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La señorita Conmigo No Contéis 13 страница

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—Ni hablar —le contestaba siempre, y la abrazaba para darle muchos besos—. ¿Qué pasa, que ya no nos quieres?

—No digas eso, Manolita... —ella me devolvía el abrazo, los besos, pero desviaba la mirada para no encontrarse con mis ojos—. Es sólo que ella me dijo que podía volver cuando quisiera, que si nos iban mal las cosas, en su casa siempre habría una cama y un plato para mí, y como veo que...

—Pues si es sólo eso, ni lo pienses —y la apretaba todavía más fuerte para consolarla por las frases que no se atrevía a terminar—. Si quieres trabajar, ya te encontraré yo algo, no te preocupes.

Las dos sabíamos que, si no encontraba nada para mí, menos iba a encontrarlo para ella, pero cuando los niños volvieron al colegio, empecé a llevármela conmigo a limpiar. Así no engañaba a ninguna de las dos, pero por lo menos acabábamos antes y le daba una oportunidad de sentirse útil. Los domingos por la mañana, cuando el señor Felipe me avisaba de que no se encontraba con fuerzas para salir, le preguntaba si quería ir ella al Rastro a vender los muñequitos en mi lugar y siempre me decía que sí. Luego iba con los pequeños a buscarla, hacíamos cuentas en un banco de Cascorro y me daba cuenta de lo contenta que se ponía al contar las pocas monedas que había ganado ella sola vendiendo Nicanores. Pero una cosa era el Rastro los domingos por la mañana, aquellas calles llenas de gente conocida a la luz del día, y otra poner a trabajar a mi hermana sola en el horno de desesperación en el que se había convertido Madrid.

A los trece años, Isa era una niña y, al mismo tiempo, una mujer hecha y derecha, más alta, más guapa, más atractiva que yo. A veces, al comparar el relieve de su cuerpo con el del mío, me sorprendía pensando que a ella Jero le daría los pistolines de dos en dos, y sentía un escalofrío al calcular qué pensarían los demás si se la encontraran a solas por la calle. Antes me acuesto con don Federico, me prometía a mí misma, pero sospechaba que él me diría que prefería acostarse con mi hermana y eso me daba más miedo todavía. Isa era la que más me preocupaba, porque se daba cuenta de las cosas, entendía lo que nos pasaba y, además, podía recordar otra vida.

—Y los tranvías, ¿por qué van siempre tan llenos de gente? —cuando íbamos por la calle, los mellizos me hacían siempre la misma pregunta.

—Porque son tontos —yo siempre les daba la misma respuesta—, y no saben que ir andando es más divertido y te pone muy fuertes las piernas.

—¿Y cuando llueve?

—Pues cogemos un paraguas y ya está —a veces, Pilarín se me anticipaba, para dejar claro que ella era mayor, más lista que sus hermanos—. Porque Madrid es muy bonito cuando llueve, ¿a que sí, Manolita?

—Claro que sí, precioso —pero al mirar a Isabel de reojo, la encontraba muy seria, muy callada, los ojos clavados en el horizonte.

Yo no trabajaba más porque no encontraba más trabajo, pero me pateaba la ciudad todos los días, hacía colas interminables para conseguir comida más barata, invertía mis ratos libres en vigilar las puertas de los ultramarinos al acecho de la ocasión de robar un puñado de arroz, me caía de cansancio al desplomarme en la cama por las noches, y sin embargo, tenía la sensación de que Isabel estaba peor que yo, y no se me ocurría la forma de arreglarlo. La desgracia que se había cebado en nuestra familia la había pillado siempre en la peor edad. Cuando estalló la guerra, acababa de cumplir nueve años y llevaba menos de uno asistiendo al colegio Acevedo. Cuando terminó, después de olvidar lo poco que había aprendido, ya contaba como adulta en la cartilla de racionamiento. Demasiado mayor para ir a la escuela, demasiado pequeña para defenderse sola, incapaz de juntar las letras a la velocidad necesaria para entretenerse leyendo los pocos libros que teníamos, encerrada sin radio, sin compañía, sin nada que hacer, mi hermana se aburría, y de lunes a sábado, yo estaba demasiado atareada para ocuparme de ella.

—Toma, Isa —pero cuando los domingos le ofrecía una perra gorda para que se fuera a dar una vuelta, tampoco me la cogía.

—No, si no me apetece salir.

—¿Cómo no va a apetecerte, mujer, si llevas toda la semana metida en casa? Sal a darte una vuelta con tus amigas, anda, que te dé un poco el aire.

—Que no. Si es que ellas seguro que van... —tampoco terminaba nunca aquella frase—. Me quedo aquí y salgo un rato luego con vosotros, mejor.

Así, mi hermana se iba volviendo cada vez más seria, más callada, una muchacha guapa, solitaria y triste, sin ilusión por nada, con tiempo de sobra para darse cuenta de que no la tenía. Por eso, cuando María Pilar me comunicó que habían aceptado su petición, me alegré más que ella.

—Isa y Pilarín —levantó dos dedos en el aire para confirmarlo—. Se van juntas a un colegio de Bilbao.

La cárcel de Ventas, donde estaba encerrada, se parecía mucho a la de Porlier. Los hábitos de las monjas representaban una diferencia insignificante en comparación con el hacinamiento, los reglamentos y la suciedad que producía un olor distinto al de los presos, pero igual de pestilente. Por lo demás, había menos reclusas condenadas a muerte pero, a cambio, muchos bebés que enfermaban para desaparecer en la enfermería sin que nadie volviera a verlos ni vivos ni muertos, y otros que morían todos los días, a menudo de hambre, en los brazos de madres que agonizaban del mismo mal. A ambos lados de las rejas, había también mujeres sabias que sonreían a la adversidad, la curva de sus labios un último desafío, mientras hablaban de temas intrascendentes en voz alta o desmenuzaban los asuntos graves en un murmullo. En abril del 40, cuando empecé a ir por allí, me encontré con bastantes conocidas de Porlier, entre ellas algunas que habían traspasado la barrera de la clandestinidad con tan mala suerte que su estreno las había desembarcado al otro lado del pasillo. Me alegré de ver a las primeras y lamenté la mudanza de las segundas como si fueran viejas amigas, antes de darme cuenta de que, en realidad, no eran otra cosa. Desde que detuvieron a mi padre, pasaba tanto tiempo en la cola que mi vida social se había desarrollado allí más que en ningún otro lugar.

—¿Te has enterado? —Asun, una hermana de Julita, la de la pescadilla, fue la primera que me habló de aquel decreto, mientras nos pelábamos de frío esperando turno en el mostrador de los paquetes—. Me alegro por ti, chica, porque a vosotras seguro que os lo dan.

El 3 de diciembre de 1940, el BOE publicó un decreto con un título bastante ambiguo, «sobre la protección del Estado a los huérfanos de la Revolución Nacional y de la Guerra», que las juristas aficionadas de la cola se apresuraron a desmenuzar para ponernos al corriente de su contenido. Al día siguiente, todas nos habíamos enterado ya de que no sólo establecía que la tutela de los huérfanos de guerra pasara a manos del Estado, sino también que los hijos menores de dieciocho años de penados acogidos a la redención de penas, podían solicitar plaza para ellos en colegios de instituciones benéficas. Cuando quise informar a mi madrastra, me contestó que se había apuntado ya.

—Ha venido una señorita a contármelo, esta misma mañana —le gustaba presumir de sus buenas relaciones con las funcionarias tanto como antes, en la escalera de Santa Isabel, de haber cocinado para Victoria Eugenia—. ¿Qué te crees, que ellas no se dan cuenta de que yo no tengo nada que ver con la gentuza que hay aquí dentro?

La cárcel convirtió a mi padre en un hombre mejor, más consciente y sensible al sufrimiento ajeno de lo que había sido nunca en libertad. La guerra ya había herido de muerte al seductor implacable que sólo vivía pendiente de olfatear las faldas con las que se cruzaba, pero en prisión llegó a asumir una transformación más profunda, que desentrañó para mí algunas tardes gracias a la peseta que nos permitía hablar como personas, y cuando le escuchaba pedir perdón por no haber sido el padre que nos merecíamos, se me partía el corazón. A María Pilar, en cambio, la cárcel le hizo el mismo efecto que beberse un vaso de agua. Y si no hubiera conocido en Porlier a las hijas y hermanas de muchas presas de Ventas, si mi amistad con Rita, la suerte de mi padre, la del suyo, no me hubieran convertido en alguien de fiar antes de que la pobre Luisi me saludara al verme entrar en el locutorio, nadie se habría tomado la molestia de dirigirme la palabra en aquella cola.

—Pero mira que eres tonta, Manolita —me regañaba la señora Luisa—. ¡Hay que ver, que te quites la comida de la boca para llevársela a esa asquerosa, que seguro que come mejor que tú!

Al mes escaso de ingresar en Ventas, mi madrastra había hecho méritos de sobra para convertirse en una presa de confianza. Aunque dormía en una sala común, apenas se trataba con las demás, y a diferencia de otras reclusas, chivatas, traidoras o arrepentidas que se dolían de la suplementaria pena de aislamiento a la que sus propias compañeras las habían condenado, ella recibía su hostilidad como una bendición.

—¿Que no me hablan? Pues mejor. Así, quienes tienen que darse cuenta de las cosas comprenderán que yo no tengo por qué estar aquí.

En eso llevaba razón, pero el tribunal que la sentenció a veinte años y un día dio más importancia a las siglas del Socorro Rojo estampadas en su brazalete que a la naturaleza de los delitos que cometió mientras lo llevaba en un brazo. En el mundo al revés en el que se había convertido España, las presas comunes recibían mejor trato que las políticas, pero como María Pilar era la presa política menos digna de ese nombre que vivía en aquella cárcel, fue también, tal y como había predicho Asun, la primera en beneficiarse de un decreto que se haría célebre.

—Venga, Pilarín, no llores... —aunque nadie se alegró tanto como mi hermana Isabel—. ¿Tú sabes lo bien que vamos a estar las dos juntas en el colegio, con un jardín para salir al recreo con nuestras amigas y profesoras que nos van a enseñar muchas cosas?

Yo no me hacía tantas ilusiones porque María Pilar no me había dado ningún papel y la señora Luisa, que me recogía la correspondencia, tampoco recibió ninguna carta a nombre de mis hermanas. Estaba demasiado familiarizada con el funcionamiento de las cárceles de Madrid como para confiar en los rumores, todos esos «oye, pues he oído que» que florecían en las colas como si la esperanza fuera otra epidemia capaz de prosperar en la miseria. Sin embargo, en febrero de 1941, la misma funcionaria que había informado a María Pilar de que habían aceptado su solicitud, me dijo que tenía que ir con las niñas al Ministerio de Justicia, y al llegar allí, el policía de la puerta asintió con la cabeza a mis explicaciones antes de mandarme al primer piso.

—Sí, eso lo llevan en el Patronato de Redención de Penas.

Era la primera vez que escuchaba aquel nombre y estuve a punto de negar con la cabeza, de alegar que no debía de haberme explicado bien porque mis hermanas no estaban presas ni tenían pena alguna que redimir. Pero antes de que encontrara una buena forma de explicarlo, él mismo llamó a una mujer que estaba entrando en el edificio.

—Señorita Marisa, mire usted a ver, estas niñas, que vienen por lo de los hijos de los presos...

—Ah, sí, claro —ella nos hizo un gesto para que la siguiéramos—. Venid conmigo.

Mientras subía las escaleras detrás de aquella mujer, tuve un mal presentimiento. Las hermanas Perales éramos demasiado pequeñas, demasiado pobres e insignificantes para tener algo que ganar en aquel edificio inmenso, el laberinto de pasillos que recorrimos en direcciones que parecían contradictorias, a través de unas puertas tan altas como las de los palacios de las pesadillas. Sin embargo, la última nos desembarcó en una habitación que parecía un consultorio médico, porque en sus paredes blancas había carteles con dibujos de mujeres con bebés en brazos, y al fondo, una báscula con una barra graduada para medir la estatura. En primer término, tras el mostrador, atendían dos mujeres. La que no llevaba una bata blanca encontró enseguida a mis hermanas en un listado.

—Aquí estáis, Perales García, Isabel, y Perales García, Pilar... Muy bien, pues ahora tenéis que quitaros los zapatos y pasar ahí dentro, para que la enfermera os pese y os tome las medidas —se entretuvo anotando algo en sus papeles, me miró, y la expresión de mi cara la animó a añadir algo más—. Es para que podamos encargar su equipo.

—¿Equipo? —pregunté con un hilo de voz tan temeroso que dibujó una sonrisa en el rostro de mi interlocutora—. No me habían dicho nada...

—Sí, mujer, el uniforme, los calcetines, lo que necesitan para ir al colegio —volvió a mirarme y su sonrisa se ensanchó—. No te preocupes. Se lo van a hacer en los talleres de la cárcel de Ventas, no hay que pagarlo.

Yo no sonreí. Estaba a punto de hacerlo y de darle las gracias por todo, cuando mi pensamiento escogió por su cuenta una dirección por la que nunca antes me había llevado. Han matado al padre de estas niñas, recordé, como si no fuera también el mío. Han encarcelado a la madre de la más pequeña. Les han quitado la casa donde vivían. Les han robado el negocio que era su medio de vida. El único hombre que podría mantenerlas ha tenido que esconderse para salvar la vida. Y no van a pagar ni un céntimo a las mujeres que confeccionen a la fuerza lo que necesitan para estudiar de caridad. Ellas son las culpables de que tus hermanas estén aquí. No le des las gracias.

—Pero, mujer —era una chica de veintitantos años, cara aniñada y camisa azul—. ¿No estás contenta?

—Sí, mucho —pero tampoco entonces sonreí.

La enfermera pesó y midió a mis hermanas, les pidió que se descubrieran el pecho para auscultarlas y que abrieran la boca para mirarles la garganta, examinó su cabeza para comprobar que no tenían parásitos, las hizo apoyar los pies en una tabla con medidas de zapatos y, por fin, midió sus cuerpos con un metro de modista. Yo la miraba desde el otro lado del mostrador, intentando comprender qué me pasaba, de dónde había salido el grumo espeso que tenía atravesado en la garganta, de dónde la desconocida furia que me hacía temblar por dentro como si tuviera fiebre precisamente allí, un lugar amable en comparación con la cola de la cárcel, con el locutorio de Porlier, con el rincón del cementerio del Este donde besé a mi padre por última vez, su cuerpo ya frío en una caja de pino. No encontré respuesta para esas preguntas y mi perplejidad acrecentó el malestar que sentía desde que entré en el ministerio.

Necesitaría algún tiempo para comprender que, aquella mañana, el dolor, el miedo, la incertidumbre acerca de un futuro tan inmediato que podía contarlo por horas, se habían disipado para llevarse consigo la tiranía de la desesperación, la angustiosa urgencia de encontrar un escudo que me protegiera del siguiente golpe. Durante mucho tiempo, había destinado todos mis recursos, toda mi energía, a aquel propósito que la desgracia había colmado hasta hacerlo reventar. Lo peor había terminado para dejarme en herencia la versión definitiva de lo malo, un destino vasto y solitario, monótono como un desierto de arena sin principio ni final, el infierno vestido con la ropa de los días laborables que me dio la bienvenida en una habitación de paredes blancas, ante un mostrador donde mi pensamiento descubrió una región desolada, que ya estaba dentro de mí aunque yo no la hubiera visitado todavía.

—Bueno, pues hemos terminado —la mujer que tenía enfrente apuntó unas palabras en un papel y me lo dio—. Antes del 15 de abril tenéis que ir al colegio de los Ángeles Custodios, aquí te he apuntado la dirección. Me imagino que la expedición saldrá a principios de mayo, pero no puedo decírtelo con seguridad. Allí te informarán de todo, te explicarán dónde está el colegio, a qué dirección puedes escribir, en fin, lo que necesites. Dentro de un mes —escribió una fecha y la rodeó con un círculo—, tenéis que ir a Ventas a recoger los equipos... ¿Lo has entendido bien? ¿Tienes alguna duda?

—No, lo he entendido todo muy bien —cogí la nota y me la guardé en un bolsillo—. Adiós, buenos días.

Al abrir la puerta, vi a una mujer vestida de luto, con un hato entre las manos y un cansancio inmenso pintado en la cara, sentada en un banco con un niño a cada lado. Todavía tendría que esperar un poco más, porque cuando estábamos a punto de salir, la enfermera me pidió que esperara un momento.

—A ti te va a ir muy mal en la vida, ¿sabes? —la soberbia encendía sus ojos para desmentir la suavidad de su acento—. No creas que no me he dado cuenta de que eres una desagradecida. Eso nunca es bueno, pero en tu caso... No tienes ni idea de la cantidad de solicitudes que no hemos podido atender. Eres muy afortunada, jovencita.

—Sí, señora. Lo que he tenido yo en la vida es mucha suerte —y por fin sonreí—. Si se lo contara, no se lo podría usted creer.

Durante unos segundos, las dos nos sostuvimos la mirada sin decir nada. Después, tiré de mis hermanas y me marché de allí sin volverme a mirarla. Cuando llegamos a la calle, me di cuenta de que no habría sabido reconstruir el camino por el que habíamos salido del edificio, pero el mismo aturdimiento furioso que me había consentido escapar, guió mis pasos por el paseo del Prado, coronando con un halo blanco, como una corona de vapor, a todas las personas, todas las cosas que distinguían mis ojos. A la altura de la fuente de Neptuno, me vine abajo.

—Anda, que tú también —Isabel habló sin mirarme mientras esperábamos a que pasara el tranvía—, podrías haberte callado.

—Eso es lo que he hecho —respondí, y apreté su mano con la mía pero no quiso corresponder a la presión de mis dedos—, callarme.

—No, digo al final —estaba muy enfadada conmigo—, tú ya me entiendes.

Cuando cruzamos mi cara seguía ardiendo, pero la culpa y la vergüenza habían arrebatado a la rabia la posesión de mis mejillas para devolver a los objetos que me rodeaban sus perfiles nítidos, auténticos. Al llegar a casa, ni siquiera sentía calor. La palidez sucedió al miedo de haberlo echado todo a perder por una tontería, un estúpido ataque de dignidad que no debería haberme consentido a mí misma. La experiencia me había enseñado que, entre todos los errores que estaban a mi alcance, ninguno podía hacerme tanto mal como el orgullo, pero a pesar de eso, y de que Isa pasara por mi lado como si no me viera, ya no logré acatar del todo sus enseñanzas. Algo había brotado o se había roto dentro de mí aquella mañana, y aunque no estaba segura del verbo más adecuado para explicar aquel fenómeno, sabía que sus efectos eran irreversibles. Por eso, en lugar de arrepentirme y echarme a llorar, recogí los platos rotos con un ánimo tan inaudito como la silenciosa cólera que había provocado el estropicio.

Aquella noche, cuando me metí en la cama, ya había logrado prepararme para volver a los dominios de lo peor. Bueno, y si nos borran de la lista, si las niñas al final se quedan en Madrid, conmigo, ¿qué puede pasar? Nada más grave de lo que nos ha pasado ya, y aquí estamos, así que... Antes de llegar a una conclusión, noté que alguien se movía a oscuras en el dormitorio que compartía con mis hermanas.

—Déjame sitio —Isa me abrazó con tanta fuerza como si hubiera vuelto a ser una niña pequeña y asustada—. Lo siento, Manolita.

—No, tesoro —yo también la abracé, y la tapé muy bien, igual que antes, mientras un presentimiento salado trepaba por mi garganta—, más lo siento yo.

Nos quedamos dormidas a la vez y el lunes siguiente, cuando volví de limpiar las vidrieras de la señorita Encarna, el azar me hizo un regalo tan valioso como si quisiera consolarme por haber arruinado su futuro.

—¡Te he encontrado un trabajo, Manolita! —Rita abrió la puerta desde dentro antes de que me diera tiempo a girar la llave—. ¿Qué me dices?

—Pues... —la miré, y al ver mi cara se echó a reír—. No sé, ¿dónde...?

—Nada, nada —me quitó la bolsa de las bayetas de las manos, la dejó en el suelo y me cogió del brazo—. Ni te quites la chaqueta porque nos están esperando, tenemos que ir ahora mismo, te lo cuento por el camino.

Al día siguiente, víspera de su inauguración, empecé a trabajar en el obrador de la Confitería Arroyo, una tienda muy bonita situada en la esquina de la calle Villanueva con la de Serrano, aunque yo apenas llegaría a verla cuando me tocara dejar una bandeja en una repisa, al alcance de las uniformadas dependientas que trataban con los clientes. María Luisa Velázquez, señora de Arroyo, hermana del padre de Rita y nuera de los dueños de varias pastelerías y restaurantes de Madrid, había llamado a Caridad la noche anterior para ofrecer a su hija un puesto en aquel reluciente mostrador.

—Estábamos las dos juntas en la cocina, haciendo la cena, y la oí decir que no, darle las gracias a mi tía, añadir que, por supuesto, ningún trabajo le parecía deshonroso. Parece mentira que me digas eso precisamente tú, María Luisa, lo único que pasa es que prefiero que Rita siga estudiando...

Los hermanos del doctor Velázquez, la manzana podrida por un judío vienés, y otro alemán, en el irreprochable cesto cultivado por una familia de la burguesía monárquica de toda la vida, desconfiaban de las posibilidades de su cuñada para salir adelante por sí misma. No sabían gran cosa de ella porque hacía muchos años que apenas se trataban con su marido, pero desde que se quedó viuda, tampoco cejaron en el empeño de socorrerla. Rita les agradecía los mimos, los regalos, y creía que se sentían culpables por no haber salvado a su padre, pero Caridad no se fiaba de su aparente generosidad. Estaba segura de que sus cuñados pretendían someterla por el procedimiento de asegurar su bienestar al precio de hacerla depender de sus favores, y por eso nunca los aceptó. Procuraba mantenerlos al margen de su vida y, sobre todo, de la de su hija, sangre de su sangre y la única que les interesaba en realidad.

Caridad también provenía de una familia burguesa, aunque ni por su patrimonio, ni por su nivel de vida, había pertenecido nunca a la misma clase social que los Velázquez. Sin embargo, su padre, profesor en el Real Conservatorio de Música, le había enseñado a tocar el piano, y su madre, hija de un pastor metodista que llegó a España a los veinte años, para entregarse durante más de medio siglo a una misión evangelizadora en la que nunca alcanzaría el menor éxito, siempre habló con ella en inglés. Su bilingüismo la animó a estudiar francés, y aunque nunca había trabajado como traductora profesional, después de casarse ejerció aquel oficio para ayudar a su marido, que hablaba perfectamente alemán, tenía pocas nociones de francés y ninguna de inglés. Caridad traducía para él los textos que le interesaban de estas dos últimas lenguas, y se ocupaba también de verter a ellas los artículos del doctor Velázquez que iban a ser publicados en el extranjero. Desde que lo detuvieron, había intentado sacar todo el partido posible de sus conocimientos, pero en 1939 las familias con dinero tenían cosas más urgentes en la cabeza que contratar clases particulares para que sus niños aprendieran música o inglés. No tuvo más remedio que alquilar el cuarto de su hijo a un alférez provisional que acababa de llegar a Madrid parar preparar unas oposiciones, y él, que creía que su patrona era viuda de guerra, fue quien le proporcionó su primer empleo. Me he fijado en que tiene muchos libros en inglés, le dijo un día, a la hora de comer, ¿no conocerá usted a alguien que pueda traducir de ese idioma? Mi padre se dedica a importar maquinaria pesada y le va muy bien, porque ahora hace mucha falta, pero ningún manual viene en español y eso desanima mucho a los clientes, claro...

Veinte días más tarde, Caridad le entregó un texto de doscientas páginas de especificaciones técnicas y consejos de mantenimiento de un telar industrial, firmado por un hermano imaginario, Carlos Martín, que se enfrentó inmediatamente después con la naturaleza de una cosechadora mecánica. Cuando el alférez aprobó las oposiciones, su patrona, que ya tenía alumnos de idiomas y de música, trataba directamente con el importador, siempre en calidad de representante de un hermano ficticio. Aquel detalle contribuyó a que, en abril de 1941, sus ingresos representaran un misterio impenetrable para su cuñada María Luisa y, de rebote, a incrementar los míos.

—Total, que esta mañana le he preguntado si le molestaría que llamara a la tía para proponerle que trabajaras tú en mi lugar, y me ha dicho que no, que al revés, pero luego, como se llevan fatal y es tan mal pensada... —Rita miró a nuestro alrededor y bajó la voz—. No le calientes mucho la cabeza a Manolita, me ha dicho, porque a ella no le va a ofrecer el mismo puesto que a ti.

—Anda, ¿y por qué no? Si necesita contratar a alguien, qué más le da...

—Eso mismo he dicho yo. Pero ella me ha repetido que conocía muy bien a mi tía. Le dio clases de canto y de piano hace muchos años, ¿sabes? Ella fue quien le presentó a mi padre.

María Luisa Velázquez tenía la misma edad que su cuñada, pero cuando la vi me pareció mayor, e inmediatamente después, más joven que ella. El primer equívoco estaba originado por su aspecto, no tanto el traje de chaqueta oscuro, el moño alto, como la actitud con la que supervisaba a los obreros que daban los últimos retoques al local. Sin embargo, al escuchar la voz de su sobrina, aquella vigilante estatua se quitó las gafas, descruzó los brazos, sonrió, y mientras venía hacia nosotras, su piel tersa, sus mejillas sonrosadas, las mullidas curvas de su rostro y de su cuerpo, subrayaron la juvenil apariencia de una mujer por la que la guerra y el tiempo habían pasado sin abrir heridas graves.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 69 | Нарушение авторских прав


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