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—Me están jodiendo, Roberto, me están jodiendo, y es todo culpa tuya —en aquella tesitura, la proverbial delicadeza de su jefe se esfumó tan deprisa como su elegancia—. ¿Para qué te mandé a Toulouse hace seis meses?
—Don Joaquín, yo...
—¡Quita de ahí, joder, que todavía te abro la crisma de una hostia! Si me lo tengo bien merecido por proteger a un traidor como tú, rata asquerosa...
La invasión de Arán forzó el tercer viaje del Orejas a Toulouse, pero sólo después de propiciar un encuentro inesperado en los primeros días de 1945.
—Cuánto tiempo, señor... ¿Cómo está?
Alfonso Garrido había cambiado mucho desde la época en la que se comía a Eladia con los ojos cada noche. Cuando el Orejas volvió a verlo en una sala de reuniones del Ministerio de Gobernación, lucía insignias de teniente coronel y una fama legendaria. Él había sido el único mando, civil o militar, destinado en la provincia de Lérida en otoño del año anterior, que no había sido cesado ni degradado después de la invasión. Mientras los demás permanecían anonadados, paralizados por la sorpresa y con un pie en el coche que habían preparado para salir pitando, el entonces comandante Garrido había cruzado las líneas enemigas disfrazado de civil para llevar armas a Can Fanés, una masía próxima a Bosost que funcionaba como centro neurálgico del Somatén del valle. La operación había tenido éxito, pese a que los rojos atacaron la masía antes de que las armas llegaran a distribuirse. El hijo del masovero había sido secuestrado aquella misma mañana por un comando de hombres armados, y no estaba muy claro si había cantado él solo o si sus raptores habían contemplado la entrega por casualidad, pero, en cualquier caso, Garrido había seguido dando ejemplo. Después de salir ileso del asalto a la masía, permaneció tras las líneas enemigas hasta que el ejército de la UNE se retiró, y fue el primero en entrar en Bosost para recabar información de primera mano de los vecinos del pueblo. Su actuación le había valido una medalla, un ascenso y la soberbia con la que se dirigió a aquel policía que se atrevió a reconocerle en público después de haberla cagado.
—¿Nos conocemos? —le miró como a un microbio desde la inmensidad de su estatura.
—Bueno, nunca nos han presentado, pero... —en ese instante, el Orejas se dio cuenta de que el héroe de la temporada sabía perfectamente quién era y dónde se habían visto antes—. Usted frecuentaba un tablao...
—¿Yo? No sé de qué me habla.
—Perdone, señor —se excusó en un murmullo—. He debido equivocarme.
Garrido aceptó sus disculpas antes de sentarse a su lado y mostrarle el retrato de una mujer alta, morena, con buen cuerpo, pensó el Orejas.
—Esta mujer se llama Inés Ruiz Maldonado. Madrileña, veintiocho años, era la cocinera del cuartel general, y esta... —puso sobre la mesa otra foto de una chica más joven, de cara redonda, expresión dulce y el pelo rizado en bucles diminutos—, Montserrat Abós Serra, veintitrés años, nacida en Bosost, era su ayudante y su compañera. Las dos cruzaron la frontera con el Ejército Rojo y ahora viven en Toulouse. Son las queridas de dos comandantes de la guerrilla... —sacó otra foto en la que la mujer llamada Inés posaba con cinco hombres más, uno mayor, tocado con una extraña boina, tres con uniforme militar de campaña y el quinto con una casaca azul marino, con botones dorados, que parecía de gala—, este —señaló al primero que estaba de pie, por la izquierda—, y este —después al que estaba acuclillado a la derecha, en primer término—. Sus nombres de guerra son Galán y el Zurdo. Los demás también son oficiales, pero no hemos logrado identificarlos. Creemos que esta foto se hizo y se reveló en Bosost, durante la invasión. La encontramos en la guerrera de un prisionero al que hubo que aplicarle la ley de fugas porque intentó escapar.
—Muy bien, pero... —el Orejas miró a Garrido, a don Joaquín, a los hombres que los rodeaban—. Y yo, ¿qué tengo que hacer?
—Inés Ruiz Maldonado trabaja en un local que se llama Taberna Española, en la rue Saint-Bernard, junto con otras mujeres comunistas. Los mandos de la UNE van a comer allí casi todos los días. Lo que esperamos de usted es que los identifique, a ser posible con fotografías, que averigüe quiénes están allí, quiénes se han quedado en España y, sobre todo, quiénes están preparándose para trabajar clandestinamente en el interior.
El Orejas no se atrevió a preguntar si el ministerio estaría dispuesto a pagar misas por su alma, y aquella noche no sólo no se esforzó por tranquilizar a Paquita, sino que le habló en un tono al que no estaba acostumbrada.
—¡Que me dejes en paz, coño! —hasta su madre se asustó al oírle—. Me tengo que ir porque me tengo que ir, y punto. Estoy hasta los cojones de preguntas y de lagrimitas...
Dos días después, sin embargo, le pidió que le acompañara a la estación y estuvo muy cariñoso, porque no sabía si volvería a verla. La misión que iba a cumplir le daba más miedo que el charco de sangre seca que decidió su destino, porque en Toulouse iba a estar más vendido de lo que nunca había llegado a estar en el sótano de la Puerta del Sol.
Desde que el fin de los combates en el sur de Francia hizo posible que los exiliados se reunieran con sus familias, en Toulouse vivían miles de republicanos españoles. A principios del 44, con todos los jóvenes movilizados, ya había tenido más encuentros de los que le habrían gustado, pero la clandestinidad propiciaba citas breves, discretas, a las que casi nunca se presentaba más de una persona. Un año más tarde, el panorama era muy distinto. En una legalidad aliñada con la euforia por la inminente victoria aliada, le resultaría casi imposible evitar que quienes le habían conocido siempre como Roberto el Orejas, coincidieran con quienes le conocieron en 1942 como Pedro López Ballesta, natural de Valladolid, con domicilio en Valencia. Su misión consistía en frecuentar una taberna a la que acudían todos por igual, y no podría elegir la situación en la que le tocaría improvisar una explicación tan sospechosa, que había adoptado la identidad de un muerto antes de ir a Brest, que pocos la aceptarían con facilidad. Hasta ese momento, sus antiguos camaradas habían desenmascarado a todos los agentes del gobierno de Madrid, y él no tenía por qué seguir siendo una excepción. A partir de ahí, sólo tendría dos opciones, huir o morir, y la primera le parecía más improbable que la segunda.
Mientras cruzaba la frontera a pie, el Orejas se reprochó la ingenuidad que le había llevado a clasificar a Antonio Perales como el último factor capaz de perturbar su nueva vida. Unos días antes de que don Joaquín le comunicara que iba a darle una última oportunidad, se había enterado de que el fracaso de la invasión de Arán había desatado una cruenta reacción en los tribunales. Los consejos de guerra, paralizados durante el último año por miedo a las reacciones exteriores y al curso de la guerra mundial, se habían reemprendido con renovado brío y un altísimo porcentaje de penas capitales. No podía faltar mucho para que Perales afrontara la suya, pero cuando lo ejecutaran, él quizás ya estaría muerto. La bala que le habría matado habría salido del arma de un comunista español, que vengaría la muerte de Antonio sin saberlo. Esa hipótesis encerraba una extraña lógica, un rizo perfecto, tan redondo que se le helaba la nuca sólo de pensarlo.
Desde que puso un pie en Toulouse fue extremadamente cauto, tan consciente de que estaba en territorio enemigo que avanzó paso a paso, tanteando cada baldosa como si las aceras estuvieran minadas. Localizó la taberna al día siguiente de llegar, pero tardó más de dos semanas en traspasar sus puertas. Había buscado alojamiento en un barrio muy alejado de SaintBernard, un vecindario donde apenas había españoles, y antes de hacer amigos entre los exiliados, vigiló la puerta durante días. Así localizó a unos cuantos conocidos, y los siguió para averiguar su situación, sus domicilios, sus horarios de trabajo. Luego, en una mañana lluviosa de mediados de febrero, Tirso le reconoció mientras caminaba por una calle alejada del centro y le cayó por la espalda de improviso, sin darle la oportunidad de verle venir.
—¡Pedro! —habían estado juntos en Brest y el Orejas no pudo desmentirle—. ¿Qué haces por aquí? Pero dame un abrazo, hombre...
Su camarada de la Todt, un comunista gallego muy simpático, escogió por él la identidad que usaría desde aquel momento. A cambio, le introdujo por su propia iniciativa en la Taberna Española para presentarle a las mujeres que trabajaban allí y a algunos hombres, uno muy moreno, de aspecto agitanado, que era de Tordesillas, paisano tuyo, le dijo, otro catalán, más bajito, que era el marido de Amparo, la mujer que regentaba la barra, y algunos más, ninguno peligroso para el dependiente de los Garbanzos. Identificó sin dificultad a Inés Ruiz Maldonado y a Montserrat Abós Serra, ambas igual de embarazadas. La aranesa iba acompañada con frecuencia por el hombre apodado el Zurdo, pero la cocinera parecía estar sola, como otra amiga suya llamada Angelita, que iba de vez en cuando a echar una mano empujando el cochecito de un bebé recién nacido. Retuvo todos esos datos en la memoria mientras procuraba hablar poco, hacerse el simpático sin parecer empalagoso, esperar el momento de posar en una fotografía de grupo, como las que decoraban las paredes del local. Entonces pediría una copia y, con ella en el bolsillo, desaparecería sin dejar rastro. Ese era su plan, y salió bien hasta que un día, de pronto, apareció como caído del cielo un hombre alto, con unas gafas muy sucias y el pelo rizado, al que nunca había visto en Toulouse, pero sí antes, en la sede de Antón Martín y muchas veces, porque había tonteado con una amiga de Chata al principio de la guerra.
—Yo a ti te conozco, ¿comprendes? —llegó con Angelita, y al verle fue derecho hacia él—. Nunca podría olvidar esas orejas.
—Claro, Sebas... —el Orejas aparentó una alegría que le ayudó a disimular su nerviosismo—. ¡Qué sorpresa! —y se precipitó a abrazarle mientras temblaba como una hoja—. ¿Cómo estás? Nunca te había visto por aquí.
—Bueno, es que... —se encogió de hombros sin dejar de sonreír—. He estado ocupado, ¿comprendes? Acabo de volver. ¿Y tú?
—Yo... Yo ahora vivo aquí, y...
Todavía no había pasado nada. Estaban solos, en la barra, y ningún parroquiano mostraba interés en unirse a ellos, nadie parecía prestar atención a lo que hablaban. Todavía no había pasado nada, pero el Orejas sintió en la nuca el cañón de una pistola imaginaria y se metió él solo en su propia trampa.
—Es que tengo un amigo, Tirso, con el que estuve en Brest, y...
—Tirso, claro, le conozco —aquel hombre al que llamaban Comprendes asintió con la cabeza y una expresión risueña—. Vino con nosotros a Arán, ¿comprendes? Estuvo con el Gitano en Las Bordas, allí se lió una buena.
Mientras el cerco se cerraba a su alrededor, el impostor comprendió que aún tenía una oportunidad. Si lograba salir vivo de aquel local, y mientras llevara encima la documentación de Pedro López Ballesta, les resultaría muy difícil encontrarle. Tenía a su favor un cuarto de hora, y una sangre tan fría como la de una culebra.
—Sí, lo he oído, os habéis hecho muy famosos, ¿sabes? Déjame que te invite a una copa, para celebrarlo, aunque... —miró el reloj, frunció el ceño, volvió a sonreír—. Voy a salir un momento a buscar a Tirso. Había quedado con él en la plaza, para ir a dar una vuelta, pero mejor le traigo y seguimos hablando de los viejos tiempos.
—Claro, hombre, yo te espero aquí, ¿comprendes?
Era verdad que había quedado con Tirso, pero la cita, fijada para quince minutos después, era en el mismo local que abandonó a toda prisa. Tenía poco dinero pero menos tiempo, así que paró un taxi, liquidó la cuenta de la pensión sin discutir, cogió la maleta que dejaba preparada todas las mañanas y fue corriendo hasta la parada de autobuses más cercana. En la estación compró un billete para el primer tren que partiera en una dirección inesperada, opuesta a la frontera. Le depositó en Nantes, donde emprendió un penosísimo viaje de regreso que hizo en parte a pie, otras veces en camiones o carros cuyos conductores se ofrecieron a llevarle durante un trecho, y cuando estaba ya tan lejos de Toulouse como para sentirse algo más seguro, en varios autobuses baratos, trayectos cortos que fue combinando, nunca en línea recta, hasta llegar a la dirección de Perpiñán donde debía contactar con el hombre que le ayudaría a cruzar la frontera en dirección contraria.
Cuando llegó a Madrid, a finales de marzo de 1945, había perdido tanto peso que las orejas se le veían más que nunca. Había ganado a cambio una bronquitis que no le consentía decir tres palabras seguidas sin toser, pero el empeoramiento de su salud no fue la novedad más preocupante. Don Joaquín había sido destinado a una oscura comisaría de provincias y aún no se había designado a su sucesor. El inspector que estaba al mando recogió su informe y le autorizó a quedarse en casa hasta que se encontrara mejor, después de advertirle que el encargado de evaluar su misión sería el teniente coronel Garrido. El Orejas se marchó de su despacho temiendo lo peor, y comprobó enseguida que había acertado. Aquella misma tarde, Paquita le dio un recado que Chata acababa de traer, y ni siquiera rechistó cuando le vio vestirse para acudir a una cita a pesar de que le había subido la fiebre.
—Esto es una mierda —Alfonso Garrido le había citado en un reservado de Embassy, y tiró su informe sobre una primorosa bandejita de pastas de té—. Fotos de mujeres embarazadas, ¡qué tierno!, siluetas borrosas andando por la calle y un montón de descripciones de hombres de estatura mediana, de ojos castaños, ni gordos ni delgados, algunos con gafas, otros no... Estupendo. ¿A usted le parece que con esto vamos a llegar muy lejos?
—En el informe consta que tuve que salir huyendo de Toulouse con riesgo de mi vida, señor, y en cuanto a las descripciones, cuando pueda revisar los archivos...
—¿Quién le adiestró a usted? —Garrido cruzó sus enormes manos sobre la mesa para dirigirle una sonrisa burlona—. Orejas, le llaman, ¿verdad?
No le quedó otro remedio que asentir a aquel apodo antes de responder.
—El comandante Vázquez Ariza.
—¿Y el comandante Vázquez Ariza no le explicó que cuando un agente la caga de forma tan estrepitosa como la cagó usted el año pasado, el interés de la Patria es más valioso que la propia vida?
El Orejas miró a aquel hombre y se dio cuenta de que, por alguna razón que no comprendía, aparentaba una cólera que no sentía en realidad.
—Lo siento, señor —sólo entonces se le ocurrió que un salón de té era una extraña elección para una reunión como aquella.
—Es la segunda vez que le mandamos a Francia para nada —también sabía que no estaba diciendo la verdad, porque unos días después podría identificar a muchos de los clientes de la Taberna Española de Toulouse en los ficheros fotográficos que el SIPM había recolectado tras el desmoronamiento del Ejército republicano, aunque tuvo el acierto de seguir callado—. Con esto y un dedo —lo levantó en el aire— podría hundirle ahora mismo.
En el silencio que se abrió a continuación, los dos se miraron a los ojos y el más débil empezó a ver una luz más allá de la oscuridad.
—Pero... —se atrevió a sugerir.
—Pero... —repitió su superior—. Tengo entendido que usted conserva algunas relaciones que hizo antes de la guerra, ¿no es cierto?
Al volver a casa, el Orejas se encontraba mucho mejor, tan recuperado que después de cenar, volvió a salir. No tardaré mucho, le advirtió a su mujer. Y no lo hizo.
—Mira, Orejas, déjame tranquila —el maquillaje aún no había logrado devolver la normalidad a sus ojos, tan hinchados como si le acabaran de anunciar que iban a fusilar a Antonio, aunque tenía que saberlo desde hacía más de diez días— que no tengo el coño...
—Escúchame un momento, Eladia, porque lo que te voy a contar no es ruido —se sentó a su lado, la cogió de las manos, se las apretó—. Lo que voy a contarte es música.
Roberto el Orejas no se sintió a salvo desde el final de la guerra hasta el invierno de 1942, cuando logró meter en la cárcel a Antonio Perales García. Tres años más tarde, le libró de la muerte por la misma razón. Sólo a partir de entonces, su pasado dejó de representar para él una amenaza.
III
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 35 | Нарушение авторских прав
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