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La señorita Conmigo No Contéis 8 страница

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—¡Ay, Eladia, qué bruta eres!

—Pues te voy a decir una cosa —terció Jacinta una noche—. No es feo, el muchacho, y tiene unos ojos bien bonitos, lo que pasa es que con ese cuerpazo y la cabeza tan grande, parece una estatua.

—Pues para ti, que yo no quiero hombres ni de piedra.

—No sabes lo que te pierdes, chica.

—Ni ganas de aprenderlo —entonces, aunque estaba discutiendo con Jacinta, giró la cabeza y se encontró con la de Antonio—, mira lo que te digo.

—¿A mí? —le preguntó él, muy sonriente.

—A ti, ¿qué?

—Que si me lo dices a mí... —ella le miró con extrañeza y él le refrescó la memoria—. Eso de que no tienes ganas de aprender lo que te pierdes.

—No... A ti no te digo nada, requesón.

Una tarde de abril de 1935, al pasar por delante de un escaparate, la Palmera vio de refilón una imagen que le obligó a pararse en mitad de la acera para volver sigilosamente sobre sus pasos. Después cruzó la calle, se apoyó con aire despreocupado contra un muro, dirigió la vista hacia arriba, Almacén de Semillas Antonio Perales, Casa Acreditada, Productos Nacionales y de Importación, y la hizo descender muy despacio hasta posarla sobre un muchacho que colocaba unas cartulinas pequeñas, dobladas por la mitad, sobre otros tantos sacos de semillas, «guisantes de olor», «rosales trepadores», «clavellinas»... El pelo, castaño con reflejos dorados, le caía sobre los ojos, e inclinado como estaba, sólo se veía parte de su cara, la nariz, la mandíbula y el cuello, enmarcado por las solapas de una camisa blanca que, en el esfuerzo de llegar a los rincones más alejados, tensaba sus hombros, sus brazos desnudos bajo las mangas subidas hasta el codo. No vio más que eso, pero pensó que con eso tenía bastante. Hasta que aquel chico levantó la cabeza, miró a la calle, distinguió a alguien conocido, levantó un brazo en el aire, y la Palmera ya ni siquiera supo qué pensar.

Volvió a cruzar la calle y echó a andar como si le hubieran dado cuerda, pero unos cuantos portales más allá, se apoyó en la fachada de un edificio y miró a su derecha. Aquella tarde había salido para ir a la plaza de Santa Bárbara a recoger unas botas que había llevado a arreglar la semana anterior, pero en aquel momento, lo único que logró recordar fue que unos días antes había pasado de largo por la misma calle, la misma tienda, el mismo arcángel, y el azar le pesó como una piedra atascada en su estómago. Las botas podían esperar, él no, pero tampoco sabía qué hacer, cómo acercarse, de dónde sacar una blanca y mullida piel de cordero en la que envolverse. No la había encontrado todavía cuando en la puerta de la tienda se produjo un movimiento que le desconcertó. Una mujer vistosa y reventona, de unos treinta años, golpeó el cristal con los nudillos y casi enseguida salió un hombre que parecía él, aunque llevaba una camisa de rayas y celebró la aparición de la recién llegada con un descaro excesivo para su edad, poniéndole una mano en el culo y apretando hacia arriba mientras la besaba en los labios. Ella se dejó hacer, muy a gusto, antes de colgarse de su brazo para avanzar en la misma dirección que la Palmera había tomado unos minutos antes. No tardaron más de dos en ponerse a su altura, y cuando los tuvo delante, comprendió al mismo tiempo que aquel hombre no era el chico al que había visto y que era su padre, un modelo casi idéntico al que el martillo del tiempo labraría en él al cabo de veinte años, tan guapo a su vez, tan joven todavía que cualquier otra tarde le habría seguido por el simple placer de verle andar, de apreciar su perfil en un cruce de calles. En aquella ocasión, sin embargo, decidió aprovechar su ausencia.

—Buenas tardes —en la sonrisa confiada del único dependiente que le recibió en el almacén, comprendió que antes no se había fijado en él.

—Muy buenas —contestó, mientras lamentaba que trabajara precisamente en una tienda como aquella, donde no se le ocurría nada que comprar.

Fingió lo contrario y se entretuvo mirando unas artesas repletas de semillas de legumbres, hasta que la suerte le premió con la entrada de dos niños que fueron derechos al mostrador para poner encima unas monedas y un papelito con los encargos que les había hecho su madre. El dependiente leyó la lista y empezó a moverse por el local, cambiando un escabel de sitio, subiéndose encima para llegar a los cajones más altos, devolviéndolo a su lugar, entrando en la trastienda y volviendo a salir hasta que les entregó cinco cartuchos de papel y las vueltas. Después, les siguió con la mirada hasta que salieron, y por fin se dirigió a la Palmera.

—Perdone, pero... —salió de detrás del mostrador y avanzó un par de pasos hacia él—. ¿Puedo preguntarle qué desea?

—¿Que qué deseo? Mejor no te lo digo.

Estudió sus ojos y lo que vio en ellos no le sorprendió. Paco Román no bailaba bien, no cantaba bien, no sabía tocar la guitarra, pero conocía a los hombres. Se había equivocado demasiadas veces en su vida como para no aprender de sus errores, y la impasibilidad de aquel tampoco le desanimó del todo. El vendedor de semillas era demasiado deseable como para que fuera la primera vez que le abordaban desde la acera de enfrente, y aunque no parecía halagado por su interés, había sido capaz de detectarlo sin ceder al impulso de echarle a patadas. Por eso, su admirador se arriesgó a avanzar un paso más.

—Sólo estoy mirando.

—Pues aquí no hay nada que ver —le replicó él, con un simulacro de arrogancia que no logró encubrir su nerviosismo.

—Yo creo que sí.

—Ya le digo yo que no, y además... —volvió al mostrador, accionó un interruptor que no estaba a la vista y apagó todas las luces—. Es la hora de cerrar, así que si no le importa marcharse...

Se metió en la trastienda y la Palmera adivinó que no volvería a verle salir. No quería empeorar las cosas, así que se marchó y hasta dijo adiós en voz alta, para escenificar una rendición que incumplió inmediatamente. Así descubrió que aquel chico no sólo era guapo. También era bastante listo.

—No se te ocurra seguirme —porque aunque tardó casi media hora en pisar la calle, lo primero que hizo fue buscarle con los ojos—. ¿Está claro?

Asintió con la cabeza y, por supuesto, le siguió hasta la esquina con la Gran Vía, donde le vio entrar en un bar. Montó guardia en la acera opuesta, y al rato, le vio salir con otros chicos de su edad, el hijo de la dueña de la lechería de la calle Tres Peces, un desconocido castaño, flaco y larguirucho, otro muy moreno, con una prematura pinta de matón, y el cuarto más bajo, con las orejas grandes, muy despegadas del cráneo. Aquella cabeza le resultó familiar, pero no tanto como un itinerario que le dejó casi en la puerta de su casa. Cuando le vio despedirse del lechero y desaparecer con los otros tres en un portal de la calle Santa Isabel, se dio cuenta de que el orejón le sonaba precisamente de eso, de verle por el barrio, y sintió que un millón de hormigas se desparramaban por todo su cuerpo.

—¿Qué te pasa, Palmera? —le preguntó Eladia aquella noche, mientras la acompañaba a casa—. Estás como atontado, hijo, no das una.

—Es que... Creo que me he enamorado.

—¿Quién? —se separó de él y le miró como si no le conociera—. ¿Tú?

—Sí —Eladia se echó a reír pero a él no le hizo ninguna gracia—. Yo. ¿Te parece chistoso?

—Pues... No es eso, no te ofendas —se acercó a él, le cogió del brazo—. Perdóname, es sólo que no me lo esperaba.

Él se dio por satisfecho y siguió andando sin decir nada, sin querer acusar tampoco las miradas de curiosidad de su protegida, que unos metros antes de llegar al portal, se atrevió a preguntar otra vez.

—¿Quién es? ¿Un hombre?

—¡No! —y los labios de la Palmera se curvaron por su cuenta, sin pedirle permiso—. Una cupletista, no te jode...

—¿Y cómo se llama?

—No lo sé.

No era la única cosa que no sabía. Para empezar, a él nunca le habían atraído los chicos jóvenes, si acaso los más broncos, adolescentes renegados de su edad, adultos precoces que se entregaban a los rituales de la rudeza con una vocación que compensaba su inexperiencia, pero ni siquiera esos le interesaban mucho. Lo suyo eran los braceros de su pueblo, algunos albañiles, obreros ferroviarios o descargadores de camiones a quienes descubría de madrugada, desayunando una copa de chinchón en la barra de cualquier taberna que ya estuviera abierta cuando él salía del tablao, hombres cuajados, maduros pese a su juventud, aficionados a exhibir su virilidad ante las mujeres y, con mucha suerte, a ceder alguna vez a otra clase de tentaciones, encuentros bruscos, fugaces, que no solían repetirse. Esos le volvían loco, los niños no, y sin embargo, aquel chico era casi un niño y le había sumido en una locura para la que no tenía explicación ni podía encontrar precedentes.

Aquella noche no volvió al tablao. Se quedó hablando con Eladia y se lo contó todo, lo que había sido su vida hasta entonces, y lo que había ocurrido aquella misma tarde, antes, durante y después de un breve encuentro. Ella, que más allá de su hosco celibato, no dejaba de ser una muchacha de diecisiete años, se divirtió tanto con aquella historia que la estiró hasta donde pudo, y cuando los dos habían empezado ya a bostezar al mismo ritmo, seguía proponiendo extravagantes planes de abordaje. Aquel derroche de imaginación la consagró como confidente de los amores de la Palmera, pero hasta que ella misma dio con la solución, el enamorado progresó menos que los niños que tuvieron la suerte de tropezárselo por la calle.

—Oye, chaval, ¿tú quieres ganarte una perra chica?

Como todos querían, no tardó en descubrir que el vendedor de semillas vivía en el edificio donde le había visto entrar la primera tarde, que era el mayor de seis hermanos, que se llamaba Antonio, que en su casa le conocían como Toñito, que tenía la misma edad que Eladia, que había tonteado con muchas chicas pero nunca había tenido novia fija y que solía ir de vez en cuando a las reuniones de la JSU con sus amigos. Los chavales intentaron venderle varias veces los nombres y las direcciones de estos últimos, pero esa información no le interesaba y tampoco sacó nada más de ellos.

—¿Y por qué no vas a verle una tarde, sencillamente, y le invitas a una cerveza? —Eladia intentaba animarle, combatir el desánimo que se iba apoderando poco a poco de los dos.

—Porque no quiero que me mande a la mierda.

Mientras tanto, pateaba todas las tardes la calle Hortaleza por la misma acera, sin más beneficio que el placer furtivo de mirarle sin ser descubierto. Sin embargo, el avance decisivo no tuvo lugar allí, sino en el barrio donde vivían, y tampoco obedeció a un plan preconcebido, sino al puro azar de que una tarde se quedara sin tabaco y sus pasos escogieran llevarle hasta un determinado estanco de la calle Atocha. Al llegar, lo encontró cerrado aunque eran más de las cuatro y media. Ya se había dado la vuelta cuando escuchó que se abría la puerta, y volvió la cabeza a tiempo para verle salir, mirando al suelo mientras terminaba de abrocharse la camisa, despeinado y culpable.

La Palmera se dijo que sólo había una manera de interpretar aquella escena, la expresión ambigua, indecisa entre la satisfacción del cuerpo y la preocupación del espíritu, que pudo captar brevemente gracias a la coincidencia de un tranvía que se aproximaba con la inquietud que hizo girar varias veces la cabeza del chico en todas direcciones, para asegurarse de que ningún conocido le había visto salir. Su único testigo le vio cruzar la calle casi corriendo, y al volverse, comprobó que alguien había corrido la cortinilla para darle la vuelta al cartel que, tras el cristal de la puerta, indicaba que el estanco estaba abierto. No le sorprendió que la estanquera, una mujer basta pero de carnes apretadas, que seguía estando de buen ver al borde de los cuarenta, no ofreciera indicio alguno de culpa o nerviosismo. Sólo hacía falta echarle un vistazo para adivinar que estaba más que curtida en el trajín de su trastienda, aunque tampoco pudo evitar que su cliente la encontrara demasiado colorada, con los ojos más brillantes que de costumbre y el moño medio deshecho.

—¡Vaya, vaya, Antoñito! —exclamó Eladia cuando se enteró—. O sea, que te gustan las mujeres...

—Sí, pero eso ya lo sabíamos y no me preocupa, no creas, torres más altas han caído. Lo importante es que es un golfo, ¿entiendes? A medio hacer, eso sí, porque tendrías que haber visto la cara que tenía, que sólo le faltaba llamar a su mamá, pero un golfo, que es lo que cuenta. Si fuera un buen chico, todo sería mucho más difícil, ¿sabes?, porque yo no podría...

No llegó a terminar la frase. La reacción de Eladia, que se dio en la frente una palmada que hizo ruido, acaparó toda su atención.

—¡Claro! —aunque al principio sólo parecía interesada en hablar consigo misma—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? Pues claro, qué tonta soy, pero qué tonta, madre mía...

Sin perder tiempo en explicaciones, se levantó, fue hacia él, le puso las manos sobre los hombros y le obligó a levantar la cabeza para mirarla.

—¿Sabes lo que vamos a hacer, Palmera? Hoy no, porque la gorda esa lo habrá dejado agotado, al pobre, pero un día de estos, ¿sabes lo que vamos a hacer? Vamos a ir los dos juntos a su tienda, a hacerle una visita —sonrió, como si le encantara la idea, antes de impostar una vocecita aguda y teatral—. Te presento a mi hermanita, que está loca por plantar flores en las macetas de su balcón... ¿Qué te parece?

—¿Tú harías eso por mí, Eladia? —y antes de tener tiempo para celebrar su plan, se dio cuenta de que le había emocionado que se lo propusiera—. ¿Tú harías de cebo para mí?

—Pues claro, tonto —y se echó a reír—. ¿Qué más me da?

Si alguien hubiera podido anunciarles lo que les daría, lo que les quitaría aquella ofensiva, se habrían entregado a sus preparativos con el mismo entusiasmo, incapaces de prestar a esa profecía más crédito que a quienes juraban que Carmelilla de Jerez había nacido con un pene atrofiado entre los muslos. La Palmera pudo comprobar una vez más que no era así mientras ella se vestía y se desnudaba para él, en una prueba de vestuario que se prolongó varios días. Se decidieron por un vestido primaveral, que marcaba su figura sin exagerar y ofrecía su escote hasta unos milímetros por encima del nacimiento de los pechos, y tardaron aún más en elaborar un guión, ensayando diálogos para todas las situaciones posibles. Eladia no sólo lo respetó escrupulosamente, sino que lo hizo tan bien que nadie que la hubiera visto comprando semillas en un almacén de la calle Hortaleza habría podido adivinar sus verdaderas intenciones.

—Me gustan mucho los jazmines, pero el año pasado planté uno y se me heló, ¿verdad, Paco? —él, que no había despegado los labios desde que entraron en la tienda, asintió con la cabeza—. Tenemos una terraza muy hermosa, pero no hay manera de que agarre nada en las paredes.

—Puede probar con un rosal trepador, de pitiminí, por ejemplo —el dependiente desempeñó su papel con la misma destreza—. Aunque su nombre tiene mala fama, la verdad es que son muy duros.

—Ya, pero es que las rosas... están muy vistas.

—¿Y la hiedra?

—No sé... —hizo un mohín de niña mimada, tan perfecto que incluso la Palmera sonrió—. Yo me merezco flores, ¿no le parece?

—Desde luego —él la miró con la boca abierta y tragó aire antes de encontrar una fórmula airosa para ponerse a su altura—. Yo la cubriría de ellas.

—Pues eso.

Así siguieron durante un buen rato, sin dar señales de cansancio mientras el mostrador se llenaba de sobres con estampas pegadas encima, entre las que Eladia escogió dos casi al azar. Después de pagarlas, sonrió al vendedor, le agradeció muchísimo su ayuda, le aseguró que volvería para contarle qué tal le había ido y cogió a la Palmera del brazo. Eso era lo que habían pactado, llegar, vencer y retirarse en el instante en que la ansiedad de su víctima hubiera llegado al punto óptimo. Sin embargo, cuando ya estaba empujando la puerta, Eladia se volvió y le miró a los ojos.

—Mi hermano y yo habíamos pensado en ir a merendar a una terraza de la Gran Vía. ¡Hace una tarde tan buena! —y giró la cabeza hacia fuera, como si pretendiera enseñársela—. A lo mejor le apetece venir con nosotros.

La Palmera se puso tan nervioso que intentó darle un pisotón, pero su zapato se estrelló contra el suelo mientras Eladia, sin apartar la vista de su objetivo, ladeaba la cabeza para alzar levemente las cejas. Desde el otro lado del mostrador, él los miró despacio, primero a ella, luego a él, a ella otra vez, sus labios curvados en una mueca irónica que habría podido ser una sonrisa si no estuviera desequilibrada, más alta por un lado que por otro. Su enamorado interpretó aquella expresión con la misma facilidad con la que había descifrado su inquietud al verle salir del estanco. Les estaba diciendo que a él no se la daban, que había descubierto el mecanismo de una trampa en la que no iba a dejarse atrapar. Eso parecía hasta que Eladia cambió de postura. Porque volvió a enderezar la cabeza, bajó ligeramente la barbilla, dejó de mirarle a los ojos para fijarlos en el ángulo que formaba su cuello con la solapa de su camisa blanca, y cuando frunció los labios en un mohín de disgusto, todo cambió al otro lado del mostrador.

—Bueno, sí, claro que me apetece, muchas gracias —antes de terminar de decirlo, Antonio ya se había quitado la bata que llevaba puesta encima de la ropa—. Si me esperan un momento... No tardo nada.

La Palmera creía que conocía a los hombres, pero reconoció para sí mismo que no había visto nada igual.

—¡Joder, Paco, yo creía que entendías de esto! —Eladia se burló de él en un susurro—. Pero si está entregado, no hay más que verle.

Ella fomentó su entrega durante toda la tarde y aún después, cuando lo presentó al portero del tablao como un amigo al que debía franquear la entrada en cualquier circunstancia. Mientras tanto, la Palmera se sintió incapaz de decidirse entre el miedo y la gratitud. Nunca había visto a Eladia coquetear con nadie, y su actuación le pareció demasiado admirable para ser sólo teatro, excesiva para no sospechar que estaba disfrutando del pretexto que le había consentido romper el freno, entregarse a la libertad que se negaba tercamente a sí misma por motivos ajenos a su propia inclinación. Si hubiera contemplado la escena desde otra mesa, no habría dudado de que aquella mujer, que parecía haber nacido para seducir al hombre que la miraba como si la vida le fuera en complacerla, actuaba en su propio beneficio. Por eso, permaneció en silencio, al margen de las sonrisas, las palabritas y los ronroneos de una Eladia insólita, y apenas intervino en la conversación cuando ella le invitaba con una pregunta o un codazo bien disimulado.

—Pero, bueno, ¿se puede saber qué te pasa? —hasta que Antonio se levantó una vez, para ir al baño, y fue más explícita—. Se supone que eras tú el que quería conocerle, ¿no?

—Ya, pero... No sé. Tengo la sensación de que estoy de más.

—¿De más? Tú lo que estás es gilipollas perdido, Palmera.

Entonces Antonio volvió a sentarse, Eladia a frotarse el tobillo para tensar el escote sobre sus pechos, él a mirar hacia allí mientras le daba consejos para plantar las adelfas, ella a agradecérselos sin dejar de acariciar con los ojos la curva de su cuello, y la Palmera a percibir entre ambos una tensión casi física, como si las palabras que no se decían fueran capaces de calentar el aire que mediaba entre sus cabezas para provocar una tormenta en miniatura, con sus rayos, y sus truenos, y sus relámpagos, sobre la mesa de una terraza de la Gran Vía. No logró hablar a solas con él hasta que terminó el espectáculo y accedió a esperarle para dejarse invitar a una copa, pero el único tema de aquella conversación fue Eladia, de dónde era, desde cuándo la conocía, por qué vivían juntos, hasta que la Palmera se dio cuenta de que se había convertido en un niño que jugaba en la acera, Antonio en él mismo mientras recorría la calle Santa Isabel en busca de información.

—Estás segura de que no te gusta, ¿verdad? —le había preguntado antes a ella, en el portal de la casa que compartían.

—¡Ay! —Eladia protestó antes de responder—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me interesan los hombres?

—No te he preguntado si te interesa —insistió él, arrepintiéndose de las palabras que iba a decir a continuación antes de pronunciarlas—. Te he preguntado si te gusta.

—¡Mira que eres pesado, Palmera!

Cerró la puerta tras de sí, y él fue consciente de que no había querido contestarle, pero el malestar que le acompañó en el camino de vuelta fue disipándose con el paso del tiempo, sin llegar nunca a disolverse del todo.

A partir de aquella noche, Antonio Perales se convertiría en una pieza esencial de sus vidas, un lado del extraño triángulo de esquinas quebradas cuyos ángulos parecían condenados a no encajar jamás. Los tres sabían que la Palmera estaba enamorado de él, que él estaba enamorado de Eladia, y que ella no le trataba como a los demás, sino mucho peor, porque nunca dejaba pasar la ocasión de demostrárselo. Antonio iba al tablao todas las noches, la miraba bailar con la misma expresión desolada, salvaje, que enturbiaba los ojos del estudiante de Bellas Artes o del hombre misterioso, y Eladia, en lugar de ignorarle, le distinguía siempre con una pulla, una burla o una frase malévola destinada a dejarle en ridículo ante sus compañeras. Era una pésima estrategia, porque Antonio tenía mucho éxito con las chicas y no tardó en desarrollar su propio sistema para desmarcarse de sus compañeros de infortunio. Lejos de desdeñarlas, como ellos, se dejaba querer, sobre todo cuando Eladia estaba delante. El principal beneficiario de aquel doble fracaso fue la Palmera, que nunca perdió la esperanza, y después de cortejarle con tanta constancia como generosidad durante meses, logró que Antonio se olvidara a ratos de que había llegado al tablao en pos de Eladia, y hasta que incluyera su compañía en los beneficios de la nocturnidad.

—Yo sólo quiero que seamos amigos —le aclaraba de vez en cuando—. Quiero ser tu amigo, Antonio.

Él respondía a esas declaraciones con una expresión burlona, pero amable, y cuando bebía más de la cuenta, con un abrazo inesperado que dejaba a la Palmera con el corazón en la boca.

—Acabas de quitarme un peso de encima —pero después se afilaba la lengua para exhibir una ironía puntiaguda que no llegaba a ser cruel y transparentaba algo más que tolerancia, un cariño limpio, casi inocente, que era valioso pero nunca sería amor—. Yo creía que te gustaba, Palmera.

—Y me gustas, hijo de puta, me gustas...

Después se reían juntos, y se iban de juerga para disfrutar a la vez, cada uno a su manera, del itinerario de los trasnochadores contumaces, puertas que seguían abiertas al amanecer y otras cerradas, no para ellos. En locales elegantes y antros infames, Antonio se dejaba exhibir como la condecoración de un general tramposo y la Palmera corría a cambio con los gastos de su iniciación en la deslumbrante oscuridad de los días artificiales, noches iluminadas que defendían su naturaleza con terquedad, a despecho de la tierna claridad de unas mañanas que sabían vivir sin ellos. Su tutela no habría sido tan generosa, ni sus resultados tan brillantes, si el flamenco no hubiera contado a su vez con su propio patrocinador, el marqués de Hoyos, a quien el encanto del vendedor de semillas cautivó de tal modo que, en los últimos días de enero de 1936, ofreció su palacio para celebrar la fiesta de su decimoctavo cumpleaños.

Aquella noche, como en los buenos tiempos, hubo de todo, aunque el anfitrión, dividido entre dos mundos, los perversos placeres que había cultivado con vocación exquisita en su juventud y su reciente conversión al credo anarquista, recibió a sus invitados con un mono de seda escarlata, un diseño proletario retocado según las indicaciones del figurín que su amigo Pepito le había enviado desde París, y confeccionado con una tela carísima en la que la Palmera apenas reparó, absorbido por preocupaciones más urgentes.

—No habrás invitado a Claudio, ¿verdad?

—Pues claro que no, ¿cómo se te ocurre? —Hoyos levantó tanto las cejas que el monóculo se desprendió de sus párpados para balancearse en el aire—. Un facha de mierda, que se pasa la vida en La Ballena Alegre, explicándole a unos señoritos que no saben hacer la o con un canuto que la música rusa es pura degeneración y que no existe pureza más allá de Wagner... ¡Wagner! Sí, hombre, hasta ahí podíamos llegar. Ese cabrón no vuelve a poner aquí los pies en su puta vida.

¿Y qué más te darán a ti Wagner o los rusos, marqués, si estás más sordo que una tapia?, pensó la Palmera para sí, pero no dijo nada. Las consecuencias musicales de la militancia política de su benefactor le resultaban tan impenetrables como la esencia misma del fenómeno que le estaba volviendo loco, aunque aquella locura le sentara tan bien que le había quitado diez años de encima. El indolente Hoyos a quien él conoció antes de que la República cumpliera un año había explotado, igual que una bomba de esas a las que sus nuevos amigos eran tan aficionados, para dar paso a un individuo firme, incluso enérgico, interesado de pronto por tantas cosas que ni siquiera cabían en los días donde antes sobraba sitio para el hastío. Y no era sólo él, ni había sido sólo Claudio. De pronto, todas las personas, pero también todas las cosas de este mundo, habían tomado posición frente a una realidad que a la Palmera le parecía vulgar, de puro previsible. Hombres y mujeres, bares y restaurantes, calles, teatros, aficiones, abrigos, zapatos, se habían vuelto de izquierdas o de derechas, y de ahí no les movía ni Dios, o ni dios, según los casos. La música, el arte, la literatura, tampoco escapaban de la grieta que había fulminado a España para partirla en dos. Por eso, una tarde encontró a Hoyos alimentando la estufa de su dormitorio con sus Obras Completas.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 70 | Нарушение авторских прав


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