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Así se manifestó, por segunda vez en un solo día, un carácter que yo nunca había creído tener, como si el infierno del locutorio de Porlier no hubiera sido bastante, como si sólo después de bajar hasta el último peldaño del subsuelo, después de haber visitado el paraíso del hedor y la desnudez, el imperio de las cucarachas y los amores desesperados, hubiera brotado en mi interior un aprecio por mí misma que no había sentido antes. El cuarto donde Tasio y Martina se habían comportado como dos fieras salvajes, carnívoras, parecía el último lugar del mundo capaz de operar una transformación semejante, pero su estallido, que me asombró más que a Toñito, tampoco terminó ahí. Mi memoria volvió a asaltarme con las imágenes, las palabras que había intentado esquivar durante toda la tarde, y ya no fui capaz de recordarlas como las había visto, como las había escuchado. En el vestuario del tablao, aquel espacio limpio y ventilado que olía muy bien, a mujeres perfumadas, sucumbí a un espejismo de armonía para que una luz cálida, tibia, que no había visto en aquel cuarto, iluminara una escena distinta, la victoria de la vida sobre la muerte, la dignidad de los condenados que se aferraban al tiempo que no tenían, fulminando la humillación del hacinamiento, del impudor, de su propia y amorosa desesperación. Al principio es raro y da mucha vergüenza, me había dicho Martina, pero con el tiempo, una se acostumbra...
—Perdóname, Manolita —estaba tan absorta en esa sensación que ni siquiera miré a mi hermano—. No quería ofenderte, en serio.
—No importa —pero cuando lo hice, vi en sus ojos un respeto con el que no me había mirado nunca—. Es que... No ha sido divertido, ¿sabes?
La Palmera avanzó con cautela y nos miró de la misma manera, primero a él, después a mí.
—¿Qué ha pasado? —Toñito negó con la cabeza—. ¿Ha salido mal? —entonces negué yo.
—Ha salido regular. Pero te voy a decir una cosa, Palmera... Tengo el vestido de Jacinta metido en lejía. La próxima vez me caso de negro.
—¡Uy, mucho más elegante! —y no me quedó más remedio que sonreír—. Adónde va a parar...
Una semana después, fui a la visita de la mañana de buen humor, aunque los motivos no tenían que ver con Silverio.
—Que me ha dicho Miguel el de la carbonería que la señora Luisa le ha dicho a su madre que le dijera que nos diga que ha llegado una carta para ti —me había espetado Juanito el viernes cuando llegué de trabajar—. De Bilbao.
—¡De Bilbao! —repetí con una sonrisa que no me cabía en la boca, y aunque estaba molida y mientras subía las escaleras sólo pensaba en descalzarme, calcé a los mellizos para ir corriendo a nuestra antigua casa, donde la madre de Luisi nos seguía recogiendo las cartas.
Queridos hermanos, era una cuartilla escrita con una letra bastante cuidadosa y pocas faltas, soy Isa, pero esta carta os la escribe una chica que se llama Ana, porque yo todavía no me apaño... Que estaban muy bien, decía. Que las habían separado porque Pilarín iba al colegio de las pequeñas, pero se veían los domingos en el recreo. Que les habían dado unos uniformes nuevos, muy bonitos, con el cuello blanco. Que se portaban bien y no las regañaban. Que como el colegio era muy grande, por las noches hacía frío, pero enseguida iba a llegar el buen tiempo. Que nos querían mucho, y se acordaban mucho de nosotros, y esperaban que estuviéramos bien de salud. Se despedía con un beso y lo sentí mejor que ninguno que sus labios hubieran posado sobre mi piel.
Por la noche, cuando acosté a los niños, releí a solas aquella carta para sentir que una de las válvulas que estrangulaban mi estómago se aflojaba lentamente. De todos los frentes que sostenía en aquel momento, el de Bilbao era el que más me preocupaba, y aquel alto el fuego repercutió favorablemente en todos los demás. El sábado por la tarde fui a Porlier con los mellizos a dejar un paquete para Silverio, y después, me aposté con ellos en la puerta del tablao para esperar a la Palmera. Cuando le di las buenas noticias para que se las transmitiera a mi hermano, se puso tan contento que nos invitó a horchata.
—¿Lo ves, mujer? —me dijo en la terraza de La Faena, mientras Pablo y Juan chupaban por la pajita con todas sus fuerzas—. Dios aprieta, y además ahoga, pero nada puede salir mal eternamente.
Aquellas palabras me acompañaron como una bendición hasta la cola de la cárcel, donde acepté con una sonrisa mansa, complacida, una catarata de bromas disfrazadas de felicitaciones.
—No, si cuando digo yo que nos has salido espabilada...
—Hay que ver, hija mía, qué impaciencia...
—Y lo bien que le ha sentado, ¿eh?, no hay más que ver la carita que trae...
Estaba preparada para eso, pero no para afrontar el encuentro que puso un final inesperado a aquel coro de amable malevolencia.
—¡Manolita!
Era una voz masculina y no la reconocí hasta que su propietario logró atravesar aquella muralla de cuerpos femeninos para llegar a mi lado.
—Cuánto tiempo, Manolita... —aquella mañana, el Orejas sí se interesó por mí—. ¿Cómo estás?
—Roberto —su presencia me sorprendió tanto que sólo alcancé a añadir la pregunta más obvia—, ¿qué haces aquí?
—Lo mismo que tú. Cuando puedo escaparme, vengo a ver a los amigos.
Era verdad que hacía mucho tiempo que no le veía, pero no tanto como para olvidar que antes era mi favorito, el único amigo de Toñito que había llegado a gustarme de verdad. La derrota, que había puesto el mundo boca abajo para volverlo luego del revés, me lo había arrancado de la cabeza, pero desde que mi hermano me convenció para que me hiciera pasar por la novia de otro, me acordaba de él casi todos los días. Se me quedó mirando como si lo supiera tan bien como yo, y aparté mis ojos de los suyos para no ponerme colorada. Así me di cuenta de que tenía buen aspecto. Estaba muy delgado, igual que todos, pero el color y la textura de su piel, distinta del tono de los pergaminos resecos, entre ocres y amarillentos, que imperaba a ambos lados de las alambradas, revelaba que estaba bien alimentado. No me extrañó.
Desde abril de 1939, el Orejas había sido la excepción que confirmaba todas las reglas. Unos días después de que le soltaran, tuvo la rara fortuna de recuperar su trabajo, y no lo perdió aunque le detuvieron un par de veces más, siempre por poco tiempo. Todo el barrio sabía que la policía le hacía la vida imposible, y unos pocos que a pesar de su acoso se arriesgaba como el que más. Al margen de esa modesta leyenda, el saldo de su suerte era una camisa blanca, gastada pero muy limpia, un traje gris bastante nuevo, aunque pasado de moda, y unos zapatos viejos pero flamantes. Seguía teniendo orejas de soplillo, pero había echado cuerpo de hombre y esa repentina madurez le favorecía. Nunca había sido guapo y no lo era. Siempre había tenido gracia, y seguía teniéndola. También le había gustado siempre presumir, y aquella mañana, en aquel lugar, podía permitírselo.
—Aunque lo tuyo es distinto, ¿no? Ya me he enterado de lo del Manitas.
—¿De lo del Manitas? —y a este imbécil cómo se le ocurre hablarme de eso en plena calle, añadí para mí.
—Sí —su sonrisa se ensanchó—. De que os habéis hecho novios.
—¡Ah! —y mientras mis cejas se relajaban, las suyas se fruncieron—. Eso... —siguió mirándome con extrañeza porque no sabía nada, y yo no se lo iba a contar—. Bueno, no creía que la noticia hubiera corrido tanto.
—Pues ya ves, todo se sabe, lo que pasa...
Se acercó más a mí, me cogió del brazo y me habló al oído, tan cerca que sentí su aliento, el roce de sus labios en la piel.
—Yo creía que tú y yo, algún día... —no quiso terminar la frase.
—Que tú y yo, ¿qué?
—Que tú y yo acabaríamos teniendo algo, Manolita.
Si los espejos me hubieran devuelto alguna vez la imagen de una mujer parecida a Eladia, quizás, sólo quizás, me lo habría creído. Pero mi hermano tenía razón, yo no era de esas, y tampoco le había visto el pelo al Orejas desde que vino a casa a preguntar por él. De eso hacía casi dos años, y aunque luego nos habíamos cruzado por la calle alguna vez y siempre me había saludado, era evidente que, ni antes ni después, había querido nada conmigo. Eso era lo que sabía cuando me lo encontré aquella mañana en la cola de la cárcel.
Si un instante después no lo hubiera tenido tan cerca, si no hubiera sentido su mano en mi brazo mientras me hablaba al oído, rozándome la oreja con los labios, me habría detenido en esa evidencia. Sin embargo, su proximidad me inquietó más de lo que había calculado, y llegó a alterarme hasta el punto de insinuar que, tal vez, aquel ataque tenía sentido. Tal vez, la noticia de mi noviazgo con Silverio había espoleado su orgullo, le había impulsado a demostrarse a sí mismo que era capaz de conquistarme. Para una chica como yo, aquella idea era agradable, pero no tanto como tenerle encima, pegado a mí. Para la sucesora de la señorita Conmigo No Contéis, aquel despliegue resultaba, al mismo tiempo, una prueba de su deslealtad, su disposición a traicionar a un amigo con peor suerte que él. No era nada nuevo. Siempre había sabido que el Orejas no era de fiar y eso nunca había impedido que me gustara. Las cosas habrían sido muy distintas si me hubiera tocado casarme con él, pero aunque aquella hipótesis me erizó la piel, no logré decidir si habría sido una suerte o una desgracia.
—A buenas horas, mangas verdes —por eso me solté de su brazo y crucé los míos bajo el pecho.
—Bueno —él esbozó una sonrisa—, ya sabes cómo somos los hombres.
—¿De cabrones? —al escucharlo, sus labios se curvaron del todo.
—No —y volvió a responderme al borde del oído—. De celosos.
—Mala suerte, Orejas —yo hablé más alto, porque aquella escena estaba empezando a escandalizar a mis compañeras de los lunes—. Llegas tarde.
—Eres mujer de un solo hombre, ¿eh? —asentí con la cabeza y él se me quedó mirando con una expresión risueña, antes de negar con la suya como si no se lo creyera—. En fin, qué le vamos a hacer.
La llegada de Martina volvió a poner cada cosa en su sitio para consolidar aquella realidad que unos días antes me había parecido tan errónea. Mientras la besaba en las mejillas, mi memoria me devolvió una imagen fugaz, sus pechos agitándose como dos flanes enloquecidos entre las solapas de una blusa abierta de par en par, y me di cuenta de que podía convivir con ella, retenerla en mi memoria y colgarme de su brazo al mismo tiempo.
—¿Qué tal, madrina?
—Bien —me sonrió—. ¿Y tú? —asentí con la cabeza y sólo entonces se fijó en el Orejas—. ¿Y este?
—Roberto, un amigo de Silverio —me volví hacia él y se la presenté—. Mi amiga Martina...
El Orejas hizo el resto de la cola a nuestro lado sin intervenir en la conversación, una crónica del duelo a muerte que la lejía había sostenido con las manchas del vestido de Jacinta hasta salir victoriosa, y cuando ya había empezado a preguntarme por qué todo tenía que pasarme a mí, y por qué todo a la vez, me respondió una misteriosa sensación de bienestar. Martina se reía de mis quebrantos domésticos con carcajadas breves y espaciadas, como el tintineo de una campanilla, y el sol de mayo calentaba, me calentaban las sonrisas de las mujeres, el eco de sus conversaciones, aquellas baldosas inhóspitas que de repente resultaban acogedoras, familiares como el vestíbulo de mi hogar, el lugar al que yo pertenecía. Nunca lo habría creído, pero aquella mañana me sentí bien en la cola de la cárcel, rodeada de unas pocas conocidas y muchas más desconocidas que formaban parte de mí, como yo era parte de ellas en una comunidad sin apellidos donde el destino había reservado una plaza a mi nombre.
Antes de entrar en el locutorio, miré al Orejas y me acordé de Silverio con los brazos cruzados sobre la cabeza, la lengua rebelde, y de lo mucho que mi hermano se había reído de él, de mí, cuando le expliqué lo que había pasado. Roberto, con su camisa blanca y sus zapatos brillantísimos, se habría reído todavía más si hubiera podido y me pareció feo, injusto, pero fácil de explicar. Tú no eres la clase de chica de la que se espera que entre en una cárcel a acostarse con un hombre, recordé, y sin embargo Silverio me había metido la lengua en la boca porque tal vez no era tan distinto a mí, porque quizás no habría llegado a creer que pudiera visitarle una mujer de otra clase. Aquella hipótesis desarrolló extrañas consecuencias en mi ánimo. La evidencia de mi pequeñez, lejos de deprimirme o inspirarme una rabia inútil, reforzó la impresión de que la cola de Porlier era mi sitio, un espacio donde mi presencia tenía sentido y yo una misión que cumplir.
—Manolita... —Silverio, tan pendiente de mí que ni siquiera se fijó en mis acompañantes, me recibió con una expresión precavida, esbozando un gesto que no se atrevía a ser una sonrisa—. Qué alegría verte.
—Yo sí que me alegro —le sonreí hasta donde la boca me daba de sí mientras pasaba revista con el rabillo del ojo a los presos que le rodeaban, y grité para que me oyeran bien—. Me moría de ganas de verte, cariño.
—¡Ohhh! Mira a los tortolitos...
—¡Qué bonito es el amor!
—Menos mal que has dejado al Partido en buen lugar, chaval.
—Desde luego, porque no las tenía yo todas conmigo...
Silverio se puso colorado y se rió, yo me puse colorada y me reí, se rió Tasio un poco más allá, y Martina con él. Los comentarios de los otros presos, causa verdadera de nuestro sonrojo y nuestras sonrisas, acababan de redondear la puesta en escena de un amor indudable, fruto de una extraña luna de miel cuya verdadera naturaleza nadie podría sospechar. Celebré tanto el éxito de nuestra impostura, que hasta encontré a Tasio menos feo de lo que me había parecido a la luz del ventanuco. Y mientras Silverio me miraba como todavía no me había mirado ningún hombre, la cabeza inclinada, la sonrisa radiante, y una ensimismada expresión de júbilo que debía haber rescatado de la memoria de sus auténticos enamoramientos, me pareció hasta guapo.
—Gracias por el paquete —tanto, que por un instante me dio pena que todo fuera mentira.
—De nada, ¿te gustó? —asintió con la cabeza, muy despacio, como si al abrirlo hubiera encontrado algo más que un puñado de cacahuetes, una manzana, un trozo de queso y unos cuantos pitillos—. Ya sabes, si quieres algo en especial, no tienes más que decirlo.
—¡Ohhh! —nuestro coro particular volvió a zumbar mientras Silverio descubría al fin que no había entrado sola.
—Orejas, qué sorpresa, ¿cómo estas? —seguí la dirección de sus ojos y encontré a Roberto, tan sonriente como los demás—. Perdona, no te había visto.
—No, ya... Con lo entretenido que estás, como para verme.
Hablaron un rato y esperé a que se marchara a hablar con un conocido que estaba en la otra punta de la verja, para informar a Silverio del progreso de nuestros asuntos en el tono más inocente.
—El próximo lunes no puedo venir por la mañana, ¿sabes? He quedado con la amiga de Julita, para ir a ver esa máquina de coser que te conté, te acuerdas, ¿no? —asintió con la cabeza, en su boca un gesto que ya no era una sonrisa, pero conservaba la memoria de haberlo sido—. No está nada barata, no creas, pero me hace mucha falta. Como todo está tan caro y mis hermanos destrozan la ropa sin parar... —miré a mi alrededor y comprobé que sus compañeros ya no nos prestaban atención—. Ahora, cuando salga, voy a apuntarme a la lista del libro, y así vengo por la tarde, y te lo cuento.
—Muy bien. Ojalá tengas suerte.
—Yo creo que sí, ¿sabes? Que al final, todo va a salir bien. Y el jueves o el viernes, cuando pueda, te traeré otro paquete.
—No hace falta —describió un círculo con la mano derecha, para englobar a los otros presos, y negó con la cabeza para sugerir que no necesitaban verle abrir mis paquetes para aceptar que era el amor de mi vida.
—Ya lo sé, pero seguro que no te viene mal.
Me devolvió la sonrisa en el instante en que un funcionario tocó el timbre para anunciar el final de la visita. Entonces volvió a ladear la cabeza y entornó los ojos para mirarme como al principio, aunque ya no tuviéramos espectadores, cada preso ocupado en despedirse de sus propios visitantes.
—He tenido mucha suerte contigo, Manolita —y no gritó, pero le oí perfectamente—. No podría haber encontrado una compañera mejor.
Estaba hablando de las multicopistas y yo lo sabía. Hablaba de las multicopistas y de nuestra conversación en el cuarto de las bodas, de las garantías que le prometí aunque no me las hubiera pedido y de la promesa que acababa de cumplir, del paquete que le había llevado el sábado anterior y del que le llevaría unos días más tarde. Hablaba de eso, sólo de eso, pero al escucharle metí todos los dedos de mis dos manos en los agujeros de la alambrada para tocar el espacio que nos separaba, como hacían las novias, las mujeres de los demás. Él me respondió de la misma manera y algunos presos se fijaron en nosotros, pero ninguno se rió ya, ninguno dijo nada. Luego esperé a que se marchara y enfilé el corredor muy despacio.
—Anímate, muchacha —Teodora, la misma que le había preguntado a su marido una semana antes si no le daba vergüenza reírse de Silverio, se acercó a mí—. Cuando él estaba fuera todavía no erais novios, ¿no? —negué con la cabeza y me pasó el brazo por el hombro para acompasar su paso con el mío—. Pues sí que es una faena, pero parece un buen chico, es muy joven, y tampoco va a estar preso toda la vida —dejó de mirarme mientras su voz descendía al volumen de un susurro—. Vamos, digo yo...
El abismo en el que la habían precipitado sus propios cálculos me impresionó menos que su necesidad de consolarme. Había contemplado muchas veces escenas semejantes, había protagonizado algunas, y sabía qué aspecto tenían las mujeres a las que yo había abrazado sin conocerlas, jóvenes y mayores, altas y bajas, morenas, rubias, castañas, guapas y feas pero todas iguales, los párpados inflamados, la piel pálida, los labios tirantes y una mirada perdida que nunca hallaba un destino donde posarse. A veces sabía cómo se llamaban, otras ni eso, pero había aprendido que, por mucho que amara a su padre moribundo, por muy destrozada que saliera de la cárcel después de cada visita, Rita nunca tenía ese aspecto. Caridad sí.
Las madres y las hijas, las hermanas y las amigas de los condenados, sufrían, lloraban, se desesperaban, pero seguían siendo ellas mismas, con sus rasgos, sus cuerpos, sus gestos y su voz. Las otras, las que habían escogido entre todos al hombre al que acababan de ver entre rejas, se entregaban a la desolación de otra manera, con una complacencia casi enfermiza, una atracción oscura, contraria, por su propia ruina que las hacía salir del locutorio como muertas en vida, muñecas de cuerda que avanzaban un pie tras otro sin ser conscientes del movimiento de sus piernas, los nervios de punta, la razón ausente y el gesto detenido en un reloj averiado, parado en una fecha feliz y remota. Aquella insensibilidad repentina, de ritmo lento y ademanes mecánicos, era el signo de otro amor, el amor del cuerpo, de la piel herida en la memoria de los besos que no se repetirían. Eso pensaba yo al verlas, y que tenían que volver, que había que hacerlas volver como fuera. Por eso las abrazaba, les hablaba, sacudía sus hombros con la misma blanda firmeza con la que Teo acababa de sacudir los míos. Todo eso lo sabía, lo entendía, pero me resultaba difícil aceptar que ella hubiera visto en mí lo que yo sólo había visto en otras, que el sufrimiento por un amor ficticio hubiera inspirado en mi rostro, en mi cuerpo, los signos físicos de una emoción real.
Después de apuntarme al libro para el lunes siguiente, fui hacia el metro dando un rodeo para evitar nuevos encuentros con mujeres empeñadas en preocuparse por mí. Necesitaba hacerlo yo, para poner mis pensamientos en orden, pero al doblar la última bocacalle, vi al mismo tiempo el cartel de la boca de Lista y al Orejas recostado contra la barandilla.
—¿Vas para el barrio? —me preguntó cuando llegué a su altura, como si no le importara demostrar que me estaba esperando.
—Más o menos —respondí, porque su barrio ya no era exactamente el mío—. Me bajo en La Latina.
—Voy contigo. Total, tengo que transbordar de todas formas...
El vestíbulo de la estación estaba abarrotado de las mujeres que acababan de salir de la visita. Él se paró un momento a estudiar el panorama, y me pidió que le esperara en las puertas de entrada. Hizo cola en la taquilla, compró un billete, me lo dio, y mientras yo esperaba turno para pasar, se puso en otra fila, delante de dos señoras muy gordas, miró hacia atrás para escoger el mejor momento, y con una técnica perfecta, limpia y precisa, saltó la valla para colarse sin que le viera ningún guardia.
—Gracias —le dije al reunirme con él, riéndome todavía.
—Me habría gustado invitarte a algo mejor, pero como no puede ser...
Me miró, esperando una respuesta que no fui capaz de ofrecerle, y siguió hablando sin mirarme, como si enunciara sus pensamientos en voz alta.
—Qué rara es la vida, ¿verdad? Cuando me lo contaron, no me lo podía creer, ¿Silverio y Manolita? Pero sí no se pegan nada, pensé, él es tan tímido, tan serio, Manolita debe aburrirse un montón con él... —me miró, le sonreí, me sonrió—. Ya sé que no está bien que piense así, con el pobre Silverio en la cárcel, pero que os hubierais hecho novios me sorprendió mucho.
Empezamos a bajar por una escalera muy empinada, él hablando sin parar, yo sonriendo al escucharle mientras vigilaba mis pies para evitar un resbalón. Por eso, y porque no cambió de tono, su pregunta no me alarmó.
—¿Lo sabe Antonio?
—¿Qué? —contesté sin levantar la cabeza, como si no hubiera oído bien.
—Que si lo sabe tu hermano —repitió, y una alarma se abrió paso por fin desde el fondo de mis oídos.
—¿Lo mío con Silverio? —le miré y le vi asentir con la cabeza—. Pues no. Vamos, supongo que no, porque hace más de dos años que no le veo.
Nos separaban tres peldaños del andén. Los bajamos al mismo ritmo, yo pendiente de su reacción, él negando con la cabeza, muy despacio.
—Los echo mucho de menos, ¿sabes? —me puso una mano en la espalda para guiarme con suavidad entre la multitud—. Parece una tontería, pero me he quedado sin amigos. Vicente muerto, Julián y Silverio en la cárcel, tu hermano desaparecido y yo... Siempre estábamos juntos, ya lo sabes, y ahora, en cambio, siempre estoy solo... —levantó la voz para compensar el estrépito del convoy que se acercaba—. Pensé que igual habrías sabido algo de él...
Negué con la cabeza, y me guardé para mí que había escogido una forma muy rara de preguntarlo.
Cuando llegamos a La Latina, salimos juntos a la calle. Acababa de decidir que hacía un día estupendo y que le apetecía volver andando al trabajo, pero en la misma boca del metro me dijo algo más.
—Me he alegrado mucho de verte, Manolita, y me alegro de que te vaya tan bien con Silverio, pero la vida es muy larga, y... —entornó un poco los ojos para mirarme—. En fin, si algún día se te ocurre algo que yo pueda hacer, ya sabes dónde estoy.
—Adiós, Roberto —no agradecí su oferta, pero le di dos besos de despedida—. Y gracias por el viaje.
Giré sobre los talones y eché a andar sin mirar hacia atrás.
—De nada.
Al escuchar esas palabras a mi espalda, me asaltó una punzada de satisfacción que no deseaba. Creí que el Orejas se había quedado en el sitio, para mirar cómo me marchaba, y logré dominar el impulso de comprobarlo hasta que llegué al primer cruce. Cuando el tráfico se detuvo, volví la cabeza con disimulo y no le vi. Tampoco habría deseado que su ausencia me decepcionara, pero no lo pude evitar.
Mientras subía las escaleras de mi casa, las piernas me pesaban como si arrastrara una bola de hierro en cada tobillo. No entendía por qué, pero me sentía a punto de morir de cansancio, un agotamiento distinto y mucho más intenso del que me habría producido una mañana de trabajo. Eran casi las dos pero no tenía hambre, sólo sueño, tanto que me tumbé vestida en la cama para cerrar los ojos un momento. Me despertó el ruido del timbre de la puerta, y al abrir me encontré con los mellizos, que habían vuelto a casa con Margarita porque no me habían encontrado en la puerta del colegio aunque fuera lunes.
—No lo entiendo... ¿Qué hora es?
Los niños no supieron contestarme, pero lo hizo mi vecina, y en su tono percibí que no le había hecho gracia mi pregunta.
—¡Pa chasco! ¿Qué hora va a ser? Pues las cinco y cuarto.
—¡Las cinco y cuarto! —aquella noticia me inspiró tal gesto de horror que mis hermanos se partieron de risa al verlo.
Fui a la cocina y corté por la mitad el pan que me había guardado para comer. Le di un trozo a cada uno con un poco de membrillo encima, y como no estaban acostumbrados a merendar con pan, se pusieron muy contentos. Yo me conformé con una naranja, para castigarme a mí misma por mi descuido, la siesta que pesaba en mi conciencia como un pecado. Y sin embargo, mientras pelaba la fruta en la cocina, advertí que el sueño me había despejado lo suficiente como para hacerme recordar algunas cosas que nunca debería haber olvidado. Que Silverio no me gustaba. Que mi única relación con él pasaba por aquellas dichosas multicopistas que nadie sabía poner en marcha. Que nuestra boda había sido mentira, mentira nuestro noviazgo, mentira las palabras que nos habíamos gritado a través de la alambrada. A cambio, la emoción que había sentido al despedirme de él seguía siendo verdadera, y su naturaleza me desafiaba como un enigma incomprensible. No logré dudar de su autenticidad, pero me tranquilicé pensando que auténticos e incomprensibles eran también los mareos, los malos sueños, ciertas misteriosas sensaciones de miedo o de placer, capaces de brotar y de extinguirse sin causas conocidas. La cárcel de Porlier era una de las sedes terrenales del infierno, y en un infierno a la fuerza tenían que pasar cosas raras, espejismos de un tiempo forzado a transcurrir a otro ritmo, indicios de un mundo aparte, con reglas propias, perversas, incompatibles con la realidad. Cuando terminé la naranja, aquella conclusión me pareció tan evidente que recordé, de propina, que más allá de aquel momento tonto en la cocina de Santa Isabel, el Orejas nunca había mostrado el menor interés por mí. Pero no logré resolver ese punto, porque no pude imaginar qué otros motivos podrían haberle impulsado a acercarse a mí aquella mañana.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 44 | Нарушение авторских прав
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