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Cuando el funcionario descorrió el cerrojo, Martina se lanzó encima de su novio. Durante un instante, sólo pude escuchar el eco entrecortado, confuso, de sus respiraciones.
—Hola, Manolita.
Silverio olía a jabón. Se había lavado y había lavado la ropa que llevaba, una camisa blanca que parecía de gasa, el tejido tan frágil, tan desgastado que transparentaba el relieve de sus costillas, y unos viejos pantalones militares con varios rotos mal cosidos. A sus botas les faltaban los cordones. A sus pies, los calcetines.
—Hola.
El cuarto era tan pequeño que al atravesar el umbral me había quedado a tres pasos de la pared del fondo. En medio estaba él, y a mi derecha, Tasio y Martina habían empezado a respirar por la nariz mientras se besaban como si pretendieran devorarse entre sí. No necesitaba mirarles para verlos, ni prestarles atención para oír algunas palabras sueltas, ganas, estoy, loca, verte, alegría, aunque las pronunciaban en un susurro, sin despegar del todo sus labios de la boca, la cara, el cuello del otro.
—Estás muy guapa —Silverio tampoco levantó la voz para piropearme.
—Tú... —también, iba a decir, pero me pareció una tontería—. Gracias.
La Palmera había cumplido su palabra. Me había vestido, me había peinado, me había pintado, y aunque no parecía exactamente una reina, al mirarme en el espejo me gustó lo que vi. Llevaba un vestido blanco con la cintura muy marcada y una falda que se abría como la corola de una flor puesta boca abajo. Era de Jacinta. Los zapatos, negros y puntiagudos, con un tacón tan alto que tuve que recorrer la casa con ellos un par de noches hasta que aprendí a pisar en línea recta, eran de Eladia, y preciosos, aunque me hacían mucho daño. Paco me había recogido el pelo alrededor de la cara para dejar mis rizos sueltos por detrás y plantarme encima, a un lado, una gardenia de tela que le había pedido prestada a Dolores.
—Pero es que estoy rarísima, Palmera —intenté resistirme mientras me la sujetaba—. ¿Tú crees que hace falta todo esto?
—Pues claro, mujer —asintió con la cabeza mientras me colocaba la última horquilla—. Se supone que estás enamorada de él, deseando verle, ¿o no? Querrás que te encuentre guapa. No vas a ir como todos los días.
—Pues en el metro me van a tirar pesetas...
—Ya verás como no.
En eso tuvo razón. Cuando salí de casa con las mejillas iluminadas con colorete, carmín en los labios y una raya negra, más fina que las que a él le gustaba pintarse, subrayando el borde interior de mis párpados, llamé la atención de algunos peatones, pero ninguno se rió de mí. Llevaba sobre los hombros una chaqueta fina de punto azul celeste, también de Eladia, y en la mano un bolso blanco que Marisol me había prestado a regañadientes, a cambio de la solemne promesa de que no lo iba a manchar. Al entrar en el metro, me sentía tan rara como si fuera disfrazada, pero en el vagón me di cuenta de que algunos hombres me miraban de vez en cuando como sólo les había visto mirar a otras, y no fui capaz de decidir si aquella novedad me gustaba o me desagradaba, aunque me puse la chaqueta para esconder en las mangas mis manos ásperas y rojizas, de fregona. Sin embargo, cuando llegué a la cárcel, comprendí que yo también tenía razón, y que podría haberme ahorrado la transformación que a la Palmera le había entretenido tanto.
—¡Anda, hija, que sólo te falta el ramo! —porque Martina iba vestida igual que siempre—. Te vas a poner perdida. Ni que fueras a casarte de verdad.
Ella era la campeona de las bodas de Porlier, la reincidente que, en poco más de seis meses, se había casado dos veces y había amadrinado a otras tantas parejas. La lista de espera era muy larga y los condenados a muerte tenían preferencia sobre los demás, pero el precio era tan alto que muchas veces las novias o las madrinas no lograban reunir el dinero a tiempo. En la reserva, siempre estaba Martina.
—Si es que no lo conocí hasta febrero del 39...
También iba a ser mi madrina, y Toñito arregló una cita para que nos conociéramos en el café Comercial, tan lejos de su casa como de la mía.
—Una mañana me caí en la calle mientras empezaban a sonar las sirenas —entornó los ojos como si acabara de encontrar en su boca un sabor muy dulce, y aquella expresión suavizó sus rasgos duros, un poco bastos, para enseñarme la cara de una chica con suerte—. Me torcí el tobillo y no podía andar. Él iba corriendo por la acera. Me vio, me recogió, me ayudó a bajar al metro y ya no nos separamos, pero... —aquella mujer afortunada se evaporó tan deprisa como su sonrisa—. No estuvimos juntos ni dos meses. Por eso, saco el dinero de donde sea. Me da igual no comer, no llevar medias en invierno, ir y volver andando a todas partes... Lo que haga falta.
Si acabara de conocerla, me habría dado envidia, porque yo había hecho las mismas economías por mucho menos. Pero en la cola de la cárcel se sabía todo, y que Martina vivía con un canónigo de San Isidro que tenía medio cuerpo paralizado y ninguna familia. Ella le cuidaba, empujaba su silla de ruedas hasta la iglesia y le reemplazaba en algunas tareas, como vaciar los cepillos. También administraba sus cuentas para, entre otras cosas, pagarse su propio sueldo. Él no tenía más remedio que confiar en aquella muchacha que durante la guerra se había ocupado, además, de que nadie le molestara. Martina le tenía cariño y sólo le engañaba a medias, porque aparte de lo que sisaba por aquí y por allá, de vez en cuando le pedía veinte duros para las obras de caridad del capellán de la cárcel, y ese era el propósito al que el cura de Porlier decía destinar todos sus ingresos.
—No te hagas ilusiones —por su forma de mirarme, comprendí que ella tampoco sabía que mi noviazgo era tan ficticio como la boda en la que iba a culminar—. Es un cuarto sucio y oscuro, pequeño, sin muebles, así que hay que hacerlo en el suelo, unos al lado de otros... —no fui consciente de que la expresión de mi cara hubiera cambiado hasta que se echó a reír—. Pero no te asustes, mujer. Al principio es raro y da mucha vergüenza, pero con el tiempo, una se acostumbra...
El tercer lunes de mayo de 1941, cuando volví a ver a Silverio, me di cuenta de que mi situación en la cola de Porlier había cambiado. La mayoría de las mujeres que una semana antes habían celebrado mi reaparición con miradas benévolas y sonrisas cómplices —¡mira la Manolita, qué espabilada nos ha salido!— me trataban como siempre, pero algunas, esas que solían saberlo todo, asentían con la cabeza al verme, me ponían una mano en el hombro y la apretaban para darme ánimos, o la dejaban caer por mi espalda para dibujar una caricia fugaz. María, la que me había advertido una semana antes que Silverio no sabía nada, me cogió del brazo para caminar a mi lado mientras me hablaba al oído, en un susurro.
—La boda será el lunes que viene —miré hacia delante y encontré una espalda que no había visto al llegar, miré hacia atrás y vi a Julita, que también era comunista—. No te preocupes, que no nos va a oír nadie.
—Ya, pero no entiendo... —la brevedad de aquel plazo me puso tan nerviosa que tuve que pararme a escoger las palabras para que no me malinterpretara—. Creía que la lista era muy larga, mi hermano me dijo que me tocaría esperar más de un mes.
—Y normalmente es así —sonrió antes de desbaratar mis esperanzas—. Pero tú no vas a tener que esperar, porque todas las camaradas te han dejado pasar. También hemos hablado con las que no son del Partido. Algunas nos han hecho el favor y a otras les hemos comprado el turno, pero no pasa nada. Esto es muy importante para nosotros, ya lo sabes... Yo le daré a Martina el dinero y el tabaco, pero me han dicho que tú trabajas en una confitería y podrías conseguir los pasteles más baratos.
—Sí, pero no tengo con qué pagarlos.
—Yo te lo doy. ¿Cuánto te van a costar, más o menos?
Se me pasó por la cabeza la idea de añadir algunas pesetas al precio que me había dado la encargada. No se habría extrañado, porque los pasteles se habían convertido en una extravagancia, un alimento irreal, tan fabuloso como el Gordo de Navidad. Había tenido que inventarme una rifa benéfica de la Sección Femenina de mi barrio antes de preguntar, porque ya sabía que Meli iba a responderme con otra pregunta, ¿y para qué quieres tú un kilo de pasteles? Ni siquiera yo, que trabajaba allí, habría podido calcular que los tíos de Rita ganaran un margen tan desorbitado. María habría pagado cualquier cantidad, y sin embargo le dije la verdad.
—Puede que al final cuesten un poco más —incluyendo la advertencia que Meli me había hecho a mí— porque a veces hay escasez de harina, o de mantequilla, y no se encuentra ni en el mercado negro, o el precio de los huevos se dispara de pronto, y como en teoría nadie sabe por qué...
—Da igual —me cogió la mano derecha para deslizar en ella un billete—. Te doy veinte duros. Tú paga lo que sea y el lunes que viene le devuelves a Juani lo que sobre. Vas a verla, porque ella se casa a las cuatro y tú a las cinco.
Por eso no la engañé, no habría podido. María era hermana de Domingo Girón, Juani, la mujer de Eugenio Mesón, y ambos, dirigentes de la JSU de Madrid que en marzo de 1939 había tenido menos suerte que uno de sus militantes. Mientras Toñito se las ingeniaba para esconderse en el último lugar donde iban a ir a buscarlo, Girón, Mesón y hasta quince de sus camaradas, la cúpula de la organización, habían sido detenidos por los hombres de Casado. Antes de entregar Madrid, el Consejo de Defensa había liberado a todos los comunistas detenidos excepto a ellos. Trasladados a la cárcel aún republicana de Valencia, los diecisiete permanecieron encerrados mientras sus carceleros huían, como un regalo siniestro y destinado a aplacar a las nuevas autoridades, que sólo los devolvieron a la capital para encerrarlos en sus propias cárceles. Una semana antes de que su hermana me diera cien pesetas para comprar un kilo de pasteles, un consejo de guerra había condenado a muerte a todos menos a dos, y Girón tampoco había tenido suerte esta vez.
—Por eso quería pedirte... —María, tan firme hasta entonces, apartó sus ojos de los míos mientras se sonrojaba—. Si esto tuyo sale bien, y ya no necesitáramos... En fin, que si pudieras seguir consiguiendo los pasteles más baratos... No lo digo por mí, sino por las casadas, Juani, Pepa, ya sabes... —hizo una pausa y cerró los ojos, pero aunque apretó los párpados con tanta fuerza como si quisiera hundírselos en el cráneo, cuando volvió a abrirlos ya brillaban más de la cuenta—. Como han condenado a muerte a quince...
Las lágrimas empezaron a desprenderse de sus ojos para caer por sus mejillas, pero no llegaron más allá. Ella se las limpió de un manotazo y hasta dio un pisotón en el suelo antes de seguir hablando.
—Perdóname, parezco tonta. Lo que iba a decirte...
—No te preocupes —tampoco necesitaba oírlo—. Haré lo que pueda.
Me habría gustado hacer algo más, darle un abrazo, un beso, o apretarle una mano, pero no me atreví porque apenas la conocía. Rita era mi amiga, María sólo una chica de la cárcel, una más, como tantas con las que había compartido un destino terrible, el presentimiento, el hachazo, la soledad de quienes sobreviven a la muerte de un marido, un padre, un hermano, sin haber llegado a alcanzar ninguna intimidad. En aquella comunidad, las cosas eran así, tan duras y tan frágiles, tan pesadas y tan livianas a un tiempo que a veces, cuando alguna se venía abajo, podía recordar que otras la habían consolado, que la habían ayudado a sentarse en un banco, que la habían cogido de la mano para recordarle que tenía que ser fuerte, pero una semana después era incapaz de identificarlas. La madre de Rita tenía razón. En la cola de Porlier todas éramos iguales, todas para lo peor, y los rostros, los cuerpos, las voces de todas se borraban para confundirse en una sola, el rostro, el cuerpo, la voz de la cola de la cárcel. Por eso no me atreví a tocar a María. Por eso ella me respondió con una sola palabra.
—Gracias.
Y cuando entré en el locutorio me sentí afortunada, una privilegiada que no se jugaba nada en aquella visita ni en el encuentro del lunes siguiente. Silverio también estaba de buen humor, relajado y muy contento de verme. Su sonrisa tal vez me habría alarmado si no hubiera visto sonreír antes a Domingo Girón. El hermano de María tenía veintinueve años y nunca cumpliría treinta. En otras condiciones, cuando podía lavarse, afeitarse delante de un espejo y ponerse ropa limpia, debía de haber sido un hombre guapo. Tras la alambrada, su calavera transparentándose bajo la piel tirante del rostro, el cuerpo consumido, más que flaco, y el relieve de los huesos visible bajo la ropa, era como todos, y cuando estaba serio no llamaba la atención. Sin embargo, al sonreír, sus ojos achinados se entornaban, sus labios cobraban un misterioso grosor y toda su cara se iluminaba. Entonces era imposible dejar de mirarle, imposible creer que fuera a morir, que aquella sonrisa tuviera los días contados y aquellos labios, aquellos ojos, aquellos dientes perfectos, fueran a extinguirse para siempre sin haber llegado a conocer la humillante tiranía de la vejez. Aquella mañana, mientras le miraba, me dio mucha pena pensarlo. No le conocía de nada, nunca había hablado con él, no sabía cómo era, qué carácter tenía, cuáles eran sus virtudes, sus defectos. Sólo que había sido ferroviario y que nunca cumpliría treinta años, porque le iban a matar. Durante unos instantes sentí su condena como una tragedia personal. No era la primera vez que me ocurría. Aquellos repentinos accesos de una sensación profunda y difícil de definir, en los que la compasión por un hombre real se confundía con la tristeza inspirada por una relación imaginaria, eran un fenómeno corriente en aquel lugar donde la propia identidad se diluía en una especie de órgano universal, como si todas las mujeres de la cola fuéramos una sola, como si todos los presos de Porlier fueran el padre, el hermano, el marido de todas. Pero aquel día, la sonrisa de Girón me conmovió más de la cuenta. Atrapada en la curva de sus labios mientras sentía el dolor de su hermana instalado en mi pecho, no encontré la manera de deshacer otra sonrisa.
—Nos casamos el lunes que viene, a las cinco —mientras Silverio asentía, los presos que le rodeaban celebraron la noticia más que él para que mi ánimo cambiara de dirección, como si después de subir el último peldaño de una escalera larga y empinada, se deslizara plácidamente por un tobogán.
—Los hay con suerte...
—Estarás contento...
—Oye, si te echas para atrás, avísame...
—Y si no a mí, que estoy soltero y sin compromiso.
Tampoco era la primera vez que asistía a una algarabía semejante, la versión masculina y carcelaria de la pescadilla de Julita. Al otro lado de la alambrada de enfrente, ellos tenían más motivos que nosotras para burlar a la muerte, para ahuyentarla con chistes y con risas. Mi padre, que tenía una pepa encima, me había cantado el chotis que sus compañeros habían dedicado a la pena de muerte, encaramada como una reina promiscua en el trono del tribunal de las Salesas, Pepa, Pepa, ¿dónde vas con tanto tío?, de continuar así, dejarás Madrid vacío, y al llegar al estribillo se partía de risa, como si la letra no fuera con él. Por eso, porque necesitaban reírse de cualquier cosa, me uní a ellos aquella mañana. Y no fui la única.
—Anda que... —la madre del último que había hablado, negó con la cabeza y un gesto de incredulidad—. Presos y todo, no piensan en otra cosa.
—Pa chasco —dijo la mujer de otro—. Tendrían que nacer otra vez.
—Ya te digo —terció una tercera—. Y el pobre muchacho a punto de reventar —y se echó a reír—. Debería daros vergüenza.
Yo la imité, porque los comentarios de sus compañeros eran graciosos, pero no tanto como el sonrojo que se había apoderado de la cabeza de Silverio, su cuello, su rostro, sus orejas rojas como un tomate, aunque la vergüenza que los otros no sentían tampoco le estropeó el humor, ni le impidió mover unos labios color escarlata.
—¡Qué bien! —gritó a través de la malla de alambre, y siguió sonriendo.
Entonces me asusté, pero no por mí, sino por él, por el chasco que iba a llevarse cuando estuviéramos solos en una habitación.
—Pero... —por eso intenté darle una pista—. Tú ya te imaginas de qué va esto, ¿verdad? —y lo único que logré fue empeorar las cosas.
—Mujer, el chico es tonto, pero no tanto...
—Yo creo que a eso llega...
—Y si no, ya se lo explicaremos nosotros...
—Tú tranquila, que va a cumplir como un hombre.
Silverio seguía igual de colorado, pero no ofrecía resistencia a aquellas bromas, la expresión de una envidia limpia, amable, que no pretendía ofenderle. En aquel momento era un privilegiado, lo sabía y pagaba con gusto el precio impuesto por quienes no habían tenido tanta suerte. Y aunque aquella escena me habría parecido mucho más divertida si la novia de Silverio no hubiera sido yo, la compasión no me impidió pensar en Rita, en cómo nos reiríamos si ella estuviera conmigo, en cómo nos regañaría Caridad después. Por eso no conseguí recobrar la compostura.
—¡Dejadle en paz! —Girón parecía enfadado, tan serio que logró imponer silencio un instante antes de que sus labios se curvaran de nuevo—. A ver si lo vais a poner nervioso y luego, con lo largo que es, se va a acabar arrugando.
—¡Mingo! —su hermana, la única que no le encontraba la gracia a aquellos juegos de palabras, le regañó—. Ya está bien —antes de volverse hacia mí—. Eso también va por ti, Manolita.
Después, cuando ya lo había hecho todo mal, supuse que en aquel momento ella estaba pensando lo que debería haber pensado yo desde el principio, que Silverio acababa de cumplir veinticuatro años, que hacía más de dos que no veía a una mujer sin una alambrada por medio, y que no sabía a quién tenía que agradecer aquel milagroso regalo del destino. Aunque no era mucho mayor que yo, María tenía experiencia suficiente para intuir lo que iba a pasar en un cuartucho que, pese a las advertencias de Martina, nunca imaginé tan sucio, tan pequeño ni maloliente como el cubil donde me encontraría una semana después. Pero no sólo me fallaba la imaginación.
En mayo de 1941, yo tenía dieciocho años y ningún novio a mis espaldas. Antes de la guerra, había tonteado una temporada con Abel, el hermano pequeño de Julián, y nos habíamos dado algunos besos breves y apresurados, secos, inocentes. Una tarde, en plena guerra, había estado a punto de repetir con el Orejas y eso era todo. Desde que los franquistas entraron en Madrid, siempre había tenido demasiadas cosas que hacer, demasiado urgentes como para que me pasara algo más, aparte de lo que pasaba en la trastienda de Jero cuando las cosas venían mal dadas, que eso no contaba porque sólo era una forma de comprar el pan. Pero yo no tenía la culpa de ser tan pava, ni iba a entrar en la cárcel como una mártir en un Coliseo lleno de leones por mi propia voluntad. Además, tenía un plan. Mira, Silverio, antes de nada tenemos que hablar, porque esto no es lo que parece. Él me escucharía, se sorprendería mucho, me preguntaría qué había querido decir, yo se lo contaría, él me explicaría a cambio qué había que hacer para que funcionaran las multicopistas, y a otra cosa.
Eso era lo que creía que iba a pasar el 19 de mayo de 1941, cuando me encontré con Martina a las cuatro y media de la tarde en la calle Padilla, delante de una puerta pequeña por la que nunca había entrado hasta entonces.
—Vamos —después de asombrarse de mi aspecto, sonrió y me cogió del brazo—. Primero nos tienen que registrar, pero parece que ha habido suerte, porque los de hoy no suelen meter mano.
Al escucharla, me paré en seco.
—¿Cómo que meten mano? —pregunté con un hilo de voz.
—Que no te asustes, mujer —ella se echó a reír y tiró de mí—. Hay que ver, Manolita, te ahogas en un vaso de agua.
Eran dos, uno joven y bajito, con pinta de estudiante, el otro más bien gordo, con bigote y unos cuarenta años. El primero recogió el dinero, el tabaco, mis pasteles y una caja de yemas rellenas de cabello de ángel que unas monjas le regalaban cada semana al patrón de Martina para que ella se las requisara por su bien, decía, porque era diabético. Se lo llevó todo y no le volví a ver. El otro anunció que iba a registrarnos y le pidió a mi madrina que abriera los brazos y separara las piernas. La cacheó sin sobarla más de la cuenta, pero al terminar, se quedó mirándola con la boca abierta. Tenía los dientes amarillos y el blanco de los ojos se le puso del mismo color.
—Cómo te vas a poner, ¿eh? —ella no le hizo ni caso—. Dos veces en un mes. Eso es afición, menuda cachonda debes estar tú hecha, y que tenga yo que perdérmelo, desde luego, hay que joderse —entonces me miró y empecé a tiritar como si tuviera fiebre—. A ver, pimpollo, ahora tú...
Separé los brazos, las piernas, y cerré los ojos para no verle. Al rato volví a abrirlos para ver qué pasaba. No me había puesto un dedo encima porque estaba esperando a que le mirara. Cuando lo hice, se echó a reír.
—Pero no te pongas así, preciosidad —y se agachó para empezar a cachearme por los tobillos—. Mira a la mosquita muerta, cualquiera diría que no viene a abrirse de piernas... ¿Con tu novio también te haces la tímida?
Aquel cabrón tardó conmigo más que con Martina, porque repasó dos veces cada línea, cada curva, cada accidente de mi cuerpo. Cuando terminó, volcó el contenido de nuestros bolsos en una mesa, hizo un gesto con el dedo para que lo recogiéramos, me miró, miró a Martina, volvió a mirarme. Luego se sacó unas llaves de un bolsillo y abrió una puerta que estaba al fondo.
—¡Hala, a pasarlo bien!
Hasta ese momento, cada uno de los elementos de aquel embrollo, las multicopistas, la boda, el precio de los pasteles, la alegría de Silverio y las maquinaciones de mi hermano, había estado revestido del hipotético y reconfortante envoltorio de la teoría. La cárcel era un lugar tan raro, con todos aquellos hombres encerrados, aquellas mujeres aplastadas contra una verja, los funcionarios caminando entre ellos por un pasillo, que lo que sucedía en su interior producía un efecto de irrealidad que sobrevivía a los juicios, a las sentencias, a las ejecuciones. Quizás esa sensación, la remota serenidad de estar viviendo en una pesadilla que terminaría abruptamente en cualquier momento, era una simple consecuencia de nuestro instinto de supervivencia. Si no hubiéramos sospechado que, pese a todo, lo que nos estaba pasando era imposible, los suicidios habrían dejado desiertas las dos mitades del locutorio hacía mucho tiempo. Por eso había llegado yo hasta aquella tarde, aquel instante en el que me di cuenta de dónde me había metido y de que no había marcha atrás. Por eso seguí a Martina sin decir nada, como un animal que avanza hacia la muerte por su propio pie. Mi matadero era un pasillo largo y estrecho, sin ventanas, una bombilla colgando del techo por toda iluminación.
—A ver si estas no se retrasan —Martina se apoyó en la pared, porque tampoco había donde sentarse—. Pobrecillas, no debería decir eso, están peor que nosotras, pero es que luego una hora se hace tan corta que no...
No llegó a terminar la frase. Yo no supe por qué, no veía nada, había vuelto a cerrar los ojos. Lo único que sentía era frío, pero enseguida noté el peso de un brazo alrededor de mis hombros, después el roce de su pelo en la mejilla. Cuando intenté mirarla, no pude verla bien.
—Aquí no se viene así, Manolita. Aquí no se llora, no se siente, ¿entiendes? Hasta que entremos ahí dentro, lo que hay que hacer es apretar los dientes y pensar en otra cosa. ¿Tú sabes en lo que estaba pensando yo mientras ese cerdo me decía esas guarradas? —no respondí y me estrechó un poco más fuerte—. ¿Quieres saberlo? —asentí con la cabeza y la presión de su brazo se aflojó—. Pues pensaba... ¡qué gordas deben estar las lombrices que tienes en el culo, hijo de la gran puta!
—¿Lombrices? —aquellas palabras me sorprendieron tanto que logré pasar del llanto a la risa en un instante—. ¿Y cómo se te ocurre...? ¡Qué asco!
—Pues por eso —ella también se rió—. Un tío tan asqueroso tiene que tener el cuerpo lleno de cosas asquerosas, ¿no?, así que mientras me hablaba, yo veía lombrices, miles, millones de lombrices gordas y ciegas, pegándose entre sí por salir del agujero de su culo... Se te ha corrido la pintura —abrió su bolso, me dio un pañuelo, un lápiz, un espejito—. Toma, arréglate —y no tenía más de veinte años, pero me miró como si fuera mi madre.
Un cuarto de hora después se abrió la puerta del fondo. Una chica a la que apenas conocía de vista la atravesó sosteniendo a otra delgada y de aspecto frágil, tan menuda que parecía una niña, quizás porque la llevaba casi en volandas. Aunque tenía la cabeza baja, la barbilla hundida, la reconocí enseguida. Era Juani, la Juanini, como la llamaban en su barrio, la más fuerte de la cola de Porlier, siempre animosa y animando a los demás. Aquella tarde, en cambio, lloraba como si pretendiera quedarse hueca, vaciarse entera por los ojos, y era su amiga quien representaba ese papel, como Juani habría sabido consolar a María, pensé, la mañana en que yo no supe hacerlo.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 40 | Нарушение авторских прав
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