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La señorita Conmigo No Contéis 9 страница

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—¿Pero qué haces, marqués? —en ese momento empezó a pensar que se estaba volviendo loco, aunque su amigo le contestó con una expresión amable, una sonrisa de otros tiempos.

—No puedo quemar mi pasado, pero esta mierda sí la puedo quemar, como ves —le miró y se echó a reír—. No te agobies, Palmera. En sus tiempos, vendí miles de estas novelas. Aunque queme todas las que tengo, siempre quedarán demasiadas para recordarme que nunca debí haberlas escrito.

Y todo esto, ¿por qué?, pensaba él. ¿Es que su amigo de verdad creía que su propia familia, los aristócratas y los banqueros, los amos de las tierras, los militares que se forraban en Marruecos y la Iglesia Católica, iban a aceptar que encogieran sus privilegios así, por las buenas? Él no necesitaba meterse en política para contestar a esa pregunta. No le hacía falta ponerse un uniforme, llamar camaradas a sus conocidos, pagar una cuota todos los meses para interpretar lo que sucedía a su alrededor. Le bastaba acordarse de su hermano Bernabé, de sus palabras, vete lejos y no nos avergüences más, para concluir que los poderosos estarían dispuestos a hacer lo que fuera con tal de que España volviera a formar parte de sus pertenencias, una propiedad más entre las que habían heredado de sus padres y pretendían dejar en herencia a sus hijos. ¿No había sentido él mismo que cuando se proclamó la Segunda República había sonado la hora de los maricones? Pero si las grandes señoras no se habían roto el cuello en 1932, cuando iban a todas partes con una enorme cruz de metal colgada de una cadena, si dos años más tarde, en Asturias habían hecho una revolución y la República seguía en pie, ¿por qué iba a consumarse ahora la maldición de los años pares? Seguirían intentándolo, eso por descontado, pero había que dejarles, esperar a que se cansaran. Provocarles era un error, responder a sus provocaciones, un error mucho más grave. Eso era lo que opinaba él, pero en esa opinión, parecía estar solo en el mundo.

—Eres un cobarde, Palmera —le reprochaba Antonio.

—No —respondía él, cuando nadie más podía escucharle—. Lo que soy es maricón. Y por eso me han pegado más palos que a una estera, ¿sabes? Hasta que aprendí cómo conviene hacer las cosas.

—Bueno, pero si te empeñas en montarme una fiesta, tiene que ser antes de mi cumpleaños, porque voy a hacer la campaña electoral.

—¿Tú? —la Palmera abrió mucho los ojos—. ¿De qué?, si no vas en ninguna lista.

—De guardaespaldas —Antonio sonrió, como si esa palabra impregnara su paladar con un sabor exquisito—. Voy a proteger a los candidatos.

—¿De verdad? —y su enamorado se echó a reír—. Pues un día de estos voy a afiliarme a tu partido, requesón, a ver si te ocupas un poco de mí...

Aquella fue la última gran fiesta que Antonio de Hoyos y Vinent celebraría en su palacio de la calle Marqués de Riscal, y para él, como para sus invitados, la dorada bisagra de una puerta que estaba a punto de cerrarse. Aquella noche, sin embargo, todo era posible aún y la libertad un bien vulgar, sin demasiado valor. Unos meses después y durante cuatro décadas seguidas, todo sería distinto, pero en el cumpleaños anticipado de Antonio Perales no faltó de nada, hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre, fuentes de champán, y de chocolate, azucareros de plata llenos hasta el borde de una sustancia blanca que no era azúcar, bailarines desnudos, bailarinas desnudas, y hasta una vieja vedette retirada que se chutaba morfina en un muslo a través de las medias sin levantarse del diván donde estaba tumbada. Había de todo, y todo valía mientras una excitación imprecisa, universal, corriera por las venas de los asistentes como un líquido brillante y espeso, capaz de hacer más brillante, más espesa su sangre.

Ni siquiera Eladia se resistió a aquella tentación sin forma y sin límites, que en un oscuro pliegue de la noche pareció a punto de hacerla claudicar. Hasta aquel instante, la Palmera la había visto jugar con Antonio, tensar y aflojar los hilos con los que sabía moverle como a una marioneta, dejarse acariciar por otras mujeres sonriendo sólo para él, aparecer a su lado para desaparecer bruscamente después, sacarle a bailar, dejar de hacerlo. Mientras tanto, Paco decidió no beber más, como si presintiera que antes de que acabara la fiesta se alegraría de estar sobrio, pero llegó a lamentar una condición que seguramente no compartía con ningún otro invitado cuando distinguió a Antonio y a Eladia a través de las cristaleras del salón. Estaban los dos solos, muy juntos, apoyados en la balaustrada de la terraza, y sus cabezas se unían muy despacio, sus rostros fundiéndose en uno solo mientras la mano de él se posaba con delicadeza sobre uno de los pechos de ella. En ese momento, la Palmera decidió que necesitaba una copa, pero no llegó a moverse para ir a buscarla porque apenas un segundo después, cuando Antonio giró levemente el cuello para besarla en los labios, Eladia se zafó de sus brazos y firmó su rechazo con una bofetada.

—¿Qué la pasa, Palmera? —él fue a buscarle con los ojos turbios de excitación y una huella sonrosada en la mejilla—. ¿Por qué es así?

—No lo sé —decir la verdad no le estorbó para darse cuenta de que Antonio estaba borracho, ni para distinguir en la otra punta del salón la silueta de Eladia con el abrigo puesto, a punto de marcharse.

—Vamos a tomar algo.

—Estás como una cuba, requesón.

Él no fue capaz de articular una respuesta y le arrastró hasta la barra, pero tampoco pudo terminar la copa que había pedido.

—Me estoy mareando —y se tambaleó mientras la dejaba sobre una mesa, para que la Palmera le sostuviera con una solicitud casi maternal.

—Claro, si te lo he dicho —qué feo es lo que vas a hacer, Paco Román—. Anda, ven conmigo, a ver si encontramos un sitio para que te tumbes un poco —pero qué feo...

Antes de acostarlo en la cama de un dormitorio de invitados del primer piso, echó el cerrojo. Después, lo desnudó y él se dejó hacer como un niño pequeño, los ojos cerrados, la conciencia lejana, ausente, instalada en la más absoluta indiferencia de la emoción que hizo temblar las manos de la Palmera cuando le contempló desnudo, mientras le miraba como si su imagen fuera la única cosa que pretendiera llevarse de este mundo. El alcohol no había logrado rebajar el triunfo de Eladia, la excitación que ella había creado, sostenido y alimentado sin piedad durante una noche entera, y el esplendor del sexo que le desafiaba, erguido, duro, rojizo, le clavó en los ojos dos puñales tan largos y afilados que, por un instante, el deseo no le dejó respirar. Tuvo que abrir la boca para tragar aire como si fuera agua, y ya no volvió a cerrarla.

—¿Pero qué haces, Palmera?

La voz de Antonio, pastosa y débil, llegaba desde muy lejos, tanto que le contestó, te estoy comiendo la polla, sin soltar su presa.

—¿Qué dices? No te entiendo...

La Palmera levantó la cabeza, le miró, se enamoró del aturdimiento casi infantil que vio en sus ojos y no dejó de acariciarle las caderas, los muslos, mientras le contestaba.

—Es mi regalo de cumpleaños —e hizo una pausa para recorrer todo su sexo con la lengua, de abajo arriba—. Tú déjate, no seas tonto.

—Palmera...

No volvió a hablar, pero su cuerpo respondió por él para que su amante disfrutara de cada momento, todos y cada uno de los pequeños temblores que desembocaron en una explosión que le horadó por dentro para abrir un cráter profundo, duradero, en su memoria. Después, cuando se tumbó a su lado y le abrazó, ya estaba dormido.

Aquella noche, la Palmera apenas cerró los ojos. Dejó la luz de su mesilla encendida, las cortinas abiertas, para que los visillos dejaran entrar la luz de una mañana inminente, y activó una alarma interior destinada a recordarle en cada instante que estaba desnudo bajo las sábanas, y que el cuerpo dormido que podía besar, acariciar, estrechar entre sus brazos, pertenecía al hombre al que amaba. No se hacía ilusiones. Sabía que aquella proeza no tendría consecuencias, que lo más probable era que nunca se repitiera e, incluso, que tanta dulzura posaría un sabor amargo en su paladar al día siguiente, pero se conjuró consigo mismo para apurarla hasta el último segundo, y fue feliz mientras recorría con los dedos aquella piel mullida, lustrosa, para no olvidar jamás sus líneas y sus ángulos, cada pequeño accidente que la hacía única, distinta de cualquier otra. Fue feliz mientras aprendía el olor, el calor, el ritmo exacto de la respiración del muchacho que, de vez en cuando, se daba la vuelta para encajar apaciblemente entre sus brazos, sus cabezas tan cerca que pudo besarle en los labios muchas veces, probar una emoción tan intensa que en el último beso, cuando ya era de día, estuvo a punto de llenarle los ojos de lágrimas. Aquel era el momento de levantarse, de vestirse, de sentarse en una butaca para que no lo encontrara a su lado cuando se despertara. La Palmera conocía bien a los hombres.

—Vístete, anda —cuando Antonio abrió los ojos, no leyó en ellos nada distinto a la cuchillada de una resaca monumental—. A ver si encontramos algún sitio donde nos den de desayunar a estas horas.

Antonio le miró, sonrió y obedeció en silencio. La Palmera no le encontró más risueño o burlón que otras veces, y se tranquilizó pensando que, con la borrachera que llevaba encima unas horas antes, nunca estaría seguro de si había pasado algo o lo había soñado, pero no era cierto.

—Dime una cosa, Palmera —le preguntó cuando salieron del café donde habían desayunado—. ¿Te lo pasaste bien anoche?

Él no le contestó enseguida. Antes le miró a los ojos, quiso asegurarse del sentido exacto de la pregunta a la que iba a contestar, despejó cualquier duda antes de hacerlo.

—Mejor que tú.

Antonio se rió, le dio una palmada en la espalda y echó a andar sin volverse a mirarle. La Palmera sucumbió en un instante al pánico de pensar que allí se acababa todo y tuvo que morderse la lengua para no preguntar a gritos si volverían a verse, pero aquella misma noche descubrió que el futuro encajaría al mismo tiempo con el mejor y el peor de sus cálculos. Antonio llegó al tablao a la hora de siempre, se sentó en la barra, como de costumbre, y se dedicó a pensar en sus cosas sin ocuparse ni siquiera de Eladia, como si la bofetada de la noche anterior hubiera cerrado una puerta que hasta entonces había estado entreabierta. La Palmera esperó en vano una palabra, un guiño, cualquier indicio de que lo que había ocurrido entre ellos resultara, si no memorable, al menos relevante para él, pero Antonio siguió tratándole igual que antes, con la misma complicidad cariñosa y nocturna que durante muchos meses había sido bastante y ya no lo era. Hasta que, al final, fue el bailarín quien dejó de estar seguro de lo que había ocurrido. Las imágenes de aquella noche se fueron tiñendo poco a poco del color de la incertidumbre, el tono pálido, engañoso, de los recuerdos inventados. Era un epílogo detestable pero pronto le tocaría escribir otro peor, y abrir la puerta por la que el vendedor de semillas haría una entrada triunfal en el destino de Eladia.

—Que dice don Arsenio que quiere hablar contigo.

Aquella noche, el Frente Popular ya había formado gobierno y Antonio estaba con él, tomando una copa entre pase y pase mientras vigilaba la puerta de los camerinos. Cuando un camarero se acercó a darle el recado, la Palmera echó un vistazo a la mesa del empresario y le encontró en compañía de un desconocido sólo relativo, porque estaba tan seguro de que no le había visto nunca como de que era pariente, seguramente hermano, del hombre misterioso. Si no fuera porque le sacaba al menos diez años, sus rasgos, su estatura, las dimensiones colosales de su cuerpo embutido en un uniforme del Ejército de Tierra, podrían haberle hecho pasar por un mellizo del tipo que estaba sentado un poco más allá, mirándoles con ansiedad.

—Usted dirá, don Arsenio.

—Mira, Paco, te quiero presentar a don Juan Garrido, que por lo visto tiene un asunto que tratar contigo... —y se levantó en el instante en que se dieron la mano, como si aquello no fuera con él, para dirigirse después a su nuevo cliente—. Les dejo solos, mi capitán, así estarán más cómodos.

A la Palmera no le extrañaron esas palabras. Si la silla de aquel visitante hubiera estado ocupada por un dirigente de cualquier organización de izquierdas, el dueño del local le habría llamado compañero o camarada, según los casos, pero le pareció rara tanta prisa y que el militar la agradeciera con un breve asentimiento de cabeza, sin levantar los ojos del mechero al que daba vueltas entre los dedos.

—Pues, verá usted, Paco —tenía una voz magnífica, grave y profunda—, yo quería plantearle un asunto muy delicado, de hermano a hermano... En mi caso, se trata de Alfonso —y se volvió para señalarle con la cabeza—, ya le conoce, ¿verdad?

—De verle por aquí, sí.

—Alfonso es mi hermano pequeño, el único que tengo y... Está loco por su hermana, supongo que ya está al corriente —la Palmera asintió con una sonrisa y la satisfacción de descubrir que no era su familia de Bormujos la que acechaba tras los titubeos de su interlocutor—. El caso es que en Salamanca, porque nosotros somos de allí, tiene novia formal, una niña monísima, de muy buena familia, que está deseando hacerle feliz. Él la quiere mucho, pero... No puede quitarse a su hermana de la cabeza. Eso me preocupa, porque la boda es el mes que viene, y si empieza su vida de casado obsesionado por otra, pues... —hizo una pausa para crear expectación, antes de dirigirle una mirada de inteligencia—. La única mujer irresistible es la que no se consigue a tiempo. Una vez conquistadas, son todas iguales, como usted sabrá.

—Pues, mire, lo que es saberlo no lo sé —la Palmera dejó que su interlocutor frunciera las cejas, que le mirara con atención, que se encendiera una luz en sus ojos—, pero me lo imagino.

—Con eso me basta. Porque, en ese caso, también podrá imaginar cuál es el mejor regalo de bodas que puedo hacerle a Alfonso.

No quiso ser más explícito, no hacía falta. Era el turno de la Palmera, y lo consumió despacio antes de contestar, porque en ese plazo le asaltaron dos ideas sucesivas, antagónicas. Tú eres un hijo de puta, fue la primera, un señorito de mierda que viene aquí, con la cartera llena, a comprar lo que el bobo de su hermano no ha sido capaz de ganarse por sí mismo. Era un razonamiento tan impecable que estuvo a punto de repetírselo en la cara, palabra por palabra, pero antes pensó en Eladia, en su interés, en su futuro, los años que faltaban para que dejara de bailar sola en el centro del escenario y la mandaran al fondo, a dar las mismas palmas que a él no le llegaban para comprar un palmo de tierra donde caerse muerto. La vida es muy larga, pensó después, la juventud muy corta, y la belleza no puede cambiarse por billetes en el mostrador de un banco. Ella había jurado muchas veces que no se dejaría explotar por un cabrón, pero nunca había avanzado en la dirección inversa. El mundo está lleno de cabrones con dinero deseando que los exploten, concluyó la Palmera, y por alguno habrá que empezar.

—Lo siento, pero no va a poder ser —empezó desanimándole, para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar—. Mi hermana no hace esas cosas.

—Yo tampoco —Juan Garrido sonrió—. Es muy importante que comprenda que este es un caso excepcional. Por eso, estoy dispuesto a ser excepcionalmente generoso.

—No me ha entendido —la Palmera correspondió a la sonrisa—. No hablaba de dinero. Mi hermana todavía no se ha acostado con ningún hombre.

—¿Qué? —la sorpresa que se pintó en el rostro de su interlocutor desembocó en una carcajada gruesa, deliberadamente desagradable—. ¿Me está tomando el pelo?

—No, señor —apuró su copa, apartó la silla, se levantó—. Buenas noches.

—No, no, por favor, espere, espere... —el capitán Garrido también se levantó, atrapó con la punta de los dedos una manga roja con lunares blancos, imprimió un tono apaciguador a su poderosa voz de barítono—. Lo siento, no quería decir... Perdóneme —la Palmera volvió a sentarse—. Alfonso me había comentado algo de eso, pero no me lo había creído, la verdad —hizo una pausa que su interlocutor no quiso rellenar—. De todas formas... En ese caso, estoy dispuesto a aceptar cualquier oferta.

—Ahora, el que no entiende soy yo.

—Dígale a su hermana que ponga ella el precio. Estoy dispuesto a pagar cualquier cantidad razonable, y le aseguro que, en este momento, mi concepto de lo razonable no lo es en absoluto —hizo una pausa para mirar a su interlocutor y comprobar que le había entendido—. Por ese lado no vamos a tener problemas, se lo aseguro. Tengo mucho dinero, pero sólo un hermano.

En ese momento, las luces se apagaron para precipitar el final de su conversación. La Palmera anunció que tenía que volver al escenario y el militar se despidió de él con un apretón de manos y la promesa de volver diez días más tarde para cerrar el trato. Hablaba de Eladia como si fuera ganado, y su tono bastó para que la Palmera se arrepintiera de haberle escuchado. Por eso, aquella noche no le dijo nada, pero después tampoco pudo dormir.

—Oye, Eladia, ¿puedo hacerte una pregunta?

En una de las noches más calurosas del verano anterior, al llegar a casa de madrugada se la había encontrado despierta, medio desnuda, tomando el fresco en la terraza. Dentro no hay quien pare de calor, le anunció como todo saludo, pero aquí se está bien. Tenía razón, y por eso, en lugar de acostarse, se quedó con ella. Hablaron mucho, sobre todo de Antonio, lo que habían hecho, dónde habían estado, a quién habían visto, y la conversación se deslizó hacia terrenos progresivamente comprometidos con la misma naturalidad con la que una combinación de raso se iba arrugando alrededor de su cuerpo, para desvelar una perfección a la que la ropa no hacía justicia. La Palmera se encontró admirando a Eladia, la esbeltez de los muslos, la rotundidad de los pechos, la impecable proporción de las caderas, y durante un instante comprendió que la deseaba, no con el ansia incontrolable, casi carnívora, que despertaban en él algunos hombres, sino de otra manera, tranquila, suave, hasta perezosa. La había visto desnuda muchas veces, pero nunca había probado nada semejante al efecto de su cuerpo vestido a medias, en la penumbra desde la que ella le miraba, recostada sobre una sábana con la indolencia de una bañista despreocupada en una playa desierta. Aquel asombroso fenómeno empezaba y terminaba en él. No la necesitaba, pero al probar, aunque fuera de refilón, lo que sentían tantos otros hombres al verla, aún entendió menos el cautiverio de un cuerpo semejante.

—¿Tú eres virgen de verdad? —ella, que le había dado permiso para preguntar con un movimiento de la cabeza, asintió otra vez.

—Sí. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Te extraña?

—No sé. Es que, desde que te vi con Antonio, en la tienda... Sabes demasiadas cosas, ¿no?

—A lo mejor por eso soy virgen, ¿no te parece? —su sonrisa se deshizo en una expresión ambigua—. Porque sé demasiadas cosas.

Eso fue todo. Después de decirlo se levantó, recogió la sábana y se volvió a su cama. Nunca volvieron a hablar de eso, y aunque la Palmera recordó muchas veces aquella conversación, no volvió sobre sus palabras hasta que la oferta del capitán Garrido empezó a quitarle el sueño.

—No.

Esa palabra fue el saldo de varias noches de insomnio y un discurso minuciosamente ensayado durante sus respectivos días. No me interpretes mal, Eladia, y sobre todo, no te confundas, porque yo sólo soy el recadero, no gano ni pierdo un céntimo con esto... Para él, dividido entre su intuición y la responsabilidad de no privarla de un negocio que podría cambiarle la vida, era muy importante que todo quedara claro desde el principio. Después le contó lo demás, y ella escuchó en silencio, tranquila en apariencia aunque un poco más estirada que de costumbre, el cuello tenso, los hombros rígidos, la barbilla alzada en un forzado contraste con la mirada baja, concentrada en algún lugar situado a espaldas de su interlocutor, al que no interrumpió en ningún momento antes de contestarle con una sola sílaba, no.

—¿Por qué? —se atrevió a preguntar él, de todas formas.

—Porque no me da la gana —y por fin le miró—. ¿Hace falta algo más?

—No, pero... Yo creo que, igual, podrías pensarlo mejor, porque...

—¿Tú entiendes el español, Palmera? —él se limitó a asentir con la cabeza—. Pues he dicho que no y es que no, y aquí se acaba la historia.

Ahí se habría acabado si ella hubiera querido, pero no fue así. Aquella noche no le dirigió la palabra, y al terminar el espectáculo salió del tablao sola por primera vez desde que vivían juntos. Él, sin la menor intención de insistir, corrió tras ella hasta alcanzarla.

—¿Pero qué te pasa, me quieres explicar...?

—¿Que qué me pasa? —sacudió el brazo por el que la sujetaba, mientras le miraba con tanta rabia como la primera vez—. Eso explícamelo tú a mí, Palmera. Tú, que tienes cojones para ir vendiéndome por ahí.

—Que no es eso, Eladia.

—¿Ah, no? Entonces, ¿qué es?

Ella fue la que no quiso dar aquel tema por zanjado, la que se negó a aceptar sus motivos, la que volvió una y otra vez sobre una proposición que siguió creciendo, complicándose, resucitando cada noche de sus cenizas por su única y expresa voluntad. Él cometió el error de defenderse, de enumerar en voz alta lo que podría ganar, lo que estaba perdiendo, y aunque se excluía cuidadosa y honestamente a sí mismo de todos sus cálculos, sólo consiguió enfurecerla aún más, despertar a la fiera que Eladia llevaba dentro, aquella rabia que el trabajo, el éxito, los apacibles vínculos que compartían y su monótona rutina de jovencita virtuosa, parecían haber adormecido. Así lograron que en el tablao empezaran a circular rumores.

—Pues nada —hasta que ella los fulminó una noche, la víspera del regreso del capitán—. Este, que se ha creído que soy una puta.

—No digas eso, Eladia, porque no es verdad —y la Palmera volvió a equivocarse—. Además, vender el virgo no es de putas.

—¡No, qué va! —ella frunció los labios e hizo un ruido extraño, como si quisiera reírse de él y no pudiera.

—Pues claro que no. Vender el virgo es de pobres.

Ella se revolvió, se encaró con él como un animal salvaje, tendió las manos hacia delante como si estuviera a punto de tirarse a su cuello, y Mari, una chica baja, gordita, la menos atractiva de la compañía, intervino para empeorarlo todo.

—Mujer, en eso lleva razón.

—¿Ah, sí? —Eladia se movió en círculo, para mirarles a todos, uno por uno—. ¿Y quién os ha dicho a vosotros que yo soy pobre?

—¿Qué está pasando aquí? —hasta que don Arsenio asomó la cabeza—. Se deben estar oyendo los gritos hasta en la calle.

Nadie se animó a contestar, la orquesta terminó antes de tiempo la última pieza bailable, y las luces se apagaron. El escándalo que ella misma había provocado precipitó el último pase y la mejor actuación que Carmelilla de Jerez ofrecería en aquel local. Mientras la veía bailar, como si saliera de la tierra, la Palmera se dolió de su talento, el fruto del dolor, esa tortura íntima, perpetua, de la que apenas lograba escapar moviéndose sobre las tablas con la violencia repetida y rítmica que convertía todo su cuerpo en un formidable instrumento de percusión. Pero al final, antes de que se apagaran los aplausos enfervorecidos de un público puesto en pie, ella le ofreció en bandeja el único motivo capaz de hacerle abominar de su piedad.

Aquella noche llevaba un vestido verde botella con lunares grandes, negros. La Palmera nunca podría olvidarlo, dejar de recordar el contoneo de sus caderas mientras bajaba con paso decidido los tres peldaños que separaban el tablao de la sala, para crear una situación insólita que llamó la atención de todos los presentes a ambos lados de las candilejas. Las otras chicas, conscientes de la ventaja que las batas de cola otorgaban a sus cuerpos, solían conservarlas para exhibirse entre los clientes, pero Eladia no lo había hecho nunca. Jamás se había mezclado con el público después de bailar, pero aquella noche, despeinada, sudorosa, recorrió el local sin que la Palmera lograra adivinar sus intenciones. Hasta que se volvió a mirarle.

—¿Quieres ver lo rica que soy? —entonces lo entendió todo, bajó por los mismos peldaños, sorteó las mismas mesas y llegó tarde—. ¿Quieres verlo?

Antonio, que había visto la función desde la barra, avanzó unos pasos hacia ella, como si pudiera olerla.

—¿Tienes algo que hacer esta noche, Antoñito? —Eladia levantó la voz y él negó con la cabeza muy despacio—. Acompáñame a casa, ¿quieres?

La Palmera dio un rodeo para alcanzarlos en la base de las escaleras y se dirigió a ella, pero el único que cerró los ojos al escucharle fue él.

—No serás capaz...

La estrella del espectáculo le sostuvo la mirada, sonrió, cogió a su pareja del brazo mientras se levantaba la falda con la otra mano para no tropezarse con los volantes al subir, y sólo le respondió cuando llegaron arriba.

—Búscate un buen hotel para dormir esta noche, Palmera —estaba pegada al requesón, el brazo derecho alrededor de su cintura, la cabeza recostada sobre su hombro, la voz, de nuevo, muy por encima del volumen imprescindible—. Yo te lo pago.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 64 | Нарушение авторских прав


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