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—Porque sólo los hombres cultos son libres, y en el supremo esfuerzo revolucionario que traerá consigo la emancipación de nuestros hermanos, no caben quienes han desperdiciado el privilegio de recibir educación...
Ramiro Fuentes era anarquista, y por las tardes, al salir de clase, se reunía con un grupo de alumnos en la lechería de la calle Tres Peces para embelesarlos con hermosas parábolas de justicia y fraternidad, que tenían mucho más éxito que las lecciones que dictaba en el aula. Tito ni siquiera llegó a asomarse a aquellas reuniones en las que el Orejas y el Puñales se dejaban caer de vez en cuando. Sin embargo, Antonio no se perdió una hasta que su padre lo mandó a la calle San Agustín, a recoger unas octavillas de propaganda del almacén.
—Los anarquistas tenéis buenas intenciones, pero estáis muy equivocados.
La imprenta Guzmán era uno de los negocios más antiguos del barrio, pero aquella tarde de 1934, detrás del mostrador sólo estaba Silverio, un chico de su edad al que ya conocía, porque antes de que su abuelo materno se hubiera ofrecido a pagar lo que hiciera falta con tal de sacarle del colegio de las monjas, había coincidido allí con Julián, con Roberto y con Vicente.
—¿Están todas? —le preguntó Antonio antes de pagar.
—Sí. Léelas, si quieres, aunque no tienen erratas —después de decirlo se puso colorado, como si se avergonzara de aquel modesto alarde de arrogancia—. Las he hecho yo, y las he corregido dos veces.
El tono en el que pronunció aquella explicación invitaba a su interlocutor a despedirse después de revisar el trabajo, pero produjo un efecto distinto. El chico que había aprendido el oficio de don Silverio Guzmán, el único trabajador del barrio a quien los vecinos respetaban tanto que jamás le apearon el tratamiento, tenía diecisiete años, uno más que el hijo del señor Antonio, a quien esa edad le pareció demasiado corta para manejar las dos enormes máquinas contra las que se recortaba su silueta desgarbada, larguirucha, embutida en un mono perdido de manchas negras de todos los matices, brillantes las de grasa, opacas las de tinta.
—¿En serio? —Antonio frunció las cejas sin decidirse a dejar el dinero sobre el mostrador, y recibió a cambio una expresión equivalente.
—¿No te lo crees? —su cara pálida, sembrada de pecas y de las negras tiznaduras de sus dedos, reveló que la pregunta no le había hecho gracia.
—Sí, sí, claro que me lo creo, lo que pasa... —se detuvo a escoger las palabras para no agravar una suspicacia que no había pretendido despertar—. No sé, es que esas máquinas parecen muy complicadas, ¿no?
—Ya —entonces sonrió, como si se sintiera seguro de repente—, pero las octavillas no las hacemos ahí, sino en una Minerva de pedal, pequeñita, que es una preciosidad... ¿Quieres verla?
El vendedor de semillas nunca había oído a nadie piropear a una máquina, y no supo qué decir, pero su anfitrión interpretó su silencio como un asentimiento y volvió a sonreír antes de guiarle hasta el fondo del local.
—Mira, es esta, ¿ves? —la acarició con las manos como si fuera una mujer, dejando que sus dedos resbalaran muy despacio por los tirantes que unían las ruedas posteriores con las anteriores mientras sonreía de una manera distinta, para seducir a la Minerva, no a su cliente—. Una maravilla. Sencilla, suave de manejar pero dura como una piedra. No se ha estropeado nunca. Es mi favorita, da gusto trabajar con ella.
Mientras Silverio declaraba su amor por aquella máquina, Antonio se fijó en una pila de folletos que reposaban en el suelo, V.I. Lenin, Discurso a los jóvenes. Cogió uno, y mientras lo hojeaba, el impresor se acercó a él.
—¿Esto también lo haces tú?
—Sí, para mis camaradas, en los ratos libres.
—¿Eres comunista? —Silverio asintió—. Yo soy anarquista.
—Lo sé. Conozco a Ramiro, a él también le hago panfletos, no creas.
—Cobrando —Antonio sonrió.
—Cobrando, sí —el impresor le devolvió la sonrisa—, pero una miseria, porque me llora mucho.
—Me lo puedo imaginar.
Los dos se rieron antes de volver al mostrador, donde un chico no mucho más joven, con aspecto de aprendiz, atendía a una señora. Silverio le preguntó dónde había puesto las octavillas, pero Antonio le detuvo antes de que tuviera tiempo de ir a buscarlas.
—Espera, porque me acabo de acordar... Ya sé que tu Minerva nunca se estropea, pero ¿y las demás? ¿A quién llamáis cuando tienen una avería?
—A nadie. Intentamos arreglarlas nosotros mismos. ¿Por qué lo dices?
La registradora que se habían encontrado cuando compraron el local del almacén, una National de carcasa dorada, con más de treinta años a cuestas, había dejado de funcionar. Las teclas de la derecha estaban bloqueadas y el técnico les había dicho que tendría que llevársela al taller para hacerle una reparación tan costosa que el padre de Antonio no acababa de decidirse entre pagarla o comprar una nueva, más moderna. Mientras tanto, hacían todas las operaciones a mano, y cuadrar las cifras cada tarde les costaba un sino.
—¡Qué disparate! —Silverio abrió mucho los ojos al oírlo—. Ni se os ocurra cambiarla, esas máquinas son buenísimas y lo que tiene es una tontería, seguro... —se quedó un instante pensando, antes de volverse hacia el aprendiz—. ¿A ti te importa quedarte solo a cerrar? —el chico negó con la cabeza y Silverio sonrió—. Si esperas un momento, me voy contigo y le echo un vistazo.
—¿Sí? —Antonio se quedó tan sorprendido que no fue capaz de añadir nada hasta que Silverio volvió a salir, con una camisa tan blanca como sus dientes y las manos limpias excepto por el cerco negruzco, perpetuo, de las uñas—. Oye, muchas gracias, pero tampoco hace falta... Quiero decir...
—No te preocupes. No hay nada en este mundo que me guste más que arreglar una máquina estropeada.
Cogió un paquete de octavillas y le dio el otro para precederle hasta la puerta con tanto ánimo como si se fueran juntos de excursión.
—Pero... ¿Y las herramientas? Nosotros no tenemos.
—Aquí —metió la mano derecha en el bolsillo, le enseñó un cubilete de hojalata que una vez estuvo lleno de caramelos de café con leche, y lo agitó en el aire como si fuera un sonajero—. Vamos.
Al llegar, se quedó mirando la registradora como si fuera una persona a la que le acabaran de presentar. Después la tocó, recorrió con los dedos los sinuosos contornos de metal dorado, adornados con hojas y pámpanos grabados en relieve. Por último, se sacó el cubilete del bolsillo y de su interior un destornillador muy pequeño, sin mango pero con dos puntas diferentes, mientras Antonio pensaba que, si pudiera verle, la Minerva tendría tal ataque de celos que se estropearía por primera vez.
—¡Qué bonita eres! —murmuró mientras empezaba a desatornillar la carcasa—. Vamos a ver qué te pasa...
Cuando dejó las tripas de la máquina al descubierto, volcó con cuidado el cubilete encima del mostrador y el padre de Antonio miró a su hijo como si los tres estuvieran igual de locos. Todas las herramientas que Silverio había traído consigo eran media docena de horquillas, otras tantas gomas, cuatro tornillos, dos muelles medianos, otros dos diminutos, varillas metálicas de distintos grosores y unos alicates pequeños, de manicura. En el otro bolsillo, llevaba un bote de lubricante. Con eso, y un trapo que pidió prestado, tardó veintidós minutos en dejar la máquina como nueva.
—Ya está —antes de atornillar de nuevo la carcasa, comprobó que el mecanismo que había improvisado con dos horquillas y una goma resistía la presión sin descomponerse—. Va a aguantar de sobra, pero mañana, o pasado, cuando tenga un rato, os hago un fleje en el taller y os la dejo en condiciones.
En ese momento, fue Antonio quien miró a su padre y sonrió. Silverio se sonrojó cuando el dueño de la National le preguntó cuánto le debía, y se negó a cobrarles. Lo menos que podía hacer era darle dinero a su hijo para que le invitara a tomar algo por ahí, y por la misma razón, él no se atrevió a decir que tenía reunión en la lechería. Estuvo bebiendo, hablando con Silverio hasta medianoche, y a la altura de la segunda cerveza, el impresor se animó a explicarle por qué, en su opinión, los anarquistas estaban equivocados.
—La teoría es muy bonita, sí, preciosa, la exaltación de la fraternidad, la vida comunitaria, el regreso al estado natural, la abolición del dinero, de toda autoridad... Muy poético, pero la poesía no sirve para luchar contra el fascismo, porque el fascismo es la guerra. Ya lo ha dicho Dimitrov, y si no, al tiempo...
Antes de escuchar a Ramiro Fuentes en la lechería, a Antonio Perales ni siquiera se le había ocurrido que la política, aquel inocente pasatiempo que su padre simultaneaba muy de vez en cuando con las mujeres, pudiera llegar a interesarle alguna vez. Después, cuando empezó a sentir que las historias que su profesor contaba fuera de clase tenían la virtud de convertirle en una persona mejor, tampoco se le pasó por la cabeza que la poesía tuviera algo que ver con la fraternidad universal, aquel dorado sueño que sabía ablandarle los ojos y calentarle el corazón. Pero aquella noche sí se dio cuenta de que, sin un destornillador entre las manos, Silverio no era, ni de lejos, tan brillante como Ramiro, y eso fue lo que más le impresionó. Porque su nuevo amigo era tan tímido que bajaba la barbilla, como si pretendiera convencer al cuello de su camisa, cada vez que algún parroquiano se acercaba a escuchar lo que estaba diciendo, pero ni su repentino tartamudeo ni el sonrojo de sus mejillas restaban un ápice de potencia a las palabras sencillas que le hicieron descender desde una tierna nube hasta el duro suelo de los problemas de todos los días. Cuando se despidieron, estaba perplejo y excitado, sorprendido y, sobre todo, decidido a saber más. Por eso, le agradeció tanto a Silverio que, al llevar al almacén la pieza prometida, le trajera también un ejemplar del discurso de Lenin a los jóvenes. Cuando acudió a la que sería su última reunión en la lechería, se lo había aprendido casi de memoria. Todo lo demás fue fácil.
—Mira, Antonio, lo he estado pensando y lo mejor es que el jefe seas tú.
—¿Yo? Pero si yo no sé nada, tú...
—No —Silverio fue inflexible—. Tú eres atractivo, tienes labia, te gusta hablar, le caes bien a la gente, sobre todo a las mujeres, y es muy importante gustar a las mujeres, así que... Yo soy un desastre, ya lo sabes. Cuando hablo con más de dos, me pongo nervioso, cuando me pongo nervioso, tartamudeo, y cuando tartamudeo, me suben los colores. Lo mío son las máquinas. Se me dan mucho mejor que las personas, así que... Yo te cubriré las espaldas, si hace falta, pero el que tiene que dar la cara eres tú.
Ese fue el único estatuto previo a la fundación de las Juventudes Comunistas en Antón Martín, un proceso que muy pronto le dio la razón a Silverio. Si el carisma de Antonio el Guapo reclutó en una tarde al Orejas y al Puñales, su belleza atrajo a la mitad de las chicas del barrio a una organización que, durante algunos meses, sería una rareza, la única célula comunista con más militantes femeninas que masculinas del centro de Madrid. Pero su progreso no se debió solamente a eso. Después de convencerle para que pusiera su atractivo físico al servicio de la causa, Silverio, que nunca dejó de ser el teórico, descubrió en Antonio otra condición tan notable como excesiva.
—Es muy sencillo. Lo único que hace falta es alquilar un local. Primero hacemos una rifa, ¿no?, convencemos a los militantes de que aporten... Yo qué sé, libros, sombreros, ropa, cosas así, tú haces unas octavillas, las repartimos en la puerta del metro, y hacemos un mitin, pero no uno corriente, ¿sabes?, que a esos no viene nadie, sino un mitin-verbena, buscamos unos músicos...
—Oye, Antonio —Silverio levantó las manos en el aire para interrumpirle—, dime una cosa. ¿Tú eres hombre-lobo, o algo así?
—¿Yo...? No. ¿Por qué lo dices?
—Porque hay luna llena y no se me ocurre otra explicación para el follón que estás liando. Lo único que yo he dicho es que convendría hacer un acto a favor de la amnistía, no que nos volvamos locos.
Pero Antonio Perales García era un conspirador nato, un maquinador incesante de planes fabulosos, siempre brillantes, siempre desproporcionados, que a veces funcionaban mucho mejor de lo que su jefe político podía calcular cuando se resignaba a ponerlos en práctica.
—¿Qué quieres que te diga? Es lo mismo que matar moscas a cañonazos, pero si te empeñas...
Aquel mitin-verbena, que al final se celebró en un descampado y con un simple organillo en vez de una orquesta, fue un éxito porque Silverio rebajó a la mitad las pretensiones del proyecto inicial. Desde entonces, Antonio se acostumbró a regatear con él, aunque la ambición de sus planes no dejó de crecer. Tampoco echó a perder sus viejas amistades. Julián y él nunca dejaron de ser amigos y, aunque canturreaba La donna è mobile cada vez que se lo encontraba por la calle, Ramiro le siguió tratando con el cariño y la confianza de siempre hasta el 25 de julio de 1936, cuando se dieron el último abrazo junto a la trasera de un camión cargado de voluntarios.
—¡Ven aquí, Judas! —exclamó al verle llegar corriendo, y su desertor predilecto no se rió menos que Julián—. Dame un abrazo, anda, que tanto citar a Dimitrov, y al final, ya ves quién tiene que irse a ganar la guerra...
—Cuídate mucho, Ramiro —Antonio le estrechó con tanta fuerza como la que recibió de los brazos de su maestro—, y mata a muchos fascistas por mí.
—Lo haré, descuida... —después abrazó a Julián, se subió al camión y se despidió de los dos al mismo tiempo—. Portaos bien y no hagáis tonterías, porque las guerras se ganan también en la retaguardia. Que no se os olvide.
Ramiro Fuentes era de los buenos, y por eso le mataron muy pronto, antes de cumplir una semana en el frente. Como no tenía familia en Madrid, le enterraron en el cementerio de Guadarrama, pero sus viejos alumnos lo lloraron igual, y en septiembre, cuando pasó el primer susto, organizaron un acto en su memoria. Julián, que se había puesto al frente de la CNT en el barrio, gestionó los permisos, hizo el programa y le pidió a Antonio que hablara desde el escenario del cine Doré, para darle la oportunidad de ver a Tito sentado en la primera fila con un uniforme militar de fantasía.
—¿Y ese gilipollas?
—Pues ya ves... —Julián hizo una pausa para mirarle—. Apareció por la sede en cuanto Ramiro se marchó a la sierra, y ahí sigue, diciendo tonterías. De la noche a la mañana, es el más radical, el más puro, el más inflexible. Esta mañana ha propuesto una votación para que te elimináramos del programa por enemigo de la revolución, así que...
—¿De verdad? —su amigo asintió con la cabeza—. ¿Y tú qué le has dicho?
—Que como no se me quitara de delante, le iba a meter una hostia que le iba a entornar —Antonio celebró esas palabras con una carcajada, pero su amigo no le imitó—. No me gusta un pelo, fíjate lo que te digo.
—¿Quién, Tito? Pero si es inofensivo, Julián.
—No, no te equivoques —la preocupación pesaba sobre sus cejas como un trazo sombrío—. Ahora mismo, tal y como están las cosas, nadie es inofensivo, y menos todavía la gente con la que se junta ese, los que se van a la pradera por la noche y vuelven al día siguiente con reloj, y una sortija para su mujer... Me acuerdo mucho de Ramiro, ¿sabes?, de aquello que nos dijo antes de marcharse, que las guerras también se ganan en la retaguardia. Y a veces, hasta me alegro de que lo mataran, no te digo más.
Julián cerró el homenaje. Hablaba como Ramiro le había enseñado, en el mismo tono, con los mismos gestos pero más pasión que su maestro, una intensidad que brillaba en sus ojos e inflamaba sus mejillas con el color, el calor de las palabras que pronunciaba. No era un chico apuesto ni demasiado alto. Siempre había llevado gafas, y estaba tan delgado que nadie entendía que manejara las cántaras de leche con tanta facilidad. Sin embargo, al mirarle, Antonio entendió que Tito fuera su enemigo, porque Julián era bueno, era fuerte, era inteligente, sensible, honrado, y sus virtudes afloraban a su voz, impregnaban sus palabras con una emoción que nunca estaría al alcance del miserable hombrecillo que fruncía los labios mientras le escuchaba.
Sin una guerra de por medio, aquel redicho que regalaba huevos a los profesores mientras esperaba a que llegara el momento de obsequiar a las vecinas caramelitos de menta, no habría encontrado ninguna manera de escapar a su destino. Pero la guerra, aparte de matar a personas como Ramiro, había hecho saltar las tapas de las alcantarillas. En todos los partidos había personas admirables, como Julián, y personas despreciables, como Tito, cada vez más peligrosas, más dañinas, aunque al principio nadie les hubiera dado importancia. En julio, en agosto, con Mola en la sierra y los moros avanzando desde el sur, lo único importante era sofocar la sublevación, pero antes de que terminara el verano, la Guardia de Asalto había empezado a hallar resistencia donde no la esperaba, grupos que actuaban por su cuenta, que se oponían a su autoridad y suponían un problema para los agentes que intentaban entrar en sus sedes. Antonio sabía que su padre había tenido que elegir entre las órdenes de sus superiores y las quejas de sus jefes del sindicato, pero, Perales, vamos a ver, ¿es que ya no quedan quintacolumnistas en Madrid? ¿No tenéis otra cosa que hacer que tocarles los cojones a los compañeros? Luego decían que el gobierno ya lo estaba arreglando, pero que lo importante era la guerra, la guerra... En septiembre de 1936, Antonio miró a Tito a los ojos y se preguntó si dejar cualquier clase de poder al alcance de gente como él era un asunto tan secundario como parecía.
Siete meses más tarde, cuando volvió a casa y a Capitanía después del último coletazo de la batalla de Madrid, Tito ya le había respondido, armando a Eladia y destituyendo a Julián. Entonces, mientras lamentaba más que nunca estar a salvo, lejos del frente, la primera de esas noticias le afectó mucho menos que la segunda. La degradación de Julián no le dolía sólo por su amigo, ni porque fuera injusta, sino porque liquidaba el recuerdo de Ramiro, la luz juvenil de las tardes de la lechería, la inocencia de su maestro, de los alumnos que se arremolinaban a su alrededor para merendar nata aderezada con azúcar y promesas de un futuro feliz. Frente a las cenizas humeantes de la primera utopía que amó, la imagen de Eladia vestida de miliciana, con aquellos pantalones que le sentaban tan bien como las batas de cola, no pasaba de ser una estampa pintoresca de consecuencias en teoría temibles, pero excitante e inofensiva en la práctica.
—¡Joder, Eladia! —cuando se acostumbró a verla así, volvió a bajar a la calle a las ocho y media todas las tardes, para cumplir su parte del trato y comportarse como si nunca hubiera pasado nada—. Estás tan buenísima que metes más miedo con el canalillo que con la pistola, no te digo más.
—¿Sí? —y ella, con el tiempo, volvió a replicarle—. Será que los comunistas sois tan cobardes que os da miedo cualquier cosa.
—¡Uhhhh! —él encogía los hombros, se tapaba la cara con los dedos, e improvisaba un gesto de terror—. Qué horror, no me lo recuerdes...
La Palmera, que era el único asustado de los tres, le reprochaba su ligereza, aquellas bromas que el día menos pensado iban a darles un disgusto.
—Una pistola es una pistola, requesón, y Eladia tiene muy mala leche, así que a ver si nos dejamos de coñitas.
Pero Antonio no se la tomó en serio hasta mucho tiempo después, una noche de invierno de 1938, cuando ya se había salido con la suya y era un soldado más con una noche de permiso.
Teruel estaba lejos, pero su conquista había trastocado algunos sectores del Ejército del Centro. La pérdida de la ciudad los devolvió a sus posiciones originales, y la derrota le pesó más que la larga marcha que le permitió volver a casa durante unas horas, prólogo de otra extenuante caminata que culminaría con su retorno a las riberas del Henares. Sobre todo porque allí, en un paraje sin nombre de la provincia de Teruel, se había quedado Vicente el Puñales, la única razón por la que se atrevió a desobedecer una orden desde que se alistó.
—¡Perales! ¿Adónde crees que vas? ¡Vuelve aquí ahora mismo!
—No puedo dejarle ahí, mi capitán —tampoco logró explicarse mejor mientras seguía reptando por el suelo para recuperar el cadáver—. No puedo...
Consiguió engancharle por la axila y arrastrarle hasta la trinchera que acababan de abandonar un segundo antes de que una granada levantara la hierba donde había caído, pero aún tendría más suerte aquella noche.
—¡Alto! —aunque al escuchar el ruido de otro cuerpo cayendo en la zanja se asustó tanto que ni siquiera reparó en que venía de sus propias líneas—. ¿Quién eres?
—¿Pues quién voy a ser, tontopollas? —en aquel insulto tan peculiar, antes que en su voz, reconoció al Olivares—. Yo. He venido a ayudarte. ¿O es que te crees que vas a poder tú solo con él?
Pepe prendió el chisquero para iluminar su cara mientras hablaba, pero Antonio no distinguió su rostro porque estaba viendo la calle Santa Isabel, el colegio Acevedo, el patio donde unos niños jugaban al gua y le decían que se fuera, que ellos no se juntaban con paletos. Allí estaba el Puñales, con el pelo muy negro y los hombros muy anchos desde pequeñito, el segundo amigo que hizo en Madrid, ¿sabes lo que te digo?, que me caes bien, paleto, otra mañana, el mismo patio y Julián sonriendo. Eso veía Antonio, eso escuchaba mientras su nariz aspiraba un aroma confuso, polvo de tiza, goma de borrar, el chorizo del bocadillo de la merienda pringándole los dedos. Aquel perfume triste, irrecuperable, palpitaba entre sus sienes al ritmo de las canicas que abultaban los bolsillos de sus pantalones cortos, chocando entre sí, vivas y alegres, en el fondo de aquella zanja donde iba a quedarse enterrada su infancia. Pepe, que no podía saberlo, le miraba sin decir nada, como si supiera que estaba de más, que su camarada habría preferido estar solo para llorar sin testigos, para abrazar el cadáver de su amigo y acunarse con él en la memoria del niño que la guerra no había podido arrebatarle. Eso era lo que quería hacer Antonio, eso necesitaba, y sus ojos decidieron abandonarse a un llanto que abarcaba la pérdida de un soldado y de un mundo completo, el lugar donde había sucedido su niñez, una ciudad que había dejado de existir, a la que nunca podría volver porque Vicente no saldría andando con él de aquella trinchera.
—Perdona —fue lo único que acertó a decir al darle la espalda a un hombre vivo para volcarse sobre un hombre muerto.
Después, cuando el cuerpo del Puñales ya estaba apenas tibio entre sus brazos, un instinto enterrado en un ignorado recodo de sí mismo le impulsó a soltarlo, a estirarlo bien, a cubrir una cara que ya no era la de Vicente para esperar al amanecer. Sólo entonces volvió a acordarse de Pepe, se volvió hacia él, y en la penumbra indecisa de una noche limpia, estrellada, contempló el rostro del hombre que había escuchado sus sollozos, las palabras inconexas que habían acompañado a las yemas de sus dedos mientras acariciaban las cejas, los ojos, los labios que no volverían a decir su nombre. Antonio habría preferido llorar a solas, pero el impúdico espectáculo de su dolor, aquella pena irremediable que se había ido enfriando poco a poco, había tenido un espectador y no sintió vergüenza al mirarle.
—Perdona —repitió, e intuyó que Pepe buscaba algo en sus bolsillos, que lo encontraba, que era tabaco.
—No tengo nada que perdonar.
El andaluz le ofreció un pitillo y él lo aceptó, lo arrimó al chisquero que volvió a iluminar su cabeza.
—Gracias. Era mi amigo.
—Lo sé.
Con cualquier otro habría sido distinto. Con cualquier otro habría sido difícil. Cualquier otro le habría estorbado, le habría molestado, habría interrumpido su duelo con palabras, con preguntas, la insufrible torpeza de quienes se empeñaban en hacer llevadera la insoportable carga de la muerte. Pero Pepe sabía estar callado y supo esperar hasta que Antonio comprendió que no soportaba ni un solo segundo de silencio más, hasta que rompió a hablar como si cada sílaba que brotaba de su boca tuviera la virtud de suturar una herida que los dos sabían que no volvería a cerrarse. Durante aquellas horas, Antonio tuvo la sensación de que se habían contado su vida, pero en realidad, casi todo el tiempo había hablado él, y casi todo el tiempo había hablado de Eladia. Eso tampoco le pesó.
Cuando se consumó la retirada y tuvo la oportunidad de pedir permiso para pasar una noche en su casa, le invitó a ir con él. Pepe aceptó porque también estaba muy sucio, muy cansado, y el placer de bañarse, de dormir en una cama, compensaba el mal trago de acompañar a Antonio a casa de Puñales. El padre, que ya había perdido otro hijo en aquella guerra, les agradeció su condolencia con palabras. La madre, sentada en una silla con la mirada perdida, los labios cerrados, los ojos secos, como muertos, ni siquiera giró la cabeza para mirarles. Aquel dócil, silencioso ejercicio de desesperación les impresionó tanto que salieron a la calle Atocha sin hablar, y ninguno de los dos había despegado los labios todavía cuando pasaron por delante de una taberna que les llamó la atención. Todavía eran las ocho menos diez, la tierra de nadie previa al apagón de cada noche, y aquel local tenía la mitad de las luces encendidas. Así, Antonio pudo ver a Eladia acodada en la barra, sonriendo a las palabras de un hombre alto y moreno, al que Tito escuchaba con la misma atención y una mano encima del brazo de la bailaora.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 64 | Нарушение авторских прав
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