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—¡Buenos días! —la hermana Raimunda encendió las luces del techo a las seis y media de la mañana, aunque al otro lado de las ventanas todavía era de noche—. ¡Vamos! ¡Arriba, perezosas!
Después de levantarse, fueron al baño, se lavaron la cara, volvieron al dormitorio, hicieron sus camas y se dirigieron en fila y en silencio a la capilla para oír misa antes de desayunar. Esa rutina se repetiría un día tras otro durante todo el tiempo que pasó en aquel colegio, pero aquella mañana, la primera, llegaron por los pelos a la consagración. Antes, la hermana Raimunda les pidió que se acercaran en orden a recoger su uniforme, un clásico vestido azul de colegiala con un gran cuello blanco, muy bonito. Junto con él, cada una recibió una prenda extraña, un rectángulo de fieltro grueso con un cordón blanco cosido en el centro de cada uno de sus bordes.
—¡Atención! —la hermana Raimunda levantó uno en el aire—. Esto es una tela fuerte. Tienen que colocársela aquí, así... —la aplastó contra su pecho sujetándola con las dos manos—. Luego, cruzan los cordones por la espalda de esta manera ¿lo ven? —lo hizo—, y después, los estiran tanto como puedan y se los atan por delante con un lazo, igual que estoy haciendo yo.
Cuando la hermana terminó aquella demostración, giró lentamente sobre sus talones para dar una vuelta completa, y todas pudieron apreciar el efecto ridículo y sin embargo extrañamente agresivo, casi obsceno, de una maniobra destinada a aplastar sus pechos sobre el hábito.
—¿Lo han visto bien? Pues esto es lo que tienen que hacer todos los días antes de ponerse el uniforme. Empiecen ahora mismo pero sin quitarse el camisón, háganlo por debajo, ¿entienden?, vamos...
Isabel, que había tenido que tragarse la risa al ver a aquella monja tan baja, tan gorda que debía medir lo mismo en todas las direcciones, con el fieltro atado encima del babero, se metió el suyo bajo el camisón y escuchó un murmullo que la obligó a mirar hacia su izquierda.
—¡Y una mierda! —una chica morena, casi tan alta como ella e igual de desarrollada, la miró y negó con la cabeza—. Yo no me lo pienso apretar, desde luego. Lo que quieren estas es que se nos estropeen las tetas, igual que a ellas, que las deben tener ya como un par de huevos fritos.
Aquella expresión, y la estampa que dibujó en la imaginación de quienes la escucharon, creó un risueño alboroto que llamó la atención de la monja.
—Ahora ya pueden quitarse el camisón —mientras lo decía avanzó hacia la rebelde sin quitarle los ojos de encima—. Y usted, con lo grande que es... ¿No ha podido apretarse más la tela fuerte?
—No, señora.
—¡No, hermana! —le arrancó el camisón de las manos, lo tiró al suelo y deshizo el nudo para estirar de los dos cordones a la vez.
—¡Ay!
—Así... —caminó de espaldas hasta el centro de la habitación y repartió su atención entre todas las niñas—. Ahora ya pueden ponerse ustedes el uniforme.
Pero pese a la demostración de autoridad que acababan de presenciar, muy pocas llegaron a obedecer esa orden mientras una nueva oleada de murmullos se extendía por el dormitorio.
—Perdone, hermana... —una niña rubia, de aspecto infantil, dio un paso hacia delante—. ¿Y las bragas?
—No las necesitan.
—¿No? Pero... Yo siempre he llevado bragas.
—Pues aquí no las va a llevar —se volvió hacia las demás y dio unas palmadas—. ¡Pónganse el uniforme de una vez, rápido!
Isabel tardó un instante en obedecer, porque no entendía el sentido de aquellas dos normas igual de absurdas pero tan contradictorias entre sí, el empeño de la monja en que se aplastaran los pechos y no llevaran bragas. Había algo más, y su vecina de la izquierda se dio cuenta antes que ella.
—¿Y cuando tengamos la regla? —ya se había puesto el uniforme, pero no se había abrochado los botones—. ¿Tampoco vamos a usar bragas?
—Cuando estén ustedes indispuestas, porque se dice así, indispuestas, me avisan. Yo les daré lo que necesiten, ¿de acuerdo? ¿Algo más? Pues háganme una fila, a ver si logramos salir del dormitorio de una bendita vez.
Todas tenían preguntas que hacer, pero ninguna se atrevió a abrir la boca mientras se vestían en silencio. Sin embargo, cuando la hermana Raimunda se colocó a la cabeza de sus pupilas, Isabel entendió por qué la chica que no estaba dispuesta a acabar con las tetas como dos huevos fritos llevaba el uniforme abierto. Mientras se ponía en la fila, se deshizo el nudo con disimulo, movió el tronco hasta que consiguió separar la tela de sus pechos, volvió a anudar los cordones y se abrochó hasta el último botón. Después, mientras bajaban ya por la escalera, volvió la mano derecha hacia arriba con el dedo índice estirado, los otros plegados hacia la palma, y la movió varias veces. Isabel volvió a sonreír, y cuando llegó a la capilla ya llevaba la tela fuerte tan floja como ella. Aquella operación se convertiría en una rutina diaria, aunque su fundadora, de castigo en castigo, faltaría la mitad de las mañanas.
—Bueno, yo me llamo Taña —susurró, cuando llegaron a la capilla para arrodillarse una junto a la otra, en el mismo banco—. De Montaña.
—Qué nombre más raro, no lo había oído nunca.
—Es que soy de Cáceres. Es la patrona, ¿sabes?
—Ya, yo me llamo Isabel.
Cuando llegó el momento de comulgar, la mayoría de las recién llegadas se quedó en su sitio y las monjas impidieron que las que lo intentaron alcanzaran el altar. No lo entendieron, como no habían entendido casi nada de lo que les había pasado desde que se bajaron del tren el día anterior. Su confusión empezó a disiparse al salir de misa, cuando la hermana Raimunda las ordenó formar en el patio, cuatro filas de diez niñas cada una, como si fueran un ejército al que un general se dispusiera a pasar revista.
—Aquí las tiene, reverenda madre...
Su tutora se dirigió con un respeto entreverado de temor a una mujer alta y enjuta, que conservaba más allá de los hábitos la altiva elegancia propia de la familia donde se había criado. Quizás por eso, cuando terminó de repasarlas se quedó mirando a su subordinada desde la misma altura.
—Siento mucho haber llegado tan tarde a misa, reverenda madre, pero no se puede imaginar la guerra que me han dado...
—Era de esperar —la superiora asintió con la cabeza y levantó la voz para que las niñas la oyeran, aunque no se dirigió a ellas—. Pero de eso se trata, hermana, para eso están aquí. Nuestra obligación es arrancar las ramas antes de que lleguen a troncos.
Aquellas palabras, que englobaban su propia definición y la de su destino, se quedaron flotando en el aire mientras la hermana las precedía hasta el comedor, donde cada una encontró una taza de café aguado. Cuando parecía que eso iba a ser todo, otra monja que llevaba un delantal sobre el hábito y un gorro encajado encima de la toca, salió de la cocina empujando un carrito repleto de cajas de pan. Un suspiro de alivio recorrió los bancos de las recién llegadas, pero la hermana Raimunda volvió a recurrir a las palmadas con las que imponía silencio antes de dar instrucciones.
—Cada una de ustedes va a recibir una barra de pan. Les recomiendo que se coman ahora la cuarta parte y guarden lo demás, porque tiene que durarles hasta la noche. Lo mejor es que hagan cuatro trozos, uno para el desayuno, otro para la comida, otro para la merienda y el último para la cena. Pueden guardarse en los bolsillos lo que no coman ahora.
La barra era del mismo tamaño que los pistolines que compraba Manolita, igual de delgada, pero pan, se dijo Isabel, e intentó animarse aunque la ración del desayuno le dio exactamente para tres mordiscos. Como si tuviera cronometrado ese plazo, la hermana Raimunda volvió a tocar las palmas un segundo después de que dejaran de masticar. Y justo entonces, cuando parecía que ya no podía pasar nada más, empezó lo peor.
—Todas las alumnas de San Ignacio de Loyola hacen tres turnos, ¿entendido? —porque el sitio al que las llevaron no era una clase, sino un lavadero con grandes pilas corridas de piedra y cestos llenos hasta arriba de ropa blanca—. El grupo que lava una semana, tiende la siguiente y plancha la tercera. Luego, se vuelve a empezar. Al lado de cada grifo encontrarán detergente. Ya saben lo que hay que hacer con él, ¿verdad? Froten y restrieguen muy bien, para quitar las manchas, y cuando hayan terminado, aclaran cada pieza y la dejan escurriendo en las rejillas que hay ahí detrás, para que sus compañeras las recojan y las tiendan en la azotea, ¿de acuerdo?
Ninguna se atrevió a contestar, y la hermana Raimunda asintió con la cabeza. Ahora dará una palmada, pensó Isabel, o dos, o tres, y dirá que venga, que rápido, que a qué estamos esperando...
—Hermana —por eso dio un paso hacia delante, levantó la mano, carraspeó para afianzar su voz—. ¿Y cuándo vamos a estudiar?
—Después.
Las niñas de Zabalbide lavaban, tendían y planchaban los manteles del café Arriaga, toda la ropa blanca del hotel Excélsior, y las sábanas, las camisas y la ropa interior de los profesores y alumnos de un internado masculino de la Compañía de Jesús. No recibían por su trabajo ni un céntimo del precio que la congregación cobraba a sus clientes, ni más educación que la que les brindaba la lectura de vidas de santos que escuchaban en silencio durante la última hora de la tarde, sentadas en unos pupitres donde no había nada más que una labor de costura. A media mañana, disponían de cuarenta y cinco minutos de recreo, en los que se les servía una taza de caldo. Ese mismo líquido, con berzas y alguna legumbre suelta, era la comida y la cena de todos los días. Su dieta se completaba con una cuarta parte de la barra de pan que habían recibido con el desayuno y tomaban a palo seco a la hora de merendar. Así, con el sudor de su frente, pagaban el pecado de haber nacido, la culpa de ser hijas de sus padres y sus madres, ramas del tronco del mal que abarrotaba las cárceles de España. Sin embargo, en el recreo del domingo, Isabel comprobó que en la clase de San Francisco Javier las cosas eran diferentes.
—He empezado a hacer palotes —al abrazar a Pilarín, su nariz se inundó de olor a colegio, polvo de tiza, ralladura de lápiz, virutas de goma de borrar—, primero tiesos y luego de lado, ¿sabes? En mi clase hay niñas que se portan muy mal y lloran todo el rato, pero yo no. La hermana Gracia dice que soy muy buena. Yo la quiero mucho...
Isabel experimentó un alivio semejante a la paz al escuchar a Pilarín, que estaba tan contenta, tan compenetrada con sus compañeras, que se zafó enseguida de su abrazo para irse a jugar con ellas. En aquel momento, sólo pensó que la vida era muy rara. No conocía la palabra paradoja, pero su ignorancia no le impidió aplicar su significado a aquel escarmiento, su hermana pequeña, que nunca había querido abandonar Madrid, tan feliz, mientras ella destinaba todas sus energías a convencerse de que no se arrepentía de haberse marchado. Era imprescindible que lo consiguiera, porque no estaba sola. Aún no sabía que salir de allí era imposible, pero la suerte de Pilarín estaba ligada a la suya y no podía asumir la responsabilidad de perjudicarla.
Con el tiempo, también llegaría a comprender por qué la vida de las pequeñas se ajustaba a las promesas del Caudillo, mientras que su existencia, la de sus compañeras, sólo encajaba en el molde de un campo de trabajadores forzados. La madre superiora lo repetía cada dos por tres, hay que arrancar las ramas antes de que lleguen a troncos. Las alumnas de la clase de Pilarín no habían llegado a ser ramas, apenas brotes, yemas tiernas que se podían enderezar sin demasiado esfuerzo. Por eso a las monjas les compensaba invertir en ellas, y en lugar de recitar vidas de santos mientras cosían, las enseñaban a leer en las heroicas crónicas de los mártires de la Cruzada.
—Yo ya sé que padre no era bueno, Isa.
—¿Por qué dices eso? —ella se asustó mucho la primera vez que lo oyó—. Claro que era bueno.
—¿Sí? —Pilarín frunció las cejas—. Pero iba con los malos, ¿no?
—Pues... Yo creo que no. Él era bueno, pero... A lo mejor, como la hermana Gracia no le conoció, por eso dice esas cosas.
—Yo voy a ser muy buena, Isa, voy a ser muy buena siempre para ir al cielo —hizo una pausa y la miró con un gesto de preocupación que su hermana nunca había visto en su rostro—. ¿Tú crees que padre está en el cielo?
—Yo no sé dónde está padre, Pilarín.
Pero Isabel Perales García tenía catorce años y muy mala suerte, tanta que se adaptó enseguida a las condiciones de su nueva vida, y en la segunda semana de su estancia en Zabalbide disfrutó de la tarea de tender la ropa como si fuera un premio, unas pequeñas vacaciones entre la extenuante semana del lavadero y la abrumadora monotonía que apenas haría la plancha más soportable.
—Ya saben ustedes lo que hay que hacer, ¿verdad? —a mediados de mayo hacía calor hasta en el norte, y la hermana Raimunda las dejó solas en el tendedero para ir a sentarse bajo un sombrajo.
Ellas, que desde que subieron a la azotea habían disfrutado tanto del aire libre como de la oportunidad de volver a jugar, salpicándose unas a otras con el agua que chorreaba de las sábanas empapadas, ralentizaron el ritmo del trabajo para poder charlar, y como iban mucho más deprisa que las lavanderas, se sentaron incluso a tomar el sol con la espalda apoyada en el muro.
—Mi padre está en Carmona —Taña resumió su vida para Ana y para Isa, porque las tres ya estaban siempre juntas—, y mi madre, en Saturrarán, cerca de aquí. Para el día de la Merced, igual pido permiso y voy a verla.
—¡Qué suerte! —Ana negó con la cabeza—, que te vivan los dos... Mi padre murió en el frente y mi madre sigue en el pueblo, pero tengo dos hermanos presos, uno en Ocaña y el otro en Barcelona. Por eso estoy aquí.
—Pues yo me quedé huérfana de madre a los cinco años, a mi padre lo fusilaron y mi madrastra está en Segovia... —Isabel miró a su derecha, a su izquierda, guió sus ojos a través de un resquicio de las sábanas hasta la silla donde la hermana Raimunda parecía dormitar, y prosiguió en un susurro—. Pero si me prometéis que no se lo decís a nadie, os cuento un secreto.
—Prometido.
—Mi hermano mayor está escondido en Madrid, en casa de su novia, viviendo tan ricamente.
—¿Sí? —y las dos sonrieron a la vez—. ¡Qué tío!
Manolita se lo había repetido muchas veces, en una gama de entonaciones que oscilaban entre la súplica y la orden más tajante, de Toñito ni mu, ¿entendido?, pero Isabel sonrió a la sonrisa de sus amigas en la certeza de que aquella confidencia no entrañaba peligro alguno. En los primeros meses que pasó en Zabalbide, creyó que las monjas que las explotaban en lugar de educarlas, habían subestimado las consecuencias de su actuación. Con las pequeñas cosecharon un éxito rotundo, pero las mayores se limitaban a acatar el terror que les inspiraban los baberos blancos con una sola excepción.
—¡Sánchez! —porque la hermana Raimunda nunca volvió a llamar a Montaña por su nombre—. ¡Al cuarto de las escobas!
A los veinte días de llegar, la pillaron hablando con unos chicos a través de la verja. Aparte de eso, intentó escaparse un par de veces, se metió en otras tantas peleas, y nada más. Al final del verano, aunque no levantara la voz ni respondiera peor que las otras, Taña pasaba al menos un día de casi todas las semanas en el cuarto de las escobas, dos metros cuadrados repletos de trastos donde apenas había sitio para sentarse, ni más luz que la que entraba por una ventanita cuadrada, con dos barrotes unidos en forma de cruz. Aquel lugar le pertenecía hasta tal punto que cuando otra niña estaba dentro la perdonaban para poder meter a Taña en su lugar. Desde ese momento hasta el día siguiente, no recibía más alimento que los trocitos de pan a los que sus amigas renunciaban para echárselos a través de los barrotes, y sin embargo, cuando la hermana Raimunda abría la puerta, salía de allí tan tiesa como si viniera de darse una ducha. Eso era lo que Isabel admiraba más de ella.
—¿Qué? —la monja se calaba las gafas para mirarla—. ¿Ha aprendido usted la lección?
Ella nunca le daba la satisfacción de contestar enseguida. Se encogía de hombros, se ponía en la fila y no abría la boca hasta que Raimunda la amenazaba en voz alta con encerrarla otra vez.
—Sí, hermana —decía entonces—. He aprendido la lección. Las aprendo todas la mar de bien.
Pero cuando la fila se ponía en marcha murmuraba algo distinto, fíjate si aprendo, que en cuanto se dé la vuelta la tortilla voy a colgarte del palo del gallinero... Luego sacaba la mano derecha con el dedo corazón estirado y la movía en el aire para que Isa y Ana sonrieran a la vez.
—Jopé, tu amiga Taña sí que es mala —le decía Pilarín de vez en cuando.
—Qué va —contestaba Isabel—. Es muy buena.
—¡Mentira! Es malísima, lo sabe todo el colegio. La hermana Gracia la llama Montaña de Satanás, y dice que es muy mala fluencia para ti.
—Se dice influencia.
—Pues no, se dice fluencia —y le llevaba la contraria con soniquete de niña sabihonda—. ¿O es que tú, que no sabes ni escribir, vas a decirlo mejor que la hermana Gracia?
A veces le entraban ganas de cogerla por el cuello, llevársela a un extremo del jardín y contarle todo lo que no sabía, la verdad de los lavaderos, del hambre, de la tela fuerte y el cuarto de las escobas. Nunca lo hizo, y cuando llegó el momento de escribir a casa, le pidió a Ana que pusiera por escrito la versión de Pilarín, estamos muy bien, todo va muy bien, no os preocupéis por nosotras. Su amiga le hizo el favor sin rechistar, copiando de memoria las mismas tranquilizadoras frases que había enviado a su propia madre. Cuando cerró el sobre y le puso el sello, Isa se sintió más cerca que nunca de Manolita, y se arrepintió de sus silencios hoscos, aquella apatía que pretendía señalarla con el dedo, la perra gorda que no había aceptado ningún domingo. Ahora que le había tocado probar lo mismo que se tragaba ella cuando le contaba a los mellizos que el tranvía sólo lo cogían los tontos, porque andar era más sano y ponía más fuertes las piernas, sintió que cada uno de sus reproches se le clavaba en el paladar como una espina, y que esa amargura, que la fortificaba por dentro para impulsarla a resistir sin una queja, era más fuerte que el miedo. De vez en cuando se preguntaba qué había pasado, por qué la desgracia insistía en cebarse en ellas con tanta saña, qué habían hecho las hermanas Perales García para recibir, una tras otra, el mismo castigo, la vida en una cuerda floja con el lastre de sus hermanos, de su hermana pequeña, en los tobillos. Pero eso fue al principio, los primeros meses, cuando Taña todavía no lloraba por las noches.
El verano terminó, los días se hicieron más cortos y se extinguió el tiempo de la rebeldía. Cuando Isabel se dio cuenta de que la madre superiora había triunfado, ya era tarde. La realidad las había aplastado de tal manera que ni siquiera les dejó margen para apreciar su derrota. Desde que llegaron a Zabalbide, habían vivido como si la verja del jardín representara la frontera del abismo, una cordillera de acantilados que aislaran y defendieran al mismo tiempo el territorio de una isla autosuficiente, perdida en el centro de un océano erizado de tormentas y monstruos impensables. Desde que llegaron a Zabalbide, que para ellas igual habría podido estar en Huelva o en Valencia, en Rusia o en América, no habían puesto un pie en la calle.
Así, poco a poco, todas olvidaron que existía un mundo más allá de la verja, una vida diferente en la que habían llevado bragas y sostenes, en la que nadie les prohibía hablar y la autoridad era un privilegio de personas que las querían, que cuidaban de ellas y las obligaban a bañarse, no a trabajar. Poco a poco, las palabras de las monjas, la difusa culpa que les atribuían como un pecado original, fue calando en sus conciencias como una lluvia fina, imperceptible, que las empapaba sin que pudieran ponerse a salvo, porque no existía ningún lugar donde refugiarse de aquella pequeña insidia cotidiana que sabía penetrar en su piel, llegar hasta sus huesos. Poco a poco, fueron convenciéndose de que eran culpables, de que tenían que pagar por ello aunque no supieran qué delito habían cometido ni a qué pecado se habían entregado, y aprendieron a aceptar su vida como una vida corriente, la que se merecían. Todos los días oían que no tenían remedio, que no había forma de hacer carrera de ellas, que eran malas, brutas, inútiles. Lo escucharon tantas veces que se lo creyeron. Las más débiles se empeñaron en demostrar lo contrario, y empezaron a competir por el favor de las monjas para colgarse sus sonrisas en el uniforme como si fueran medallas. Las delaciones, el desprecio y las zancadillas florecieron en invierno como arbustos espinosos, sin flor posible, y la solidaridad de los primeros días se esfumó para no volver jamás.
Isabel siempre fue de las otras, de las que se volvieron de piedra, duras y rígidas como estatuas en las que nada malo, tampoco nada bueno, podía hacer mella. Como los recuerdos dolían, no recordaban. Como las lágrimas herían, no lloraban. Como los sentimientos debilitaban, no sentían. Se levantaban por la mañana con el hambre de la noche anterior clavada en el estómago y lavaban, tendían, planchaban como máquinas tontas y eficaces, hasta que llegaba el momento de acostarse para que el cansancio fulminara al hambre que habían acumulado durante toda la jornada. Así, un día tras otro, una semana tras otra, un mes tras otro, hasta que la hermana Raimunda empezó a aprobarlas, asintiendo con la cabeza mientras las veía desfilar del dormitorio a la capilla, de la capilla al comedor, del comedor al pasillo. La monotonía de su vida era un factor esencial de su fracaso, aquel proceso que las fue degradando implacablemente, siempre poco a poco, hasta convertirlas en las peores enemigas de sí mismas.
—¿Qué hacen esas?
Pero a mediados de septiembre, Isabel se dio cuenta de que algunas subían las escaleras corriendo para llegar al lavadero antes que las demás.
—Ni idea —respondió Ana, aunque aquella misma mañana, mientras las veían deshacer los dobleces con mucho cuidado, comprendieron las razones de su prisa.
Los camareros del café Arriaga, del hotel Excélsior, doblaban los manteles antes de meterlos en el saco para que abultaran menos, y a veces, entre los pliegues se quedaban atrapadas las migas de pan que no se habían molestado en eliminar. Eso, el relieve de las migas entre la tela, era lo que las más avispadas buscaban con los dedos. Después, sólo había que rescatarlas una por una, metérselas en la boca con disimulo, antes de desplegar el mantel, y tragárselas sin llamar la atención de las demás. No lo lograron, porque todas tenían demasiada hambre como para consentirles esa ventaja, y las peleas junto al saco de los manteles estuvieron a punto de arruinar un negocio que se salvó gracias a una iniciativa de Isabel.
—Estamos haciendo una tontería —una mañana, en el recreo, reunió a sus compañeras para explicarles por qué—. Lo que deberíamos hacer es ponernos de acuerdo para sacarle partido a las migas...
Ella no había olvidado los paquetitos de papel de estraza que Manolita ponía sobre la mesa cuando no había otra cosa para cenar. Las almendras saladas, las cuñas de queso y los tacos de jamón que la Palmera rescataba de las juergas flamencas para su hermana, volvieron a alimentarla mucho tiempo después, poniendo su imaginación en marcha. Porque aquello eran sobras, esto también, el destino natural de las sobras era la basura, y lo único que necesitaban era sacarlas de allí.
—¿Lo entendéis? A los camareros les dará igual, o no, les vendrá hasta mejor, porque les ahorramos el trabajo de sacudirlos. Y si esperamos a la semana que nos toque planchar, y metemos una nota en los manteles, no tiene por qué enterarse nadie.
—Pero nosotras sólo lavamos una semana de cada tres —objetó una niña—. Cuando no nos toque y las demás se den cuenta de que los manteles vienen llenos de migas...
—Pues se las comerán —intervino Taña—, ni que fueran tontas. Esto es bueno para todas.
—Y además, podemos avisarlas —concluyó Isabel—. No creo que se quejen, vamos. El único peligro es que alguien se chive. Si alguna le va a las monjas con el cuento...
Todas se volvieron a mirar a las mismas, tres o cuatro que hundieron la cabeza entre los hombros y se dedicaron a estudiar las baldosas del suelo hasta que la discusión sobre los aspectos prácticos del plan absorbió la atención de sus compañeras. Ninguna las traicionó, porque Taña tenía razón. Todas pasaban la misma hambre.
Quince días después, incluso las chivatas metieron una nota doblada en uno de los manteles que les tocó planchar. Les hubiera gustado meterlas en todos, pero como no tenían cuadernos, tuvieron que agenciarse el papel como pudieron. Al final, las que escribían mejor, con la letra más clara y menos faltas, copiaron el mismo texto en pedacitos del envoltorio de las flores de la capilla, en el dorso de sus facturas, y en la parte de atrás de las etiquetas de las latas que encontraron en la basura. «Somos las niñas que lavamos y planchamos su ropa. Por favor, no tiren el pan duro. Métanlo en los manteles. Nosotras nos lo comemos. Muchas gracias, las niñas de Zabalbide.»
Al día siguiente, no pasó nada. El miércoles, las que hacían el turno del lavadero les contaron en el recreo que los manteles habían empezado a llegar cargados no sólo de migas, sino también de trozos de pan, duros y mordisqueados, pero comestibles. La noticia corrió de boca en boca como la crónica de una hazaña cuyo mérito pertenecía a una niña llamada Isabel Perales. Y sin embargo, el orgullo individual, aquella sensación novedosa, tan placentera por más que las monjas la incluyeran entre los pecados, le resultó menos gratificante que la euforia colectiva, una expresión de triunfo que recorrió el patio como una corriente eléctrica para descargar en los brazos, en las manos, en los labios sonrientes de todas aquellas niñas que se besaban y se abrazaban para compartir un júbilo desproporcionado con el bien que celebraban. Sus madres, sus padres habrían podido explicarles que lo que habían hecho tenía un nombre. Ellas no sabían que acababan de organizarse, pero el pan duro les enseñó que mientras estuvieran unidas, serían capaces de hacer cosas buenas, útiles, por ellas mismas y por las demás.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 43 | Нарушение авторских прав
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