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—Antonio Perales, ¿verdad? —un teniente de la Guardia Civil fue derecho a por él—. Bienvenido a esta provincia.
Y un instante después, mientras los demás pasajeros le esquivaban como si estuviera apestado, le puso las esposas murmurando una advertencia en un tono apenas audible.
—Esto no es lo que parece —dijo, o al menos, eso fue lo que Antonio creyó oír.
No se fió de sus oídos, porque tenía demasiado miedo. Han detenido a Eladia, se dijo, la habrán molido a golpes hasta hacerla hablar, y es todo culpa mía, culpa mía... Se lo habría preguntado al teniente, pero él ya estaba hablando con un hombre que parecía esperarle a su pesar, a juzgar por cómo le miraba desde la cochambrosa furgoneta en la que estaba apoyado.
—Aquí ya hemos terminado, Cuelloduro —le habló en un tono cortés, seco a la vez—. Nos llevas a Fuensanta, ¿verdad?
—A ver... —miró a Antonio y movió la cabeza con tristeza—, ¿puedo negarme?
—Ya sabes que no.
—Pues entonces no sé para qué pregunta tanto —abrió la puerta de la furgoneta y la sostuvo para que entraran—. Pasen.
—No —el tono del guardia se endureció—. Abre atrás.
—¿Atrás? —hizo una pausa para volcar sobre su interlocutor una mirada airada—. No, teniente, atrás viajan las cosas y este hombre es una persona.
—Este hijo de puta es un enemigo del Estado y viaja atrás porque lo digo yo, y no me toques los cojones, Cuelloduro, que sabes que no te conviene.
El dueño del vehículo respondió a aquella advertencia con una efímera mirada de desafío y abrió la puerta trasera para hacer un hueco entre sacos y cajas de botellas antes de colocar en él una manta doblada dos veces. Antonio se acomodó sobre ella, y desde allí volvió a escuchar al militar.
—Déjanos en el cruce del molino viejo, que van a venir a buscarlo desde la comandancia de Alcalá la Real.
Pero cuando bajaron de la furgoneta y la vieron perderse en el horizonte, el teniente le pidió que echara a andar monte arriba y empezó a subir tras él. Antonio obedeció porque no podía resistirse, aunque estaba seguro de que no iba a llegar al final de la trocha.
—Me vas a pegar un tiro, ¿verdad?
—Que no, coño, que ya te he dicho que esto no es lo que parece —su voz había cambiado tanto que parecía otra—. Pero nadie puede darse cuenta, así que tira para arriba, con cara de miedo y calladito.
Antes de que coronaran la cuesta, una extraña pareja empezó a bajarla hacia ellos. Antonio reconoció a Pepe el Olivares y sonrió, pero al guardia civil no le hizo ninguna gracia la estatura de su acompañante.
—Hay que joderse con el puto niño... —y se adelantó para tapar con su cuerpo el de su prisionero—. Métete las manos en las mangas como si tuvieras mucho frío, que no vea las esposas.
Avanzó unos pasos, se giró para comprobar que Antonio le había hecho caso, y volvió a cambiar de voz.
—¡Nino! ¿Ya has hecho rabona otra vez? Anda, que tienes a tu madre contenta...
El niño se asustó, abrió mucho la boca, más los ojos, y bajó corriendo un trecho antes de contestar.
—Pero que no he hecho rabona, Sanchís, si no hay clase hasta el lunes que viene...
—Pues algo habrás hecho, porque acabo de encontrármela y te iba llamando por la calle a grito pelado. Yo que tú me iba a casa ahora mismo, porque la que te va a caer, va a ser pequeña.
—¡Ay! —el niño le miró, miró a Pepe, y Antonio le calculó unos nueve años, una devoción por su acompañante sólo comparable al pánico que le inspiraba la autoridad materna—. ¡Ea, pues me voy! —y cuando ya había empezado a correr, se dio la vuelta—. ¡Mañana vengo y vamos a por cangrejos!
—Claro, Nino, aquí te espero.
Levantó un brazo en el aire para decirle adiós y se volvió para mirar al guardia civil con una sonrisa cómplice.
—¡Joder, Miguel, lo tienes frito! Pobrecito mío, me lo vas a matar a disgustos...
—La culpa es tuya, Portugués, que pareces su niñera, no me jodas, todo el día pegado a tus pantalones. Cuando menos te lo esperes, el disgusto nos lo va a dar él a nosotros.
—¿Nino? Qué va, hombre, si es mi amigo... —y por fin se volvió hacia Antonio—. Y hablando de amigos, quítale las esposas a este, anda, que tengo ganas de darle un abrazo.
—Hasta que el jodido crío se pierda de vista, no —en ese momento, Nino se volvió para saludar con la mano desde la última curva del camino—. ¿Lo ves?
Sólo después Antonio pudo abrazar a Pepe, y el teniente sonreír mientras los miraba.
—¿Cuándo os vais a ir para arriba?
—Esta misma noche.
El oficial asintió antes de despedirse de su prisionero.
—Salud, camarada —fue lo que le dijo—. Que tengas suerte.
Diez días más tarde, cuando Antonio ya había conocido a Elías el Regalito y estaba más o menos aclimatado a la vida en el monte, Pepe subió a verle y no quiso contarle la verdad.
—No detuvieron a nadie —porque El Guapo, como habían empezado a llamarle los de arriba, no ganaba nada con saberla—. Tu novia debió de escapar.
En cierto sentido, era verdad.
Cuando comprobó que había matado a Garrido, Eladia sonrió. Mientras se dirigía a una miliciana desconocida, esto ha ido también por ti, compañera, sintió que su cuerpo se aflojaba, como si se ablandara por dentro. Aquella sensación la devolvió a la cocina de San Mateo, una sopa de fideos, el delantal de Fernanda, su propia risa a los seis, a los siete, a los ocho años. Eladia Torres Martínez acababa de matar a un hombre y, con él, a la rabia que la poseía desde que aquella niña creció. Al liberarse de aquel peso se sintió asombrosamente liviana, pero esa bendición no le impidió recordar que Garrido no había llegado solo. Tampoco había cerrado la puerta. Su cadáver estaba atravesado en el centro de la habitación, su cabeza a unos centímetros de la hoja entreabierta. Fuera quien fuera la persona que estaba al otro lado, no había acudido a auxiliarle, y eso significaba que aún tenía una oportunidad.
Dispuesta a aprovecharla, cargó la pistola, la dejó al alcance de su mano y empezó a recoger su ropa para meterla en la bolsa. Sus movimientos eran tranquilos, precisos, sus ideas tan claras y ordenadas que cuando encontró las bragas ni siquiera se las puso, tampoco los zapatos. Los dejó en el suelo, a un lado, para salir descalza por la puerta trasera. Ya me los pondré en la calle, se dijo mientras cogía el vestido para darle la vuelta. Sólo le faltaba eso, cubrir su desnudez y huir, cuando alguien más entró en la habitación.
Roberto el Orejas no era un hombre valiente. Al oír los tiros, se había acercado al dormitorio lo justo para ver el cadáver de Garrido y retroceder a toda prisa. Se escondió tras la esquina del pasillo para asistir a la huida de Antonio sin ser visto, pero al ver que nadie salía de aquella habitación, se fue acercando a la puerta muy despacio y se asomó para ver a Eladia como jamás se había atrevido a imaginar que llegaría a verla algún día.
Su belleza le paralizó. Sus pechos, sus caderas, sus piernas desnudas le deslumbraron de tal modo que ni siquiera se acordó de disparar mientras la miraba. En ese plazo, Eladia le descubrió y su serenidad se esfumó tan misteriosamente como había nacido. Tiró el vestido al suelo, cogió la pistola, apuntó y erró el tiro. El policía, en cambio, acertó a la primera.
Eladia Torres Martínez, carne de cañón, odió a dos hombres con todas sus fuerzas, pero dio la vida por el único al que amó. Cuando se acuclilló a su lado para acariciar su piel mullida, lujosa, Roberto el Orejas celebró que su cuerpo aún estuviera caliente.
Cuando Lourdes vino a buscarme, no me encontró.
—Estoy aquí —levanté en el aire las tijeras de podar—. No tardo nada.
—¡Manolita! —avanzó hacia mí con la cabeza inclinada, atisbándome entre las macetas—. ¿Pero qué haces?
—Cortar unos esquejes, ¿ves? —señalé hacia una cesta de mimbre que estaba casi llena mientras plantaba el último con cuidado en un cucurucho de papel lleno de tierra—. Voy a llevármelos de recuerdo. ¿Quieres alguno?
Se lo pensó un rato antes de rechazar mi ofrecimiento. Mientras tanto me levanté, me quité el delantal, lo coloqué junto con las tijeras dentro de la cesta y seguí a mi amiga sin volver la cabeza. Pero al borde del primer peldaño, me volví para mirar por última vez mi casa. Ya no podía llamarla de otra manera, aunque seis años antes Silverio hubiera escogido otra palabra.
—Tienes que conseguir un Libro de Familia, eso lo primero —al escucharlo sonreí, como si después de haber logrado que me aceptara, cualquier requisito representara un contratiempo más liviano que la ruina de mis medias—. Supongo que podrás pedirlo con el certificado del cura de Porlier, aunque igual tienes que untar a algún funcionario... Necesitarás una partida de nacimiento tuya y otra mía. Eso es más fácil, pero entre unas cosas y otras, tenerlo todo te llevará dos o tres meses. Tampoco importa mucho, porque no me darán permiso para traerte hasta que haya construido una chabola donde puedas vivir. Hemos hecho muchas, entre varios, pero eso también lleva su tiempo porque hay que agenciarse los materiales, convencer a los encargados para que nos den lo que sobra, negociar con los contratistas para que nos vendan baratos los excedentes y birlar lo que se pueda. La mano de obra no es problema. Yo he ayudado a muchos compañeros y ellos me ayudarán a mí, eso aquí es sagrado, pero sólo podemos trabajar en nuestro tiempo libre y casi no tenemos. Oficialmente, el campamento no existe. En Redención de Penas hacen la vista gorda, pero los permisos dependen de la empresa, porque la concesión abarca el terreno donde viven las familias, y a ellos sólo les interesa ganar dinero. El negocio que hacen con nosotros es demasiado bueno como para arriesgarse a perderlo. Si echaran a las mujeres, habría protestas, motines, nos devolverían a la cárcel y se les acabaría el chollo, así que, por ese lado, no hay peligro. El jefe de mi destacamento es un buen hombre, aunque conviene que se acostumbre a verte por aquí. Lo mejor es que vengas a misa los domingos, que te vean comulgar, eso es muy importante, y que me abraces en la explanada antes de irte como si se te estuviera partiendo el corazón... —hizo una pausa, me miró, sonrió, y no encontré nada ingenioso que decir—. No has traído comida, ¿verdad?
Aquel inesperado colofón me pilló con la boca abierta. Nunca había escuchado hablar a Silverio durante tanto tiempo seguido, y la duración de su discurso me afectó más que su fluidez. Aquel día no llegué a detectar sus titubeos, la velocidad a la que cambiaba de rumbo para sortear los obstáculos, las pausas apenas perceptibles que le daban la oportunidad de buscar un sinónimo cada vez que presentía que iba a trabarse en la primera sílaba de una palabra. Había aprendido a dominar aquella técnica como si su lengua fuera una máquina averiada que se pudiera arreglar con una goma y dos horquillas, una proeza que me conmovería muchas veces antes de que el tiempo la hiciera imperceptible para mis oídos, pero aquel día ni siquiera me di cuenta. Estaba demasiado preocupada por la sensación de que era la primera vez que hablaba con él.
Hasta aquel momento, estaba segura de que conocía bien a Silverio. Le había visto tantas veces que ni siquiera habría sabido contarlas, primero en mi casa, en mi barrio, luego en la cárcel, lunes tras lunes. Allí, con dos alambradas y un pasillo de por medio, habíamos hablado de todo, mi vida, la suya, la muerte, cosas insignificantes como sus indigestiones y mis problemas en el trabajo, graves como las ausencias que habían ido dejando huecos que nunca se rellenarían por más que sobraran presos para aplastarse contra la verja. Pero en Cuelgamuros, al aire libre, mientras era consciente de que me bastaría con alargar los brazos para rodear su cuello, con inclinar mi cabeza para besarle, me sentía mucho más lejos de él que en el locutorio de Porlier. Era como si todo lo que habíamos vivido juntos no contara, como si los muros de la cárcel hubieran encerrado en un gigantesco paréntesis una realidad aparte, una irrealidad ajena a la frescura del aire del Guadarrama en una fría y soleada mañana de marzo, como tantas que habían existido antes de aquella, como tantas que existirían después, con o sin nosotros. Aquella pradera, el cielo azul, la colosal estatura de los pinos, no nos necesitaban para existir, para construir un tiempo y un lugar auténticos, indiferentes a nuestra voluntad, a mi ánimo o sus preocupaciones, una categoría en la que Porlier nunca había llegado a encajar. Allí, ¿cómo estás?, bien, ¿y tú?, bien, me alegro de verte, más me alegro yo, gracias por el paquete, de nada, ¿estaban buenas las magdalenas?, estaban riquísimas, hablar era fácil, y la dificultad que parecía envolver cada palabra, un puro espejismo. Dos años antes, yo había estado dispuesta a entregarme a Silverio sin condiciones, había hecho cuanto estaba a mi alcance para acostarme con él durante una hora en el suelo de un cuarto asqueroso, infestado de cucarachas, había perdido la vergüenza, la dignidad, lo poco que tenía, en aquel empeño y no lo había logrado, pero tampoco dudaba de que habría llegado hasta el final, de que habría apurado hasta el último instante el fruto de mi esfuerzo, el deseo de un hombre al que en realidad ni siquiera conocía.
Si en aquel momento no le hubiera mirado, esa certeza me habría aplastado. Si él no hubiera percibido mi extrañeza, si no la hubiera malinterpretado, si no hubiera vuelto a coger mi cara entre sus manos para levantarla hacia la suya, seguramente nuestra historia no habría pasado de ahí. Pero lo hizo, y así pude ver sus ojos castaños, limpísimos, una mirada amable, risueña como una promesa de armonía, solemne como una alianza.
—Pero no te pongas así, por favor, que no pasa nada...
A nuestro alrededor, otros presos comían con las mujeres que habían venido conmigo en el autobús. No los veía, pero oía un rumor inconfundible, el chasquido de los broches de las tarteras, el eco de los cubiertos y los platos de metal que chocaban entre sí, el ruido sordo de los sacacorchos que liberaban los cuellos de las botellas, y sabía que Silverio hablaba de la comida, que me estaba absolviendo por haber llegado con las manos vacías, y al mirarle, me daba cuenta de que seguía siendo más bien feo, de que tenía la nariz muy grande, la cara demasiado larga, y eso no me sorprendía porque nunca me había gustado, pero no podía apartar mis ojos de los suyos porque nadie me había mirado como me miró él aquella mañana, desde fuera y a la vez dentro de mí. En cualquier realidad ajena al locutorio de una cárcel, Silverio y yo no nos conocíamos, y sin embargo, en aquel momento me reconoció como si los dos fuéramos la misma cosa. Eso leí yo en sus ojos, que se volvieron misteriosamente claros, casi líquidos, sin renunciar a su verdadero color, y aquel misterio evocó otro, una escena vergonzosa, Martina y yo pegándonos en plena calle, el desdén con el que me miró una mujer que no quiso pagar por mi turno. Él lo sabe, pensé, en la cárcel se sabía todo, y aquel pensamiento, en lugar de avergonzarme, me tranquilizó. Él tenía que saberlo, pero eso no le impedía mirarme con aquellos ojos transparentes, acuáticos, como recién nacidos. Por eso dominé el impulso de salir corriendo y me quedé a su lado, pero no aproveché la oportunidad de hacer las cosas bien.
—Ya —dije solamente—, es que yo no...
No me he atrevido. Esa era la verdad y lo que debería haber confesado, que no quería que pensara que lo daba todo por hecho, que después de dos años sin verle, aparecer con una cesta para que comiéramos juntos sobre una manta me parecía demasiado descarado, que por eso sólo llevaba en el bolso un bocadillo de queso que me había hecho en el último momento para no hacerme ilusiones y tener algo que llevarme a la boca si no le encontraba, si le encontraba con otra, si me decía que no. Eso era lo que debería haberle explicado, pero no fui capaz, porque no estábamos en el locutorio de Porlier y ningún obstáculo nos separaba.
—No he traído comida —respondí por fin—. Lo siento.
—No importa —él me sonrió, se levantó, desenrolló con delicadeza el chaquetón con el que me había abrigado los pies y me ofreció una mano para ayudarme a bajar de la roca—. A mí me han invitado a comer unos amigos. Seguro que se alegran de verte y además, así verás el sitio donde vas a vivir.
No me puse los zapatos para no acabar de estropearlos. Al posar los pies en el suelo, el frío de la hierba me sobresaltó y dejé escapar un grito pequeño, casi infantil, que le hizo sonreír.
—¿Quieres que te...?
En ese pronombre le llegó el turno de la vergüenza. La sensación de irrealidad que me había asaltado antes que a él, se desplomó de golpe sobre su cabeza como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de lo que yo le había pedido, de lo que él acababa de concederme, una casa para vivir juntos, para aparentar al menos que vivíamos juntos. Yo lo percibí con tanta claridad como si lo estuviera viendo, y presentí que en aquella confusión tan parecida a la mía, todo estaba a punto de extinguirse, su sonrisa, la serenidad que había demostrado desde que me vio en la explanada y hasta la fluidez con la que había hablado hasta aquel momento.
—N-no, na-ada.
¿Quieres que te coja en brazos? Había empezado a estirarlos hacia mí cuando comprendió que entre nosotros ninguna acción inocente lo parecería del todo. Mientras los retiraba a toda prisa para meterse las manos en los bolsillos, me puse colorada y comprobé que él estaba más colorado que yo.
Nadie había contado con eso. Mientras María Pilar se volvía loca, mientras las mujeres de la cola de Yeserías jaleaban su locura, mientras arreglaban entre todas mi vida, la de Isabel, lo único que importaban eran las normas, los plazos, los reglamentos, Silverio y yo no. Nadie había pensado en él excepto para calcular si me diría que no, si me diría que sí, si se habría echado una novia, si le gustaría más que yo, si no le gustaría tanto. Nadie había pensado en mí, ni siquiera yo. Aquel disparate me había vuelto loca a mí también, deteniendo el tiempo en un beso muy largo, muy corto, cinco minutos que se estiraron de pronto como un puente infinito, capaz de salvar cualquier distancia. A mí no había vuelto a pasarme nada bueno, pero aunque él se encontrara en la misma situación, para los dos había pasado el tiempo y no iba a ser fácil. Silverio y yo habíamos ido demasiado lejos sin haber llegado nunca a estar demasiado cerca, y mientras las plantas desnudas de mis pies hollaban el frío de la hierba, un frío distinto, nacido del impecable razonamiento con el que Andrea zanjó la discusión que ella misma había provocado, se apoderó de mi estómago. ¿Y por qué va a decirte que no, mujer? Aunque te casaras con él sólo para ponerle en contacto con tu hermano, ¿qué más le da? Si luego no quiere nada contigo, con no ir a verte cuando vivas allí, arreglado...
—Ponte los zapatos —Silverio sólo volvió a hablar cuando llegamos a la carretera.
—Es que me los voy a cargar.
—No, ahora tenemos que andar un buen trecho por el asfalto —extendió un brazo para señalar la cuesta por la que habíamos subido antes y me apoyé en él para ponerme un zapato, después el otro—. Luego, cuando haya que trepar, te los quitas otra vez.
En la cola de Yeserías no había querido entrar en detalles, pero cuando salimos del locutorio, María Pilar no me dejó en paz hasta que le hablé de las multicopistas, y aquella historia pasada, una operación clandestina tan inocente, tan chapucera que recordarla en voz alta me dio hasta vergüenza, precipitó el retorno a sus viejos cuarteles en un país donde, de nuevo, sabía moverse como pez en el agua.
—Y esos Arroyo, tus jefes... No serán los que vivían en Serrano, que casaron a una hija con el pequeño del conde del Asalto, ¿verdad?
Cuando fui a buscarla a la estación, la encontré tan frágil, tan desorientada e indefensa como en el penal de Segovia. Allí había sufrido mucho, y la libertad, poder abrazar a los mellizos, volver a andar por la calle, respirar el aire de Madrid, dulcificó su gesto, la inmutable sonrisa con la que lo dio todo por bueno. Antes de entrar en casa, leyó el aviso de derribo clavado en el portal pero no dijo nada. Al llegar arriba, se puso tan contenta de volver a ver sus muebles, que los acarició con dedos temblorosos de emoción, y hasta me dio un beso por haberlos salvado.
—Lo demás... —añadió, mirándose en la pobreza en la que vivíamos—. Bueno, una casa es, y bien limpia que la tienes, desde luego.
Aquella conformidad no duró más que un par de días. El tercero empezó a preguntarse en voz alta quién le habría dicho a ella que algún día iba a vivir en un piso sin puertas, sin baldosas, sin lámparas, con ese aspecto de carromato de gitanos que, perdona que te lo diga, hija mía, era todo lo que yo había conseguido en los años en que había faltado de casa. A partir de aquel momento, no volvió a pronunciar la palabra cárcel ni siquiera para hablar conmigo, que la había visto entre rejas tantas veces. Prefería decir que había estado fuera, ausente, lejos de Madrid. Nunca llegué a saber cuál de esas expresiones escogió cuando fue a hablar con doña María Luisa sin tomarse la molestia de avisarme. A través de sus viejos contactos había descubierto que, en efecto, la nuera más joven del conde del Asalto era su cuñada, y la señora condesa, que en los buenos tiempos de la monarquía había sido amiga íntima de la familia para la que trabajaba como cocinera, había tenido la bondad, así lo dijo ella, de hacerle una carta de recomendación.
—Anda que... —fue Aurelia, mi jefa, la que me informó de su visita—. ¡Qué tontas somos las mujeres! Fíjate tu madre, tan buena, tan trabajadora, y que se metiera en líos por el sinvergüenza de tu padre... Pobrecita, doña María Luisa ha dicho que no se merece lo que le ha pasado, desde luego.
Que ella no había tenido la culpa de nada, eso contó. Que estaba loca por su marido, que estaba ciega, que no veía más que por sus ojos, que él la obligó, que fue él, con sus contactos en la Guardia de Asalto, quien montó aquella red de desvalijadores de pisos, que le daba hasta el último céntimo que sacaba porque la tenía amenazada, porque sabía que andaba con unas y con otras, porque le dijo que la abandonaría si no colaboraba, y ella le quería tanto que se le cortaba la respiración sólo de pensarlo, porque estaba loca por él, porque estaba ciega, porque las mujeres somos tan tontas, tan tontas... La condesa del Asalto era además tan chismosa que para ensalzar a la señora de Arroyo, una santa, le había contado que su marido le había puesto un piso a una modista monísima en la calle Arenal. Por eso, cuando consiguió prender en los ojos de doña María Luisa una chispa de comprensión, a medio camino entre la caridad cristiana y la solidaridad de las infidelidades compartidas, María Pilar sacó del monedero una foto de mi padre y se la enseñó.
—¡Qué barbaridad, hija! Pues sí que era guapo... —y levantó la vista para posarla en su compañera de fatigas—. Da hasta miedo mirarlo.
Esa complicidad resultó decisiva para que mi patrona la colocara en el guardarropa de un restaurante que estaba a punto de abrir en la calle Alcalá, un trabajo cómodo, mucho mejor pagado que el mío, al que se incorporó el primer día de marzo, una semana antes que los clientes. Después, su carácter, aquella simpatía servil que la había hecho tan popular en las cocinas de los grandes de España, incrementaría sus ingresos en la misma proporción que los claveles que, a la hora de las propinas, sabría colocar en solapas masculinas y femeninas sin equivocar nunca los apellidos y aún menos los tratamientos, excelencia, mi general, señora embajadora, señor magistrado... Así, el cuarto interior derecha del número 7 de la calle de las Aguas iría asemejándose poco a poco a aquel piso de la de Santa Isabel que ella nunca dejó de llamar su casa. El lugar donde vivía no lo era, pero tampoco lo abandonó, porque después de informarse sobre los precios de los alquileres, decretó que era una insensatez renunciar por el momento a un acuerdo tan ventajoso como el que había arreglado yo con don Federico.
—No podré recibir visitas, claro, pero en un par de años, como mucho, habré ahorrado lo suficiente para marcharme de aquí, y de eso se trata.
Aquella decisión puso el punto final al retorno de María Pilar. En veinte días no había conseguido solamente un buen trabajo, sino también restaurar las condiciones de su vida pasada, el reflejo de una riqueza ajena con el que se adornaba como si fuera una joya propia. Impaciente por lucirla lo antes posible, el lunes 28 de febrero me anunció que quería acompañarme a Yeserías, a ver a Toñito.
—Luego no voy a poder, porque cuando empiece a trabajar, como comprenderás... Lo tuyo es distinto, tú no tratas con los clientes, pero yo... No puedo arriesgarme a que nadie me reconozca en la cola de una cárcel.
Me pregunté si mi hermano se alegraría de verla. Cuando entramos en el locutorio ni siquiera me fijé en eso, porque Andrea había detonado ya la bomba que iba a poner mi vida boca abajo.
—Agárrate, anda, que sólo falta que te caigas y te rompas una rodilla.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 36 | Нарушение авторских прав
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