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—¡Qué exagerada eres! —me regañó—. Seguro que no está tan mal.
—Qué va —le llevé la contraria sin dejar de sonreír, pero me sentí un poco traidora al repetir el chiste que Toñito y sus amigos solían hacer a costa de Silverio—. Sólo que si estornuda y se clava la nariz en el pecho, se suicida.
—Bueno, mujer, eso le dará carácter...
No llegué a replicar, porque Juani se acercó a nosotras y las dos nos pusimos serias al mismo tiempo. La mujer de Mesón parecía más triste que otras veces y me temí lo peor, pero sólo me contó que estaban haciendo gestiones para que mi segunda boda, con Martina de nuevo como madrina, fuera el lunes siguiente.
—No te lo puedo asegurar pero te he traído el dinero —hizo una pausa y me equivoqué al pensar que no sabía por dónde seguir—. Si al final no puede ser, te avisaremos mañana mismo. Pepa y yo nos hemos apuntado a las cuatro. Si las cosas fueran de otra manera, os cederíamos el turno, pero...
—No, mujer —y la cogí de las manos mientras negaba con la cabeza para alejar el sombrío presentimiento que estaba viendo en sus ojos—. ¿Cómo vais a hacer una cosa así?
—Bueno, ojalá no pase nada raro.
Pero el lunes 16 de junio fue un día raro desde antes de empezar, porque el sábado nadie me dio ninguna contraorden, pero el domingo, cuando llegué al obrador, no vi pasteles, ni bollos, ni tartas en el plan de trabajo.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Aurelia.
—Que no hay harina. Ni un gramo en todo Madrid.
—No hay harina... —repetí, y me apoyé en la pared mientras sentía que las piernas estaban a punto de dejar de sostenerme—. ¿Y qué vamos a hacer?
Me lo había preguntado a mí misma, pero ella me contestó igual.
—Chocolate, que hay de sobra. También caramelos, pero sobre todo bombones, lenguas de gato y huevos decorados, como los de Pascua aunque sin envolver, porque no es época. Algo habrá que poner en el escaparate...
Aquella mañana, mientras mis compañeras se quejaban entre dientes, porque el chocolate ensuciaba más que las masas y las cremas juntas, yo limpié, fregué, sequé cacharros y fuentes, bandejas y cacerolas, sin rechistar, contestando con monosílabos a todas las preguntas mientras intentaba tomar una decisión. Nadie podía estar completamente seguro de nada, pero en la cola de Porlier creíamos que el cura revendía los dulces en el mercado negro. Por mucho honor que hiciera a la legendaria glotonería de su oficio, cinco bodas diarias, los siete días de la semana, arrojaban un total de setenta kilos de pasteles, setenta cajetillas de tabaco semanales. Nadie podía comer ni fumar tanto. Eso explicaba que le diera igual la marca de los cartones que llevábamos y que aceptara las yemas de Martina. También aceptaría un huevo de chocolate siempre que pesara un kilo, sobre todo porque, aunque no estuviéramos en Pascua, podría cobrarlo más caro que los pasteles.
—No hemos hecho ninguno de ese peso —cuando le expliqué lo que quería, Aurelia me miró como si estuviera loca—. Como van rellenos de bombones, pasan de novecientos a un kilo ciento cincuenta gramos, pero los de novecientos se han vendido todos.
—Bueno, pues me llevo uno de los grandes.
—Pero no te entiendo, Manolita, con lo que tú ganas... ¿No te interesa más esperar a los pasteles, que saldrán más baratos?
—No, porque... —y crucé los dedos para que no siguiera haciendo preguntas—. Es que no es para mí. Es un encargo de una vecina que tiene un compromiso mañana mismo, así que...
Pagué con los veinte duros que me había dado Juani y me devolvieron menos de la mitad de las vueltas que habían sobrado de los pasteles de mi primera boda. Luego, la otra Manolita y yo colocamos el huevo, que era precioso y tenía una puerta abierta por la que se asomaban dos pajaritos de azúcar, en una base de cartón dorado, lo envolvimos con celofán, y cerramos el envoltorio con un lazo rojo. Lo llevé a casa yo sola, eso sí, en brazos, porque me dio miedo que se derritiera en el metro, y caminé siempre por la sombra, aunque la tarde estaba nublada y no hacía mucho calor. Aquella noche estalló una tormenta que refrescó todavía más y el huevo amaneció sano y salvo sobre la mesa de la cocina. Entonces empecé a preocuparme por otras cosas.
—No te enfades conmigo, Manolita —la Palmera vino por la mañana—, pero los moños no son para ti, ¿eh? Con los rizos sueltos, estás más guapa.
—Bueno, ¿pero asoma algo o no?
—Ni pizca.
Me pasó un espejo pequeño y lo que vi no le dio la razón del todo. Me encontré más y menos guapa que la primera vez, porque era verdad que el pelo recogido no favorecía demasiado al rostro que estaba viendo, pero sus ojos brillaban como si reflejaran una luz interior, cálida y dorada, y eran tan grandes, tan hermosos que no estuve muy segura de que fueran de verdad mis ojos.
Qué tontería, y regañé a mi doble con tanta energía como a mí misma, si no va a pasar nada, ¿qué va a pasar? Silverio no volverá a meternos la lengua en la boca porque ahora sabe lo mismo que nosotras, y que lo único importante son los planos, las multicopistas... Sin embargo, a medida que pasaban las horas, me iba poniendo cada vez más nerviosa, me asomaba a la ventana cada dos por tres para comprobar la temperatura y, aunque el cielo seguía nublado, sentía que mi estómago se volvía cada vez más pequeño, como si unas tenazas lo estuvieran doblando, plegándolo una y otra vez para convertirlo en un fuelle semejante al que llevaba escondido en el pelo.
A las dos y media decidí que no tenía hambre, y a las tres menos veinticinco que iba a obligarme a comer. Después de tragar unas pocas cucharadas de lentejas, volví a pintarme los labios con mucho cuidado, cogí el huevo en brazos y me fui andando a la Puerta del Sol. Me arriesgué a ir en metro hasta Goya, sólo cinco estaciones, para hacer el resto del trayecto a pie, sin dejar de vigilar el huevo. Cuando llegué a la cárcel, el celofán no se había adherido a su cáscara en ningún punto, y sin embargo, en el instante en que enfilé la calle Padilla, me di cuenta de que algo no iba bien.
Faltaban diez minutos para nuestra cita, pero Martina había llegado ya y no estaba sola. Hablaba con dos mujeres sentadas en un banco y las reconocí mucho antes de llegar hasta allí, quizás porque Juani lloraba con el mismo desconsuelo que ya había visto una vez, aquella tarde en que la encontré tan desmadejada como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. A su lado estaba la mujer de José Suárez, otro condenado a muerte del expediente de la JSU y el director del coro que celebraba en el locutorio mis amores con Silverio. Pepa tenía dos cajas de bizcochos borrachos en el regazo, y miró el huevo de chocolate que yo traía entre las manos igual que un náufrago habría mirado una balsa en un océano sacudido por una tempestad.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no habéis entrado?
—Es que... Yo... —Juani intentó explicármelo pero los sollozos no se lo permitieron—. No... No...
—No tiene los pasteles —Pepa estaba muy nerviosa—. No ha encontrado. Yo me he ido esta mañana a las cinco, a Guadalajara, a buscarlos, pero a ella le había prometido una chica que se los traería y no ha aparecido.
—No es culpa suya —murmuré—, no hay harina en todo Madrid.
—No tengo... —Juani levantó la cabeza, me miró, abrió las manos y dijo algo que no entendí antes de pronunciar el nombre de su marido—. Y Eugenio...
—Yo... —Pepa levantó los borrachos en el aire y añadió algo más con labios temblorosos, indecisos entre la culpa y la desesperación—. Yo tengo, pero Juani...
En ese momento, Martina me miró. Yo la miré, levanté las cejas y la vi asentir con la cabeza, muy despacio.
—No os mováis de aquí —pedí a las mujeres sentadas en el banco—, ahora volvemos.
Nos apartamos un poco y ni siquiera necesitamos hablar.
—Es una putada —reconocí por las dos, de todas formas.
—Sí —ella intentó sonreír, y le salió regular—. Eso es lo que es.
No había más que decir, así que volví al banco, me senté al lado de Juani y le puse el huevo en el regazo. Era lo justo porque, al fin y al cabo, lo había pagado ella.
—Toma —me miró como si no me entendiera, miró el huevo, volvió a mirarme—. No son pasteles, pero pesa más de un kilo, está lleno de bombones y ha salido bastante más caro.
—Gracias, Manolita —Pepa cerró los ojos al decirlo—. Gracias a las dos.
—Gracias —Juani, en cambio, los mantuvo muy abiertos—, yo...
En ese instante, el funcionario de la otra vez se asomó a la acera para enseñarnos sus dientes amarillos.
—¿Qué pasa, que hoy no se casa nadie? —preguntó.
—Sí, se casan ellas —Martina sacó de alguna parte la voz con la que recontaba para sí las lombrices de su culo—. Van a entrar en nuestro turno.
—Sí —tiré de Juani mientras me levantaba—. Nosotras, total, ya nos casamos otro día...
Nos quedamos en la acera hasta que la puerta se cerró y no hablamos hasta que mi madrina empezó a acariciar la caja de la que no había podido desprenderse.
—Qué pena de yemas, ¿no?
Entonces recordé otro temblor, sus pechos agitándose como dos flanes enloquecidos a los lados de una blusa abierta de par en par, aquel equilibrio imposible que la mantenía en vilo contra un muro y algunas palabras sueltas, ganas, estoy, volverme loca, que apenas llegué a entender mientras los dos las pronunciaban en un susurro, sin despegar del todo sus labios de la boca, la cara, el cuello del otro. La violencia de aquella imagen, que me había asustado tanto como la estampa de dos animales salvajes que se despedazaran a dentelladas entre sí, se disipó para no resucitar jamás, mientras me sentía tan cerca de Martina como si la hubiera probado alguna vez.
—Lo siento muchísimo, cariño, de verdad —le pasé un brazo por los hombros, como había hecho ella conmigo en aquel pasillo, y la estreché contra mí—. Lo siento en el alma, en serio.
—No es culpa tuya, Manolita. Y tampoco pasa nada, sólo que una se hace ilusiones y... Esto significa mucho para mí, ya ves, qué tontería, si total... —se quedó pensando y se echó a reír mientras dejaba por fin escapar las lágrimas—. Se me pasará. En dos o tres semanas, como nueva.
—¡Ah, bueno! Si es sólo eso... —la dejé llorar mientras empezábamos a bajar por Padilla, y celebré que se parara a limpiarse los ojos y a estirarse la ropa cuando apenas habíamos avanzado.
—Al libro ya no llegamos ni pagando dos pesetas, ¿verdad?
—¡Qué va! —le coloqué en su sitio un mechón de pelo que se le había escapado—. La visita habrá terminado ya.
—Pues acompáñame, que voy a dejarle las yemas a Tasio. Que se las coma él, por lo menos...
El lunes no la vi en la cola. Imaginé que habría ido el sábado por la tarde, quizás el domingo también, pero encontré a Tasio a la izquierda de Silverio, a su derecha José Suárez y, con ellos, un chico muy joven para haber llegado a la secretaría general de la JSU de Madrid varios años antes. Tenía los ojos azulísimos, claros y transparentes como dos gotas de agua limpia.
—Gracias, Manolita —Eugenio Mesón metió los dedos en la alambrada y los cerró, para abrazarme a través de la reja.
—Gracias, tortolita —José Suárez hizo lo mismo, y los dos me miraron con tanta intensidad que no pude sostenerles la mirada.
—De nada —respondí, sin encontrar un lugar donde posar los ojos hasta que encontré la cara de Silverio—. No tiene importancia, yo... Bueno —sonreí y volví a mirarles—, también tendríais que darles las gracias a ellos.
—¿A estos? —Mesón se echó a reír—. ¿De qué? Si se pusieron morados de yemas.
—Hombre, algo teníamos que llevarnos, ¿no? —Tasio sonrió.
—Sí —Silverio me miraba con la cabeza ladeada, los ojos entornados y aquella expresión que debía haber aprendido cuando se enamoró de verdad por primera vez—. Pero a mí me gustaron más tus pastas, Manolita.
—¡Ohhh! —zumbó el coro.
—Pues es una pena que no pudieras verme —le dije cuando, tan apretados como antes, las conversaciones que se multiplicaron a nuestro alrededor nos dejaron solos de la única forma posible en aquel lugar—. Porque llevaba un peinado estupendo.
—Ya me lo imagino.
Aquella semana llegó la segunda carta de Isabel, tan reconfortantemente sosa como la primera. Mis dos hermanas estaban bien, se portaban bien, comían bien, dormían bien, y el tiempo había mejorado mucho.
Para compensarlo, el lunes siguiente, antes de entrar a la visita, Juani me anunció que tenía malas noticias. Acababan de enterarse de que en verano no habría bodas. El capellán tenía una dolencia respiratoria que se agravaba mucho con el calor, iba a pasar los dos meses de verano en una residencia para sacerdotes, y todo se suspendía hasta su regreso.
—Os hemos apuntado para el tercer lunes de septiembre... No podemos hacer otra cosa.
Pobre Martina, fue todo lo que se me ocurrió pensar.
Después, la otra Manolita me preguntó si íbamos a seguir yendo a la cárcel todos los lunes de aquel verano, y al escuchar que sí, se puso como unas pascuas.
Isabel Perales García había descubierto que el único remedio eficaz para aliviar el dolor de sus manos consistía en sumergirlas dentro del lavadero.
El primer jueves de diciembre de 1941, el agua de la pila salía helada del grifo y su temperatura le entumecía la piel, la anestesiaba como si tuviera el poder de rellenar los agujeros, aquellos picotazos por los que asomaba la carne viva, brillante al principio, mientras el anuncio de la sangre se confundía con un líquido transparente que parecía agua pero olía mal, oscura después, cuando las heridas sangraban para trazar delgados hilos rojizos que manchaban la espuma del detergente. Esas heridas tenían peor aspecto que las otras, aunque no resultaban tan dolorosas como las blandas, aquellos lunares de aspecto gelatinoso y color amarillento, más o menos verdoso, que se hinchaban alrededor de un reborde inflamado, relleno de pus. Lo que afloraba en ellas parecía carne muerta, tan extrañamente sensible, sin embargo, que la hacía llorar de dolor cuando la rozaba algo que no fuera el agua helada. Casi todas las niñas tenían algún agujero en las manos, ninguna tantos como ella. Por eso, aquella mañana, cuando la hermana Raimunda anunció la hora del caldo, Isabel se quedó en los lavaderos. Tenía hambre, pero las manos le dolían más que el estómago.
—¿Qué hace usted aquí?
El tono de aquella pregunta, pura curiosidad amable, lejos del acento airado, amenazador, en el que la había escuchado otras veces, la impulsó a girar la cabeza. La madre Carmen, que todavía no había cumplido treinta años y tenía el cutis liso, sonrosado y perfecto como el de una figura de porcelana, se acercó caminando como si flotara, el bajo de la túnica negra ocultando sus pies, el velo ondeando a su espalda. Isabel apenas la conocía, pero le caía bien porque la había visto jugar en el patio con las pequeñas, agacharse y levantarse como una niña más hasta caerse de culo en el suelo. Sin embargo, aquella canción de corro, achupé, achupé, sentadita me quedé, no le pareció una garantía suficiente para responder a esa pregunta.
—¿Por qué no ha ido usted a tomar el caldo con las demás? —volvió a preguntar cuando llegó a su lado.
—Es que... No tengo hambre.
—¿No tiene usted hambre?
Entre la primera y la última palabra de aquella pregunta, algo cambió en su voz, que fue adelgazando, haciéndose más frágil, más fina, hasta desfallecer al final, como si a su propietaria le faltara aire para pronunciar la última sílaba. Isabel se dio cuenta, la miró, y siguió su mirada hasta el agua de la pila, la espuma que su sangre había teñido de rosa.
—Enséñeme las manos.
—No —la niña negó con la cabeza.
—Enséñeme las manos, por favor —pero la mujer la cogió por una muñeca con suavidad—. Por favor...
Era la primera vez en más de seis meses que una monja se interesaba por su problema, pero no se lo agradeció. Habría preferido mantener el secreto de sus manos destrozadas, esconderlas en las axilas o debajo de las mangas, porque se avergonzaba de su debilidad y sabía que, en aquella casa, lo mejor era pasar desapercibida. Por eso les dio la vuelta antes de sacarlas del agua, y enseñó las palmas amoratadas, inflamadas pero enteras.
—No, así no... Por el otro lado.
Isabel obedeció, no habría podido hacer otra cosa, y al enseñar el dorso de sus manos, las miró como si nunca hubiera visto aquella piel perforada desde la base hasta la punta de los dedos, los lunares de sangre y de pus que dibujaban un mapa de colores violentos donde apenas se reconocía el tono original, uniforme, que sobrevivía en el resto de su cuerpo.
—¡Madre del Amor Hermoso y de la Misericordia Divina! —la monja retrocedió ante aquellas heridas que atraían su mirada como un imán, e Isabel se asustó—. ¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén! —pero todo lo que hizo después fue santiguarse, y cuando volvió a hablar, su voz era dulce—. Dígame una cosa...
Movió la mano como si quisiera buscar su nombre en el aire.
—Isabel.
—Pues dígame, Isabel, esto no será una enfermedad, ¿verdad? —la niña se dio cuenta de que deseaba escuchar que sí y no quiso disgustarla—. ¿Le ha pasado a usted alguna vez algo parecido, antes de venir a esta casa?
—No —pero tampoco se atrevió a mentir—. Nunca.
—Nunca...
—No —y cada palabra suya hundió un poco más a su interlocutora—. Yo creo que es la savorina, el detergente que usamos aquí, porque en mi casa me lavaba las manos con jabón y nunca me pasaba nada.
La madre Carmen cerró los ojos, apretó los párpados, volvió a despegarlos y suspiró. Luego se acercó a Isabel, la cogió de las manos, las unió por las palmas para rodearlas con las suyas y tanta delicadeza que el contacto no le hizo daño.
—Venga conmigo.
Siete meses antes, cuando el tren se detuvo en la estación de Bilbao, Isabel había percibido algo muy extraño. Era humedad, una compañía desconocida para una niña que nunca había respirado más aire que el de Madrid, tan fino que cortaba como un cuchillo. También era raro el cielo, blanquecino y sedoso como la panza de un burro, y rara la ciudad desde la ventanilla del autobús, la ría, las chimeneas que echaban humo a lo lejos, las calles estrechas, sombrías, diferentes a las de su ciudad. Pero el colegio, un edificio de ladrillo rojo, grande como un palacio y rodeado por un jardín de árboles frondosos que ocupaba una manzana entera, le encantó. Lo había imaginado exactamente así, y sin embargo, la realidad empezó a desmentir sus expectativas apenas hubo traspasado la monumental puerta de Zabalbide.
—A ver —una monja desconocida dio unas palmadas hasta que logró imponer silencio—. Ahora me van a hacer ustedes dos grupos. Las mayores a la izquierda y las pequeñas a la derecha.
Pilarín volvió a llorar, pero ella apretó su mano y no la soltó hasta que se quedaron en medio, las dos solas.
—¿Ustedes no me han oído?
—Sí, pero es que nosotras somos hermanas, ¿sabe?, y...
—Y nada. Aquí eso no cuenta —la monja se llevó a Pilarín a rastras a la fila de las pequeñas, y se volvió a mirarla—. Usted con las mayores, vamos.
Las pequeñas se marcharon antes. Isabel las vio entrar en un pabellón situado en un extremo del patio, y sólo cuando las luces del primer piso se encendieron, la monja volvió a dirigirse a ellas.
—Ustedes vienen conmigo a la clase de San Ignacio de Loyola —y las precedió hasta un pabellón situado en el otro extremo del patio.
El dormitorio era una habitación muy grande, sin calefacción, a la que dos hileras de camas metálicas daban la apariencia de una sala de hospital. Sobre cada colchón había un juego de sábanas, una almohada y una manta. La monja que las estaba esperando les ordenó que hicieran sus camas antes de ir a cenar. Ella se apresuró a obedecer para ponerse la primera en la fila.
—Oiga...
—Oiga no —le corrigió la monja—. Hermana Raimunda.
—Sí, pues verá usted, hermana Raimunda, es que yo he venido con mi hermana Pilarín, que está con las pequeñas...
—En la clase de San Francisco Javier —volvió a corregirla.
—Eso, en la clase de San Francisco Javier, y quería preguntarle... ¿Es que no la voy a ver?
—Claro —la hermana Raimunda sonrió—, los domingos, después de misa, en el jardín. Ese día hacen ustedes recreo todas juntas.
—Muchas gracias.
—¿Cómo se llama?
—Isabel Perales García, para servirla.
La hermana Raimunda asintió con la cabeza, como si aprobara aquella respuesta, e Isabel sintió de repente mucho frío, pero se guardó esa sensación para sí misma mientras abría la fila que bajaba al comedor, otra sala inmensa con mesas corridas, muy largas, casi todas vacías. Se les había hecho tarde y las demás habían cenado ya, les explicó la monja mientras señalaba hacia el fondo, donde a cada una le esperaba un plato hondo, un vaso y una cuchara. Aunque les anunció que iban a tomar una sopa, en el líquido que les sirvieron no había arroz, ni fideos, sólo unas hojas verdes que Isabel no había comido nunca y unas pocas judías blancas, aunque a ella no le tocó ninguna. No les dieron pan, ni la oportunidad de charlar. La hermana reclamó silencio, y a los diez minutos, ordenó que cada una cogiera su plato, su vaso y su cubierto, y lo dejara encima del aparador antes de salir.
—¿Y el segundo plato? —cuchicheó en su oído una niña que se llamaba Ana y había llegado desde un pueblo de Albacete.
Isabel se encogió de hombros, y ya no corrió para colocarse en la cabeza de la fila. Fue una de las últimas en llegar al dormitorio y recoger una prenda de tela basta, parecida a la arpillera, sin forma y larga hasta los pies.
—Cuando os pongáis el camisón, antes de meter los brazos por las mangas, os quitáis la ropa interior y la dejáis en los pies de la cama —las niñas se miraron entre sí, pero la monja atajó los murmullos antes de que se hicieran perceptibles—. Mañana os daremos un uniforme nuevo. La ropa que habéis traído la metéis en vuestras maletas y las guardáis debajo del somier, vamos...
Al quitarse el vestido, se dio cuenta de que muchas de sus compañeras llevaban sólo una camiseta, otras nada, porque tenían el pecho casi plano. Ella usaba un sostén de su madrastra desde hacía dos años, y se dio la vuelta para quitárselo porque le daba vergüenza enseñar los pechos. Cuando se volvió para dejarlo, junto con las bragas, en el borde de la cama, vio que otra hermana iba recogiendo la ropa interior para echarla en un saco. Al llegar a su altura, cogió con la punta de los dedos su sostén, que estaba muy viejo pero seguía siendo de satén, con puntillas en el borde, y la miró.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Catorce.
—Catorce... —repitió, mientras negaba con la cabeza—. ¡Qué barbaridad!
Isabel sintió que había hecho algo malo y se puso colorada, pero nadie pudo verlo, porque la hermana Raimunda se apresuró a apagar las luces del techo para dirigirse a un escritorio situado entre dos camas, en el centro de la sala, donde había una lamparita que siempre permanecería encendida. Desde allí, dirigió una oración que ninguna niña se sabía. Repitió cada frase varias veces, advirtiéndoles que tendrían que aprenderla de memoria, y les deseó buenas noches, antes de que una novicia, vestida con una túnica corta, blanca, se sentara tras la mesa para vigilar el dormitorio.
Isabel se arrebujó en la cama y volvió a sentir frío. Lo habría sentido igual, porque lo hacía, si no hubiera oído los gimoteos apagados que brotaban de los cuatro extremos del dormitorio como si siguieran una pauta previamente trazada, un plan de ruido sordo, sostenido, que los siseos y las palmadas de la novicia no lograron acallar hasta que los fulminó el cansancio. Aquella noche, ella no lloró. En el tren había hablado con algunas niñas y se había sorprendido al enterarse de que muchas viajaban contra su voluntad, obligadas por la situación de unas familias que no podían mantenerlas. Pero ella había escogido aquel colegio, lo había celebrado como un premio del destino, el final del cautiverio al que la había abocado la precariedad de una vida insoportable, la repentina pobreza de una casa en ruinas en la que había lo justo para comer lo justo y ni siquiera siempre, el aburrimiento de horas largas como días, días largos como semanas, y la soledad, el cansancio de no hacer nada y esperar a que pasara algo que nunca pasaba. Isabel quería mucho a sus hermanos. Siempre había estado muy unida a Toñito y sabía que los demás no habrían podido salir adelante sin Manolita, que se había convertido en el único padre, la única madre que había en aquella casa. Estaba segura de que si Pilarín durmiera a su lado, en el dormitorio no haría tanto frío, pero a pesar de eso, y de que nunca habría podido imaginar que echaría tan pronto de menos a los mellizos, aquella noche aguantó el tipo y no lloró. Se durmió pensando que lo que había vivido hasta entonces no era más que un prólogo, un paso intermedio, triste pero inevitable, hacia una vida nueva. Mañana, todo empezará de nuevo, se dijo, y así fue.
Isabel Perales García tenía catorce años y muy mala suerte, dos condiciones inmejorables para aguantar lo que se le iba a venir encima.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 39 | Нарушение авторских прав
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