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La señorita Conmigo No Contéis 14 страница

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—Pues... —cuando Rita nos presentó, me miró de arriba abajo y volvió a sonreír—. Por desgracia, acabamos de contratar a la última dependienta que necesitábamos, pero creo que queda alguna plaza en el obrador —se dirigió a otra mujer, algo mayor y peor vestida, que la había reemplazado en la vigilancia—. Meli, ¿quieres venir un momento, por favor? —y volvió a mirarme—. Meli es la encargada, ella te dirá las condiciones. Ven conmigo, Rita, voy a enseñarte todo esto.

—No —mi amiga intentó resistirse—. Yo prefiero...

—Que sí, mujer —pero su tía la abrazó por la cintura y la obligó a darme la espalda—. Déjame que disfrute un poco de ti, para un día que vienes a verme...

A aquellas alturas, ya me había dado cuenta de que Caridad tenía razón, pero necesitaba tanto un trabajo que ni siquiera acusé el tijeretazo con el que la encargada redujo exactamente a la mitad las esperanzas que Rita había ido infiltrando en mi espíritu durante un trayecto de tranvía.

—¿Tienes experiencia? —también necesitó muchas menos palabras.

—En un obrador no, pero... —no me dejó seguir.

—Pues escúchame bien, porque te lo voy a decir sólo una vez. Aquí se viene a trabajar, no a comer, ¿está claro?

—Sí, señora

—El primer día que te pille comiendo, o robando comida, vas a la calle —hizo una pausa para mirarme antes de seguir hablando—. Entrarás como aprendiza, seis días a la semana, de siete de la mañana a cinco y media de la tarde. La tienda cierra a mediodía, pero el obrador no, así que tendrás que comer aquí mismo, en un rato libre. El día de libranza es el lunes, aunque como los domingos abrimos más tarde y cerramos antes, el obrador funciona entre las ocho y las cuatro y media. El sueldo son cuatro pesetas diarias y si no te conviene dímelo ya, porque tengo más chicas esperando.

—Sí que me conviene —me apresuré a contestar—. Muchas gracias.

—Pues empiezas mañana mismo —me dio la espalda pero un instante después se volvió de pronto, como si acabara de acordarse de algo—. ¡Ah! Los primeros meses son de prueba, el primero sin sueldo, y después, tres más sin derecho a liquidación en caso de despido. Pero, si trabajas bien, antes de un año serás oficiala de tercera y ganarás cuatro cincuenta al día. ¿Sabes leer?

—Sí, señora, y escribir.

—Muy bien —y sin embargo, tuve la sensación de que le habría gustado más escuchar lo contrario—. Hasta mañana entonces.

Me dejó sola para irse a discutir con un chico que estaba montando una vitrina, y esperé el regreso de Rita sin moverme del sitio. Cuando reapareció, su tía aún la llevaba abrazada por la cintura, pero la soltó para acercarse a su encargada y cuchichear un rato con ella. Luego se reunió con nosotras, muy sonriente, para decirnos que se alegraba mucho de poder ayudarme.

—Además —añadió, para subrayar por qué me estaba ayudando en lugar de contratarme—, ya le he dicho a Meli que, contigo, por ser amiga de mi sobrina, vamos a hacer una excepción...

Si mi trabajo era del gusto de mis superiores, añadió, daría la orden de suprimir el mes de prueba para que pudiera cobrar desde el primer día. Al escuchar eso, Rita abrió mucho los ojos, pero yo le di las gracias con tanta vehemencia que tuvo que mover una mano en el aire para hacerme callar.

—¿Qué es eso del mes que no se cobra?

Cuando salimos a la calle, me cogió de un brazo para preguntármelo, y mientras repetía las condiciones de mi empleo, vi la indignación creciendo en su cara a tal velocidad que casi me arrepentí de darle la razón a su madre.

—¡Cuatro pesetas! —gritó, moviendo mucho los labios—. Será hijaputa...

—Rita, por favor, cállate —tiré de ella como si fuera un fardo y conseguí arrastrarla por la acera, pero no que dejara de hablar sola, ni mucho más alto de lo que nos convenía.

—A mí me ofreció ocho... El doble por tres horas menos, y ni siquiera vas a tener un descanso para comer. ¡Qué cabrones!

—Rita, que te va a oír alguien, baja la voz, por favor te lo pido.

Se quedó callada, absorta en sus pensamientos, hasta que llegamos a la Puerta de Alcalá, y sólo allí volvió a mirarme.

—Lo siento mucho, Manolita. De verdad, perdóname, yo no creía...

—¿Y qué te voy a perdonar, mujer, si acabas de darme la alegría de mi vida? ¡Noventa pesetas al mes! ¿Tú sabes lo que es eso para mí?

—No hay derecho, y lo peor es que debería haberlo sabido —negó con la cabeza y lo repitió menos para mí que para sí misma—. Debería haberlo sabido.

Lo único que sabía yo, cuando nos despedimos, era que aquel empleo me había salvado la vida. A partir del día siguiente, trabajé como una fiera, fregando, barriendo, recogiendo más deprisa que cualquier otra aprendiza, mientras Isa me reemplazaba en los pocos compromisos que había logrado adquirir en los últimos dos años. Si las mujeres del Patronato decidían castigarme por mi ingratitud borrando a mis hermanas de la lista, al menos habría cumplido la promesa de encontrar algún trabajo para la mayor. Aun así, el primer lunes de la segunda mitad de abril, traspasé el umbral de otro edificio mucho más grande que nosotras sintiendo que las piernas apenas me sostenían para descubrir que las monjas de los Ángeles Custodios nos estaban esperando. Todo estaba en orden, me dijeron, y que el expreso en el que mis hermanas se marcharían a Bilbao saldría de la estación del Norte el domingo 1 de mayo, a las siete de la mañana.

El lunes anterior a su viaje, Pilarín no fue al colegio. La dejé en casa, con Isa, y me fui sola a limpiar cristales. Luego las llevé a Ventas. María Pilar había conseguido un permiso especial para despedirse de ellas y aprovechamos para recoger sus paquetes. Al volver a casa, las dos se probaron un vestido confeccionado con un tejido basto, estampado en cuadros escoceses azules y amarillos, unas sandalias de cuero marrón y un jersey azul, tricotado a mano, como un par de calcetines de lana jaspeada, multicolor. Eso era todo, porque el equipo no incluía ropa interior. El uniforme les quedaba muy bien aunque era bastante feo, pero me dio tanta pena verlas así que aquella noche junté dos camas para que pudiéramos dormir las tres juntas hasta el día de su partida.

—Oye, Manolita —el viernes, Isa me despertó cuando era de noche todavía—. Me gustaría ir a ver a Toñito, para despedirme. ¿Tú crees que podré?

—Voy a intentarlo —respondí, después de pensarlo un rato—, pero no le digas nada a Pilarín, porque a ella sí que no la van a dejar entrar.

El sábado por la noche, disfracé a mi hermana con un vestido y unos tacones de María Pilar, y hasta le pinté los labios. Así, además de hacerla parecer mayor que yo, logré que los tres hijos de mi madre pudiéramos reunirnos por última vez en muchos, muchos años.

—¿Y qué vas a hacer ahora con los mellizos? —me preguntó Toñito sin dejar de abrazar a Isa—. Porque si entras a trabajar a las siete...

—Pues pagar, a ver qué remedio. Mi vecina Margarita tiene una hermana que no hace nada. Vendrá un rato a casa por las mañanas, para levantar a los niños y llevarlos al colegio, e irá a buscarlos por la tarde para quedarse con ellos hasta que yo vuelva. Los domingos se los llevará también a comer a su casa, así que me imagino que algo le dará a su hermana.

—Total, que vas a tener criada —Isa acogió con una carcajada aquella pintoresca conclusión.

—Sí, pa chasco —repliqué yo—, no veas lo bien que me viene soltar dinero. Menos mal que libro el lunes y no tengo que dejar las vidrieras...

—Pues mañana por la noche, dale una propina a la niñera y ven a verme, que tengo que hablar contigo.

Eso me extrañó más que ver a Isa sentada en sus rodillas, pero cuando le pregunté qué pasaba, no quiso soltar prenda.

—No, mañana —y miró a Isa con tanta intensidad como si tuviera el don de la clarividencia—. Ahora déjame despedirme de mi hermanita, que no sé cuándo la volveré a ver.

Al día siguiente desperté a todos mis hermanos a las seis en punto. Hacía frío, pero mientras caminábamos hacia el metro amaneció un día limpio y claro, una de esas mañanas de primavera que saben prometer un sol radiante antes de albergarlo en el cielo. Mis hermanas iban calladas, llevando cada una a un mellizo de la mano. Yo me ocupaba de sus maletas, y no paré de hablar para no tener que pensar.

—Tenéis que portaros bien y aprovechar el tiempo, ¿de acuerdo? Estudiad mucho, y escribid para contárnoslo, sobre todo eso, no os olvidéis de escribir. Voy a darle dinero a la monja que os acompañe por si tenéis que comprar sellos, y ya lo sabéis, vais a estar muy bien, en un colegio muy grande y muy bonito, pero no os olvidéis de nosotros, por favor... —y cuando llegaba al final, volvía a empezar—. Quiero que me prometáis que os vais a portar muy bien, como dos niñas buenas y bien educadas, que vais a estudiar mucho y no vais a perder el tiempo...

La despedida que había torturado mi imaginación durante una semana de noches en vela, fue sorprendentemente breve. Las monjas a cargo de la expedición nos concedieron apenas el tiempo suficiente para darles un beso antes de meterlas en el tren. Cuando nos dijeron adiós con la mano desde la ventanilla, los mellizos empezaron a llorar con un desconsuelo que aún no habían mostrado, y había tanta tristeza a nuestro alrededor, tantas madres y hermanos, tantos niños y ancianos llorando a la vez en el mismo andén, que el pitido del jefe de estación, el ruido del convoy al ponerse en marcha, resonaron en mis oídos como una canción alegre, consoladora.

Ya está, pensé, ya se han ido. Y mientras mis hermanos seguían llorando con la cara escondida en mi falda, me obligué a recordar la mañana en que encontré una orden de desahucio clavada en la puerta de nuestra casa, las etapas de un viaje que había tenido que completar sin la ayuda de nadie, hasta llegar al andén de aquella estación. No tengo derecho a quejarme, concluí. Inmediatamente después miré el reloj y me asusté al ver que eran ya las siete y diez.

—¿Queréis que hagamos una tontería? —los mellizos levantaron la cabeza al mismo tiempo para mirarme—. Vamos a coger el tranvía.

Unos minutos más tarde, cuando nos bajamos en la puerta del mercado de la Cebada, los dos estaban tan contentos como si los hubiera montado en la noria más grande de una feria. Los dejé en casa de Margarita, y al recogerlos, por la tarde, su hermana Mari se ofreció a venir a la mía, después de cenar, sin cobrar nada. Aquella misma noche, sin darme tiempo a reposar la despedida, Toñito arrancó de mi cabeza la preocupación por dos niñas solas en un colegio de Bilbao, al proponerme pasar a la clandestinidad por la puerta de un matrimonio fraudulento. Le dije que no y me sentí mal. Un par de días después, decidí aceptar y no me sentí mucho mejor. Que no cuente conmigo, volví a pensar más tarde, y me sentí peor que en ninguna otra etapa de aquella silenciosa negociación. Al final, le di unos céntimos a Mari para que se quedara con mis hermanos mientras volvía a verle, y él me recibió con una sonrisa que certificó la definitiva defunción de la señorita Conmigo No Contéis.

—Mira, he pensado bien lo que me dijiste de padre y... Por ese lado tienes razón, y la verdad es que tampoco habría podido salir adelante sin la cartilla de fumador, sin la ayuda de la Palmera, de todos vosotros —asintió con la cabeza, pero no me interrumpió—. Así que estoy dispuesta a colaborar, te lo digo en serio, no creas que quiero escurrir el bulto. Me comprometo a conseguir los pasteles más baratos, lo que haga falta, pero... Es mejor que se lo pidáis a otra, a una de las vuestras, una chica que sepa cómo hacerlo, que tenga experiencia, yo...

—No es por los pasteles —mi hermano me miró como si pudiera ver a través de mis ojos—. Es por ti.

—Pero yo no valgo para eso, Toñito. Yo nunca he hecho nada parecido, ya sabes el mote que me puso el Orejas.

—Eso no cuenta, porque has cambiado mucho. Te has convertido en una chica muy valiente, Manolita.

—¿Yo? —lo último que esperaba escuchar de sus labios era un elogio semejante—. Yo no soy valiente.

—Anda que no —y volvió a sonreír mientras se daba la razón con la cabeza—. Más que yo.

Esas palabras me llevaron de vuelta a la cárcel de Porlier, el último sitio de Madrid al que habría querido volver por mi propia voluntad.

El segundo lunes de mayo de 1941, la cola seguía llegando hasta la calle Torrijos, pero vi muchas caras nuevas, mujeres desconocidas, con características que me llamaron la atención tanto como el moño alto, las alpargatas desteñidas o el pelo casi blanco, de tan rubio, de aquellas tres a las que no volví a ver en aquella acera. Otras, sin embargo, seguían en el mismo sitio, y casi todas me saludaron con la misma expresión, una sonrisa instantánea que se desvaneció de golpe, cuando sus conjeturas sobre el motivo de mi regreso la reemplazaron con un gesto de preocupación.

—Pues nada —me apresuré a tranquilizarlas—, que me dio por empezar a escribirme con un amigo de mi hermano, y así, a lo tonto, a lo tonto... Nos hemos hecho novios.

—¡Ah!, bueno... —y sonreían con más ganas que al principio—. ¡Mira la Manolita, qué espabilada nos ha salido!

Cuando la cola ya se había puesto en marcha, vi a la mujer de un preso de la JSU apoyada en una farola, como si estuviera esperando a alguien, pensé, antes de que me llamara por mi nombre y me diera un abrazo entre grandes aspavientos de júbilo.

—No te asustes, él no sabe nada —susurró en mi oído—. Es por seguridad. No conviene que hable con nadie antes de tiempo.

Se marchó tan deprisa que no tuve tiempo para preguntar a quién se le había ocurrido ese disparate, aunque en realidad ya sabía la respuesta. Sólo existía una persona en el mundo capaz de decidir algo así, y se apellidaba igual que yo.

—¡Manolita! —el Manitas puso unos ojos como platos al distinguirme al otro lado de la alambrada—. No sabía que eras tú... Vamos, que no esperaba que vinieras a verme.

Le conocía desde que era una niña, pero le miré como si fuera la primera vez. Siempre había sido flaco, pero dos años de cárcel le habían dejado en los huesos y su nariz parecía más larga, su cabeza más grande, su rostro más parecido que nunca al de un pájaro carpintero de piel lechosa, salpicada de pecas.

—¿No? —anda, que menudo marido me ha buscado mi hermano, me dije, mientras sonreía con todo el arrobo que pude improvisar—. Me voy a poner celosa, Silverio, cualquiera diría que tienes más novias.

—¿Novias? —me dio pena verle tan desconcertado, tan perdido en aquel locutorio que conocía mejor que yo—. No... Claro... No tengo novias.

—Sólo yo, ¿verdad? —asintió con un gesto casi temeroso, las cejas fruncidas, reclamando una explicación que no podía darle, y decidí cortar por lo sano—. Eso espero, porque he venido a decirte que quiero casarme contigo.

Después de escuchar eso, se tapó la cara con las manos, las movió con energía, como un niño que se frota los ojos al despertarse de una pesadilla, las bajó de golpe, y volvió a mirarme.

—¿Qué?

—Pues eso, que vamos a casarnos —entonces me acordé de Hoyos, del ingenio que le consentía hablar en clave, decir a gritos cosas cuyo significado pasaba desapercibido para los guardias—. No sé de qué te extrañas. Eres muy buen partido, el mecánico más habilidoso de Madrid, ¿o no?

Silverio Aguado Guzmán, alias el Manitas, volvió a mirarme, asintió con la cabeza muy despacio, y la movió después en dirección contraria para que estuviéramos en igualdad de condiciones.

Y desde aquel momento hasta el día de nuestra primera boda, ninguno de los dos llegó a saber nunca lo que estaba pensando el otro.

 

Antonio Perales García desapareció el 7 de marzo de 1939 como si se lo hubiera tragado la tierra, pero nunca llegó a perder el contacto con su partido.

Al atardecer, después de cuarenta y ocho horas de combates ininterrumpidos, el suboficial que mandaba su unidad renunció a continuar resistiendo, pero no para entregarse sin condiciones. Cuando calculó que le quedaba munición para mantener a raya a los casadistas durante cuarenta y cinco minutos más, dejó que un sorteo decidiera quiénes se rendirían con él y quiénes se marcharían a tiempo para incorporarse a otros focos de resistencia comunista. Antonio creyó que no había tenido suerte. Sacó la cerilla más corta entre las cinco que le ofrecieron y no sospechó que su destino pudiera cambiar cuando vio a Pepe sacar la más larga.

—Verá usted, mi teniente... —pero el amigo que la guerra le había cambiado por Puñales, le guiñó el ojo antes de salvarle por primera vez, quizás la vida.

Le llamaban el Olivares porque no sabía hablar de otra cosa. Este tiempo no es bueno para las olivas, murmuraba cada vez que les caía un chaparrón en mitad de una marcha interminable, o al contrario, qué pena de guerra, con lo bien que le sentaría a las olivas este sol... Cuando ordenaban cuerpo a tierra, repetía siempre el mismo ritual. Pegaba la cara al terreno, lo olía, lo miraba de cerca, desmenuzaba un terrón con los dedos y cerraba los ojos para concentrarse en el mensaje que recibían sus yemas. El resultado era casi siempre una mueca de disgusto pero, de vez en cuando, sus labios se curvaban en una sonrisa melancólica, desconcertante de puro tierna, que revelaba la condición de un hombre que en otro tiempo había necesitado muy poco para ser feliz.

—Un poco sequilla está, pero buena es, desde luego. Yo aquí plantaría picual pura, sin injertos, y en dos años...

La primera vez que le oyó, Antonio Perales se echó a reír pero a su jefe no le hizo ninguna gracia.

—¡Olivares!

—¡A sus órdenes, mi sargento!

—¿Quieres callarte de una puta vez?

—Sí, mi sargento.

Después, un nido de ametralladoras empezó a escupir fuego para extinguir todas las conversaciones, pero al caer la noche, cuando el tiroteo cesó, el sargento se fue derecho a buscarle.

—Vamos a ver, Pepe, ¿se puede saber qué relatas? Porque te advierto que me tienes ya hasta los cojones de horticultura...

Antonio Perales se atrevió a responder en el lugar de aquel soldado que había logrado conmoverle de la manera más tonta, como le conmovían todos los hombres que recordaban por él, para él, que más allá de la guerra seguían existiendo Madrid, España, el mundo, campos sembrados y ciudades populosas, un ático pequeño, la terraza festoneada de geranios trepadores donde se desperezaba cada mañana Eladia Torres Martínez.

—No es horticultura, mi sargento —y sonrió a la extravagancia de aquella situación—. Son aceitunas.

—¿Aceitunas?

El sargento se llevó las manos a la cabeza y la sujetó con fuerza, como si estuviera a punto de separarse del tronco para echar a volar. Luego se dio la vuelta, avanzó un par de pasos, se volvió y señaló al Olivares con el índice.

—¡Pues se han acabado las aceitunas!, ¿me oyes? No quiero volver a oír esa palabra hasta que estemos todos en una barra tomando el aperitivo... ¡Aceitunas! —volvió a decir mientras se alejaba—. Pues no faltaba más, que nos volaran la cabeza a alguno por esa tontería...

El autor de aquel crimen imaginario siguió mirándose los pies hasta que perdió a su jefe de vista. Después, antes incluso de levantar la cabeza, la giró para sonreír a un desconocido.

—Gracias, camarada, pero... ¿Tú no eres de Madrid? —Antonio asintió y le devolvió la sonrisa—. ¿Y cómo sabes lo que es la picual?

—Porque antes de la guerra trabajaba en un almacén de semillas que tiene mi padre en la calle Hortaleza.

—Mira —y le puso una mano en el hombro mientras sonreía para enseñarle sus dientes blanquísimos, una de las paletas partida, quebrada en diagonal como un cuchillo—, qué buen amigo me he echado...

Aquellas palabras resultaron tan certeras que cuando Pepe intervino a su favor con una cerilla intacta entre los dedos, apenas se habían separado. Desde diciembre de 1937 habían hecho juntos la guerra y una amistad sólida, silenciosa y casi instintiva, de esas que no requieren palabras, secretos mutuos ni promesas alcohólicas para consolidarse. Les gustaba estar juntos y no necesitaban hablar, aunque hablaban, ni beber, aunque bebían, ni reírse, aunque se reían, para sentir que cada uno de los dos podía confiar, descansar en el otro. Eso no quería decir exactamente que se conocieran, o al menos, no en la misma proporción. Pepe leía en Antonio como en un libro abierto. Antonio sabía muchas cosas de Pepe, pero ni siquiera cuando logró identificar la clave de su carácter llegó a estar seguro de haberlo descifrado por completo.

—A ti te gusta mucho hablar, ¿no?

Era un día tranquilo. Estaban juntos, recostados en una trinchera que corría paralela al río Henares, a aquellas alturas la única casa que tenían, cuando un soldado con acento catalán se dirigió a Pepe sin previo aviso.

—Te gusta mucho hablar —insistió—, pero te voy a decir una cosa. Donde esté la arbequina, que se quite la picual. Esa oliva sí que es buena.

—¿La arbequina? —Pepe se inclinó para mirarle como un juez del Santo Oficio habría escrutado el rostro de un hereje—. Pero ¿qué dices, hombre?, si no hay color... ¿Qué te parece a ti, Antonio?

Perales le miró y meditó un instante su respuesta. Las diferencias entre la arbequina y la picual le traían sin cuidado, porque en su vida había plantado un olivo, pero Pepe era su amigo, y ya que había sido él quien había pedido su opinión, escogió una respuesta destinada a complacerle.

—Una mierda, la arbequina...

—¡No, hombre, no! —y al recibir en pago su propia versión de la mirada del Gran Inquisidor, descubrió algo más—. Es muy buena oliva, la arbequina, claro que sí. Lo único es que yo creo que la picual de primera prensa...

—¡Olivares! —tronó el sargento desde el otro extremo de la trinchera—. ¡O te callas o te fusilo!

—¡Pero si los fascistas no están disparando, mi sargento!

—¡Me da lo mismo! Y no te digo hasta dónde estoy ya de aceitunas...

El andaluz se sonrió, agachó la cabeza y ejercitó una vez más la aturdida mansedumbre que le gustaba lucir como una condecoración.

—¡Sí, mi sargento! Perdóneme, mi sargento, lo siento mucho.

Pero aquella vez, Antonio le descubrió.

—¿Y a ti por qué te gusta tanto hacerte el tonto, Olivares?

Él sabía muchas cosas de Pepe, y la principal era que no sólo se daba cuenta, sino que además, llevaba la cuenta de todo. Sabía que era inteligente y algo más, rápido, brillante, astuto, y no era la primera vez que intimaba con un chico listo que no lo parecía, pero las razones por las que la capacidad de Silverio pasaba desapercibida para casi todo el mundo eran involuntarias, mucho más vulgares y fáciles de comprender. El Manitas era muy tímido, y ese rasgo, tan acentuado en él que resultaba su defecto más grave, le incapacitaba para exhibir en público la potencia de su pensamiento. La mayoría de sus conocidos habría afirmado lo mismo del Olivares, pero Antonio sabía que Pepe no aparentaba ser un pardillo por timidez. Él, simplemente, prefería que los demás pensaran que era lo que no era, un paleto ensimismado en un olivar imaginario, un infeliz atrapado en una guerra que había puesto un fusil entre unas manos que sólo servían para sostener un azadón. Y no lo entendía.

—¿Yo? —su curiosidad no obtuvo otra respuesta que una carcajada—. ¿Por qué dices eso?

—Pues porque sí, porque he conocido a mucha gente que se la da de lista sin serlo, pero nunca he conocido a nadie como tú. Y no entiendo qué ganas aparentando que eres un pobre hombre.

—Bueno... —no quiso ser más explícito, pero le pasó un brazo por encima de los hombros para seguir andando a su lado—. Todos somos unos pobres hombres, ¿no? A todos nos gustaría estar en otra parte, hacer otras cosas...

Parecía que no iba a pasar de ahí, pero después de avanzar unos metros, volvió a reírse, se detuvo, le miró.

—De todas formas, eres el primero que se da cuenta.

Antonio sonrió sin saber muy bien por qué y renunció a seguir preguntando. No volvieron a hablar de aquel tema hasta el 7 de marzo de 1939, cuando Pepe le demostró para qué servía ser el más listo y parecer el más tonto al mismo tiempo.

—Es que yo soy de Torreperogil, mi teniente, yo no conozco Madrid. Desde que llegué, no he hecho más que ir detrás de los que saben, y esos... —señaló a los dos soldados que se habían librado con él, uno de Albacete, el otro de Palencia— pues poco más o menos, así que yo he pensado que si pudiera venir con nosotros alguno de aquí, que nos hiciera de guía...

Cuando el sargento de antaño entendió el motivo de que Perales estuviera presente en aquel conciliábulo, volvió a sujetarse la cabeza con las manos y bufó como un toro a punto de salir al ruedo.

—Te voy a decir que sí, Olivares, te voy a decir que sí, ¿y sabes por qué?

—No, mi teniente.

—Pues para perderte de vista, ni más ni menos.

Después, mientras se alejaban de aquella posición indefendible, Antonio le dio las gracias y su amigo le respondió sin mirarle.

—No hay de qué, hombre. Total, con la que se nos va a venir encima —y sonrió para sí mismo—, para uno que puede pasar un buen ratico...


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