rincón más fresco de la casa. Pero el resto, agua para regar, para fregar, para lavarme, era un regalo del cielo. Un aljibe adosado al muro que daba al norte, recogía para mí la nieve y la lluvia, y al llegar el deshielo, mi huerta se regaba sola con los regatos de agua que bajaban por la peña que nos protegía del viento en invierno. Allí cultivé patatas, cebollas, repollos, calabacines, pepinos, lechugas y berenjenas, hasta tomates en verano, pero también planté flores, rosales de pitiminí, que aguantan bien las heladas, muchos geranios y dos cerezos, que explotaban en capullos sonrosados al llegar el mes de abril.
Allí crié también a mis dos hijos mayores, Laura, que nació en Madrid, en marzo de 1945, y Antonio, que dos años después me costó una bronca con su padre, porque llegó en julio y no quise irme de Cuelgamuros para parirlo. Aquella vez fui yo la que le pidió un favor a don Amós, y mi hijo nació en casa igual que un príncipe, con cuatro médicos para nosotros solos, dos ginecólogos y dos pediatras, todos presos, alrededor de mi cama. Cuando Silverio lo vio, cuando lo cogió en brazos recién nacido como no había podido coger a su hermana, se puso tan contento que ni siquiera se acordó de darme la razón. Y aquel mismo verano le añadió a nuestra casa una habitación más, para que nuestros hijos tuvieran su propio dormitorio.
Así viví seis años, así crié a dos niños, así sembré, coseché, y a veces lo pasé mal, aunque fui muy feliz muchos días y todas las noches. Pero nunca me acomodé a vivir en Cuelgamuros. Nunca, ni por un instante, olvidé qué clase de naufragio me había arrojado a aquella roca, ni oteé el horizonte para distinguir las velas del barco que no vendría a rescatarme. Todos los días, cuando dejaba a los niños en la guardería que una vecina había improvisado en la colonia para irme a trabajar, veía a lo lejos las obras del monasterio, recordaba el nombre con el que otros lo conocían, y lo que significaba. Todas las noches, cuando Silverio se marchaba para llegar a tiempo a su barracón, recordaba que le habían condenado a treinta años de cárcel por imprimir unas octavillas. Cada día y cada noche pensaba en todo esto y al principio me sentía incómoda, casi traidora por la razonable placidez de mi vida en el epicentro de tanto dolor, aquel monumento a mi propia derrota. Sin embargo, con el tiempo comprendí que la alegría era un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento.
Para las mujeres de Cuelgamuros la felicidad era una consigna, el grito mudo que recordaba a los de abajo, día tras día, que su victoria no había sido bastante para acabar con nosotras, que preferíamos vivir en los márgenes, en casas sin agua y sin luz, edificadas con nuestras propias manos, a habitar en el centro que habían levantado sobre nuestra ruina. Por eso me acostumbré a sonreír siempre, a toda hora, con motivos o sin ellos, para que entendieran que no podían herirme, ya no, y mis sonrisas, las de las demás, se fueron infiltrando poco a poco en mi interior, moldeando mi carácter para hacerme cada vez más fuerte. A finales de 1949, mientras Silverio seguía trabajando de propina, porque había redimido ya toda la pena, murió Muguruza. Cuando su sucesor anunció que no quería más presos políticos en su monasterio, ni siquiera tuve que cruzar una palabra con mi marido para darle una respuesta a don Amós.
—Vengo a ver si convences a este, Manolita, que es más terco que una mula...
El 24 de diciembre ya me había despedido del trabajo. Los dueños del hostal cerraban hasta Año Nuevo, y estuvieron de acuerdo conmigo en que no merecía la pena que me reincorporara para una semana. Eso no significaba que estuviera de vacaciones. Tenía mucho que empaquetar, porque todos sabíamos que los presos se irían de Cuelgamuros antes del 10 de enero, pero aquel día, cuando Silverio apareció con don Amós a media mañana, estaba fuera con los niños.
—Hace un día tan bueno que no aguantaba dentro —les expliqué, aunque no me habían preguntado nada—. La verdad es que voy a echar de menos esto.
—¿A que sí? —don Amós me sonrió y se volvió hacia Silverio—. ¿Lo ves? —pero él también sonrió mientras negaba con la cabeza.
Luego, mientras tomábamos un vaso de vino cerca del fuego, me contó que la empresa le había ofrecido a Silverio un puesto de obrero libre, muy bien pagado, para retenerle en las obras del monasterio.
—Y yo le he dicho: pero, hombre, con lo que habéis trabajado tu mujer y tú aquí, con esa casa tan bonita que tenéis, ¿por qué no quieres quedarte? En Madrid no dejarás de ser un ex presidiario, tendrás que volver a empezar, y a lo mejor las cosas no te van tan bien como crees... —entonces se volvió en la silla para dirigirse a mí—. Imagínatelo, Manolita, imagínate lo que sería vivir aquí con agua corriente, con luz, como en las casas de la colonia pero con un sueldo mejor que el del padre de Lourdes. Tú ni siquiera tendrías que trabajar y...
En ese momento se calló, porque me vio sonreír y adivinó la sonrisa que había provocado la mía.
—¿Te das cuenta de que he acabado siendo un buen partido?
—Y que lo digas...
Don Amós no entendió la pregunta de Silverio, ni mi respuesta, ni las carcajadas en las que desembocaron nuestras sonrisas, pero negó con la cabeza varias veces, como si ya hubiera escuchado bastante.
—Pues vas a ir a una cárcel —le advirtió a Silverio—. Va a ir a la cárcel —me advirtió a mí—, tres o cuatro meses como mínimo, hasta que le arreglen los papeles. ¿Eso queréis? —él no dijo nada, yo tampoco—. No lo entiendo. No entiendo qué pretendéis demostrar con esto.
—Hombre, pues no es tan difícil, don Amós...
Cuando Silverio intentó explicárselo, movió la mano en el aire, como si no quisiera saber nada, se levantó y le dijo que no hacía falta que volviera a la obra, que se quedara en casa hasta después de cenar. Luego se despidió de mí, de los niños, y fue hacia la puerta, pero no la traspasó.
—La verdad, Aguado —dijo desde allí—, es que no te entiendo. Tampoco sé si darte un abrazo o un par de hostias.
Silverio y yo nunca volvimos a hablar de aquella oferta. Pero tampoco olvidamos aquella casa en la que, a despecho de la derrota, de nuestro destino y de la omnipotente voluntad de un dictador, habíamos conseguido ser felices.
Robinsón Crusoe recogió muestras de su isla antes de abordar el barco que le devolvería a Inglaterra. Yo también me llevé algunas semillas, y esquejes de todos mis geranios, que viajaron hasta Madrid en unos cucuruchos de papel rellenos con su propia tierra, la tierra de Cuelgamuros que rellenaría las macetas donde los planté unos días después.
Y sin embargo, mientras me volvía a mirar mi casa desde el asiento trasero de la camioneta de Abel, no pensé en el náufrago, ni en su isla, ni en su travesía de regreso, sino en mi hermano Toñito, que por aquel entonces vivía muy lejos, en los arrabales de París. Porque en enero de 1950, alejarme de Silverio me dolía más que el dolor y la esperanza de dormir con él una noche entera, y otra, y otra más, hasta perder la cuenta antes de que acabara el invierno, era una promesa más dulce que la primavera.
Eso significaba que, después de todo, las multicopistas que llegaron desde América diez años antes habían funcionado, aunque no hubieran servido para imprimir ni una triste octavilla.
Silverio Aguado Guzmán no dejó de pensar en aquellas máquinas durante el resto de su vida.
Muchos años después de verla dibujada en tinta china, consiguió localizar en un catálogo antiguo una multicopista doble, idéntica a la que Rita había copiado del natural. Se trataba de una patente japonesa fabricada en el Perú, un modelo con cuatro rodillos en la parte superior y otro encajado en el fondo que formaba parte de un mecanismo secundario, destinado a canalizar las hojas que se imprimían de dos en dos pero se recogían de una en una, en las bandejas situadas a cada lado. Unos días más tarde, el representante que había rescatado aquel cuadernillo del trastero de un almacén le contó que aquella novedad no había tenido éxito, porque la complejidad del diseño multiplicaba las averías y el quinto rodillo no giraba a la velocidad suficiente para evitar los atascos de papel. El fabricante original había dejado de producirlas antes de que cumplieran un año en el mercado, pero su filial de Lima siguió intentándolo durante algún tiempo. Silverio supuso que el Partido las habría comprado allí, probablemente muy rebajadas, y comprobó que había acertado en todo lo demás. A esas alturas, aquello era lo de menos, y sin embargo se puso tan contento que hasta le dio vergüenza exteriorizarlo ante su mujer. Cerró el cuadernillo sin hacer aspavientos, esperó hasta que se acostaron, y por fin lo comentó en el tono de las cosas sin importancia, como si ella no se hubiera dado cuenta de que todos los días se traía un par de catálogos del trabajo, como si no le hubiera visto estudiarlos después de cenar, como si no supiera lo que estaba buscando.
—Habrían funcionado, ¿sabes?
Manolita dejó caer el libro que estaba leyendo, giró la cabeza y le miró.
—Las multicopistas, ¿no? —su marido asintió—. Nunca lo he dudado.
—Pues yo no estaba tan seguro, porque... —ella se echó a reír y le pegó con el libro en la coronilla.
—Silverio, por favor... —él cedió a la risa mientras se cubría la cabeza con un brazo, a tiempo de parar el segundo golpe. Luego cayó fulminado por un sueño instantáneo, tan benéfico como el de un bebé.
El mecanismo de aquellas multicopistas le había obsesionado durante años, y sin embargo, al despertar comprobó que había explotado en el aire como una burbuja de jabón, sin hacer ruido ni dejar rastro. La solución del problema al que había dedicado tantas horas de su vida desencadenó un vacío misterioso, casi físico, porque tenía forma de agujero, tan redondo como si las ilustraciones de aquel catálogo le hubieran perforado el estómago mientras dormía. Fue una sensación contradictoria pero sobre todo efímera, porque la experiencia de la dictadura, dentro y fuera de la cárcel, le había convertido en un militante muy distinto del ingenuo mecánico de Porlier, aquel muchacho de veinticuatro años que desconocía por completo las reglas de la clandestinidad. Sólo eso, y que su trayectoria política se hubiera desarrollado bajo el paraguas de una legalidad casi ininterrumpida, pudo explicarle a principios de los años cincuenta la serenidad con la que había aceptado el plan de Antonio, que siempre había sido el único insensato de los dos. Así y todo, aquel era un misterio muy menor en comparación con el proceso que le había llevado a enamorarse de una chica que nunca le había gustado.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 38 | Нарушение авторских прав
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