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Un extraño noviazgo 2 страница

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—Hola, Manolita.

Bastó que su acompañante me llamara por mi nombre para que Juani se irguiera. Después se metió los dedos debajo de las gafas, se estiró la ropa y sacudió los hombros con suavidad.

—Déjame, Petra... —tenía la cara muy pálida, los ojos brillantes, los labios tensos y una mina de hierro, el remoto depósito interior del que estaba sacando las fuerzas suficientes para no venirse abajo—. Ya estoy bien, de verdad.

—Te he traído las vueltas —anuncié mientras buscaba en el monedero hasta el último céntimo—. Toma.

—Gracias —me puso una mano en el hombro—. Y ánimo.

—Mucha suerte, Manolita —Petra me apretó el brazo al pasar a mi lado y cuando se marcharon, descubrí que me había quedado sola en aquel pasillo. Martina se me había adelantado para esperar en una especie de vestíbulo, ante una puerta cerrada.

—Ahora hay que esperar a que traigan a los nuestros.

Yo no dije nada. Seguía viendo a Juani, preguntándome qué podría pasar tras una puerta cerrada entre una mujer enamorada y un hombre condenado a muerte, cómo serían sus besos, sus abrazos, qué palabras usarían, sabiendo que les quedaban tan pocas. Recordé el inesperado elogio con el que Toñito se había premiado a sí mismo, más que a mí, por haberme embaucado en aquel disparate, te has convertido en una chica muy valiente, y volví a pensar que aquel adjetivo era demasiado pesado para mis hombros. La escena que acababa de contemplar me había aplastado de tal forma que ni siquiera me puse nerviosa. Sólo podía pensar que, por muy amarillos que se le hubieran puesto los ojos al guardia de la entrada, seguía siendo afortunada. Entonces se abrió la puerta y otro funcionario nos repasó con la mirada antes de cedernos el paso. Martina entró corriendo. Yo, andando despacio.

Mis ojos, habituados al resplandor de la bombilla, apenas distinguieron los bultos alargados de dos hombres de pie. Mi nariz percibió enseguida, a cambio, un olor tan espeso como un puñetazo, en el que una concentración muy elevada de la pestilencia que invadía toda la cárcel se sumaba a la del sudor, la humedad, y un aroma violento, especiado, ácido y misteriosamente dulzón a la vez. Era el olor del sexo, pero yo no lo conocía. Cuando Silverio me saludó, forcé la vista y antes que su cara distinguí una sombra pequeña que trepaba por las paredes. Cucarachas, me dije, qué alegría, y me entraron ganas de llorar. Siempre sentía ganas de llorar al ver una cucaracha, pero cuando busqué más, mi mirada se tropezó con un monstruo mayor, de dos cabezas, Tasio y Martina tan juntos como si compartieran un solo cuerpo, la sombra blanca de la pierna que ella había encajado en la cintura de su novio destacando sobre la mancha oscura de la ropa del preso. Volví a mirar al Manitas y a la luz de un ventanuco que nunca se abría para ventilar, ni para limpiar un cristal tan sucio que apenas dejaba pasar una claridad grisácea, tamizada por el polvo, logré ya verle bien. Su ropa era más clara que la de Tasio y pensé que se iba a llenar de manchas, pero eso no iba a ser nada en comparación con la ruina del vestido blanco de Jacinta. Eso fue lo último que pude pensar en un buen rato, porque a partir de ahí, todo se precipitó para avanzar mucho más deprisa que mi entendimiento.

—Mira, Silverio, tenemos que...

Yo tenía un plan, pero era imposible ponerlo en práctica con una lengua dentro de la boca. Cuando la suya empezó a buscar la mía, no había tenido tiempo de oponer resistencia. Era gruesa, caliente, y sobre todo extraña mientras se movía contra el filo de mis dientes, una agresión blanda, indolora pero desconcertante, desagradable y sin embargo tan poderosa que por un momento concentró toda mi atención, aislando mi nariz de aquel olor hediondo, desterrando a las cucarachas para afinar a cambio mis oídos, que percibían un jadeo diferente, ahora rítmico, regular, la banda sonora de la pareja que había cambiado de postura a mi derecha. Me había preguntado muchas veces cómo serían los besos en la boca, pero Silverio no me concedió el plazo suficiente para hallar una respuesta. Un segundo antes de descubrir que quizás su lengua no me disgustaba tanto como al principio, sus manos cambiaron de lugar. Al besarme, habían recorrido mi espalda mientras me apretaban contra él. Después, habían ido bajando para acariciar mis caderas. Desde allí, las hizo subir para rodear mi cintura y las deslizó entre su cuerpo y el mío para posar las palmas sobre mis pechos. Los apretó sin hacerme daño y me devolvió la cordura junto con el control de los brazos. No perdí el tiempo en apartar sus manos. Apoyé las mías en sus hombros y empujé con todas mis fuerzas.

—¿Pero qué pasa?

—¿Que qué pasa? —él me lo había preguntado sin levantar la voz y yo contesté en el mismo volumen, aunque procuré impregnar mis susurros con un tono de indignación digno de un grito—. ¡Que estás tolay, pasa! ¿Es que tú y yo hemos tenido algo que ver alguna vez, Silverio? ¿No se te ha ocurrido pensar que no podíamos ser novios así, por las buenas?

—Nnn, nno, ppp... pero... —sabía que era tímido, pero nunca había escuchado en él, ni en nadie, un tartamudeo semejante—. T-tú dd-dijiste que qu-qu-querías casarte coo-onmigo, que yo e-e-era muy buen ppp-partido... —cerró los ojos para negar con la cabeza—. Nnn-no lo entiendo.

—¿Y cómo lo vas a entender, si no me has dejado que te lo explique?

—¿Os queréis callar de una puta vez, coño?

Tasio había apoyado a su novia contra la pared, y cuando se volvió a mirarnos, me di cuenta de que era bastante feo, cabezón, con las cejas muy juntas y una barba tan cerrada que se distinguía hasta en aquella penumbra, aunque eso me asombró menos que la facilidad con la que, tan flaco y tan bajo como era, sostenía a Martina en vilo sin más apoyo, en apariencia, que el de las piernas que rodeaban su cintura. No supe qué decir y miré a Silverio, que había cruzado los brazos sobre la cabeza para protegerla del mundo que se le acababa de caer encima. Tasio se dio por satisfecho con nuestro silencio y volvió a ocuparse de su novia, a agarrarla por las caderas mientras la empujaba hacia arriba una y otra vez, para que ella le recibiera con los ojos cerrados, la boca entreabierta, una especie de ronroneo de gato que procedía de algún lugar más profundo que su garganta.

—Ven —le puse una mano a Silverio en la espalda, pero no conseguí que liberara su cabeza de la cárcel de sus brazos—. Vamos a ese rincón.

Lo conduje hasta allí como si estuviera ciego y me senté mirando a la pared. Él se destapó los ojos un momento para sentarse a mi lado, pero enseguida corrigió su posición para separarse unos centímetros más de mí, y volvió a cubrirse la cabeza con los brazos. Al mirarle, me dieron ganas de hacer lo mismo. Me sentía tan culpable, tan inocente a la vez de mis pecados, que le habría cogido de la mano si hubiera podido.

—Lo siento mucho, Silverio, de verdad que lo siento, pero es que... No es culpa mía —él no se movió, no me miró, no dijo nada, pero al ver sus dedos crispados me di cuenta de que se estaba tirando del pelo y decidí saltarme las excusas—. Me ha mandado mi hermano para un asunto de vuestro partido. Por lo visto, han llegado unas multicopistas de América y nadie sabe hacerlas funcionar. Toñito pensó que tú sí sabrías, y como no podíamos hablar de esto en el locutorio, se le ocurrió que me casara contigo. María, la hermana de Girón, me dijo después que no te habían avisado por seguridad, para que no dijeras nada.

Él no reaccionó enseguida. Antes respiró hondo una docena de veces, inspirando profundamente para retener el aire en sus pulmones durante unos segundos, espirándolo después con suavidad. Supuse que era una técnica destinada a tranquilizarse y recuperar el dominio de su lengua, pero aunque su dicción mejoró, cuando volvió a hablar sólo le entendí a medias.

—Jjj-joder con el hombre-lobo, me ca-ago en todos sus muertos... —dejó pasar unos segundos antes de ser más explícito—. Cuando salga de aquí, voy a matar a tu hermano.

—No creo que puedas —le contesté, celebrando que volviera a pronunciar las palabras de un tirón—. Le habré matado yo antes.

En ese instante cogió aire, se destapó la cabeza y volvió a mirarme.

—Cuéntamelo otra vez, a-anda, que no me he enterado bien.

Le repetí lo que sabía mientras Tasio y Martina se tumbaban en el suelo, todavía más cerca de nosotros, aunque su proximidad no pareció distraerle demasiado. El sonrojo no había cedido, pero fue limitando su dominio a las mejillas mientras me escuchaba con la vista fija en las baldosas, un gesto de concentración que soldaba sus labios y fruncía levemente sus cejas.

—Así, así... No, eso... ¡Ah!, sí..., así...

Martina, más cómoda ahora, no paraba de susurrarle instrucciones a su amante, que contestaba de vez en cuando en el mismo tono. Yo procuraba no oírles, pero no lo conseguí, y a medida que la piel de Silverio se enfriaba, la mía se fue calentando de una vergüenza distinta, la de contemplar una escena que aquella pareja no debería haber compartido con nadie.

—¿Cinco? —por eso le agradecí en silencio que me hablara, que me interrumpiera de vez en cuando sin tropezarse con ninguna sílaba—. No pueden ser cinco. Las multicopistas sencillas sólo tienen un rodillo, y las que imprimen varias hojas a la vez, un número par. Las he visto con dos, y me han contado que las hay con cuatro, pero nada más.

—Pues estas tienen cinco.

—¡Qué raro! —y se quedaba pensando como si no oyera los gemidos de Martina, como si no percibiera la violencia del olor que nos envolvía, creciendo un poco más en cada segundo—. El quinto no puede servir para imprimir. Tiene que ser un seguro, un mecanismo que sirva para otra cosa...

Cuando se agotaron sus preguntas, todas las dudas que no pude resolver, negó con la cabeza y se me quedó mirando.

—Así no puedo, Manolita. Tendría que verlas, y como no me dejan salir de aquí, vas a tener que hacerlo tú por mí.

—¿Yo? —y me asusté tanto como la primera vez que escuché el plan de mi hermano—. No, yo no. Si yo no sé nada.

—Eso da igual. Las máquinas son como las personas, sólo tienes que mirarlas con mucha atención, igual que mirarías a alguien que te acabaran de presentar. Tú vas a verlas, las estudias, y te fijas bien en todos los detalles, sobre todo en el rodillo del centro, el impar... —se quedó pensando otra vez y aplastó a una cucaracha con el pie—. ¿Sabes dibujar? —negué con la cabeza—. Pues que te acompañe alguien que sepa. Que haga un par de planos tan minuciosos como sea posible, uno de frente y otro desde arriba, en las dos caras del mismo papel, y me los traes la próxima vez.

—¿La próxima vez? —socorro, grité hacia dentro, y mi imaginación acudió al rescate—. Si no puedo meter nada aquí, Silverio, antes de entrar nos cachean, es imposible...

—En el moño.

—¿Qué?

—Que te puedes meter el papel en el moño. En la cabeza no te han cacheado, ¿a que no? —y no me quedó más remedio que darle la razón—. Pues haces un rollo con el plano, lo doblas y te lo metes en el moño.

—Ya, pero... —si yo no llevo moño, podría haberle dicho, pero me lo ahorré para no escuchar que bastaría con que me hiciera uno, y me limité a calcular el júbilo con el que la Palmera acogería la noticia.

—Así entran aquí los lápices, las cartas, el dinero... A nosotros no nos cachean para no llamar la atención de los que no están en el ajo. Yo no había venido nunca, pero he visto que nos traen y nos llevan muy deprisa. Si tú me traes un plano, yo me las apañaré para que no me lo quiten.

—Vale, hablaré con mi hermano.

—Sí —me sonrió por primera vez—. Y m-mándale a la mierda de mi parte.

Yo también sonreí, pero no encontré nada más que decir. Nos quedamos los dos callados, mirando a la pared, mientras nuestros padrinos, que desde hacía un rato hablaban en un murmullo salpicado de besos, volvían a la carga. Yo cerré los ojos y resoplé, pero Silverio intervino por los dos.

—Tasio... —no le contestó—. Tasio... —tampoco esta vez—. Tasio... —y siguió haciéndose el sordo—. Voy a llamar al guardia, quiero irme de aquí.

—¡Sí, los cojones! No me jodas, Manitas... —el novio de Martina dejó de moverse, y apoyó todo su peso en las manos para quedarse mirando a Silverio—. Llama al guardia y te rajo como a una sandía, no te digo más.

—Bueno, pues dile a tu novia que no haga ruido.

—¡Claro! ¿Y qué más? —protestó ella—. Eso era lo que faltaba para el duro. La próxima vez, ya os podéis ir buscando otros padrinos...

Silverio volvió a mirarme, y al verle sonreír comprendí que su amenaza no iba en serio.

—Cuéntame algo.

—¿Algo? ¿Qué?

—Lo que sea, así nos distraemos. Deben de quedar veinte minutos, por lo menos.

—Joder con Martina —no me di cuenta de que hablaba en voz alta—. Y eso que antes de entrar me ha dicho que una hora no daba para nada.

—Depende de a qué se dedique uno, ¿no?

No quería pensar en eso, así que me lancé a hablar y le conté todo lo que me había pasado, dónde vivía, dónde trabajaba, le hablé del barrio, de la suerte de nuestros vecinos, de los que seguían encerrados y los que habían salido ya de la cárcel. A cambio me enteré de que él no era un preso de la guerra. En abril de 1939, después de estar unos días detenido, lo pusieron en libertad con la obligación de hacer la mili, pero tuvo la suerte, primero buena y después mala, de que lo reclamaran antes de terminar la instrucción para destinarle a una imprenta militar. Aprovechó el primer permiso para retomar el contacto con sus camaradas. Le encargaron unas octavillas y la policía entró en la imprenta de su abuelo cuando la Minerva todavía estaba templada. Así, unos meses después de haber salido, volvió a la cárcel.

—Yo fui de los últimos pero aquel verano cayó mucha gente, así que supongo que me delataría el mismo que a los demás. Hay un traidor, y tiene que ser alguien que hemos tenido dentro mucho tiempo, desde que nos reuníamos en tu casa. El Orejas dice que igual es una chica, aunque yo creo...

Nunca llegó a decirme lo que creía, porque en ese momento escuchamos el repiqueteo de unos nudillos sobre la puerta.

—¡Cinco minutos! —el grito resonó como un rugido en aquel cuarto donde todos hablábamos en susurros.

Él miró al suelo, como si necesitara pensar otra vez.

—Ahora tendrás que abrazarme como si se te partiera el corazón —y me dirigió una mirada tan avergonzada que comprendí que estaba a punto de volver a tartajear—. Lo siento, pero...

—No, no, no pasa nada —me apresuré a asegurarle—. No me importa abrazarte, quiero decir que... Perdóname, Silverio, yo sí que siento muchísimo lo de antes, de verdad que...

—No —movió las manos en el aire para hacerme callar, antes de demostrarme que no había llegado a tiempo—. Yo t-t-también... Lo-lo... siento. Y nnn... n-no quiero...

—Vale, no volvemos a hablar de esto.

—Eso —parecía tan aliviado que decidí darle unas garantías que no se había atrevido a pedirme.

—Pero volveré a verte todos los lunes —y al recordar la escena del locutorio, fui todavía más lejos—. Y nadie va a enterarse de lo que ha pasado, te lo prometo. Bueno, si Tasio...

—No —negó con la cabeza—. Yo mmm-me encargo.

Cuando se abrió la puerta, Martina se aferró a su novio como si presintiera que al desprenderse de él se le partiría el corazón. Yo me pegué al Manitas, rodeé su cuello con mis brazos, sentí los suyos alrededor de mi cintura y, como era más alto que yo, me puse de puntillas para besarle en la boca. Él se volvió para darle la espalda al funcionario, pero de todas formas, sin pensar mucho en lo que hacía, intenté meterle la lengua dentro. No pude. Tenía los dientes cerrados.

—Anda que...

Martina, que había hecho el camino de vuelta delante de mí, a una velocidad incompatible con la doliente pereza de su despedida, no me dirigió la palabra hasta que estuvimos en la calle. Por eso no pude darme cuenta a tiempo de lo furiosa que estaba.

—Tú también podías haberme contado a lo que venías, ¿no? —me agarró de un brazo y tiró de mí hasta que nos hallamos a una distancia que juzgó suficiente para permitirse la imprudencia de chillarme—. ¡Joder, menuda encerrona! La leche que os han dado, a ti y al marica ese...

—¡Oye, mona! —sus palabras me indignaron tanto que le di un empujón que la hizo trastabillar—. No hables de lo que no sabes, ¿estamos?

—¡Que no me toques! —me devolvió el empujón, pero lo aguanté mejor que ella porque lo estaba esperando.

—Pues para de decir gilipolleces...

En ese momento, distinguí una mancha oscura con el rabillo del ojo. Giré la cabeza para ver a un señor de unos cincuenta años, muy bien vestido, que nos observaba como un biólogo enfrentado a dos bichos de una especie exótica. Cuando volví a mirar a Martina, me di cuenta de que ella también lo había visto, y la cogí del brazo para arrastrarla hacia el metro.

—Primero, Silverio no es marica, ¿me oyes? —hablaba con la vista fija en mis zapatos, escupiendo las palabras como si me estorbaran en la boca—. Segundo, lo único que he hecho ahí dentro ha sido cumplir órdenes, y de vuestro partido, por cierto, que yo ni siquiera soy comunista. Tercero, no te podía contar nada antes ni te lo puedo contar ahora, porque es secreto, y si has oído algo, más te vale olvidarlo. Y cuarto... —hice una pausa para mirarla y la encontré muy colorada, con una expresión compungida en los labios, la vista baja—. Como le cuentes una sola palabra de esto a alguien, te parto la cara, por estas... —hice una cruz con los dedos y los besé— que son cruces. Así que chitón, ¿está claro?

Asintió con la cabeza y seguimos andando en silencio hasta que, al llegar a la boca del metro, la oí reír.

—Hay que ver, Manolita... No sabía que tuvieras tanto carácter.

—Yo tampoco —y me quedé tan perpleja que ni siquiera sonreí.

Había muchas cosas de mí que yo misma no sabía. Aquella tarde, mientras lavaba el vestido de Jacinta, y lo restregaba hasta que me dolían los nudillos y lo miraba a la luz y comprobaba que las manchas no habían salido, las repasé todas, una por una, hasta que me asaltó la tentación de no creer, de desmentir las imágenes que brincaban entre las paredes de mi cabeza, las palabras que daban cuerda a mi memoria para convertirla en una máquina tonta, un mecanismo sin fin, detenido en un movimiento circular.

Los mellizos jugaban al escondite con los hijos de Margarita y yo los oía, una, dos, tres, reconocía la voz del que se la llevaba, cuatro, cinco, seis, escuchaba el silencioso estrépito de los que se escurrían bajo las camas o se agachaban detrás de un mueble, siete, ocho, nueve, veía a Pablo pasar a mi lado con un dedo encima de la boca, y diez, ¡voy!, y volvía a meter el vestido en lejía mientras seguía su juego a distancia, ¡por mí y por todos mis compañeros y por mí el primero!, y a pesar de las grietas del techo, la extrañeza de aquel hogar ajeno de habitaciones sin puertas, cortinas caseras y esteras de esparto, no vale, había cogido a Marga, me daba cuenta de que el juego de los niños en aquella tarde de mayo, tan plácida que parecía otra, era real, lo que no vale es lo tuyo, ha sido trampa, la única realidad auténtica, ¡tramposa tú!, la realidad de Manolita Perales García, que no, que te la vuelves a llevar, una chica que lavaba un vestido blanco y no tenía nada que ver con el cuartucho siniestro y maloliente, ¡pues ya no juego, hala!, donde dos extraños se sostenían en un equilibrio imposible, sí que juegas, Juanito, te la vuelves a llevar, para cultivar un olor ácido y dulce que sacudía mi nariz como un puñetazo, no, se la lleva Marga que la he cogido, y sólo un rato antes yo había estado allí pero no me lo creía, me has cogido pero no vale porque tu hermano me había salvado ya, y yo también me había salvado, estaba en casa, en aquella ruina que era la única casa que tenía, ¡que no!, ¡que sí!, y mi nariz no percibía otro aroma que el de la lejía, ¡pues te la llevas tú o yo no juego!, un olor a limpio, tan agradable de pronto como el perfume más exquisito, siempre estás igual, Juanito, no se puede jugar a nada contigo, pero el vestido de Jacinta estaba en el barreño para recordarme que aquella escena había ocurrido en realidad, dejadle, da igual, ya me la llevo yo, que en otra realidad imposible, que había suspendido la auténtica durante una hora, yo había estado allí, una, dos, tres, que antes me había cacheado un funcionario que tenía el blanco de los ojos tan amarillo como los dientes, cuatro, cinco, seis, y había visto salir a Juani por aquella puerta como si fuera una marioneta desarticulada, siete, ocho, nueve, y después Silverio me había metido la lengua en la boca antes de tirarse del pelo con todos los dedos, y diez, ¡voy!, y yo me había sentido tan culpable de lo que le había hecho que no lograba arrancar su cara de mis ojos, ni su tartamudez de mis oídos, ¡por mí y por todos mis compañeros y por mí el primero!

Dejé el vestido sumergido en agua con lejía y me puse a limpiar el bolso de Marisol, primero con alcohol, luego con gasolina, por fin con un trapo empapado en agua jabonosa y mucho cuidado, para no estropear la piel más de lo imprescindible. Los niños seguían jugando y peleándose, como si los juegos en armonía no fueran ni la mitad de divertidos, y mi cabeza hervía, me bombardeaba con recuerdos que no deseaba pero a los que tampoco lograba derrotar. Pensaba en mi vida, la de una niña de pueblo destinada a arrastrar una existencia simple y monótona, de casa a la huerta y de la huerta a casa, un perpetuo viaje de ida y vuelta al trabajo, el marido, los hijos, y la comparaba con lo que la guerra había hecho conmigo, con la guerra que la paz había declarado a mi vida, aquella incesante sucesión de batallas que no me daba ni un suspiro de tregua, y no me lo creía. No era la primera vez que me tocaba vivir cosas que luego me habían parecido erróneas, irreales o, al menos, impropias de mí, de mi tamaño, pero algunas habían sido bonitas, amables como los paquetitos que la Palmera se sacaba del bolsillo o mis visitas a un palacio de la calle Marqués de Riscal. La trastienda de Jero era otra cosa, pero mi primera boda con Silverio estaba envuelta en colores más sombríos, una textura áspera, espinosa, el sabor amargo que seca la boca de quien se despierta en medio de una pesadilla. Sin embargo, aquel mal sueño era real. Aquella pesadilla era mi vida y nadie iba a arrancarme de ella. No tenía a nadie al lado para pedirle que me despertara, que me pellizcara, que me consolara.

Debería mandaros a todos a hacer gárgaras, pensé, mientras secaba el bolso, mientras devolvía la gardenia de Dolores a su caja, mientras doblaba la chaqueta de Eladia y envolvía sus zapatos en una gamuza. Eso era lo que habría debido hacer, pero les pedí a los niños que se portaran bien antes de bajar un momento al tercero, porque aquella tarde había oído demasiadas veces una frase distinta.

—Hola, Margarita, ¿está tu hermana? —por mí y por todos mis compañeros—. Dile que salga un momento, por favor —por mí y por todos mis compañeros—. ¿Puedes quedarte un rato con mis hermanos esta noche? —por mí y por todos mis compañeros—. No voy a tardar ni una hora.

—Si me la pagas...

Por mí y por todos mis compañeros, pero por mí el primero. Que la hermana de Margarita llegara hasta el final, sólo me fastidió por el precio que iba a cobrarme. La reacción de Toñito, que se partió de risa cuando concluí mi relato mandándole a la mierda de parte de Silverio, me molestó mucho más.

—¡Coño, Manolita, no aguantas una avispa en los cojones! —y el chascarrillo favorito de nuestro padre le hizo tanta gracia que las carcajadas no le dejaron seguir—. No exageres, mujer, tampoco es para tanto.

—¿Ah, no? Claro, al camarada señorito no le parece para tanto, como el camarada señorito no se mueve de aquí y está muy ocupado descansando...

—Que no es eso, pero lo cuentas como si fuera una tragedia y a mí me parece que tiene gracia, ¿no? —intentó ponerse serio sin conseguirlo del todo—. No me imaginaba que fuera a pasar algo así, qué quieres que te diga. El Manitas te conoce desde que eras una cría, y tampoco es que tú... En fin, no eres el tipo de chica de la que se puede esperar que entre en una cárcel a acostarse con un hombre. Yo creía que se daría cuenta a tiempo.

—De que no valgo nada, ¿no? —fui consciente de que no habría respondido de esa manera si Silverio no me hubiera piropeado al verme llegar, si no me hubiera metido la lengua en la boca sin darme tiempo a explicarle por qué estaba allí con él—. De que soy una pava sin sustancia, una birria que sólo sirve para fregar. Es eso, ¿no?

—No —cuando ya me daba igual, se puso serio de verdad—. Yo no he dicho eso.

—Sí lo has dicho.

—No —me miró como si no me conociera—. Yo solamente, simplemente...

—Pues mira —volví a cortarle, porque no tenía el cuerpo para adverbios—, siento mucho no estar tan buena como tu novia, ¿sabes? Ya me gustaría. Pero la que se ha jugado el cutis ahí fuera —y señalé hacia la puerta en el instante en que entraba la Palmera, antes de apoyar el índice en mi propio pecho— he sido yo, ¿te enteras? Yo, no ella. Así que, si quieres que siga con esto, vas a tener que tratarme con más respeto. Y si no, la próxima vez mandas a otra.


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