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—No se fíe de lo que le ha contado —me dijo en un susurro—. Mi padre trabaja de camarero en el Arriaga, ¿sabe?
Se me quedó mirando como si estuviera segura de que esa revelación bastaría para justificarla, y al comprobar que no la había entendido, echó un vistazo al hombre que apuntaba un pedido en su libreta.
—Vaya usted a verlas. Vaya usted.
Aquella breve conversación pulverizó todas las reglas de la cortesía. Dejé el precio de mi desayuno sobre la barra, me despedí del dueño del café sin perder tiempo, crucé la calle y llamé al timbre cuando faltaban más de cinco minutos para las nueve. La hermana portera no se hizo esperar, pero al escuchar el motivo de mi visita, me miró de arriba abajo con mucha parsimonia.
—¿Cómo se llaman sus hermanas? —al escuchar sus nombres asintió con la cabeza como si estuviera esperándome—. Venga conmigo, por favor.
Me precedió a través de un recibidor inmenso, pero en el pasillo que embocamos a continuación, se retrasó para emparejarse conmigo.
—¿Y cómo se le ha ocurrido a usted venir hasta aquí desde tan lejos?
—He aprovechado el billete de una compañera de trabajo que es de Baracaldo, ¿sabe? —ya tenía preparada esa respuesta—. Ella iba a venir a ver a su familia, pero se encontró mal en el último momento, y pensé que era una lástima desperdiciar la plaza.
—Claro que sí —asintió ella mientras desembocábamos en los soportales de un claustro dispuesto alrededor de un pequeño jardín—. Siéntese en el banco, por favor, y espere un momento. Su hermana está en clase. Voy a buscarla.
¿Cómo que mi hermana?, dije para mí, yo no tengo aquí una hermana, tengo dos... Ella me miró como si me hubiera adivinado el pensamiento pero no añadió nada y se fue caminando muy deprisa, sus pies ocultos bajo el borde de un hábito que parecía flotar solo sobre las baldosas.
Estuve sentada en aquel banco casi un cuarto de hora, escuchando a lo lejos un rosario de voces que iban repitiendo las tablas de multiplicar, mientras mi espíritu se dividía entre la inquietud que había viajado conmigo y la paz que parecía emanar de aquel lugar, el efecto casi sedante de las arquerías, el verde brillante de los parterres, el rumor del agua que brotaba sin pausa en la pequeña fuente que ocupaba el centro del patio. Lo que veía y lo que escuchaba integraban una imagen casi perfecta de la placidez monótona, narcótica, de la vida en un convento, pero esa estampa no bastó para serenar mi corazón, que latía un poco más rápido en cada segundo, como si tuviera sus propias razones para desconfiar de mis ojos, de mis oídos. Hasta que por una arquería situada a mi derecha entró una niña de diez años, vestida con un uniforme azul de cuello blanco, el pelo oscuro y dispuesto en dos trenzas impecables, tan delgada como siempre pero más alta de lo que recordaba.
—¡Pilarín!
Me emocionó tanto verla que me levanté de un brinco, hice ademán de echar a correr y me paré en seco, no tanto porque mi hermana avanzara hacia mí escoltada por dos monjas, sino porque vi que no aceleraba el paso al descubrirme. Andaba sin descomponerse, como una señorita, aunque su sonrisa fue creciendo a medida que se acercaba.
—¡Pilarín! —repetí mientras abría los brazos y la estrechaba con fuerza, pegando mi cabeza a la suya para aspirar su olor, devolviéndole sus besos uno por uno—. ¡Pero qué guapa y qué mayor estás! —y volví a abrazarla, a besarla, mientras mi preocupación por Isa competía con la felicidad de encontrarla tan bien—. ¡Me alegro tanto de verte!
—Yo también, Manolita —y en ese momento, cuando menos lo esperaba, hizo un puchero—. Yo también, yo también...
—Vamos, Pilar, ¿qué habíamos dicho antes? —la monja a la que aún no conocía se inclinó sobre ella, la cogió de un brazo para separarla suavemente de mí, me sonrió—. Yo soy la hermana Gracia, la tutora de su hermana. Encantada de conocerla.
—Lo mismo digo —estreché la mano que me ofrecía mientras le devolvía la sonrisa—. Perdóneme, pero hace tanto tiempo que...
—Claro, claro —volvió a sonreír mientras rodeaba a la niña con el otro brazo—. Es muy natural, no se preocupe. Lo importante es que estoy muy contenta con Pilar, ¿sabe? Es una alumna muy buena, muy cariñosa... —se volvió a mirarla y mi hermana sonrió mientras se sonrojaba de puro placer—. Con ella da gusto, la verdad. Por eso, hemos hecho una excepción. En teoría, las niñas no pueden recibir visitas en horario lectivo, pero ya que ha venido usted desde tan lejos... —soltó un momento a su alumna para mirar el reloj—. A las diez, hay un cambio de clase. Las dejo solas hasta entonces, ¿de acuerdo? Luego tenemos matemáticas, que se nos están dando un poco regular...
—Es que son muy difíciles —protestó Pilarín, la voz risueña todavía.
—Pues a las diez se la devuelvo —eran las nueve y cuarto—. Muchísimas gracias por todo.
—No hay de qué —la hermana Gracia volvió a darme la mano para despedirse—. ¿Por qué no le enseñas el jardín a Manolita, Pilar? Es muy bonito, y allí estaréis mejor que aquí...
Era verdad que el jardín era bonito, con sus árboles altos, frondosos, y sus parterres bien cuidados, rodeados por caminos de grava que describían curvas graciosas e inútiles. Pilarín me lo enseñó todo, la capilla, la huerta, el patio de las pequeñas, mientras me explicaba su vida en el colegio con tal entusiasmo que me convencí de que, al margen de lo que le hubiera pasado a Isabel, ella estaba bien, fuerte, sana y, sobre todo, contenta. Le pregunté cómo llevaba los estudios y me respondió con detalle, analizando las asignaturas una por una, muy orgullosa de los sobresalientes que le habían puesto en Lengua y en Religión. Sin embargo, en la misma medida en que la información sobre sí misma se agotaba, su alegría se fue apagando lentamente, como si ella también supiera lo que iba a preguntarle antes o después.
—¿Y cómo está Isa, Pilarín? —no tenía sentido hacerla esperar—. ¿Por qué no la han traído a ella también?
—Es que... —dejó de mirarme para concentrarse en las yemas de sus dedos, que enrollaron el borde de la falda para desenrollarlo después un par de veces, durante el tiempo que tardó en encontrar las palabras que estaba buscando—. Isa ya no vive aquí. La semana pasada o... No, hace un poco más, pues, se marchó a otro sitio.
—¿A otro sitio? —la cogí de los hombros y la giré en el banco, para obligarla a mirarme—. ¿Adónde?
—No lo sé —y volvió a su falda—. No me lo explicaron bien, a un sitio para niñas mayores.
—¿Otro colegio?
—Sí —Pilarín me miró, me sonrió—. Eso será —y se levantó tan deprisa como si la madera del asiento la quemara—. Ven, voy a enseñarte el gallinero...
Echó a correr y yo la seguí más despacio, abrigando un mal presentimiento que guardé para mí cuando llegué hasta las jaulas ante las que Pilarín, pitas, pitas, pitas, frotaba los dedos a toda velocidad, no tanto para llamar la atención de las gallinas como para alejar la mía. La cogí en brazos, volví a abrazarla, a besarla como al principio, mientras recordaba los argumentos de Rita, aquel discurso eficaz, brillante como todos los suyos y como todos equivocado, piénsalo bien, mujer, por muy mal que estén las cosas, España sigue siendo un país civilizado, ¿o no? Tu hermana es menor de edad, está bajo la tutela del Estado, su tutora legal autorizó su traslado a Bilbao, no pueden modificar su situación sin notificároslo antes a vosotros, eso contravendría el propio decreto que os permitió mandarla a ese colegio, el Estado no puede quedar tan mal, si lo piensas, verás como tengo razón... Cuando me soltó aquel espléndido chorro de razones, no quise recordarle que, a pesar de su expediente, ese mismo Estado no le había consentido matricularse en la universidad, ni que todo lo que los hermanos de su padre habían conseguido para ella fue que la dejaran hacer Magisterio como si le estuvieran haciendo un favor. Cuando dejé en el suelo a Pilarín, tampoco quise añadir nada. No habría logrado más que angustiarla, y no quería, así que le di la mano para volver al jardín.
—¡Atiza! —y fue ella la que habló cuando distinguió a lo lejos a una monja alta y muy tiesa, que nos esperaba junto a la portera—. La madre superiora. Igual le ha sentado mal que fuéramos al gallinero...
—No, ya verás como no —apreté su mano en la mía al comprender que aquella mujer me estaba esperando a mí.
—Buenos días —me tendió la suya antes de confirmarlo—. La estaba esperando porque tengo que hablar un momento con usted. Si no le importa seguirme a mi despacho... Allí estaremos más tranquilas.
Faltaban todavía unos minutos para las diez, pero no intenté retener a Pilarín. Me despedí de ella muy deprisa para no descomponerme, pero cuando nos separamos, las lágrimas que habían aflorado a mis ojos apenas me consintieron ver las que se habían apoderado de los suyos.
—Adiós, cariño —me limpié la cara, sonreí, la besé por última vez—. Hasta pronto.
Mi hermana no dijo nada y se fue llorando sin hacer ruido. Mientras se alejaba de mí, me sentí culpable por haber interrumpido la plácida normalidad de su vida de niña feliz, pero no pude detenerme mucho tiempo en aquella consoladora culpabilidad. La madre superiora, una mujer muy alta y de huesos anchos, que le prestaban una corpulencia imponente, casi majestuosa pese a su delgadez, avanzaba a grandes zancadas, dejando tras de sí la estela de un velo negro capaz de hincharse como la vela de un barco. Iba tan deprisa que la seguí por dos corredores y unas escaleras sin lograr alcanzarla en ningún momento, pero nunca se volvió para comprobar si andaba tras ella, como las personas acostumbradas a imponer su autoridad en cualquier circunstancia.
—Ya hemos llegado —sólo al detenerse para abrir una puerta cerrada con llave, volvió a mirarme—. Pase, por favor.
Su despacho se parecía a ella. Era una habitación grande y cuadrada, que habría sido luminosa si las pesadas cortinas que cubrían los ventanales de la pared del fondo no hubieran estado corridas hasta su mitad, dejando apenas paso a la luz que filtraban los espesos visillos. Estaba decorada con unos pocos muebles buenos, antiguos, de madera oscura y tan bien cuidada que la cera con la que habían sido lustrados impregnaba la estancia como un perfume. A un lado del escritorio, había dos sillas de respaldo labrado y asiento tapizado de terciopelo color granate. Me ofreció una antes de rodear la mesa, decorada con un crucifijo de bronce y una maceta de begonia que reventaba de pequeñas flores anaranjadas, para sentarse frente a mí en una butaca más alta y más grande que las sillas, como una reina en su trono, pensé.
—Antes de nada, si me lo permite, me gustaría preguntarle si ha venido usted a vernos por su propia iniciativa, o quizás...
Al dejar esa frase suspendida en el aire, echó hacia atrás la cabeza para poder mirarme con más perspectiva. Quería saber con quién se enfrentaba porque desconfiaba de mi insignificante aspecto de jovencita humilde y sin educación, la fachada que escondía todo lo que había aprendido en la cola de Porlier, la universidad a la que nadie habría podido negarme el ingreso. Hacía bien, y para demostrárselo, me limité a repetir su última palabra.
—¿Quizás? —y me incliné hacia delante.
—Quizás haya recibido usted algún mensaje, una carta, tal vez una llamada, de alguien que le haya aconsejado que venga a visitarnos.
—¿Yo? No, señora —negué con la cabeza para subrayarlo—. Yo sólo he aprovechado el billete que una compañera...
—Ya, ya —levantó una mano en el aire para indicarme que me podía ahorrar el resto de la historia—. Ya lo sé.
—Pues eso. Trabajo en el obrador de una confitería, ¿sabe usted?, gano muy poco dinero y tengo dos hermanos pequeños a mi cargo. Mi sueldo no da para alegrías, y mucho menos para billetes de tren.
Asintió despacio con la cabeza y me di cuenta de que no me había creído, pero tampoco insistió. Las dos nos miramos en silencio durante un instante. Después encogió los hombros, cruzó las manos sobre la mesa, fijó los ojos en ellas y resopló.
—Habrá sido una casualidad —levantó la cabeza enseguida, para mirarme tan bruscamente como si pretendiera pillarme en un renuncio, pero no lo logró—. ¿Desde el Patronato tampoco se han puesto en contacto con usted?
—No. ¿Por qué...?
—Isabel está bien, no se preocupe —después de cortar por lo sano, extendió las manos con las palmas abiertas para apaciguarme—, pero desde hace unos días no vive aquí. Su salud se había resentido en los últimos meses, nada grave, no tema, un poco de anemia, trastornos hormonales, propios de su edad. Estaba decaída, y... Ha tenido un problema en la piel, una extraña erupción que hizo necesario vendarle las manos. Por eso la hemos trasladado al domicilio de una familia de benefactores de nuestra orden, personas excelentes que la ayudarán a recuperarse en muy poco tiempo.
En ese momento cayeron las máscaras, se levantó el telón y lamenté más que nunca no ser otra cosa que lo que parecía.
—Pero... —Manolita Perales García—. Pero ustedes no pueden... —una chica sin estudios, sin recursos, sin ningún amigo influyente—. Isabel es menor de edad... —porque intenté reproducir el discurso de Rita y ni siquiera fui capaz de recordar sus argumentos en orden—. Se supone que España es un país civilizado.
—Ahora sí —la madre superiora pronunció aquellas dos palabras como si las clavara en un muro—. Ahora, España es un país civilizado.
—Pues yo quiero ver a mi hermana.
Aquella simple frase resultó mucho más elocuente, a juzgar por el efecto que produjo en un rostro que viajó en un instante desde el sonrojo de la soberbia hasta la palidez del desconcierto. Aunque procuraba parecer impasible, el color no era el único indicio de su nerviosismo. Uno de sus zapatos ensució el silencio en el que nos medíamos con los ojos al estrellarse rítmicamente contra el suelo, provocando un repiqueteo semejante al de una máquina de coser. Mientras tanto, alargó una mano hacia el teléfono, la posó en el auricular, la levantó enseguida.
—No sé si eso será posible... —pero volvió a mirar hacia el teléfono y cambió de opinión—. Espere fuera. Voy a intentarlo.
Era un edificio antiguo y bonito, muros grises con molduras de escayola color crema y balcones muy altos con balaustradas del mismo color, sus barrotes gruesos y retorcidos como las columnas doradas de los altares de iglesia. El portal, recubierto por un zócalo de piedra jaspeada de color rosa que medía más de un metro, era imponente. Quizás por eso, el portero me detuvo cuando apenas había tenido tiempo de subir tres o cuatro peldaños. La impertinencia con la que me ordenó que volviera a salir para entrar por la puerta de servicio resultó un golpe de suerte, porque cuando la dueña de la casa dio mi visita por concluida, pude apostarme detrás de un quiosco y vigilar la puerta que me interesaba sin que aquel hombre me viera.
En aquel momento ya sabía que Isa no se iba a morir, aunque el estado en que la encontré se acercaba más a la descripción de la madre Carmen que a la versión de la superiora. Había visto sus manos enrojecidas, blandas como si la piel antigua se hubiera disuelto para dejar a la vista la carne que se transparentaba bajo una fina película de piel nueva, regenerada a medias, excepto en los lugares donde la rompían unos agujeros diminutos que se hundían como por obra de unos alfileres invisibles. Es alergia, me explicó la señora exageradamente amable que se apresuró a llevarme hasta el salón donde mi hermana me esperaba con el vestido que habían cosido para ella las presas de Ventas. El jabón que usaban en el colegio, precisó mientras yo intentaba comprender aquella carnicería, que por lo visto le ha sentado mal, aunque se está recuperando muy deprisa... Pero no eran sólo las manos. Isa estaba tan flaca que ni siquiera en los peores momentos de Madrid, cuando dependíamos de las almendras que nos regalaba la Palmera para cenar, su clavícula había sido tan visible como la que dejaba ver el cuello de su vestido. Y tampoco era sólo la delgadez, porque tenía mala cara, las mejillas hundidas y un color amarillento, feo, que daba la impresión de que le faltaba sangre en el cuerpo. Pero todo eso lo fui descubriendo después de un largo abrazo en el que noté las yemas de sus diez dedos clavadas en mi espalda como si pretendiera contarme con ellos lo que no se atrevía a decir con palabras.
He pensado que le apetecería tomar un café... Ni siquiera me había dado cuenta de que la señora había salido del salón, pero cuando regresó, con una bandeja entre las manos, comprendí que no iba a dejarnos solas, y que la superiora la había prevenido antes de que la hermana portera me diera su dirección anotada en un papelito. Yo me senté al lado de Isabel, la cogí instintivamente de una mano y se la solté enseguida.
—¿Te duelen? —mi hermana asintió con la cabeza, y sólo entonces, dos lágrimas gordas y aisladas brotaron de sus ojos.
—Un poco —cambié de estrategia, pasé el brazo derecho sobre sus hombros para estrecharla, y ella correspondió dejando caer la cabeza sobre mi pecho—, pero menos que antes.
—¿Y cómo estás? —le levanté la barbilla para mirarla a los ojos y lo único que hallé en ellos fue una tristeza mansa, domesticada.
—Está muy bien —la señora contestó en su lugar—. El médico dice que el problema de las manos se solucionará con el tiempo. Lo importante es que las tenga siempre secas, ¿verdad, Isabel? Ha sido una fatalidad, desde luego, pero ni siquiera puede considerarse una enfermedad...
Tenía poco más de treinta años, aunque iba tan arreglada que aparentaba más edad. Tuve tiempo de sobra para fijarme bien, porque hablé con ella mucho más que con mi hermana. Aquella mujer se anticipó a Isa para contestar a todas mis preguntas, dándole apenas ocasión de asentir con la cabeza mientras me informaba de que comía con apetito, de que tomaba leche en el desayuno todos los días, de que dormía bien y de que volvería al colegio muy pronto, cuando tuviera las manos sanas. Mientras tanto, fui descubriendo indicios que contaban una historia diferente. Después de dejar escapar sólo dos lágrimas, Isa no volvió a llorar, pero tampoco llegó a sonreír en ningún momento. La expresión de su rostro era tan hermética como un cerrojo, pero la evidencia de que no estaba bien me preocupó menos que la sensación de que apenas estaba, la indiferencia con la que asistía a una conversación que no parecía interesarle aunque girara alrededor de ella. Su apatía me confirmó que aquella escena era una farsa concebida para una sola espectadora. Mi hermana, silenciosa y quieta, ajena, no actuó en ella excepto por las yemas de sus dedos, que en ningún momento dejaron de apretar mi cintura, ni la mano que había posado sobre su hombro. Por lo demás, el vestido que llevaba olía a cerrado, a humedad, y estaba tan nuevo como si no se lo hubiera vuelto a poner desde el día en que la vi subir a un tren en la estación del Norte.
—¿Y sales a la calle, a tomar el aire? —volví a preguntar cuando su benefactora miró dos veces seguidas el reloj.
—¡Uy, sí! —de nuevo, fue ella quien contestó—, todos los días, ¿verdad, Isabel? —y de nuevo mi hermana se limitó a asentir—. Es muy dispuesta, y me ayuda mucho, ¿sabe? Le gusta ir a la compra y está aprendiendo a cocinar, que, por cierto... —miró el reloj por tercera vez—. Son ya las doce y diez, y hoy vamos a hacer merluza con costra, que es muy laboriosa, así que, si no le importa...
—Claro que no —me puse de pie para que Isa me imitara a toda prisa mientras me clavaba todos los dedos en el brazo derecho con tanta fuerza que me hizo daño—. Ya me voy, gracias por todo...
Mientras nos despedíamos, cogí su cara entre mis manos, la besé muchas veces, y al abrazarla, susurré en su oído que íbamos a vernos muy pronto. Ella asintió, como si quisiera asegurarme que me había entendido.
No tenía nada que hacer hasta las ocho de la tarde, excepto permanecer al acecho de una ocasión para hablar a solas con mi hermana. Desde mi observatorio, vi salir a la calle por la puerta de servicio a cuatro mujeres, una adolescente, dos de mi edad, la última mayor que yo. Todas llevaban uniformes de criada, dos de color azul, las otras dos de color rosa, y una bolsa de tela, para el pan, enganchada en el brazo. Isa tardó casi una hora en aparecer. Su uniforme era azul y le estaba muy grande. Quizás por eso, de lejos me pareció todavía más flaca, sus brazos dos ramitas de un árbol seco que desembocaban en dos manchas blancas, los guantes de algodón que protegían sus manos.
Me buscó con los ojos desde el umbral y levanté una mano en el aire para llamar su atención. Hizo un gesto con la cabeza para indicarme la dirección que iba a tomar y la seguí hasta que doblé la esquina. Allí me estaba esperando.
—¡Manolita! —y todo lo que no había pasado en el salón de la casa donde vivía, se desbordó en un instante—. Qué bien que hayas venido —mi hermana lloraba, se reía, me abrazaba, me besaba y hablaba sin control, todo a la vez, para asustarme y tranquilizarme al mismo tiempo, porque aquella explosión que me confirmó que las cosas no iban bien, me demostró también que Isabel estaba viva—. Lo he pasado muy mal, muy mal...
Iba a comprar el pan y no teníamos mucho tiempo, así que le limpié las lágrimas, la peiné con las manos, le pedí que se tranquilizara para contármelo todo despacio y en orden.
—¿Esta tarde saldrás otra vez?
—Pues... Seguramente, porque suele mandarme a hacer recados.
—Bueno, pero por si hoy no te manda... —la cogí del brazo y echamos a andar hacia la panadería—. Que estás de criada, ya lo veo. Ahora dime qué pasó en el colegio.
Estuve con ella veinte minutos, y aguanté el tiempo justo para despedirla con la mano antes de volver a esconderme detrás del quiosco. Cuando ya no podía verme, me doblé sobre la acera y vomité. El sabor amargo de la bilis me acompañó hasta un banco donde me dediqué a repasar una cuenta que sabía de memoria. Dios no se había cansado, pero peor era que yo tampoco me hubiera acostumbrado. Volví a sentir sus dedos, apretando y ahogándome en las descarnadas manos de Isabel, en su piel de quince años, tirante y seca como la de una vieja, en los huesos que se asomaban a su rostro, a su cuerpo consumido. La memoria del hambre que la había vuelto a crear, tallando sobre su cara otra cara, sobre su cuerpo otro cuerpo, me devolvió unas preguntas que había creído que no volvería a hacerme nunca más. ¿Qué ha pasado, qué hemos hecho, por qué nos pasan estas cosas, por qué nunca dejan de pasarnos? No quiero volver al colegio, me había dicho al final, prefiero estar aquí porque me dan bien de comer. A eso se reducía todo, a la cantidad, la calidad de la comida, y era culpa mía por no haberla protegido, por no haber sido capaz de mantenerla, de retenerla en Madrid, a mi lado. Isa tenía quince años, la edad de estrenar unos tacones, de salir a la calle a presumir, de echarse un novio, de tontear con él en el portal y volver a casa a tiempo de cenar con su familia. Isa tenía quince años y estaba sola, desamparada y enferma, en una casa ajena donde no tenía a nadie con quien hablar, donde no poseía ni siquiera la ropa que vestía y la hacían trabajar como a una adulta sin pagarle un céntimo, pero, a cambio, le daban bien de comer. ¿Cómo podía ser eso?
No había respuestas. Por más que las buscara, sabía de antemano que no existían respuestas para gente como yo, como mi hermana. Sentada en aquel banco, recordé la alegría con la que Isa había recibido la noticia de su viaje a Bilbao. Aquella mañana parecía avanzar hacia una vida nueva pero era una trampa, un espejismo, porque para nosotras sólo existía una vida, la cárcel dentro y fuera de la cárcel, las alambradas de los locutorios, el cementerio del Este, los lavaderos donde unas muchachas menores de edad se destrozaban las manos lavando con sosa, la guerra en la paz, todo igual, siempre lo mismo. Pilarín ha tenido suerte, me contó, a las pequeñas las tratan bien, les enseñan lengua, matemáticas y ciencias naturales. Les cuentan la guerra como les da la gana, eso sí, pero por lo menos las hacen estudiar. Sin embargo, a nosotras... No acabó la frase, no hizo falta. Las pequeñas eran aprovechables porque su memoria era frágil, tan corta y dudosa que no costaba trabajo desmentirla, calcar encima una memoria opuesta que garantizaría de por vida su docilidad al inculcar en ellas un pecado original suplementario, una culpa que no les pertenecía. Pero las mayores habían conocido otra vida, otro país, una definición distinta del Bien y el Mal, y conocían a sus padres. Las monjas no estaban dispuestas a educar al enemigo, pero no tenían inconveniente en explotarlo y la manutención de aquellas adolescentes físicamente maduras, fuertes, resistentes, salía rentable mientras pudieran obligarlas a trabajar gratis, igual que a los presos. La cuenta era muy sencilla. Podía entenderla bien, y sin embargo no podía entenderla. Lo que le había pasado a mi hermana era demasiado horrible, demasiado injusto, tan cruel que, en el verano de 1942, cuando había vuelto a tener un trabajo, una casa, una vida que me parecía normal, volví a preguntarme por qué no nos fusilaban a todos, porque no nos liquidaban de una vez en lugar de matarnos tan despacio, tantas veces, tantas pequeñas muertes de hambre, de tristeza, de humillación.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 46 | Нарушение авторских прав
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