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La señorita Conmigo No Contéis 16 страница

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La semana previa al principio de la campaña electoral sólo fue una noche al tablao. La conspiración del calendario con su militancia le mantuvo ocupado en tareas más gratificantes que desperdiciar horas de sueño sentado ante una barra, acosado por su propio despecho y por el de la Palmera, que le consideraba un ingrato por no recordarle que había abusado de su borrachera. Para evitar ambos por igual, aquella noche dedicó su tiempo y sus energías a coquetear con Marisol. Ella le acogió con tanto entusiasmo que, después de las elecciones, se aseguró de que la estrella del espectáculo les viera marcharse juntos para celebrar el triunfo del Frente Popular, una victoria que se desbordó para conquistar terrenos cuya invasión él no esperaba.

—¿Y a ti qué mosca te ha picado, Eladia? —tres noches más tarde, la Palmera estalló cuando la vio estrellar una copa en la mesa con tanta fuerza que se partió por la base—. Ayer rompiste el picaporte del camerino, hoy te has cargado la cremallera del traje, y ahora esto... Estás endemoniada, hija mía.

—¿Endemoniada? Lo que estoy es hasta el mismísimo coño de todos vosotros —Antonio se había cuidado mucho de abrir la boca pero no pudo evitar una sonrisa—. ¿Y tú qué miras, pedazo de gilipollas?

No puede ser, se dijo a sí mismo, no puede ser, no me lo creo, es imposible que sea tan fácil, después de un año entero pasándolo mal, perdiendo el tiempo, tanto desplante, tantos gritos, tanto desprecio...

—A ti no. Sólo miro a otras, ya lo sabes.

Si el suelo hubiera sido de baldosas, habría roto unas cuantas con los tacones, con tal furia lo pisó mientras se marchaba al camerino. A partir de aquella noche, Antonio siguió coqueteando con Marisol, pero no volvió a acostarse con ella. Poco después, don Arsenio reclamó a la Palmera para presentarle a un oficial del Ejército, y aunque él nunca llegó a conocer todos los detalles del conflicto que desató aquella conversación, cuando la vio venir en línea recta, arrastrando la falda de su bata de cola como si transportara el universo en el último volante, estuvo seguro de que el hermano del hombre misterioso no había sido una causa, sino un instrumento, el capote al que Eladia embistió por su propia voluntad para ponerse en suerte a sí misma sin que nadie lo advirtiera.

Pero eso fue antes de escucharla en la puerta del tablao, antes de salir a la calle, antes de llenarse los pulmones de aire para mirar al cielo como si estuviera a punto de brindar al tendido, antes de cerrar los ojos y gritar en silencio, ¡mírame, Madrid!, ¡España, Europa, miradme bien!, este soy yo, Antonio Perales García... Cuando la apoyó en la fachada para besarla, Eladia se escurrió como una anguila, pero le cogió de la mano para echar a correr. Él lo tomó como un juego y corrió con ella hasta el portal de su casa. Hasta aquel momento, creyó que sabía lo que había pasado, lo que iba a pasar, y por qué. Media hora después, apenas sabía cómo se llamaba.

—¿Qué haces?

Cuando se sentó en el borde de la cama, Eladia seguía tapada hasta la barbilla. Él cogió su camisa del suelo y se la puso sin decir nada, pero antes de que pudiera abrocharse el último botón, ella le agarró de un brazo y le obligó a volverse.

—¿Adónde vas? —estaba sentada en la cama pero mantenía la sábana firme contra su pecho con la mano izquierda, como las mártires de la pureza que salen en las estampas, pensó él con una punzada de asco.

—Mira, Eladia —se zafó de su mano, se levantó, se dio la vuelta para mirarla a la cara—. Yo no he ido a buscarte, ¿sabes? Has sido tú la que has venido a por mí. Y si no tienes ganas de acostarte conmigo, me parece muy bien, estás en tu derecho, pero hay otras mujeres que sí tienen. Así que me voy, a ver si encuentro a alguna.

Había intentado abrazarla en el portal, en la escalera, en el recibidor, y ella no se lo había consentido. Espera, aquí no, luego, ahora no, ven, que no, déjame. Cuando ya no le quedaban excusas, todavía le pidió que esperara una vez más, porque le daba vergüenza desnudarse delante de él. En ese momento, Antonio habría mandado a la mierda a cualquier otra, pero ella era la única, y al mirarla, volvió a ver en sus ojos a aquella niña tan fea con pelos en las piernas que le enternecía sin saber por qué. Para resistir lo que pasó después, aquel cuerpo rígido como un cadáver, los ojos soldados entre sí, los puños aferrados al borde de la sábana, ya no tuvo fuerzas, ni ganas de encontrarlas.

—No sé a qué juegas, Eladia, no lo entiendo. Pero voy a decirte una cosa, la Palmera tiene razón. Para esto, ya podrías haberte marchado con Garrido y te habrías forrado, de paso.

—Te equivocas —no reconoció su voz, una hebra frágil, asustada—. Sí que tengo ganas.

—¿De qué? —ni su rostro, distinto a todas las versiones que le había enseñado hasta aquella noche.

—De acostarme contigo —le miró un momento y bajó la vista enseguida—. Me da miedo, pero quiero hacerlo.

—Miedo...

Antonio repitió esa palabra como si nunca la hubiera oído, se acercó a la cama, se sentó en el borde, se inclinó hacia ella.

—¿Por qué tienes miedo? —Eladia abrió la boca para volver a cerrarla sin decir nada—. ¿Es verdad que eres virgen? —ella asintió con la cabeza, él sonrió—. No te preocupes, no voy a hacerte daño.

—Eso no es lo que me da miedo.

Entonces fue él quien se quedó mudo mientras ella se deslizaba sobre la cama para quedarse recostada, soltando las sábanas por primera vez.

—Vamos a hacer un trato —propuso desde allí—. Yo te doy lo que tú quieres, y a cambio, en el momento en que salgas por esa puerta, te olvidas para siempre de que has estado aquí.

—Como si no hubiera pasado nada —resumió él.

—Justo.

Y para demostrar que estaba dispuesta a cumplir su parte, retiró la sábana por completo para descubrir su cuerpo desnudo. Antonio tardó unos segundos en recuperarse de aquella imagen. Después, se quitó la camisa, se metió en la cama y la abrazó.

—Muy bien, acepto —aunque impuso su propia condición—, pero tú tienes que abrir los ojos.

—¿Todo el rato? —aquella pregunta le sonó tan rara a sí misma que se rió, para que su voz, su cara volvieran a ser las de siempre.

—No, todo el rato no —él también se rió—. Sólo de momento.

Después fue él quien cerró los ojos, como si le estorbaran para sentir su boca, para comprender que era la boca de Eladia la que se apretaba contra la suya, sus dedos los que la recorrían despacio, con la suavidad precisa para no asustarla. La euforia de la conquista había sucumbido a la perseverancia de su voluntad, que infiltraba en cada centímetro de su piel la certeza de que él no quería devorar a esa mujer, sino cuidarla, mimarla, protegerla de sí misma, y nunca había sido tan paciente, nunca tan delicado como mientras sentía que el terror de una niña salvaje, parapetada tras unos sacos de semillas, se disolvía poco a poco, sus viejas heridas cerrándose una por una sin dejar rastro, ninguna cicatriz en aquella piel limpia y mullida, el esplendor bajo el que un océano de terciopelo color violeta comenzaba a agitarse para parar los relojes, para encapsular el tiempo en ampollas de cristal transparente, destinadas a preservar una emoción que él no olvidaría jamás.

—Eso me gusta.

Hasta que ella empezó a abrir los ojos por su cuenta para mirarle con asombro, la boca abierta en el umbral de un placer desconocido.

—Te gusta, ¿eh? —él tampoco conocía la intensidad del placer que hallaba en complacerla.

—Sí —el placer de mirarla mientras sus párpados caían lentamente—. Me gusta mucho...

Aquella noche ninguno de los dos durmió gran cosa, pero Eladia se despertó muchas veces, en su propio cuerpo y en el de su amante, hasta que un temporal de olas aterciopeladas y espumosas, altas como castillos, engulló una ceremonia que, tal vez, a aquellas alturas él temía más que ella, pero que fue mucho menos complicada de lo que los dos creían antes de empezar.

—Ya está —Eladia le besó en los labios y sonrió—. Ya he echado a perder el negocio de mi vida.

—¿Pero qué dices? —él la abrazó con fuerza, se pegó a su cuerpo para que notara en el vientre la huella de su sexo enhiesto—. El negocio de tu vida soy yo, tonta —y consiguió hacerla reír—, que eres tonta...

Cuando se quedó dormida con la cabeza sobre su hombro, Antonio era tan feliz que se propuso apurar la vigilia hasta que amaneciera, pero el sueño le fulminó enseguida como una droga cálida, benéfica. Unas horas después, ella abrió antes los ojos.

—¡Uy, qué tarde es!

Al escucharla, él la imitó para descubrirla de pie, desnuda en la penumbra, intentando leer el reloj a la luz que entraba por las rendijas de la persiana, pero volvió a cerrarlos cuando la levantó.

—Antonio —y siguió haciéndose el dormido mientras ella le zarandeaba—, Antonio, despiértate, que son las diez y media, no vas a llegar a trabajar...

—Desde luego que no —se dio la vuelta, la cogió por la cintura y la arrastró a su lado—, porque no voy a ir a trabajar. No pienso marcharme de aquí hasta que tú salgas por esa puerta.

—Pues tu padre te va a despedir —ella sonrió.

—Pues que me despida —él también.

—Y te vas a morir de hambre.

—Pues me muero —la apretó más fuerte, pegó su cabeza a la suya, respiró su olor—. Llevarás mi muerte sobre tu conciencia.

—Bueno, para ti la perra gorda —Eladia se revolvió entre sus brazos para besarle—. A partir de ahora, ya no es esa puerta, sino la de la calle, ¿qué me dices? Así, por lo menos, podemos desayunar.

Luego volvieron a la cama, se durmieron, se despertaron, se entregaron con idéntico fervor a la tarea de completar el catálogo de las cosas que a Eladia le gustaban más, y de las que no le gustaban tanto, volvieron a levantarse, volvieron a comer, volvieron a acostarse, y él sintió que el vapor que emanaba de sus cuerpos se condensaba en una nube ligera y sonrosada, que cubría el techo de aquella habitación para ampararles en una clase de felicidad primaria, nueva para los dos, una alegría tan complicada que no podía explicarse, tan simple que nadie sabría fabricarla. Así pasó el tiempo, como si no fuera a pasar nunca más, hasta que a media tarde ella volvió a mirar el reloj, y la expresión de su cara cambió para parecerse a la de una niña que ve cómo se pierde en el cielo el globo de colores que acaban de comprarle en una feria.

—Ya son las siete —le miró antes de aferrar su sexo con la naturalidad que él había hecho brotar sobre las cenizas de la mártir de la pureza de la noche anterior—. Vamos a despedirnos, ¿no?

Antonio creyó que aquel adiós era un mimo, y sonrió antes de complacerla, pero al terminar, Eladia le besó con una intensidad distinta, como si se volcara entera en su boca, y desvió la cabeza para no mirarle.

—Tengo que vestirme para ir a trabajar.

—Ya —él se dio cuenta de que se había puesto seria, pero no se alarmó—. Yo también tengo que irme, a ver si consigo que mi padre me perdone.

—Y preferiría que esta noche no fueras al tablao porque... Nos va a tocar aguantar chistecitos y eso...

Él asintió con la cabeza, y para convencerse de que no pasaba nada raro, se sentó en la cama, la besó otra vez y ella no sólo le respondió, sino que se levantó para acompañarle.

—Antonio —cuando ya estaba en el rellano, le llamó desde allí, ocultando su desnudez tras la hoja entreabierta—, acuérdate de que hemos hecho un trato.

—Eladia... —él se echó a reír, pero no era una broma.

—Un trato es un trato. Hay que cumplirlo —y con esas palabras cerró la puerta.

Él se quedó parado en la misma baldosa donde le había detenido su voz, mientras sentía que su columna vertebral se convertía en una cadena de espinas de hielo. Podía escuchar el crujido de la escarcha bajo su piel pero ni así creer lo que acababa de oír. Cuando pudo volver a pensar, concluyó que estaría trastornada, arrepentida quizás de haber llegado tan lejos, que habría sucumbido a un súbito ataque de pudor o a la culpa de haber roto un sombrío y remoto compromiso, nada que al cabo de unas horas, se animó, pudiera resistir la esplendorosa evidencia que habían construido juntos.

Estaba tan convencido de que su resistencia sería efímera, que aquella noche se quedó en casa para darle la ocasión de echarle de menos. Al día siguiente, se apoyó en el portal a las ocho y media de la tarde, preparado para aceptar cualquier excusa, pero no la vio. Por primera vez en más de un año, Carmelilla de Jerez cambió de recorrido para esquivarle. A las nueve y cuarto, Antonio volvió a entrar y subió las escaleras hasta el último peldaño. Sentado en el descansillo que daba acceso a las buhardillas, fumó, y pensó, y fumó, y pensó, fumó hasta atascarse los pulmones, pensó hasta embotarse el cerebro, y no logró llegar a ninguna conclusión. Las únicas explicaciones que se le ocurrían, que ella le hubiera utilizado como un instrumento para perder la virginidad con el propósito de entregarse a otro, o que hubiera fingido durante dieciséis horas seguidas un placer que no sentía, le parecieron tan absurdas que a la mañana siguiente se levantó dispuesto a no ponérselo fácil.

Desde la casa que compartía con la Palmera hasta el tablao, Eladia podía escoger muchos caminos pero el único que no la obligaba a dar rodeos era la calle Atocha. Decidido a empezar por ahí, se apostó en una esquina para verla subir y procuró no pensar en lo que estaba haciendo, no mirarse desde fuera para no verse como un espía, un atracador, un pobre desgraciado. Así se sentía cuando reconoció a lo lejos la variedad más insípida de Eladia Torres Martínez, una mujer joven y discreta que caminaba con la vista baja, zapatos planos y un pañuelo sobre la cabeza, una opacidad suficiente para que los transeúntes no repararan en ella, incapaz de ocultar a los ojos de su amante, sin embargo, la sombra de luz dorada, balsámica, que crecía a su alrededor en cada paso que daba.

—Eladia —al cogerla del brazo la asustó, aunque eso era lo último que pretendía.

—Vete —el miedo endureció sus rasgos tanto como los de aquella niña a la que él creía haber derrotado para siempre—. Largo de aquí.

—No, no me voy a ninguna parte —hablaba en un tono suave, sereno, pero no la soltó—. Escúchame, Eladia, lo único que quiero es hablar contigo. Dime qué ha pasado, qué he hecho mal...

—Nada —por fin le miró, y en su cara ya no había miedo ni rabia, sólo tristeza—. No has hecho nada mal, pero no quiero volver a verte, ¿me oyes? Tú me lo prometiste, hicimos un trato, dijiste...

—Pero eso fue antes de lo que pasó, antes...

Pegó su cara a la de Eladia, acarició con la nariz el borde de su oreja, respiró su olor, la besó en la mandíbula, y durante un instante, el que necesitó para reaccionar, ella se lo consintió. Él llegó incluso a oírla respirar con la boca antes de que empezara a negar con la cabeza.

—Eso da igual. Déjame, Antonio, déjame, por favor, no puede ser —intentó marcharse, pero él volvió a retenerla—. No puede ser.

—¿Por qué?

—Porque no —sus ojos brillaban cuando puso su mano libre sobre la que él usaba para sujetarla y empezó a forcejear con todas sus fuerzas—. No quiero verte, Antonio, ¿te enteras?, nunca más. No quiero que me hables, no quiero que me toques, no quiero que me beses, sólo quiero irme de aquí, marcharme de una vez, así que déjame en paz, déjame... —al mover la cabeza hacia fuera, algo llamó su atención y le devolvió el aplomo que le faltaba desde que se encontraron—. Antonio, si no me sueltas ahora mismo, llamo a un guardia.

—¿Qué? —él abrió la boca, agrandó los ojos, la miró como si no la conociera—. ¡No me jodas, Eladia! —y sintió que la indignación le quemaba en la garganta como un chorro de metal fundido—. ¿Pero qué es lo que te pasa? Tú estás chalada, chica...

—¿Eso crees? ¡Guardia! —entonces la soltó, retrocedió un paso, comprobó que eso no era suficiente, que ella no estaba dispuesta a ahorrarle aquella humillación—. ¡Guardia!

—No me hagas esto, Eladia —y se sintió tan desgraciado, tan ultrajado, tan pobre, que ni siquiera se le ocurrió salir corriendo—. No me hagas esto...

—¿Le está molestando este sinvergüenza, señorita?

Ella no dijo nada cuando el guardia puso la mano en la funda de la porra ni cuando Antonio le dio la espalda para marcharse muy despacio, los hombros tan hundidos como su espíritu.

—Que no vuelva yo a verte por aquí...

Al doblar la esquina se paró a mirar a su derecha. El guardia ya no estaba, pero Eladia seguía en el mismo sitio, con los brazos muy tiesos, las manos muy juntas, apretando el asa del bolso como si fuera un ancla que la mantuviera en pie, mientras le miraba con los ojos esmaltados, aún brillantes. Él levantó la mano derecha en el aire, juntó los dedos para tocar la base de la palma con las yemas y repitió ese movimiento un par de veces. Le estaba diciendo adiós. Ella dejó caer los párpados, como si no quisiera verlo.

Veinticuatro horas más tarde, se puso como un pincel, cogió dinero y se fue al tablao. Los chistecitos no le escoltaron más allá de la puerta. Llevaba la mala hostia pintada en la cara y tampoco se quedó mucho tiempo, el justo para tomarse una copa, quedar con la Palmera y tirar el taburete al levantarse en el instante en que Eladia salió al escenario.

—¿Tienes ganas de hablar? —le preguntó su amigo cuando fue a buscarle al cabaret donde se había emborrachado él solo.

—No.

De todas formas, se sentó a su lado, pidió una copa y le dirigió una mirada confusa, donde había cariño, y lástima, y piedad.

—¡Ay, requesón...! Te habría ido mejor si te hubieras quedado conmigo.

—Pues mira, sí —Antonio Perales García sonrió por primera vez en muchas horas—, la verdad es que tienes razón.

—Si es que las mujeres son muy brutas —Paco asintió con la cabeza para darse la razón y prosiguió en un tono solemne, casi filosófico—. Como nacen sabiendo que, antes o después, lo que les espera es la carnicería esa de parir... No te rías, que lo estoy diciendo en serio.

Durante algo menos de dos meses, la Palmera, el único vínculo que Eladia no había podido destruir, fue todo lo que tuvieron en común. El flamenco les miraba con la paciencia expectante de un científico que estudia una bacteria a través de un microscopio, esperando un estallido que no llegó a producirse. La saña con la que Eladia se maltrataba a sí misma al maltratar a su amante, relegó el amor que la Palmera sentía por él a un segundo plano, el decorado lejano y constante ante el que se representaba un drama incomprensible, incapaz de proyectar un desenlace en el futuro. Antonio se daba cuenta de eso y agradecía su lealtad, la compañía del enamorado que había renunciado a obtener ventaja de su confusión, pero por más que lo intentó, no consiguió ponerse a su altura. El 18 de julio de 1936 aún no había encontrado un truco para habitar con serenidad dentro de sí mismo, y ni siquiera la guerra logró arrancarle a aquella mujer de la cabeza.

—¿Destinado a Capitanía? —al leer el volante que tenía en la mano, miró al oficial de la Caja de Reclutas como si acabara de insultarle—. Esto será una broma, ¿no? Yo a donde quiero ir es al frente.

El oficinista no levantó la vista de sus papeles mientras le respondía en un tono mecánico, como si estuviera aburrido de repetir la misma frase.

—Al frente van los mayores de veintiún años. Tú no los tienes, y te quedas en Madrid. En Capitanía también hacemos la guerra.

—Pues yo tengo amigos que...

—Porque se habrán alistado en batallones sindicales —esa respuesta también se la sabía de memoria— o en las cajas de los partidos, pero tú has venido aquí y no me digas que renuncias porque no se puede. ¡Siguiente!

—De siguiente, nada... ¡Yo no me voy de aquí hasta que no arregle esto!

Un capitán de unos treinta años, que sacaba carpetas de un archivador, se volvió a mirarle con una sonrisa benévola y burlona a partes iguales.

—¿Qué pasa, que te ha dejado la novia y quieres que te maten, para que se joda cuando se entere de que has muerto como un héroe? —el recluta se puso tan colorado que la sonrisa del capitán se ensanchó—. Mira, chaval, no hagas tonterías y márchate, que bastantes problemas tenemos aquí ya.

Pero ese mismo capitán fue a buscarle la primera semana de noviembre, cuando todavía le faltaban tres meses para cumplir diecinueve años.

—¿Te has arreglado con tu novia, Perales?

—No, mi capitán.

—Pues enhorabuena, porque los fascistas están en Aranjuez y ya no le hacemos ascos a nadie, ¿sabes? Así que, si sigues queriendo guerra, te vas a hartar...

Estuvo en el frente hasta que se estabilizó, pero ni le mataron ni le dejaron quedarse. A primeros de abril de 1937, se reintegró a su puesto en Capitanía, una mesa en la que no cabían todas las carpetas que se habían acumulado durante sus cinco meses de movilización extraordinaria, aunque antes le dieron tres días de permiso. Volvió a casa dispuesto a aprovecharlos bien, pero el camión que le trajo desde Guadalajara lo depositó en Antón Martín a las ocho y veinticinco minutos de la tarde.

—¡Antonio!

Eladia, que subía la cuesta embutida en un disfraz de miliciana al que no le faltaba detalle, le vio primero. Él tuvo que mirarla dos veces antes de reconocerla, y al lograrlo, el asombro le paralizó ante el portal de su casa.

—¿Estás bien? —le preguntó cuando estuvo a su altura, y él asintió con la cabeza—. Me alegro de verte.

En ese instante, las tres hermanas Perales cruzaron el portal corriendo para lanzarse sobre él. Él les devolvió los besos, los abrazos, y cogió a Pilarín en brazos antes de subir. La balanceó, tomando impulso como si pretendiera lanzarla hacia delante, y mientras la niña se reía, se volvió hacia la izquierda. Eladia seguía allí, mirándole. Antonio enderezó a su hermana, la besó en el pelo y entró en el portal sin decir nada, pero por la noche, después de cenar, fue a la calle Tres Peces a preguntar por Julián y él mismo le abrió la puerta.

—Hay una chica que está con vosotros, Eladia, no sé si la conoces... —él negó con la cabeza, pero Antonio insistió, porque era imposible que no se hubiera fijado en ella—. Sí, hombre, una morena que baila flamenco...

—¡Ah, sí! —Julián sonrió con los ojos antes que con los labios—. Pero se llama Carmela.

—Bueno, ese es su nombre artístico.

—No veas cómo está de buena —Antonio asintió con la cabeza, porque en los cinco meses que había pasado dentro de una trinchera no había visto otra cosa—. Claro, que yo la conozco sólo de vista. Vino por la sede a principios de noviembre, poco antes de que me marchara al frente, y anteanoche, cuando me pasé por allí, volví a encontrármela, aunque tampoco me fijé mucho, porque... —hizo una pausa, le miró, sonrió—. Me han destituido.

—¿A ti? No jodas.

—Sí, pero me da igual. Pensaba volverme al frente de todas formas, y aquí hace falta alguien que se encargue de todo, lo que pasa... Bueno, ha sido a traición, ¿sabes? No ha habido una dirección provisional, ni un comité, nada. Ni siquiera me han esperado para votar.

Antonio se paró, miró a su amigo, estudió su expresión y avanzó un nombre casi con miedo.

—¿Tito? —Julián volvió a asentir, volvió a sonreír—. ¡Joder! A quien se lo cuentes...

A los quince años, cuando dejó de crecer, Ernestito Jiménez medía ciento cincuenta y cuatro centímetros, cinco más que su padre, que había hecho instalar una tarima al otro lado del mostrador de su ultramarinos para aumentar la altura desde la que derramaba sobre sus clientas un servilismo equitativamente astuto y empachoso.

—Buenos días, doña María, ¿cómo nos hemos levantado esta mañana? Permítame obsequiarla con uno de estos caramelitos de menta, que sé que le agradan mucho...

El único hijo varón del señor Ernesto empezaría a trabajar con él en la calle Amor de Dios después de abandonar el colegio Acevedo, donde había coincidido con Antonio y con Julián, con Roberto el Orejas y Vicente Puñales, sin haber llegado a hacerse amigo de ninguno.

—¿Y tú por qué eres tan redicho, Tito? —le preguntaban, para obtener a cambio una mirada atravesada que les daba más risa que su manera de hablar—. ¿Por qué dices agradar en vez de gustar, y obsequiar en vez de regalar, y usas diminutivos todo el rato?

Nunca les respondía con palabras, pero al día siguiente se apresuraba a correr hacia el maestro en el instante en que le veía abrir la puerta.

—Buenos días, don Ramiro. Me he permitido traerle unos huevos de corral, que sé que le agradan mucho.

—Gracias, Tito, pero no puedo aceptarlos, de verdad, no hace falta...

—Nada, nada —su alumno le ponía una huevera de cartón entre las manos sin atender a sus excusas, la sonrisa mecánica que no lograba enmascarar su incomodidad—. Tengo mucho gusto en obsequiárselos. Son de esta misma mañana, están fresquitos, fresquitos...

Cuando empezó a darles clase en el colegio Acevedo, Ramiro Fuentes acababa de terminar Magisterio, la única carrera que sus padres habían podido pagarle. No tenía vocación de profesor, pero era muy joven, muy paciente y, en general, demasiado bueno para aquella escuela donde pensaba permanecer el tiempo imprescindible para pagarse la carrera de Filosofía, ni un día más. Cuando le conocieron, Antonio era un estudiante mediocre y Julián el primero de la clase, pero ambos se prendaron por igual de aquel universitario repleto de entusiasmo, que enseñaba como si contara cuentos y acertó a convencerles de que no tenían que formarse por su bien, sino por el de toda la Humanidad.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 75 | Нарушение авторских прав


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