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La señorita Conmigo No Contéis 12 страница

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—Es un hombre buenísimo, Rita, de verdad. No se merece... —me acordé de su padre, del mío, de los demás—. Ninguno se merece lo que les está pasando, pero él está muy solo, completamente sordo, y enfermo.

—¿Y por qué me cuentas a mí eso?

—¿Pues por qué va a ser? Tu padre es médico, ¿no?

—Mi padre estudió Medicina, Manolita, pero es psiquiatra. Se ocupa de otra clase de enfermos aunque... —se quedó pensando pero se guardó sus pensamientos para sí misma—. Bueno, hablaré con él, no te preocupes.

El doctor Velázquez, que destacaba entre sus compañeros por su mal color y la perpetua firmeza de su sonrisa, encontró pocas dificultades para diagnosticar las dolencias del hijo del marqués de Hoyos. Le había costado mucho más trabajo explicarse el malestar difuso, asociado con algunos síntomas extraños, inconexos en apariencia, que le había martirizado en los últimos meses de la guerra. En marzo de 1939, había logrado establecer una hipótesis que le impulsó a consultar su caso con un par de amigos. Ellos pusieron a su disposición los pocos recursos con los que seguía contando la sanidad republicana y cuando los resultados confirmaron sus sospechas, tomó una decisión de la que ni las protestas, ni las súplicas, ni la desesperación de su mujer consiguieron moverle un milímetro. Su nombre estaba en la lista de los cargos públicos que tuvieron la posibilidad de abandonar Madrid unos días antes de la gran desbandada, pero él cedió a su hijo mayor su plaza en un barco con destino a Orán. Rita me explicó el motivo una mañana en la que Caridad, tan discreta, tan serena siempre, apareció con unas gafas oscuras que le estaban grandes, no tanto como para ocultar los surcos de sus lágrimas.

—Si supieran cómo les odio, me tendrían miedo —su hija tenía los ojos secos, las mejillas ardiendo, una sonrisa feroz que no le impedía hablar en el tono de una conversación normal, aunque las palabras parecían partirse por la mitad, como ampollas llenas de veneno, al salir de su boca—. Si lo supieran, se cruzarían de acera cuando me encontraran por la calle. Porque no se puede odiar más, ¿sabes? Es imposible odiar a nadie más de lo que odio yo a estos hijos de puta.

El día anterior, un juez había denegado la petición de la familia Velázquez para que el preso, enfermo de cáncer de estómago con metástasis avanzada, cumpliera condena en su domicilio durante el tiempo que le quedara de vida. Ya se la habían denegado una vez, cuando él mismo calculaba que le faltaban cinco meses, seis a lo sumo, para entrar en estado terminal, y se la volverían a denegar unas semanas antes de que el dolor empezara a atormentarle. La situación del enfermo aún no era crítica, dijeron, y que además, su conducta en prisión no le ayudaba. Que te voy a contar, Caridad, le explicó el nuevo catedrático de Psiquiatría de la Central, antiguo ayudante de su marido y asesor del tribunal que evaluaba su caso, tú le conoces mejor que nadie, ya sabes cómo es, más terco que una mula, y ahí sigue, dale que te pego, sosteniendo todos sus errores, llenando de guarradas la cabeza de los otros presos, una partida de analfabetos que, en el mejor de los casos, son incapaces de discriminar, de entender lo que les cuenta. Lo único que consigue con esa actitud es crearse problemas, y en estas condiciones...

Ella sabía que, si alguna vez llegaban a aceptar su petición, los trámites judiciales serían más lentos que el progreso de una agonía atroz, tan cruel como la que habrían obtenido bajo tortura. Por eso le pidió a su marido de rodillas, a través de su abogado, que aceptara la visita de un sacerdote que estaba dispuesto a ayudarle, que renegara de todo lo que había escrito, que confesara, que comulgara, lo que hiciera falta para que lo trasladaran a un hospital, pero él no cedió. Yo sé lo que tengo que hacer, contestaba siempre, no te preocupes. Nunca quiso ser más explícito y ella tampoco le puso al corriente de sus últimas gestiones. Caridad apuró en solitario la copa de su amargura, peregrinando de despacho en despacho para rogar a algunos antiguos alumnos del preso, bien situados en el nuevo régimen, que hicieran lo posible por acelerar su ejecución. Antes de que le diera tiempo a verlos a todos, el doctor Velázquez dispuso su propia muerte con la misma soberana libertad con la que había dispuesto de su vida.

Cuando dejó de controlar el dolor, empezó a pedirle naranjas a su mujer. Antes de que lo detuvieran, había sido capaz de predecir las condiciones de sus últimos meses con una precisión tan asombrosa que le había anotado la receta de una combinación de anestesia y sedantes solubles en líquido, que podían inyectarse en la fruta con una jeringuilla. No te preocupes mucho por las cantidades, añadió con una sonrisa, mientras se lo explicaba, porque con una sobredosis igual me mandas antes al otro barrio, así que... A ella no le hizo gracia aquel chiste y respetó escrupulosamente sus instrucciones, el agujero por el que todas sus joyas fueron a parar al mercado negro, hasta que una mañana, mientras todavía era capaz de moverse hasta el locutorio y de hablar con normalidad, él le pidió que a partir del día siguiente le llevara dos naranjas en lugar de una. Una semana después, la noche previa a su traslado a la enfermería, se comió seis. Cuando estaba inconsciente, dos compañeros lo asfixiaron con su propio petate. Les había explicado cómo tenían que hacerlo para provocarle una parada respiratoria sin dejar en su cuerpo señales visibles de ahogamiento, y hasta en eso se salió con la suya. El médico de la prisión no fue capaz de determinar las causas de su muerte, pero tampoco detectó en el cadáver ningún indicio que justificara una autopsia. Al día siguiente, en la cola de la cárcel no se hablaba de otra cosa.

—Tú eres amiga de la hija de Velázquez, ¿verdad? —cuando aún no había logrado recuperarme de la noticia, una mujer desconocida vino a buscarme—. Tienes que ir a verla lo antes posible. Dile que mire en el abrigo de su padre, que descosa el forro, ¿entendido?

—Pero yo... —la miré, y la expresión de su rostro me serenó—. Es que ni siquiera sé dónde vive, siempre nos vemos aquí.

—Gaztambide 21, 1.º derecha B. Si puedes acercarte esta misma tarde, mejor.

La puerta estaba entreabierta, la casa tan llena que la gente llegaba hasta el recibidor. Nadie me preguntó quién era y avancé por el pasillo, flanqueado desde el suelo hasta el techo por estanterías abarrotadas de libros, hasta que encontré la puerta del salón abierta de par en par. Caridad, tan pálida como si ella también se hubiera muerto, estaba sentada en una butaca, sola entre las personas que la rodeaban, ausente de su conversación, los ojos fijos en sus dedos mientras repasaban sin cesar la raya de unos pantalones negros. Nunca la había visto con pantalones, pero en aquel instante comprendí que no sólo le sentaban bien. También la explicaban, explicaban sus gestos, su actitud, aquel piso luminoso, bonito, decorado con objetos bonitos, donde otras mujeres que fumaban maldecían a Franco en compañía de hombres muy bien afeitados, sin una pizca de gomina en el pelo ni de formalidad en sus americanas de sport. Desde que acabó la guerra, había escuchado a mucha gente hablar así, pero nunca en voz alta, menos en una casa con los balcones abiertos, y me asusté al oírles llamar a las cosas por su nombre, como en los tiempos en que no teníamos miedo.

Antes de identificar el portal, había reconocido aquel edificio de aspecto severo, muros de ladrillo rojo y ventanas pequeñas, cuadradas, que ocupaba una de las pocas manzanas del barrio de Argüelles que los aviones alemanes no habían convertido en un solar, aunque las bombas habían destrozado una de sus esquinas. Nunca había entendido su nombre, pero al descubrir a Caridad, descubrí también que los balcones de todos los pisos miraban hacia dentro, a un gran jardín interior, tan responsable de que el sol entrara hasta el centro de las habitaciones como de que aquella fuera conocida como la Casa de las Flores. Era muy hermosa, aunque aquel día las manchas verdes de los árboles que acariciaban las barandillas, las voces de los niños que jugaban entre los parterres, las fugaces siluetas de los pájaros que se recortaban en el cielo claro de la primavera, derramaban tragedia sobre la tragedia. Esta es una casa construida para personas felices, pensé, para familias con suerte, y sentí que los colores del luto, lejos de disiparse, se volvían más negros, más tristes entre los cuadros abstractos y los muebles modernos, los objetos exóticos y las fotografías de personas sonrientes que se miraban de frente, entre la tapa del piano y la repisa de la chimenea.

—Manolita —Rita vino hacia mí cuando ya llevaba un rato paralizada en el umbral.

—Lo siento muchísimo, ya lo sabes.

—Gracias por venir.

Nos dimos un abrazo, le conté lo que me había dicho aquella mujer y le pregunté si había visto una caja con las cosas de su padre. Por la mañana, al volver de la cárcel, Caridad la había dejado encima de su cama, pero no la había abierto. Nosotras lo hicimos para encontrar un impreso con un inventario, una pluma estilográfica, un reloj, una agenda, un cinturón, un pañuelo y, por fin, un abrigo gris lleno de manchas, que era el único objeto de la caja que olía a cárcel. Yo no me atreví a tocarlo, pero Rita fue a buscar unas tijeras y se lanzó a descoser el forro con tanto empeño que la ayudé enseguida, tirando de los extremos para agrandar un hueco donde no encontramos nada. Sin embargo, cuando nos fijamos un poco mejor, descubrimos bajo la sisa izquierda un recuadro lateral de puntadas parejas, perfectas, cuyas dimensiones parecían demasiado grandes para el tamaño de los bolsillos. Al tocarlo, me pareció que su interior estaba relleno. Rita deshizo las puntadas una a una, con mucho cuidado, e hizo trepar su mano entre el tejido y el forro hasta que reconoció un objeto que, incluso a ciegas, le llenó los ojos de lágrimas.

—Es papel —me dijo, sin atreverse a sacarlo todavía—, y está grapado. Deber ser un cuaderno abierto por la mitad.

Era un cuaderno delgado y barato, de los que usaban los niños en la escuela, sus hojas rellenas con una letra menuda y regular, escrita a lápiz, que se extendía en renglones perfectamente rectos por todo el espacio disponible, desbordando los cuatro márgenes de cada página e invadiendo por completo las caras interiores de la cubierta de cartulina verde. Rita me dejó ver el encabezamiento de lo que parecía una carta, pasó las primeras hojas, lo cerró y se lo llevó a su madre.

—Toma, mamá, es para ti —sus palabras, asombrosamente serenas, crearon un silencio instantáneo, pesado como las nubes que transportan las tormentas, mientras todos los ojos que había en aquel salón miraban en la misma dirección—. Estaba escondido en el abrigo de papá —entonces, su voz tembló—. A Manolita la han avisado esta mañana, en la cola de Porlier, y ha venido a decirnos...

No pudo acabar la frase y se limitó a extender la mano para ofrecérselo. Caridad lo recogió con delicadeza, lo miró, acarició la tapa con los dedos y lo abrió muy despacio. Leyó algunas líneas, volvió a cerrarlo, lo apretó sobre su pecho con las dos manos, y en un solo movimiento, sin llegar a levantarse de la butaca, se tiró al suelo y gritó, dejó escapar un alarido ronco y profundo, el sonido más extraño que yo había oído brotar de una garganta humana, una queja sin sonido y sin forma que parecía ahondar en su interior, herirla por dentro mientras salía de su boca. De rodillas en el suelo, tal y como se había quedado cuando se abalanzó hacia delante, inclinada sobre sí misma, balanceándose como una niña pequeña, Caridad gritó y dejó de gritar, pero cuando me marché, no se había levantado todavía.

Al salir, me fijé en una foto enmarcada, colgada de un clavo junto a la puerta. Por la edad de Rita, que iba peinada con raya en medio y una trenza a cada lado, calculé que aquella familia de personas felices habría ido de excursión a algún paraje de la sierra de Guadarrama unos cinco, quizás seis años antes. Allí, sobre una inmensa losa plana de granito, los cuatro habían sonreído a la cámara para dejar constancia de su suerte, una fortuna que debía de haber sido tan grande antes de desaparecer, que apenas reconocí al doctor Velázquez en el hombre que miraba a su mujer mientras rodeaba sus hombros con el brazo izquierdo, ni a Caridad en ella. Detrás estaba su hijo Germán, que en marzo del 39 se embarcó en Valencia hacia Orán con diecinueve años, cincuenta francos franceses, y la manta que le habían dado al alistarse como voluntario en las Dos Divisiones que la JSU formó a la desesperada cuando la guerra estaba ya perdida, como todo patrimonio. Unos meses después, logró llegar hasta Neuchâtel gracias a las gestiones de un antiguo compañero de estudios de su padre en Leipzig, un judío alemán que había aceptado una invitación de aquella universidad suiza cuando todavía estaba a tiempo de exiliarse. Y allí seguía, bajo la protección del profesor Goldstein, aunque se había colocado en un restaurante para pagarse los estudios de psiquiatría.

—¡Con lo que ha sido él, toda la vida! —me había contado Rita una mañana—. Tendrías que haberlo visto. No sabía ni cómo funcionaba la cafetera, y antes de ser camarero se tiró un año fregando platos, así que...

Mientras se reía, me enseñó una postal del lugar donde trabajaba su hermano, La Maison du Lac, un gran chalé blanco con una terraza que desembocaba en un muelle donde estaban amarradas algunas pequeñas barcas de pescadores. Lo recordé en la puerta de su casa, mientras le veía sonreír en otra fotografía que ya nunca podría volver a repetirse, porque por muy distintos que pudieran parecerle a cualquiera que no hubiera escuchado el grito de Caridad, para mí, aquella tarde, el lago de Neuchâtel y la sierra del Guadarrama compartieron la misma luz. Germán Velázquez Martín no tenía ni idea de que su padre se hubiera desahuciado a sí mismo cuando le obligó a meterse en un coche poco más de un año antes de morir. En España, todo se va a ir a la mierda, hijo mío, eso le dijo, y la universidad lo primero, como de costumbre. Europa va por el mismo camino, pero Suiza siempre ha sido neutral, y Saúl te ayudará en todo lo que pueda. Aprovecha la oportunidad, estudia mucho, y cuando vuelvas, serás más útil que si te hubieras quedado aquí. Esas palabras, tan distintas de las que le había dicho a su mujer, hazme caso, Caridad, aunque sólo sea porque tengo razón, a Rita y a ti no os van a hacer nada y yo me voy a morir igual, eran todo lo que aquel chico sabía del fin de su padre. Su madre tendría que contarle ahora todo lo demás.

Quizás había pasado ya por ese trago cuando volví a verla en la puerta de la cárcel, vestida de negro desde los zapatos hasta las gafas de sol, porque en la tercera semana de su viudedad la encontré más delgada, más consumida que nunca. A aquellas alturas, todo el mundo, dentro y fuera de los muros de Porlier, sabía que la muerte de su marido había sido un suicidio, pero la identidad de los dos hombres que le habían ayudado a consumarlo era un secreto por el que nadie se atrevía a preguntar. Ella conocía sus nombres, los había leído, pero también supo dar las gracias a sus mujeres, y a la del sastre que había cosido el cuaderno dentro del abrigo, sin traicionar su anonimato. Aquella mañana abrazó a más de cuarenta y a todas nos dijo algo al oído. A mí, que si no hubiera ido hasta su casa a tiempo, habría regalado la ropa de su marido al día siguiente y nunca habría podido perdonárselo.

Unos días más tarde, ya en junio, fue Rita la que vino a verme. Su madre se había enterado de que Antonio de Hoyos y Vinent había muerto la noche anterior, y quiso volver a hacer la cola conmigo.

—Lo siento mucho, Manolita.

—Gracias, Rita. Y gracias por venir.

Al atardecer, me aposté en la entrada de artistas del tablao de la calle de la Victoria para repetir el mismo ritual, por los mismos motivos.

—Lo siento muchísimo, Palmera, ya lo sabes.

—Gracias, preciosa —me abrazó con los ojos llenos de lágrimas—. Y gracias por venir.

Dos meses después, el 12 de agosto de 1940, mi padre cayó bajo las balas de un pelotón contra una tapia de ladrillos rojos del cementerio del Este, y allí mismo se quedó, en una fosa común.

—Lo siento muchísimo, Manolita.

—Gracias, Rita —me eché a llorar en sus brazos en la misma puerta, y antes de que tuviéramos tiempo de entrar en casa, reconocí la figura que subía por la escalera y extendí mi brazo derecho para incluirle en el abrazo.

—Ya sabes cuánto lo siento, cariño.

—Gracias, Palmera. Y gracias por venir.

Así se cerró un bucle macabro que al menos, pensé, tendría la virtud de apartarme para siempre del lugar más odioso de Madrid.

Me quedaba la cárcel de Ventas, pero allí no sufrí tanto, y no porque las condiciones de vida de las reclusas fueran mejores que las de los varones. El sistema penitenciario era la única institución de la nueva España donde se seguía aplicando el principio republicano de igualdad entre sexos, pero yo amaba a mi padre y no le tenía cariño a su mujer. Sin embargo, aunque las visitas a mi madrastra fueron un paseo en comparación con el calvario de Porlier, no sólo fui a verla tan a menudo como pude. También repartí equitativamente entre su paquete y el de su marido lo mucho o lo poco que podía conseguir, porque quería a mis hermanos pequeños tanto como a Isa y a Toñito, y estaba dispuesta a lo que fuera con tal de ahorrarles lo que pasé yo cuando perdí a mi madre. Todas las semanas hacía, además, un tercer paquete, juntando lo que me daba la Palmera con lo que me convencía a mí misma de que nos sobraba. El primer día, me di cuenta de que el funcionario que supervisaba la recepción de los paquetes no se creía que fuera sobrina de un marqués, pero respondí a su recelo con una sonrisa impertérrita, sin dejar de aplicarle por dentro la receta de Rita. Anda y que te den.

Ni mi padre ni María Pilar llegaron a enterarse nunca de que alimentaba a un tercer preso, pero nada habría sido más justo, porque sin la generosidad de Hoyos, aquel invierno nos habríamos muerto de hambre. Aunque lo busqué hasta debajo de las piedras, 1940 terminó sin que hubiera logrado encontrar un empleo. Los jueves limpiaba tres tiendas de antigüedades de la calle del Prado, y un lunes sí, y otro no, las vidrieras del edificio donde vivía la señorita Encarna. Aparte de eso, sólo podía contar con los encargos que Olvido, mi antigua encargada del taller de bordados, me pasaba de vez en cuando y con el milagro de que alguien necesitara una chica para ayudar en una limpieza general o sustituir a una costurera enferma. Los achaques del señor Felipe, que era muy mañoso y se sacaba un sobresueldo vendiendo los domingos, en el Rastro, unos muñequitos que hacía en sus ratos libres, me permitían incrementar mis ingresos algunas semanas con la mitad de lo que sacaba ofreciendo por la calle a Don Nicanor tocando el tambor.

Las mil quinientas pesetas que don Marcelino me pagó por la caviarera me permitieron comprar una cocina de segunda mano, una cerradura para la puerta y lo más imprescindible para instalar a mis hermanos en un edificio que seguía teniendo agua corriente, porque nadie había cortado el suministro, y luz eléctrica, porque los vecinos que lo habían ocupado antes que yo repararon la instalación para engancharla a una toma municipal. Sin embargo, cuando llegué no había cables en las paredes ni grifos en las pilas. Los saqueadores se habían llevado los casquillos de las lámparas, los cristales de las ventanas, los marcos de las puertas, las tuberías y hasta las baldosas que habían logrado arrancar enteras del suelo. No tenía dinero para todo eso, pero apañé lo que pude con cortinas y esteras de esparto, y guardé lo que sobraba en una caja de caudales cuya llave llevaba siempre colgada del cuello. Intenté estirar su contenido al máximo, pero todo estaba mucho más caro que antes de la guerra y los precios no paraban de subir.

Con una cartilla de fumador y otra de racionamiento en la que constaban dos adultas y tres niños, tuve que alimentar a siete personas y media, luego sólo a siete, a partir de agosto, a seis, con suministros imposibles de combinar entre sí. Si una semana podía comprar azúcar moreno, pasta para sopa y jabón, con los cupones de la siguiente sólo conseguía el líquido de origen desconocido que hacían pasar por aceite, la algarroba tostada a la que llamábamos café, y bacalao. Para guisar algo que se pudiera comer, vendía algunas cosas para comprar otras en las trastiendas de los ultramarinos, pero como en todas las casas nos desprendíamos de lo mismo a la vez, el jabón o el café bajaban de precio por exceso de oferta y los márgenes se volvían cada vez más estrechos. Además, aparte de lo que ponía en la mesa y de lo que llevaba a dos cárceles, mis hermanos crecían sin parar, destrozaban las suelas de los zapatos, se les quedaba la ropa pequeña por más que les sacara los bajos hasta eliminarlos, y ni siquiera eso fue lo peor. Con el dinero que me dio la señorita Encarna, pude comprarles uniformes, carteras, cuadernos y lápices para llevarles a un colegio de monjas de la calle Toledo donde me admitieron a los mellizos como gratuitos y me hicieron una rebaja en la matrícula de Pilarín. El día que les dejé en la puerta a las nueve en punto de la mañana, me sentí en paz conmigo misma por primera vez en mucho tiempo. Quince días más tarde me arrepentiría amargamente hasta de esa sensación. La niña se contagió antes. Al tercer día que pasó en la cama, con una fiebre altísima y una congestión que no la dejaba respirar, Juan empezó a toser. Pablo, su mellizo, le siguió con pocas horas de diferencia. El médico que los atendió nunca supo ponerle nombre a aquella infección respiratoria. Hay tanta miseria, alegó para justificar su ignorancia, que entre la desnutrición y la falta de higiene, las epidemias se suceden antes de que tengamos tiempo de bautizarlas. Los números, sin embargo, se le daban muy bien. Su factura y el precio de las medicinas consumieron casi todo lo que quedaba de aquellas mil quinientas pesetas que seis meses antes me habían parecido una fortuna. Cuando los niños se pusieron buenos, nuestra economía estaba más enferma de lo que ellos habían llegado a estar nunca.

—¡Hola, Manolita y la compañía! —nadie me acompañaba, pero a él le gustaba saludar así a todo el mundo—. Cuánto bueno por aquí.

—Hola, Jero, verás... —y las mejillas empezaron a dolerme de puro sonrojo—. Yo necesito comprar pan, ¿sabes?, pero no tengo dinero.

Al escucharme, el hijo tonto de la panadera de la calle León se puso nervioso y sonrió con la mitad de la boca, una expresión de astucia tan desligada de la inteligencia que no tenía, que imprimió en su rostro un gesto animal, la codicia brillando en sus redondos ojos de reptil sin llegar a alumbrarlos.

—Tengo otras cosas, eso sí —continué, poniéndome la mano en el escote—. Igual te interesan.

Aquella mañana, a cambio de mirarme las tetas, Jero me dio un pistolín.

—Si me dejas tocártelas, te doy dos.

—Otro día —le contesté, arrebatándole la barra de entre las manos para salir corriendo—. Otro día te dejo, mejor...

Jerónimo el tonto fue el primer hombre que me vio las tetas, el primero que me las tocó, el primero al que escuché jadear ante mi cuerpo desnudo. Era demasiado triste para pensarlo, así que procuraba no hacerlo mientras le seguía hasta la trastienda. Tampoco fui más allá. En Madrid había pocos chicos tan tontos como él pero, a cambio, sobraban los hombres listos.

—Depende —me contestó Margarita cuando le pregunté si creía que don Federico me aplazaría una parte del alquiler hasta que las cosas mejoraran.

—¿De qué?

—De si te apetece acostarte con él.

—¿A mí? —y hasta me asusté al oírlo—. Ni loca.

—Pues no se te ocurra pedírselo. Te va a proponer eso a cambio, y si le dices que no, te echará a la calle.

—No puede —alegué—. Esto es un edificio en ruinas, todo es ilegal.

—Ya, pero él le da una parte de sus ganancias a unos amigos que tiene en la Policía Municipal, y ellos se encargan de los morosos. Ya ha pasado otras veces, Manolita, hazme caso.

A partir de aquel día, el primer laborable de cada mes me abrochaba los botones hasta el cuello para pagar el alquiler en un despacho del ayuntamiento. Fue un error, porque precisamente entonces, como si hubiera adivinado las razones que me impulsaban a vestirme de ursulina, empezó a interesarse por mi situación.

—¿Y qué tal, Manolita, cómo te van las cosas?

Cuarenta y pocos años, bastante calvo, flaco, con bigotito, una alianza en la mano izquierda y una insignia de la cofradía del Cristo de Medinaceli en la solapa, su repentina curiosidad le dio la razón a Margarita.

—Muy bien, don Federico.

—¿E Isabel? Estará ya hecha una mujer, hace mucho que no la veo.

—Bien, también. Nos defendemos estupendamente, no se preocupe.

—Me alegro. Pero si algún día tuvierais algún problema, ya sabes dónde estoy.

Don Federico, con su preciso manejo del singular y los plurales, se convirtió para mí en un símbolo, la última frontera de la peor época de mi vida. En el otoño de 1940 y el invierno de 1941, lo único que me consolaba era que no me había acostado con él. Eso pensaba cuando encontraba un agujero en las rodilleras de algún mellizo, cuando no tenía nada para darles de merendar, cuando Isa me proponía volver al pueblo, a casa de Colás y de Josefa.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 70 | Нарушение авторских прав


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