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Si hubieran tenido tiempo, Perales se habría reído, le habría insultado, le habría preguntado cómo se las arreglaba siempre para leerle el pensamiento. Pero tenían demasiada prisa, y Pepe había dejado de sonreír.
—¿Tú crees que vas a poder sacarnos de aquí?
—No es fácil —admitió—, pero voy a intentarlo.
Fue mucho más difícil de lo que suponía, porque en unas pocas horas Madrid se había convertido en una ciudad desconocida para él. No podía sospecharlo cuando escogió con naturalidad el camino más corto.
Caminaba por delante de los demás y escapó de milagro de las balas de una patrulla dejándose caer por un terraplén como si estuviera muerto. Al levantar la cabeza, comprobó que el manchego había muerto de verdad, y ni siquiera se sintió culpable por haberlo perdido tan pronto. El peligro y su propio estupor se aliaron para bloquear su pensamiento mientras se arrastraba por la orilla del río, abriendo camino hacia un edificio en ruinas que les ofreció un refugio provisional. Desde el sótano escucharon voces, gritos de mando, el eco de muchas botas que marcaban el mismo ritmo. Las tropas del Consejo de Defensa avanzaban en la dirección contraria a la que ellos habían recorrido, en dirección a los cuarteles de la carretera de Extremadura. Cerca de las dos de la mañana, el ruido cesó. Antonio dejó pasar cinco minutos, subió las escaleras sin hacer ruido, asomó la nariz y decidió jugársela.
—Sólo tenemos una posibilidad —anunció a sus camaradas mientras volvía al sótano, arrancándose las insignias de su unidad—. Correr.
Eso hicieron, y sólo se dieron cuenta de que habían cruzado el puente cuando estaban al otro lado. A aquellas alturas, Perales ya había comprendido que nunca conseguirían llegar vivos a los Nuevos Ministerios, pero creyó que aún tenían una oportunidad.
—Vamos a subir por la calle Segovia —y señaló la cuesta con el dedo para ahorrarse preguntas—, de uno en uno, pegados a la pared y en intervalos de cinco minutos, ¿de acuerdo?
Después, con la misma seguridad con la que habría recorrido el pasillo de su casa, guió a sus camaradas a través de un laberinto de callejuelas. Pretendía llegar a la sede comunista más próxima, pero se desvió a la izquierda dos bocacalles más arriba porque, incluso con las farolas apagadas, había advertido a tiempo que los carteles, las banderas que identificaban aquel edificio desde antes de la guerra, habían desaparecido de la fachada. Entonces se apoyó en la pared sin molestarse en reprimir un gesto donde aún había más desconcierto que derrota, y valoró la situación en voz alta.
—Si esta sede está cerrada, ninguna estará abierta. Y con la ciudad tomada por los casadistas, los nuestros escondidos... —hizo una pausa para que cada cual sacara sus conclusiones—. Para llegar a los Nuevos Ministerios, tendríamos que cruzar Madrid por el centro. Podríamos intentar llegar al Pardo dando un rodeo, pero... Yo creo que ni nosotros ni la JSU ganamos nada con que nos detengan. Tal y como están las cosas, lo más sensato es que os marchéis de aquí y esperéis a ver qué pasa.
—¿Y tú? —preguntó el castellano para que Pepe contestara en su lugar.
—Él tiene donde esconderse.
Antonio sonrió antes de cambiar de dirección para avanzar en zigzag siempre por vías estrechas, primero conocidas, después incluso familiares pese a la oscuridad, hasta que, a las tres y veinte de la mañana, distinguió a lo lejos la mole del Hospital General y volvió a señalar hacia delante con un dedo.
—Ahí está la estación de Atocha, ¿la veis? De ahí sale la carretera de Valencia. Y aquí nos separamos. Mucha suerte, camaradas.
—Lo mismo digo —le contestó Pepe, y los dos se echaron a reír a la vez antes de abrazarse.
Mientras le veía avanzar pegado a la pared, para camuflarse en las sombras de los edificios, se arrepintió por un instante de la ligereza de aquella despedida. En el último año, Pepe había sido su compañero, la persona con la que más tiempo había pasado. Tal vez no vuelva a verle, pensó, y echó de menos las frases que no había sabido pronunciar a tiempo, pero estaba demasiado nervioso, demasiado excitado como para detenerse en aquel paréntesis de nostalgia anticipada. Sus ojos se habían adaptado a la ausencia de luz tanto como su conciencia a la convicción de que lo que iba a hacer no era desertar, sino preservar a un revolucionario para la lucha futura. Todos sus camaradas habrían estado de acuerdo con eso, pero ahora que Pepe se había marchado, ningún otro habría podido imaginar la oscura tensión que hacía su sangre más veloz en cada segundo, el sostenido, placentero nerviosismo que le erizaba la piel mientras espiaba aquella casa, el bote del corazón que le brincó en el pecho cuando vio llegar a Eladia, despedirse de la Palmera en el umbral, empujar la puerta sin necesidad de abrirla con su llave. Ni él ni la JSU ganaban nada con que le detuvieran, pero dejó pasar el momento más propicio para presentarse ante ellos, dejó escapar a un viejo amigo, su garantía, el único hombre, aparte de su padre, de quien sabía de antemano que nunca le negaría cobijo, para tener una oportunidad de tratar a solas con aquella mujer.
La conocía desde que era fea, una niña agitanada y flaca, bronca, chillona, que tenía una sola ceja y las piernas como dos palillos sembrados de pelos negros entre tiras de esparadrapo, un remedio que le habría venido mejor en la boca, donde también tenía pelos negros y, además, una palabra más grande que ella colgando de los labios.
—¡Que me dejes de una puta vez, hostia! —por si lo demás fuera poco, arrastraba las palabras al hablar, alargando la última vocal como las vecindonas de los sainetes.
El hombre que había intentado cogerla por la cintura se echó a reír mientras ella se zafaba de sus brazos para escurrirse entre dos sacos y agazaparse tras ellos, expectante como un soldado en su parapeto.
—¡Ven aquí, fiera! —alto, grasiento, de una apostura tosca y achulada, hizo ademán de perseguirla, pero la mujer que los acompañaba intervino antes de que pudiera dar un paso.
—Trinidad, por favor, estate quieto —se acercó al mostrador, movió la cabeza para esbozar una blanda expresión de censura y la giró hacia la niña—. Lali, ven aquí conmigo —la pequeña salvaje abandonó su escondite, se pegó al cuerpo de la mujer y aferró su brazo con las dos manos, mientras ella sonreía al dueño de la tienda en busca de una complicidad que no encontró—. Perdone, pero todavía no sé cuál de los dos es más crío.
—Ya —su interlocutor no quiso pasar de ahí—. Pues si me dice en qué puedo atenderla...
En noviembre de 1930, Antonio todavía era Toñito, apenas llevaba unas semanas viviendo en Madrid y acompañaba a su padre por las tardes para ayudarle a organizar el almacén. Por eso, y porque se vendían mucho, sabía que las semillas de begonia no estaban en la trastienda, sino en los cajones de la izquierda. Sin embargo, cuando su padre le pidió que le acompañara, le siguió sin rechistar.
—¡Ay! —y se llevó un capón que no esperaba—. Pero si no he hecho nada.
—¿No? ¿Cuántas veces te he dicho que no hay que mirar así a la gente?
Y sin embargo, al salir volvió a mirarlos. No lo pudo evitar porque en su pueblo nunca había visto nada semejante a aquel simulacro de familia, la niña con los labios pintados de rojo, unos guantes de encaje llenos de rotos y un cargamento de quincalla encima, que parecía un modelo defectuoso, pechos puntiagudos y caderas escurridas, de la mujer demasiado mayor para ser su madre que iba del brazo de un hombre demasiado joven para ser su marido. La adulta fue quien más le llamó la atención, y no porque llevara la cara pintada como un anuncio, sino por el corsé que imponía a sus movimientos la rigidez de un autómata, un arma de doble filo que la atacaba por la espalda, dejando escapar a la altura de los omóplatos un grasiento rollo de carne blanda, pero que por delante, aun sin lograr disimular del todo la textura frágil, marchita, de la piel de su escote, le subía los pechos hasta la clavícula. A los doce años, lo que más le gustaba a Toñito en este mundo era ver tetas, y por más que aquellas dibujaran una estampa decadente, no dejaban de contener la clave del misterio, un territorio inexplorado que desataba en su imaginación una ondulante marea de terciopelo color violeta.
—¡Uy, qué guapo! —hasta que su dueña le acarició la cara con el filo de sus uñas largas, esmaltadas en un rojo muy oscuro, y se asustó tanto que se prometió no volver a mirar unas tetas nunca más—. ¿Cuántos años tienes?
—Doce —contestó después de que su padre le diera un codazo—, señora —añadió cuando se llevó otro.
—Mira, Lali, igual que tú. Pero dile algo, mujer, no seas tímida...
Ella le miró sin despegarse un milímetro del cuerpo de la mujer, envuelta en su falda como en una capa, pero antes de salir, cuando los adultos ya estaban en la calle, se volvió y le hizo una pedorreta.
—¡Joder! —su padre suspiró como si acabara de quitarse un peso de encima—, menuda tropa...
Nunca volvieron a entrar en la tienda, pero la víspera de Nochebuena los vio pasar de nuevo, cada uno con un gorro de papel en la cabeza y un matasuegras de cartón entre los labios. Después, cuando su padre le dio permiso para salir con sus amigos, los perdió de vista. En 1934 Antonio empezó a ir todos los días a trabajar a la calle Hortaleza y comprobó que la niña ya no estaba con ellos. A cambio, aquella mujer de pechos definitivamente mustios llevaba en los brazos a un caniche blanco, con su correspondiente lacito sobre los ojos, al que trataba alternando mimos y golpes en la misma medida en que debía recibirlos de su acompañante.
Pero la preciosidad que empujó la puerta del almacén una tarde de mayo de 1935, precediendo al maricón que le había seguido hasta su casa unas semanas antes, no se parecía a ninguna criatura que Antonio Perales García hubiera conocido en su vida. Mientras la escuchaba quejarse de que todos los jazmines se le echaban a perder, se dio cuenta de que tenía una belleza poco convencional, la nariz aguileña, los ojos juntos, una barbilla puntiaguda que fulminaba todos los tratados sobre la armonía de las proporciones para hacerla aún más hermosa, y ningún indicio de una niñez oscura. Aquella tarde fue para él, al contrario, una criatura limpia, luminosa, aunque la sonrisa de sus labios pintados de rosa no llegara a ocultar del todo un fondo complicado, sin el que nunca hubieran llegado a encontrarse. Porque no la reconoció, pero descubrió su juego muy pronto, antes incluso de que le invitara a salir con ellos. Y si aceptó su invitación, no fue sólo porque hubiera hecho latir un temporal de olas violentas entre sus sienes, sino porque en aquel momento creyó que sólo se trataba de eso, de jugar, de apostar en una partida que no podría perder porque hasta aquel momento las había ganado todas.
—Hay que dejarse de señoritas —solía predicar su amigo Vicente cuando Antonio era tan virgen, tan inocente y tan aficionado a alardear de las conquistas que apenas consumaba en su imaginación como él mismo—. ¿Que son muy monas? Sí, y muy graciosas, muy decentes, pero para casarse, y eso sólo con una. De momento, lo que nos conviene son las mujeres casadas, te lo digo yo. ¿Que tienen las tetas caídas? ¿Y qué? A cambio, se las saben todas. Yo, desde luego, en cuanto alguna se me insinúe... Ya te digo.
Mucho antes de que el Puñales recibiera la menor insinuación, la estanquera de la calle Atocha se saltó cualquier protocolo para llevarse a su amigo a la trastienda. Antonio salió de allí convencido de que el seductor había sido él, un benévolo error de apreciación que disparó su autoestima, estimulando en la misma proporción sus visitas al estanco y sus coqueteos con las chicas del barrio. Un par de meses después de estrenarse, conoció a Eladia y tuvo la impresión de que, en el fondo, era una más. Por su forma de hablar, de moverse, por los comentarios que hacía y las cosas que le gustaban, aquella diosa podría haber estado unos años antes jugando en la calle con Luisi, con Cecilia y con Manolita. Gracias a sus hermanas, Antonio conocía las diversiones y las costumbres, los placeres y los temores de las chicas de su barrio, pero ni eso, ni la experiencia de la trastienda del estanco, ni la que llegó a acumular gracias a la generosidad de la Palmera, le sirvieron para ablandar a una estatua recubierta por la carne más hermosa que había visto en su vida.
—Tú estás tonto, Antonio —le regañaba el Puñales—. Lo tuyo está empezando a parecer una enfermedad, en serio te lo digo. Anda que no hay mujeres en el mundo —y se volvía hacia el Orejas—, ¿verdad, tú?
—Verdad.
Seguía siendo muy joven, muy inocente, y pese a la velocidad por la que se multiplicaba noche tras noche la temperatura del horno en el que se cocía, un golfo a medio hacer. Mientras intentaba comportarse como un hombre maduro, no sabía que esa condición, la precoz avidez del jovencito que avanzaba a tientas a través de un laberinto del que aún lo ignoraba casi todo, era su principal atractivo y la única explicación de que algunas mujeres, las que buscaban exactamente lo contrario de lo que ofrecía, ni siquiera le miraran. Sin embargo, tuvo éxito con otras y aprendió deprisa a interpretar sus señales, las miradas que desencadenaban un proceso que él creía controlar, los indicios que le permitían avanzar a través de sus cuerpos desnudos. Fue tan aplicado que enseguida descubrió que estaba representando un papel menos airoso de lo que le habría gustado, y cuando empezó a resistirse, a hacerse desear en lugar de bailar como una marioneta animada por los hilos de su propio deseo, tuvo más éxito todavía. Pero ni siquiera el vértigo de las fiestas de Hoyos, que solía rematar en los brazos de cualquiera, le consolaba del desprecio con el que la única le respondía cada tarde, mientras subía la cuesta de Santa Isabel exhibiendo un desdén tan esforzado que tampoco llegó a creérselo del todo. Aun así, tardó meses en desentrañar el enigma de Eladia Torres Martínez.
—¿Qué? —no lo habría logrado sin la ayuda del Puñales—. ¿Lo has entendido ya?
—Bueno —sin las palabras que él escogió después de verla bailar—, la verdad es que yo, como esta, no he visto a ninguna.
Ese rasgo vinculaba a la niña flaca y malhablada que le había despedido con una pedorreta a los doce años, con la belleza que le obsesionaba a los diecisiete. Eladia también había vivido muy deprisa, también parecía mayor, también se comportaba como una adulta precoz. Eso fue lo que le despistó, lo que le estorbó para comprender a tiempo que ninguna de las dos se parecía a cualquier otra niña o adulta que hubiera conocido. Pero iba al tablao todas las noches y allí no hacía otra cosa que mirarla, comprobar que las dos tenían el pelo oscuro, los ojos muy juntos, la abreviatura de la una semejante al nombre de la otra. No podía estar seguro, pero la idea le rondaba ya por la cabeza cuando la Palmera le regaló una pista capaz de fabricar la certeza de que aquellos dos ejemplares únicos eran en realidad uno solo.
A Paco no le gustaba hablar de Eladia. Antonio se dio cuenta de que al principio respondía a sus preguntas para asegurarse su compañía, pero cuando puso la noche de Madrid a sus pies, empezó a alternar los monosílabos con una repentina sordera. Él aceptó con naturalidad una regla incompatible con las fantasías de su amigo, esas frases a medias con las que le gustaba insinuar que había, o había habido, o algún día podría llegar a haber, algo entre ellos. Por debajo, las cosas eran muy sencillas. La Palmera nunca le puso un dedo encima, Antonio se entendía con las mujeres sin dejarle en ridículo, y Eladia era un tema del que no se hablaba. Hasta que una noche, en uno de los cabarets que frecuentaban, el flamenco se puso nervioso ante la aparición de un hombre de su edad, con las manos muy finas y la cara picada de viruela.
—¿Ves a ese que acaba de entrar? El del frac... —Paco se volvió en su asiento para agachar la cabeza como si se le hubiera caído algo—. ¿Me ha visto?
—No creo, porque se ha ido hacia el fondo.
—Menos mal —ni siquiera después de decirlo estiró el cuello.
—¿Quién es?
Antes, pagó la cuenta y le sacó del local a la carrera. Luego, mientras caminaban por Recoletos, le explicó que se llamaba Claudio, que habían sido novios, y que el día que Eladia se mudó a su casa, lo primero que le dijo fue que le convenía darle puerta enseguida.
—Porque es más feo que tú —se echó a reír—, que ya es decir...
—¿Y dónde vivía Eladia hasta aquel día? —hizo esa pregunta sin haberla preparado, y quizás por eso, la Palmera contestó con naturalidad.
—En la calle San Mateo, con su abuela... —todavía faltaban unas horas para que amaneciera, pero en aquel instante, una luz cegadora fulminó el entendimiento de Antonio Perales García—. Es pianista, ¿sabes?
—¿La abuela de Eladia? —eso tampoco lo pensó.
—¡No, hombre! —y su imprevisión tuvo la virtud de distraer a la Palmera con otra carcajada—. Claudio...
Al llegar a Cibeles, Antonio declaró que estaba muy cansado y se fue a casa, pero cuando logró pegar ojo ya era de día. La revelación del pasado de Eladia le trastornó tanto que aquella noche ni siquiera fue al tablao.
—¿Y a ti qué te pasa? —al comprobar que no se había levantado de la butaca donde fumaba un cigarrillo tras otro desde después de cenar, María Pilar le puso la mano en la frente para burlarse de él—. ¿Tienes fiebre?
—Déjame en paz —contestó sin mirarla siquiera, mientras volvía a recolocar sus peones en el tablero.
No sabía qué hacer, cómo gestionar aquella información que, por un lado, iluminaba el carácter de la mujer más incomprensible que había conocido, pero por otra, podría inducirle a cometer un error fatal. Durante muchos días y sus correspondientes noches, valoró todas las posibilidades con la paciente concentración de un general que desplaza sus tropas sobre un mapa, y después de pensarlo mucho, renunció a una batalla frontal. Era mejor esperar a que se dieran las condiciones óptimas para atacar por los flancos, y el momento tardó algún tiempo en llegar.
Después del primer pase, la Palmera se sentaba siempre a la misma mesa y las chicas solían aprovechar la pausa para ir a retocarse al camerino, pero aquella noche, cuando las luces se encendieron, Eladia proclamó que se moría de sed. Antonio, que había visto la función entre cajas, acertó al interpretar que iba a sentarse con la Palmera para tomar una cerveza, pero no sólo no tuvo prisa por unirse a ellos, sino que le dijo a Jacinta que tenían que hablar, para asegurarse de que iba a acompañarle.
—A ver —la cantaora se sentó a su derecha, mirando a la Palmera, porque él se había apresurado a escoger la silla que estaba enfrente de la que ocupaba Eladia—, ¿qué es lo que quieres?
—Informarte de lo que hablamos ayer. Te echamos de menos en la reunión, camarada.
—Ay, lo siento —la cantante hizo un gesto de disculpa—. No te enfades. La verdad es que quería ir, pero me eché la siesta, y como no estoy acostumbrada, me quedé frita.
—Pues si todos nos dedicáramos a dormir la siesta, ya me contarás... —entonces levantó la cabeza en dirección a la puerta, y la mantuvo quieta, las cejas fruncidas como si algo le llamara mucho la atención.
—¿Qué pasa? —la Palmera le dio un codazo.
—Nada, es que... Acaba de entrar un tío... Ahora no le veo, es alto, moreno, con pinta de chulo. Me ha recordado a uno que viene por el almacén de vez en cuando, con una vieja a la que le saca los cuartos... —hizo una pausa para mover sus ojos desde la Palmera hasta Jacinta, y al pasar por Eladia la encontró con la cabeza baja, los ojos clavados en la falda—. Debe de vivir por allí cerca, en la Florida, en Barceló, en San Mateo, no sé... Trinidad, se llama.
—¿Trinidad? —Jacinta se echó a reír—. Si es un nombre de mujer.
—Pues este es un hombre —siguió hablando sin dejar de vigilar a una mujer muda, inmóvil, tan tiesa como si estuviera congelada—, y debe de ser muy hombre, además, porque no veáis como tiene a la vieja... —la silla que tenía enfrente chirrió y, al ponerse de pie, Eladia no pudo esconder del todo una expresión desencajada, dominada por el sonrojo de sus mejillas—. La trae loca.
—Pobrecita —la Palmera negó con la cabeza—. No deberías burlarte de ella, requesón, claro, como los guapos no tenéis sentimientos... —luego se volvió hacia la bailaora—. ¿Y a ti qué te pasa?
—Yo... Voy... al camerino —Antonio tuvo el acierto de no mirarla—. No me encuentro bien.
—Ni que lo digas, hija —aprobó Jacinta—. Cualquiera que te viera creería que acaba de darte un soponcio.
Él no quiso añadir nada, no hacía falta, aunque disfrutó mucho hablando consigo mismo. Ahora ya sabes lo que yo sé, y que te tengo en un puño, podría hundirte cuando se me antojara pero no tengas miedo, amor mío, porque lo último que pretendo es hacerte daño... Sonaba muy bien, pero no estaba seguro de que fuera verdad, no lo estuvo hasta que fueron pasando los días y comprobó que aquel secreto pesaba demasiado, que Eladia lo sufría como una enfermedad infame, gravísima y secreta, una herida tan dolorosa que nunca se atrevería a desarmarle, a desactivar su poder reconociendo en público al amante de su abuela. Aquella estratagema tan sencilla le permitió descubrir otras cosas sorprendentes, pero la reconfortante, por humana, blandura que vislumbró entre las escamas de una armadura de acero, no le asombró tanto como le conmovió la dureza de Eladia a partir de aquella noche.
Durante más de una semana, la bailaora ni siquiera se acercó a él. Antonio la miraba de lejos, más esquiva que nunca, fingiendo una prisa que no tenía, la cabeza siempre baja, los ojos en el suelo, mientras se daba cuenta de que una ternura sin nombre ni naturaleza conocida crecía poco a poco en su interior. Esa repentina debilidad le impidió llevar su plan hasta el final, exprimir el nombre de Trinidad hasta la pulpa de un placentero chantaje, si no quieres que cuente lo que sé, ya sabes lo que quiero yo. Esa era la idea, pero no pudo ponerla en marcha porque se dio cuenta a tiempo de que no deseaba el cuerpo de Eladia a costa de ganarse su odio, o su desprecio. Su voluntad cambió de objetivo sin avisar, y decidió por su cuenta que lo que él quería era cuidarla, mimarla, protegerla de sí misma, suturar las heridas que una antigua violencia había impreso en la memoria de la niña fea y maleducada que seguía incrustada en su interior. Antonio Perales García se había enamorado de aquella mujer, pero no lo sabía, porque nunca le había pasado nada parecido.
Se consolaba recordando cada uno de sus gestos, las palabras y las sonrisas del día en que se conocieron, aquella tarde primeriza, primaveral, en la que fue otra, una muchacha tan dulce y graciosa como nunca más. Entonces aún no fingía, no tenía motivos para fingir, y ahora se arrepentía de haberse mostrado tal y como era en realidad. Estaba seguro de que ella también hablaba consigo misma, de que se maldecía por no haberle reconocido, por no haber comprendido a tiempo que, aunque para ella él había sido un niño vulgar y corriente, fácil de olvidar, ningún niño vulgar y corriente habría podido olvidar fácilmente la tropa a la que aquella niña pertenecía. Hasta que una noche sus miradas se cruzaron y ninguno de los dos quiso apartar la vista de los ojos del otro. Luego, se apagó la luz, comenzó el espectáculo y, al terminar, ella se esforzó en comportarse como antes. No lo consiguió del todo, porque en la fiesta que Hoyos ofreció para celebrar su cumpleaños, le maltrató más que nunca hasta el momento en que se encontraron juntos en la terraza.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —Antonio asintió con la cabeza mientras interpretaba la cortesía de aquella petición como una declaración de tregua—. ¿Tú por qué me miras así?
—¿Así? —él estiró su curiosidad con una pausa—. ¿Cómo?
Ella también tardó más de la cuenta en contestar.
—Lo sabes de sobra, requesón.
—No, Eladia, yo no sé nada —y lo repitió como una garantía—. No sé nada de nada, y te miro como siempre. Me gusta mucho mirarte.
Eso era y no era verdad. Antonio había empezado a mirarla como si ella fuera una manzana y él, un niño hambriento que calculara con la boca abierta en qué instante iba a caerse del árbol, y por eso, porque estaba convencido de que aquel instante había llegado, se atrevió a prolongar aquella conversación.
—Pero si te molesta, no tienes más que decirlo —Eladia no añadió nada y él apretó un poco más—. ¿Quieres que deje de mirarte? —y un poco más todavía—. Puedo dedicarme a mirar a Marisol. Aunque tú me gustas mucho más, ella también es digna de verse.
—No sé —en ese punto sonrió, llegó incluso a reír antes de corregirse a toda prisa—. No creo que Marisol te convenga mucho...
—Entonces no quieres.
—Yo no he dicho eso.
—Dímelo —su cabeza avanzó lentamente hacia la de Eladia y ella no la retiró—. Pídeme que no te mire y me olvidaré de ti para siempre.
Después, todo pasó muy deprisa, pero no tanto como para que él no estuviera seguro de que los labios de Eladia se habían posado sobre los suyos antes de que su mano izquierda le soltara un bofetón que dañó más su orgullo que su cara, para pesar en su ánimo más que aquel beso. A tomar por culo, pensó luego, se acabó. Su determinación era tan firme que ni siquiera cedió a la suavidad con la que ella le pidió perdón al día siguiente.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 61 | Нарушение авторских прав
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