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Un extraño noviazgo 15 страница

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El primer día de abril, a media tarde, cuando vio entrar a su madre en la tienda de los Garbanzos rodeada de falangistas, sintió la tentación de preguntar por qué venían a buscarle, de defenderse diciendo que él no había hecho nada. Todos los detenidos preguntaban y afirmaban lo mismo, pero en su caso, eso significaba más y menos que en los demás, porque era tan cierto que, por no hacer, ni siquiera había ido al frente. En julio del 36, mientras sus amigos del barrio volvían de las cajas de reclutamiento cabreados como monas después de que no les hubieran dejado alistarse o les hubieran dado un destino en una oficina, se inventó que a él le habían declarado inútil porque tenía un soplo en el corazón. Ninguno puso en duda la autenticidad de su dolencia, y más tarde, cuando se fueron marchando a la guerra uno tras otro, todos se despidieron de él sin recelos ni reproches.

De pequeño había sido un niño canijo, de buena salud pero aspecto enfermizo, quizás porque su madre siempre había estado muy delicada. Todas las vecinas conocían sus padecimientos, las crisis nerviosas que desmenuzaba con tanto detalle como si paladeara un sabor exquisito en la explicación de los vahos de eucalipto, las friegas de alcohol y los reconstituyentes que le mandaba su médico, un hombre amable, paciente, que había renunciado a recetarle auténticas medicinas muchos años antes, al descubrir que, más allá de su obstinado empeño en estar enferma, a aquella buena señora no le pasaba nada en absoluto.

Su hijo Roberto, criado entre algodones, alimentado a base de consomés con yema y copitas de vino quinado, tan lejos de las corrientes de aire como de las frituras de los puestos de las verbenas, siempre la había creído, pero dejó de seguir sus consejos tan pronto como pudo. Ten cuidado, hijo, no hagas tonterías, ¿adónde vas?, no vuelvas tarde, abrígate bien, no bebas, que el vino de las tabernas es veneno, no fumes, no vayas a ponerte malo del pecho, no vayas con mujeres, que transmiten más enfermedades que los animales, cuidado con las amistades, con las malas influencias, que a tu edad pueden ser fatales, vuelve pronto, que hasta que no te oigo entrar no me quedo dormida y mañana quiero ir a misa de nueve... Él la besaba, la arropaba, le calentaba un vaso de leche, la abrazaba y volvía a besarla, sí, mamá, no, mamá, te lo prometo, mamá, no te preocupes, mamá, no lo olvidaré, mamá... Luego se iba a buscar a sus amigos y hacía lo mismo que ellos, beber, fumar, ir de taberna en taberna alardeando de las putas con las que se había acostado y hasta de las que nunca le habían visto la cara.

El 3 de abril de 1939, esposado a una mesa en el sótano de una comisaría, sin saber siquiera la fecha en que vivía, el Orejas repasó sus veintidós años de vida mientras miraba tres bultos blancos atrapados en un charco de sangre seca. No había dejado de sudar, ni de preguntarse si esos minúsculos pedacitos habrían pertenecido o no, hasta hacía poco, al cuerpo del hombre que había dicho ¡ay!, cuando concluyó que su única culpa había sido hacer siempre lo mismo que los demás.

El único niño al que su madre acompañaba cada mañana a la puerta del colegio, el único que llevaba la boca tapada con una bufanda hasta en abril, y tenía un pupitre reservado en una esquina resguardada del aire que entraba por la puerta y del que pudiera entrar por la ventana, y en el recreo sacaba de la cartera una manzana en lugar de un bocadillo, y en las rodillas no tenía rasguños, sino gasas fijadas con mucho más esparadrapo del necesario, pasó la infancia dividido entre el amor por su madre y el deseo de que un rayo indoloro la fulminara para llevársela lejos, a un lugar donde fuera más feliz y dejara de estar pendiente de él a todas horas. Su padre, del que había heredado los orejones que le mortificaban desde que tenía memoria, sabía vivir al margen de su mujer, pero no quiso, o no supo, transmitirle a tiempo esa sabiduría. Mientras fue un niño, Roberto nunca logró sacudirse el yugo de aquella pasión absoluta donde, más que el amor, parecía latir el oscuro propósito de invadir su vida, de vivirla en su nombre, de usurpar su destino.

¿Qué?, el padre, vagamente de izquierdas pero orgulloso de profesar un anticlericalismo tan feroz como el que se podía esperar de cualquier macho español en el primer tercio del siglo XX, lo estudiaba como a un bicho raro cuando lo veía salir los domingos por la puerta, a misa con la niña, ¿no? ¡Cállate, hombre del demonio!, mascullaba su mujer, apretando la mano de Roberto en la suya, y al salir al descansillo hacía el gesto de peinar con los dedos los cabellos que ella misma había arado y apelmazado con colonia un rato antes, tú no le hagas caso, hijo, que no es malo, pero se va a condenar... Él callaba, pero al llegar a la calle soltaba esa mano para caminar mirando al suelo, y rezaba para que ninguno de sus compañeros del colegio contemplara su deshonra. Ponía en esas oraciones mucha más devoción de la que le inspirarían después los ritos y los cánticos del templo, porque ir a misa no era de hombres, y por eso sus amigos se quedaban jugando en la calle mientras sus hermanas se ponían un velo en la cabeza para seguir a sus madres a la iglesia. Ir a misa no era de hombres, pero él fue a misa con su madre todos los domingos hasta que estrenó sus primeros pantalones largos. Cuando se plantó, tenía catorce años y aprendió algo sobre la naturaleza humana que nunca olvidaría. Su víctima lloriqueó un rato, se llevó una mano al pecho, anunció que iba a darle un ahogo, se encerró en el baño, salió después de un cuarto de hora con el velo puesto, se marchó sola a la iglesia, y nada más. Aquel domingo, el Orejas se fue a jugar al fútbol, volvió a casa con un siete en la rodilla derecha de sus pantalones nuevos, y fue casi feliz.

En los ocho años que habían pasado desde entonces, nunca había llegado a serlo por completo, porque siempre se había encontrado inferior a los demás, como si sintiera que le faltaba algo, que nunca llegaría a estar al mismo nivel que sus amigos por culpa de una carencia, una merma a la que no sabía poner nombre y que tampoco sabía remediar. Él no era guapo, como Antonio, nunca había sobresalido por su inteligencia, como Silverio, no había ganado todas las peleas a puñetazo limpio, como Puñales, ni hablaba tan bien como Julián. Él era el Orejas, ni más ni menos, y aparte del tamaño descomunal de aquellos apéndices que le daban sombra en verano, un chico sin demasiado interés, ni guapo, ni listo, ni fuerte, ni brillante. Por eso no discutía, jamás trataba de imponer su opinión y se sumaba siempre a la de la mayoría para no destacarse, para no desentonar.

Él sólo quería ser uno más, y desde fuera nadie habría dudado de que lo había conseguido. Por separado, cada uno de sus amigos lo trataba tan bien o tan mal como a los demás, y en grupo nunca habían dejado de contar con él, de incluirle en las diversiones de las mejores noches y en el aburrimiento de las tardes tontas. Sin embargo, nunca confió del todo en ellos. Nunca confiaría del todo en nadie y esa condición, inscrita en su naturaleza, se vio pronto reforzada por la experiencia, la suma de muchas pequeñas humillaciones cotidianas y su propia inseguridad, una falta de fe en sí mismo que le impulsaba a no entregarse a nada por completo, para privarle en consecuencia de cualquier certeza. Pero si nunca pudo estar seguro de que sus amigos le apreciaran de verdad, fue también porque no dejó de tener pequeñas cuentas pendientes con todos ellos, y cuando se miraba en el espejo, odiaba a Antonio, y cuando se perdía en una explicación, odiaba a Silverio, y cuando procuraba que nadie le viera resguardarse en una esquina, odiaba al Puñales, y cuando escuchaba hablar a Julián en la trastienda de la lechería, le odiaba también. Su odio no tenía que ver con las virtudes de sus amigos, sino con la imagen que le devolvía el espejo cada mañana. Él sólo quería ser uno más, pero nunca había logrado sentirse a la misma altura.

Eso no quería decir que no tuviera sus cualidades, porque las conocía perfectamente, y dominaba la mejor manera de explotarlas. Era tan astuto que nadie que le hubiera conocido en aquella época, habría llegado a pensarlo de él. Y aunque no era inteligente, sí era ingenioso, rápido y, sobre todo, malévolo. En las tabernas, entre hombres, ¡cuenta otra vez el de la recién casada y el monedero, Orejas!, a menudo sentía que el estruendoso éxito de sus chistes lo rebajaba, que lo relegaba al papel de bufón más acorde con su apodo. Pero a cambio, las chicas menos llamativas de su barrio, las que no podían aspirar a Antonio o al Puñales, lo encontraban muy gracioso porque, además, era un maestro del piropo, y mentía tan bien que sus destinatarias acababan creyendo cualquier elogio que hiciera de sus piernas, de su pelo, de su talle. Aún poseía una virtud más, una cualidad todavía en potencia que con el tiempo se desarrollaría para determinar su personalidad, su carácter, mejor que ninguna otra. Tenía la sangre tan fría como una culebra, y aunque siempre había seguido a los demás para que lo quisieran, para que lo aceptaran, nunca había dado un paso en falso.

El camino que le había llevado hasta aquel sótano podría parecerlo, pero no lo sería mientras estuviera a tiempo de sacarle provecho. La política nunca había significado nada para él. Se había afiliado a un partido poco antes de la guerra porque todos sus amigos lo habían hecho, y el único motivo de que hubiera ingresado en la JSU en vez de permanecer fiel a las enseñanzas de don Ramiro, como Julián, fue una consecuencia más de la estrategia, sumarse por principio a la opinión de la mayoría, que aplicaba a todas las cosas. Si su antiguo profesor hubiera conseguido mantener su influencia sobre el grupo hasta el final, en aquel sótano estaría detenido un dirigente juvenil de la CNT, que también sería él, y daría lo mismo. Durante los últimos años, había escuchado muchas palabras, las había retenido en su memoria, se había animado a dejarlas caer cuando la coyuntura de una conversación le parecía propicia, y a veces había atinado y otras no, pero también se había esforzado por almacenar sus errores para no repetirlos. Después, el curso de la guerra, el prestigio del Quinto Regimiento, la influencia creciente de los comunistas, le demostraron que había acertado. Y en la primavera de 1937, mientras sus antiguos responsables políticos estaban lejos, con un fusil entre las manos, el soplo que nunca había tenido su corazón le convirtió en el máximo dirigente de Antón Martín. Al probar el poder, descubrió cuánto le gustaba.

El 3 de abril de 1939, esposado a la pata de una mesa, se reprochó su debilidad, la satisfacción que había sentido al tomar posesión del único despacho de la sede, la vanidad que le desbordaba como una marea alta, creciente y placentera, cada vez que sus amigos aprovechaban un permiso para ir a verle, para plegarse a sus criterios con la disciplina propia de los militantes de base. En aquellas reuniones espontáneas se había sentido por primera vez seguro, hasta orgulloso de sí mismo, y mientras repetía las consignas que había aprendido en la sede central como si se le acabaran de ocurrir, se asombraba de que sus camaradas más antiguos y a quienes más envidiaba, al uno por guapo, al otro por listo, fuesen también tan crédulos, un par de ingenuos. Jamás había supuesto que engañarles fuera tan fácil. Tampoco que la evolución de la guerra pudiera llegar a hundirles tanto porque él, a despecho de su cargo y de las insignias que brillaban en su solapa, no compartió en ningún momento su convicción de que la derrota de la República acarrearía el fin del mundo donde habían vivido hasta entonces.

Eso sí que era una tontería, porque el mundo, por definición, no se acababa nunca. Al menos, no para él. Esa fue la principal enseñanza que extrajo de aquellos tres bultos pequeños, blancuzcos, forzosamente idénticos a otras tantas partículas de su propio cuerpo que, se prometió a sí mismo, no iban a salir al aire ni en aquella sala ni en ningún otro lugar, ni aquel día ni nunca jamás. No podía dejar de mirar aquel charco de sangre, no podía dejar de sudar, de temblar mientras el terror le ahuecaba las vísceras para hacerle consciente de todas y cada una de las moléculas que conformaban su piel, su carne, su rostro y su esqueleto. El Orejas no era valiente, pero nunca volvería a ser tan cobarde como en el instante en que aquellos pedazos de diente, de hueso, de grasa o de sesos, le inspiraron la decisión más importante de su vida. Más de veinte años después, sus subordinados aprenderían a no preguntar por qué el comisario guardaba siempre bajo llave, en su despacho, una bolsa de plasma y otra de palomitas de maíz para recrear el escenario que había decidido su destino. El único hombre que podría habérselo explicado llevaba muchos años muerto.

—Vamos a ver qué tenemos aquí... —por eso tampoco habría podido contarles el lamentable estado en el que encontró a aquel detenido pálido, sudoroso, que lloriqueaba como una doncella ultrajada y se cagó literalmente encima al verle aparecer—. ¿Otro valiente, dispuesto a morir como un héroe?

El Orejas estudió a aquel hombre, oficial de Caballería, unos treinta años, más alto que bajo, más apuesto que él, que marcaba el ritmo de sus pasos golpeando la caña de su bota derecha con una fusta, y estuvo a punto de responder. Ya había despegado los labios para declarar que no tenía la menor intención de convertirse en un héroe, cuando la luz helada que brillaba en los ojos de su interlocutor le devolvió la sensatez. Si el preso esposado al otro lado de la mesa le conocía, y sobrevivía, podría identificarle por la voz aunque nunca le hubiera visto la cara. Así que volvió a cerrar la boca y negó enérgicamente con la cabeza.

—¿Ah, no? —recibió en premio una sonrisa torcida—. No me digas que vas a ser un buen chico.

Movió la cabeza en sentido inverso, con tanta fuerza como si pretendiera descoyuntársela, y el militar fue hacia él, se agachó para mirarle de cerca con la misma curiosidad con la que se habría acercado a un perro callejero, le levantó la barbilla con la fusta.

—¿Estás dispuesto a hablar, a contarme todo lo que sabes? —el Orejas volvió a asentir, distinguió un reguero de manchas rojizas, oscuras, en la pernera de un pantalón color garbanzo, y olió la pestilencia de sus propios excrementos—. ¡Joder, qué asco!

Se estiró a toda prisa y retrocedió unos pasos con la cara contraída en una mueca. El Orejas temió que el accidente de sus intestinos lo echara todo a perder y retuvo el aliento hasta que le vio asentir lentamente con la cabeza.

—Necesitas intimidad, ¿no es eso? No quieres hablar aquí, por si las moscas... —se echó a reír, se acercó a la puerta—. ¡Tomé! —e inmediatamente entró un soldado que se cuadró antes de saludar—. Suelta a este pez gordo y llévalo a mi despacho.

El soldado se acuclilló al lado del Orejas, abrió la esposa que lo mantenía sujeto a la mesa y se la puso en la muñeca izquierda mientras aguantaba una náusea a duras penas. Su superior se dio cuenta.

—Llévalo primero a las duchas para que se quite la mierda de encima, anda, que no hay quien pare a su lado.

Y se marchó, pero no tan deprisa como para dejar de oír la voz de su otro prisionero, que aún tuvo fuerzas para llamar al Orejas por su nombre.

—Rata —el aludido giró la cabeza hacia el lado contrario porque identificó su voz, supo quién era—. Eso es lo que eres, una rata asquerosa.

El soldado lo empujó hasta el pasillo, cerró la puerta, y a pesar de todo lo que no creía, de lo que no sentía, del terror que le dominaba y de lo que estaba dispuesto a hacer, aquellas palabras posaron un sabor amargo en el paladar del Orejas. Lo superó muy pronto, cuando su guardián tiró al suelo, frente al cubículo donde se estaba duchando, unos pantalones de tela marrón.

—Mira a ver si te valen —le gritó a distancia—. Su dueño ya no los necesita.

Quizás había conocido también al propietario de aquellos pantalones que se ajustaron a su cuerpo como si estuvieran hechos a medida, pero eso ya no quiso pensarlo. Mientras seguía al soldado por un laberinto de corredores, se juró a sí mismo que nunca pensaría en los hombres, en las mujeres a quienes iba a entregar como en seres vivos, personas con las que había hablado, que le habían sonreído, a las que había visto riendo o llorando, abrazando a otras personas, besando a las que querían. Desde aquel momento, para él serían figuras planas, sin vida, como manchas en una fotografía, siluetas de cartón en un campo de tiro. Le resultó asombrosamente fácil conseguirlo, tanto como mirar al capitán a los ojos, aceptar un cigarrillo, acercarlo al mechero que le ofreció y pronunciar el primer nombre.

—Matilde Landa Vaz —inhaló el humo, lo expulsó y empezó a sentirse mejor, porque aunque no estaba muy seguro de que el uniforme que tenía delante representara la opinión de la mayoría, en esencia no estaba haciendo nada distinto de lo que había hecho siempre, ser uno más—. Era la secretaria general del Socorro Rojo Internacional, tenía el despacho en el hospital de Maudes. Creo que vive en el Viso, pero no sé la dirección. Ella es la encargada de organizar el Partido Comunista de Madrid en la clandestinidad.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Porque estuve en la reunión donde la nombraron.

En ese momento, el capitán se echó para atrás y volcó sobre su confidente una mirada peculiar, distinta de las que le había dirigido antes, en el sótano. Aquel día, el Orejas no supo interpretarla, descifrar el significado exacto de aquellos ojos claros, calibrar la llama pequeña, tenaz, que ardía detrás de una pared de hielo, un brillo despiadado que no acababa de encajar con un gesto que era una sonrisa y no lo era del todo.

—Muy bien —aquella expresión sobrevivió a sus palabras—. Pues te vas a volver al calabozo hasta que demos con ella. Luego, ya hablaremos.

El 4 de abril de 1939, Matilde Landa entró esposada por la misma puerta por la que el Orejas salió a la calle dos horas después. Lo primero que hizo fue ir a su casa, cubrir a su madre de besos, bañarse, ponerse unos pantalones propios y tirar a la basura los que le habían dado, envolviéndolos antes en un trapo que empujó hasta el fondo del cubo como si se estuviera desprendiendo de un cadáver, el cuerpo de su primer delito. Luego comió, se metió en la cama y durmió unas horas. Por la tarde, retomó el contacto con sus camaradas, y al día siguiente, volvió al trabajo, a su vida normal, una rutina que a partir de entonces y hasta el invierno de 1942 incluiría las citas con su controlador.

—¿Te he contado alguna vez el asco que me das, Orejas?

Carlos Vázquez Ariza había empezado a trabajar en la Inteligencia militar al principio de la guerra y nunca lo había dejado. Por eso, siempre que le citaba fuera del despacho iba de paisano, con trajes bien cortados, de excelente calidad, zapatos ingleses, sombreros y abrigos que afirmaban su superioridad sobre su confidente, el chico calzado con alpargatas que se cerraba con las manos una chaquetilla que apenas le defendía del viento mientras andaba a su lado. Durante algunos meses, Roberto sólo trató con él, y desde que descubrió lo que significaba la mirada con la que le recibía, le atormentó la certeza de haberle hecho regalos tan valiosos a aquel cabrón.

—¿Qué fue lo que dijo Isidro cuando te sacamos del sótano? —sus insultos no le herían—. Que eras una rata asquerosa, ¿no? —porque era peor que él—, y hay que ver, Orejas, ¡qué razón tenía! —pero le jodía que supiera tanto de su detención—. ¿Te he contado la historia de Isidro? —le jodía que se complaciera en evocarla en voz alta—. Un tío con dos cojones, esa es la verdad, eso lo reconozco... —y le jodía todavía más que la eludiera sólo para subrayar lo bien que recordaba los detalles que la habían rodeado—. Cincuenta y dos años, ¿te das cuenta?, con edad para ser tu padre, el mío y, lo que es más notable, el de su mujer, que estaba buena, pero lo que se dice buena, ¿eh?, treinta años, morena, con un par de tetas... —para recalcar que podría abandonar a Isidro para recordarle a él, con los pantalones cagados, en cualquier momento—. Flaca y todo, tenía un polvazo, así que cuando la vi me dije, ya está, ¿quién se arriesgaría a morir, pudiendo meterse en la cama con este guayabo todas las noches? —y a fuerza de oírlas, se sabía de memoria todas las palabras, las comas y los puntos, las preguntas retóricas que articulaban el discurso del capitán—. Pues no abrió la boca, fíjate, lo que son las cosas, y eso que lo tenía fácil, porque era el secretario general de no sé qué rama de la UGT desde antes de la guerra y podría haberme contado lo que le hubiera dado la gana, se lo habría dado todo por bueno, pero nada, no hubo manera —hasta que empezó a sospechar que Vázquez no hablaba sólo para joderle, sino también para joderse a sí mismo—. Con tipos como tú mi trabajo es fácil, pero con gente como él... Me cansé yo antes, mira lo que te digo —para recordarse que Isidro estaba muerto y él vivo—, llegó un día en el que ya no pude más, por eso sé tanto de su vida, porque intenté ganármelo por las buenas, le di de comer, le regalé tabaco, le ofrecí café y hablamos, me contó muchas cosas de su infancia, de sus ideas, de su trabajo, de su mujer, muchas cosas —para reprocharse que Isidro hubiera muerto y él siguiera vivo—, pero ni un nombre, ni una dirección, nada que me sirviera, por eso renuncié, porque ya éramos como amigos... Se lo pasé a otro equipo, y ellos lo intentaron todo, y tampoco le sacaron nada —para dolerse de que Isidro hubiera muerto y él siguiera vivo—. Y dos semanas después de que le hubiéramos dejado por imposible, cuando estaba ya en las últimas, le mandé recado con un soldado, pero siguió negándose, así que al final bajé yo a hablar con él —para expresar ese dolor, un sentimiento tan contradictorio que su confidente tardó en identificarlo, en el que se resistió a creer, y que sin embargo era auténtico—. Déjame ayudarte, Isidro, no hace falta que me cuentes nada, si me das permiso puedo hacer que te lleven a un hospital, que te pongan morfina... —porque a Vázquez Ariza le dolía de verdad el corazón por lo que había hecho con aquel preso—. ¿Y sabes lo que me dijo, Orejas? —por eso, al recordarlo, dejaba de mirarle para mirar al horizonte con ojos turbios—. ¿Sabes lo que me dijo? Pues me dijo, no cuentes conmigo para quedarte con la conciencia tranquila —y sonreía al mirarle de nuevo—. Eso me dijo —al volcar sobre él una mirada ardiente y congelada en la que cabía tanto desprecio como el que un solo hombre era capaz de reunir—, y luego me tendió la mano. Me tendió la mano, Orejas, yo se la di, me marché de allí y murió a los tres días... —la mirada de abrumadora superioridad con la que aquel ingrato engreído de mierda le pagaba lo que había hecho por él—. Isidro Rodríguez, se llamaba, y murió como un héroe, con dos cojones, qué quieres que te diga —como si tuviera derecho a tener conciencia, el muy hijo de puta—. Y yo... Pues aquí estoy, contigo y con el asco que me das, Orejas.

La última vez que se atrevió a hablarle así, en una tarde lluviosa de febrero de 1942, su confidente ya no era el Orejas, y él, por más que acabaran de ascenderle a comandante, nada más que un cabo suelto.

—¿Y tú qué haces aquí?

A aquellas alturas de la paz, del SIPM no quedaba ni rastro. En los despachos de la Brigada de Investigación Social, la policía política fundada el año anterior con estatuto de cuerpo civil, el antiguo soplón era un agente sin pasado, que trabajaba encubierto con varias identidades y ningún mote, a las órdenes directas del comisario. Su nuevo jefe era todo un señor, que sabía valorar su trabajo y no dejaba pasar la ocasión de mencionarle, jamás por su nombre, como a su agente más valioso, el as en la manga de una Brigada que le debía gran parte de sus éxitos. Los agentes de guardia le trataban de usted, y el secretario del comisario jefe se levantaba de la silla para abrirle la puerta cuando le veía aparecer con un traje de calidad excelente, acorde con el sombrero, el abrigo y los zapatos ingleses que calzaba. La tarde que escogió para ir a buscar a Vázquez Ariza, se esmeró tanto en su aspecto como si fuera a reunirse con la cúpula del ministerio, pero él, destinado ahora en el Servicio de Inteligencia del Ejército de Tierra, le miró igual que siempre, como a una mierda, cuando salió del ministerio para tropezárselo en la esquina de Alcalá.

—Tengo que enseñarle algo, mi comandante —él correspondió con la servil deferencia de otros tiempos—. Don Joaquín me ha pedido que venga a verle. Los dos opinamos que lo que tengo es más para usted que para él.

—¿Ah, sí? —el militar le miró, miró su reloj, volvió a mirarle y bostezó—. Bueno, si no tardamos mucho...

El Orejas contaba con que el desprecio que el militar sentía hacia él le impediría sospechar el carácter de la sorpresa que le tenía reservada. Los gatos no tienen miedo de los ratones, pensaba, y cuando su antiguo controlador le siguió sin hacer preguntas hasta un Citroën tan bien cuidado que ni siquiera parecía de segunda mano, se felicitó por su acierto. Carlos Vázquez Ariza no sabía en qué clase de hombre se había convertido el Orejas desde que constaba en la nómina de personal del Ministerio de Gobernación, y eso significaba que aquel hombre nuevo acababa de superar el único peligro que habría podido comprometer sus planes.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 38 | Нарушение авторских прав


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