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—Chicas, en mi mantel había aceitunas...
—¿Sí? ¡Qué suerte!
—Pues en el mío había medio panecillo y una nota, ¡UHP!
—¿UHP? —algunas se rieron—. ¿Y eso qué es?
—Pues no lo sé muy bien —pero Magdalena se tomó aquellas siglas muy en serio—. Yo la voy a guardar, porque mi padre lo gritaba en las manifestaciones, antes de la guerra.
Durante las siguientes semanas aprendieron que los camareros del café Arriaga eran casi siempre igual de generosos. Sus manteles nunca llegaban vacíos, y cuando había aceitunas, alguien se tomaba el trabajo de repartirlas. En el hotel Excélsior, en cambio, los trabajadores más rácanos, los que se limitaban a recoger el mantel con las migas que los comensales hubieran dejado en él, se alternaban con los más espléndidos, que añadían al pan duro las sobras de los desayunos, bollos mordisqueados, trozos de melocotón en almíbar y, de vez en cuando, hasta pegotes de azúcar. Aquellos regalos habrían acarreado la perdición de sus protegidas si las monjas no hubieran encontrado una manera de explotarlos en su propio beneficio.
—¿Qué está pasando aquí? —mientras las niñas que se disputaban uno de los manteles del hotel se quedaban mirándola sin soltar el pico al que cada una había conseguido aferrarse, la hermana Raimunda se acercó a ellas y se lo arrebató para dejar caer tres trozos de pan en el suelo—. ¿Qué significa esto?
Al principio ninguna abrió la boca, pero antes de que la monja tuviera tiempo de mirar a Montaña, Aurora, aquella niña rubia que había preguntado el primer día por qué no les daban bragas, dio un paso hacia delante.
—Ha sido Isabel —nadie lo habría esperado de ella—. Es culpa de Isabel.
—¿De qué Isabel?
—De Isabel Perales —y Aurora, que hasta aquel día no se había chivado de nada, que nunca le había hecho la rosca a ninguna monja ni se había destacado entre sus compañeras, la señaló con el dedo para que no hubiera duda—. Ella fue la que dijo que había que mandar una nota en los manteles planchados para que no tiraran el pan.
—¿Que han mandado ustedes una nota?
La hermana Raimunda se llevó las manos a la cabeza, dio unos cuantos pasos en círculo como si no supiera adónde dirigirse, las miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos antes de acercarse a Isabel.
—Pero ¿cómo se le ocurre? —ella se puso tan nerviosa que se olvidó de esconder las manos bajo las axilas—. ¿Con qué permiso...?
La monja se fijó entonces en las heridas, todavía leves, superficiales, que la culpable tenía en los dorsos, en los dedos, y no fue capaz de terminar la pregunta. Isa aprovechó su desconcierto para encoger los brazos y esconder las manos bajo las mangas, mientras se defendía a toda prisa.
—Es verdad que se me ocurrió a mí, hermana, pero no hemos hecho nada malo, en los manteles había migas ya, desde antes, lo único que hemos hecho ha sido pedirles el pan que les sobraba, y no le pedimos permiso porque no le hacemos mal a nadie, es una tontería, es...
—¡Silencio!
La hermana cruzó las manos a su espalda y volvió a pasearse, a recorrer los lavaderos de punta a punta como si estuviera, ella también, tan asustada que no supiera qué hacer, por dónde salir de aquel atolladero. Mientras tanto, las niñas fueron volviendo lentamente a las pilas y todas, excepto Magdalena, Taña y Ana, que se quedaron donde estaban, rodeando a Isabel, empezaron a frotar la ropa blanca, a sumergirla en el agua para demostrar que aquel delito no tenía nada que ver con ellas. La explosión de la que pretendían protegerse no se llegó a producir.
—¡Aurora! —la hermana se dirigió a su flamante colaboradora antes de marcharse—. La hago a usted responsable de sus compañeras. Todo el mundo al trabajo, sin rechistar —se volvió hacia la culpable y ella sintió que las piernas le temblaban como dos montones de gelatina—. Ustedes también, vamos...
Las cuatro niñas que no lo habían hecho aún, ocuparon sus puestos antes de que la monja saliera por la puerta, pero el silencio se extinguió al mismo tiempo que el eco de sus pasos en el pasillo.
—Eres una cochina, Aurora —porque Taña se acercó a la chivata antes de que su pila se hubiera llenado de agua—. Que lo sepas.
Ella se limitó a encogerse. Levantó los hombros, hundió la barbilla y no dijo nada, pero otras se apresuraron a defenderla.
—Di que no, que has hecho muy bien.
—Muy requetebién, Aurora.
—A ver por qué vamos a tener que pagar por lo que no hemos hecho.
—¿Por qué? —Magdalena intervino desde su pila—. ¡Pues porque todas habéis comido! ¿O no?
—Eso no tiene nada que ver...
—Una cosa es que encontremos migas en los manteles, y otra haber escrito una nota...
—Fue culpa vuestra, de ella y de vosotras, que nos obligasteis...
—Sois todas unas cochinas —Taña las fulminó, una por una, antes de volver a su pila—. Unas cochinas asquerosas y unas cobardes de mierda.
Isabel miró a sus compañeras como si se hubieran convertido en una colección de figuras planas, atrapadas en un cuadro antiguo y sombrío. El lavadero le pareció de pronto tan extraño como un decorado, el escenario de una fotografía realizada en una penumbra tan compacta que el negro apenas se distinguía del gris y este ni siquiera era un color, apenas una masa opaca, sin matices ni poder para reflejar la luz. Se volvió hacia las ventanas, comprobó que seguía luciendo el sol y temió que algo se hubiera estropeado para siempre en su cabeza, porque no era capaz de distinguir los colores que sus ojos veían, aunque supiera que los estaba viendo. El miedo le impedía moverse, levantar los brazos, abrir el grifo, coger el mantel, meterlo en la pila. Nunca, ni siquiera en los peores bombardeos, había tenido tanto miedo como el que pasó aquella mañana, en aquel cuarto de hora tan largo como la última noche de un condenado a muerte. Sin embargo, el regreso de la hermana Raimunda lo trastocó todo para enseñarle que el miedo no era lo mismo que el terror. En un instante, se encontró frotando la tela bajo el grifo sin haber sido consciente de ordenar a sus manos que lo hicieran, y mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, se sintió dispuesta a hacer cualquier cosa, a rogar, a arrastrarse, a ponerse de rodillas, lo que fuera con tal de evitar un castigo que ni siquiera imaginaba, como no sabía por qué sentía aquella urgente, irresistible necesidad de humillarse.
—Bueno, pues... —pero Raimunda se dirigió a ellas en un tono misteriosamente pacífico—. Si no les da vergüenza mendigar, si valen ustedes tan poco que están dispuestas a renunciar a su dignidad por pura glotonería, no tengo inconveniente en que aprovechen las sobras de otras personas. Pueden guardar ustedes lo que encuentren y se lo toman con el caldo. Eso sí, lo que no voy a tolerar son distracciones.
Aquellas palabras instalaron en el lavadero un silencio tan compacto que durante el resto de la mañana sólo se oyó el ruido del agua corriendo, el rítmico chasquido de los dedos que frotaban la tela y el llanto de Isabel, que no sabía por qué caían las lágrimas de sus ojos, ni la manera de detenerlas.
—Ya puede usted llorar, ya... —le recriminó en voz alta la hermana Raimunda cuando salió al recreo con las demás.
En apariencia, no ocurrió nada más. Sin embargo, desde aquella mañana, Isabel, Ana y Magdalena, compartieron el estigma de Taña, aunque la reprobación de las monjas les dolió menos que el vacío de sus compañeras, la invisible muralla de aire que ninguna se atrevía a traspasar, como si estuvieran infectadas por alguna enfermedad grave y contagiosa. Durante algunos meses, hasta que el paso del tiempo difuminó los orígenes de su desgracia sin llegar a borrar nunca sus efectos, las cuatro estuvieron siempre solas, sin más apoyo que el que podían brindarse mutuamente. Eso habría sido bastante si no hubieran tenido catorce años y muy mala suerte. Tan mala que la reacción de las monjas, su astuta manera de darle la vuelta a la realidad para ponerla a trabajar a su favor, bastó para convertir su única victoria en un fracaso, sin que llegaran a comprender cómo lo habían logrado.
—Nos lo ha contado la hermana Gracia. De verdad, Isabel, no sé cómo has podido hacer una cosa así, pedir pan duro, como si fueras una pordiosera mendigando en la puerta de una iglesia.
—Porque tenía hambre, Pilarín —cuando se decidió a decir la verdad, no sirvió de nada—. Todas teníamos hambre.
—Porque sois unas glotonas, querrás decir. Pues la gula es un pecado muy gordo, ¿sabes? La hermana Gracia dice que tenemos que rezar por vosotras, y a mí me da vergüenza, porque todas saben que eres mi hermana.
Eso fue lo peor hasta que llegó el frío. Cuando les tocaba lavar, todas se les adelantaban, las empujaban, las apartaban. Llegaban siempre las últimas y ni siquiera se acordaban del origen del pan que las más afortunadas podrían mojar en el caldo. Pero en la frontera del invierno, su situación cambió.
Un lunes de noviembre, feo y frío, lluvioso, una novicia entró en la sala de plancha cuando faltaba poco para que terminara su jornada. La hermana Raimunda y ella se apartaron a cuchichear en una esquina y el fruto de su conversación fue un grito que todas las niñas conocían muy bien.
—¡Sánchez!
Montaña levantó la vista, miró a sus compañeras, a la monja después.
—Pero si no he hecho nada, hermana.
—No es eso. Vaya al dormitorio, póngase su ropa y recoja sus cosas. Su madre ha salido de la cárcel y ha venido a buscarla.
Desde que llegaron a Bilbao, siete meses antes, nunca habían escuchado esas palabras que flotaron en el aire como un ensalmo, la contraseña de un milagro arraigado en un pasado tan remoto que apenas lo reconocieron. Parecía que hubieran olvidado que existían las madres, que podían salir de las cárceles, que no habían dejado de pensar en sus hijas y tenían el poder de rescatarlas de los lavaderos, del tendedero, de las tablas de planchar. Montaña se quedó muda, tan paralizada como las demás, y no fue capaz de ponerse en marcha hasta que la monja empezó a dar palmadas.
—¡Vamos! ¿O es que quiere usted quedarse aquí?
—No —entonces sus ojos relucieron, su cuerpo se estiró y se estiró su cuello, la barbilla tan alta como el primer día—. No quiero.
Isabel, Ana y Magdalena se apiñaron a su alrededor para despedirla en una confusa amalgama de abrazos y palabras, qué bien, qué suerte, qué envidia, que culminó en otra nerviosa serie de palmadas. La afortunada no dijo que las iba a echar de menos porque las cuatro sabían que no era verdad, pero cuando salió del cuarto de la plancha, lloraba tanto como las que se habían quedado dentro. Un cuarto de hora después, una de las que trabajaban junto a la ventana dio la voz de aviso, ya se va, y todas, amigas y enemigas, corrieron hacia los cristales para verla partir. Taña avanzaba hacia la verja abrazada a una mujer menuda y flaca, que tenía el pelo gris y hasta de espaldas parecía demasiado mayor para tener una hija de catorce años. Antes de salir a la calle se volvió a mirarlas, levantó el brazo derecho en el aire, agitó la mano para despedirse y sonrió. Aquella noche, volvió a florecer el llanto en el dormitorio.
—Me alegro mucho por ella —le susurró Isabel a Ana al día siguiente, en la cola del desayuno—. Porque era de las que peor estaban, la verdad.
—Sí —pero después, Ana se quedó mirando sus heridas—. A ver si tú también tuvieras suerte.
El frío había acelerado el proceso de descomposición de su piel, reforzando el cerco de la carne viva y muerta que se asomaba al exterior por la frontera de la sangre, del pus, pero había aportado al mismo tiempo una solución. El día que Taña se marchó, Isabel ya había descubierto que el único remedio eficaz para aliviar el dolor era sumergir las manos en el agua de la pila, y cuando su grupo volvió a lavar, no salió ninguna mañana a tomar el caldo. El lunes, el martes, el miércoles, la hermana Raimunda la miró en silencio y no hizo preguntas, pero el jueves, a la hora del recreo, la madre Carmen se fijó en la espuma sonrosada que ninguna otra monja parecía haber visto hasta entonces.
—Por aquí —y la guió fuera de aquella habitación con una voz que parecía desfallecer en cada sílaba—. Sígame, por favor.
Mientras seguía la estela de un velo negro, aquel hábito que flotaba sobre el suelo como si los pies que ocultaba fueran dos alas imposibles, horizontales, la niña experimentó una emoción extraña, hecha a un tiempo de temor y de fascinación. Los movimientos de la madre Carmen, que caminaba erguida, con un aplomo que agitaba los pliegues de su ropa como las olas de un mar nocturno, desprendían delicadeza, una elegancia que no estaba al alcance de la hermana Raimunda. Cuando aún no sabía si aquella mujer que la precedía por corredores que nunca había pisado iba a salvarla, o a condenarla, Isabel la admiró como si perteneciera a una especie distinta, una monja guapa, una chica joven, un hada de ropas oscuras, con babero blanco y anillo de oro en lugar de varita mágica. Sin embargo, ya conocía el lugar al que la condujo por un camino más corto que el que habría sabido tomar sola.
La enfermería, grande y luminosa, estaba dividida en dos mitades. A un lado estaba el consultorio, una camilla y muchas plantas, carteles con hileras de letras de diversos tamaños alternando en las paredes con dibujos de partes del cuerpo, sobre unos armarios metálicos cuyas puertas de cristal dejaban ver las medicinas que contenían. Al otro lado de unas cortinas que en aquel momento estaban abiertas, seis camas se miraban de frente, tres a tres, como si quisieran competir en el primor con el que estaban hechas. No encontraron a ninguna paciente, sólo a la hermana enfermera, una monja mayor, con un filo de cabello gris en el borde de la toca, sentada tras la mesa.
—Buenos días, hermana Begoña —la madre Carmen avanzó hacia ella con decisión, y al ver que Isabel no la había seguido, retrocedió unos pasos para cogerla del codo y acercarla a la mesa—. Aquí le traigo a esta niña, a ver qué puede hacer usted por sus manos —la miró y vio que las había escondido en las axilas—. Enséñeselas, no tenga miedo.
Isabel cerró los ojos y pensó en la hermana Gracia, en el argumento que encontraría antes o después para pedirle a las pequeñas que rezaran por ella, en la mirada de decepción con la que Pilarín le reprocharía que fuera tan débil, tan ingrata, tan quejica, y eso le asustó más que el mismo miedo. Si hubiera podido, habría salido corriendo y habría vuelto al lavadero para esperar a las demás con las manos dentro de la pila, pero no podía, así que respiró hondo, abrió los ojos y, sin apartarlos de la hermana Begoña, estiró las manos.
—¡Madre de Dios Bendito! —así asistió, por segunda vez en una sola mañana, al prodigio del terror reflejado en los ojos de una monja—. ¡Señor mío Jesucristo, socórrenos!
Mientras buscaba las gafas, las manos le temblaban. Cuando las encontró, la cogió por las muñecas para mirar sus heridas de cerca y estudiarlas con una atención ecuánime, profesional, que no logró devolver el color a su rostro.
—¿Pero desde cuándo las tiene usted así?
—Pues... —Isabel miró a la madre Carmen, y ella asintió con la cabeza—. Desde este verano, pero ahora, con el frío, se me han puesto peor.
—Y le duelen una barbaridad —la enfermera no preguntaba, afirmaba, pero ella asintió de todos modos—. ¿Y cómo no ha venido usted antes?
Isabel se sonrojó, se encogió de hombros, volvió a decir la verdad.
—No sé... Es que si las meto en el agua de la pila, como está tan fría, se me duermen y no las siento.
—Claro —la hermana Begoña se levantó, fue a buscar una silla, la acercó a Isabel sin dejar de negar con la cabeza—. Pero aunque usted crea que el agua la alivia, en realidad empeora sus heridas. Siéntese, por favor.
Dio la espalda a su paciente para abrir los armarios, y fue poniendo encima de la mesa un tubo de pomada, un frasco de yodo, algodones, gasas, vendas, y por fin, dos caramelos de azúcar quemada.
—Tome —le dio uno después de sentarse a su lado—. Cómaselo. Está muy bueno y le ayudará a aguantar, porque... Tengo que desinfectarle las heridas y le va a doler, pero no hay otra forma de curarla.
Nunca había experimentado un dolor comparable al que sintió mientras aquella mujer se afanaba sobre su diestra con un algodón empapado en yodo que quemaba igual que un soplete, pero se mordió los labios como si quisiera arrancárselos para no quejarse, y la pomada espesa, refrescante, con la que le embadurnó la mano antes de vendársela, le sentó mejor que el agua helada.
—Es usted muy buena paciente —la hermana Begoña sonrió antes de ofrecerle el otro caramelo—. Tome, para la otra.
La perspectiva de la venda y la pomada resultó más eficaz que el dulce para ayudarla a soportar la cura, y aunque volvió a morderse los labios, su serenidad animó a la madre Carmen a hacer preguntas.
—¿Y cómo ha podido pasar esto, hermana? ¿Es una alergia, un rechazo a...? —antes de que pudiera encontrar otra palabra, Begoña empezó a negar con la cabeza.
—No tiene por qué —respondió en voz baja—. La piel de esta niña es más sensible que la de sus compañeras, pero no es la primera vez que pasa... Ni será la última.
La madre Carmen levantó las cejas, se apretó una mano con la otra e Isabel volvió a detectar miedo en el desmayo de su voz.
—¿Por qué?
La enfermera no contestó enseguida, y movió la cabeza de un lado a otro antes de responder.
—Pues porque lavan con sosa, madre. Lo llaman savorina pero es pura sosa, y la sosa es cáustica, corrosiva, se lo come todo, las manchas y...
—Ya, ya —la madre Carmen la interrumpió mientras se tapaba los ojos con las manos—. ¿Y por qué no usan jabón, como todo el mundo?
—¿Usted qué cree? —la hermana Begoña miró un momento hacia sus ojos tapados, volvió al trabajo—. El jabón es muy caro. La sosa, muy barata —y en el mismo tono neutro, objetivo, añadió algo más—. Algún día tendremos que pagar por lo que estamos haciendo con estas niñas.
—Y si no, ya nos castigará Dios.
De todo lo que ocurrió aquella mañana, nada le inspiró tanto miedo a Isabel como aquellas dos frases que sonaban a pecado, que tenían que ser pecado aunque a las mujeres que las pronunciaron no se les cayeran Jesús ni la Virgen de los labios. Las van a castigar pero no va a ser Dios, se dijo. Las van a castigar y yo tendré la culpa, como pasó con la nota de los manteles, es todo culpa mía, culpa de la familia donde me he criado, del lugar de donde vengo, el mundo equivocado que me ha enseñado a hacerlo todo mal, a confiar en un marica con los ojos pintados, a proteger a un hermano al que busca la policía, a aceptar que mi madrastra esté en la cárcel, a llorar por mi padre sin preguntarme por qué le fusilaron, y todo eso es pecado, la Palmera se acuesta con hombres y vive en pecado mortal, Toñito y Eladia también, porque no están casados, y yo me he empeñado en quererles, en ponerme de su parte sin pararme a pensar en lo que hacen, sin comprender que aunque ellos quieran ser buenos, aunque lo sean para mí, lo que hacen es pecado y además no es real, eso es lo peor, que el tablao y la cárcel no tienen nada que ver con la vida de la gente normal, por eso meto la pata, porque soy tonta y no aprendo a hacer las cosas bien, por mi culpa las van a castigar y no se lo merecen.
Isabel nunca había pensado así, pero en aquel momento, ni siquiera se asombró de lo que estaba pensando. Tampoco se le ocurrió que la hermana Gracia se sentiría muy satisfecha de su pensamiento. Los árboles que no se riegan, que crecen en una tierra seca y pedregosa que nadie abona, se secan sin querer, sin darse cuenta. Ella no llegó tan lejos porque no era capaz de formular con exactitud lo que sabía, pero había aprendido que en la realidad de Zabalbide, la única auténtica para ella, el bien y el mal se regían por una sola ley. Portarse bien era no preguntar, no quejarse, no hacer ni decir nada que alterara la infinita monotonía de una secuencia de días rigurosamente iguales entre sí. Esa normalidad era el propósito de todas las palmadas de la hermana Raimunda, y aquella mañana ella había infringido sus reglas, porque tendría que estar en el lavadero y no en la enfermería, exponiendo a la madre Carmen, a la hermana Begoña, a un castigo que sería sólo culpa suya.
Estuvo a punto de pedirles perdón por ser tan débil, tan inútil, por tener la piel demasiado frágil, pero las miró y las encontró muy tranquilas. Parecían disgustadas, asustadas y hasta tristes, pero seguras de sus acciones, y era un error, estaban cometiendo un error aunque no encontró la forma de prevenirlas. Mientras tanto, la enfermera terminó de vendarle la mano izquierda.
—Muy bien, ahora escúcheme con atención. Usted no puede volver a lavar hasta que tenga las manos curadas. Tampoco puede tender, porque la ropa mojada le empaparía los vendajes. Como mucho, le doy permiso para planchar, pero todas las mañanas, cuando sus compañeras vayan a sus tareas, usted se viene a verme a mí, ¿entendido? Yo le pondré desinfectante, pomada, y le cambiaré las vendas, pero no se asuste. Le prometo que nunca volverá a dolerle tanto como hoy, y además tengo muchos caramelos —sonrió antes de volverse hacia la madre Carmen—. Habría que avisar...
—Yo me encargo —esta vez no necesitaron palabras peligrosas para ponerse de acuerdo—. Gracias por todo, hermana. Venga usted conmigo, Isabel.
Cuando salieron al pasillo, la niña ya no sintió la necesidad de andar detrás de la monja. Se puso a su altura y hasta se atrevió a preguntar.
—¿Adónde vamos?
—Al despacho de la superiora —su protegida sintió que el corazón le trepaba hasta la garganta—. Tenemos que contarle...
—No, no, no hace falta —y se apresuró a interrumpirla—. He pensado que si me pongo unos guantes de goma...
—¡Isabel! ¿No ha oído a la hermana Begoña? —la niña se limitó a asentir con la cabeza y la mujer extendió una mano hacia ella, aunque no llegó a tocarla—. ¿Pero por qué está usted tan asustada? No tenga miedo —después la cogió de la mano con mucho cuidado, como si fuera una niña pequeña—. No ha hecho usted nada malo. No tiene nada que temer.
Y sin embargo, antes de tocar con los nudillos en la puerta del despacho tomó aire, se estiró el hábito, apretó los puños.
—¡Adelante! —y abrió la puerta con un gesto sombrío, en el que la incertidumbre se precipitaba hacia la preocupación.
—Buenos días, reverenda madre.
Isabel dio un paso hacia atrás para buscar la protección del velo negro. Así, viendo a la superiora sólo con un ojo, de refilón, escuchó las explicaciones de su protectora, el tono respetuoso con el que se limitó a enunciar el número y la naturaleza de sus heridas, guardándose mucho de mencionar el nombre del material que integraba el detergente y del castigo que Dios, o los hombres, les impondrían antes o después por su conducta.
—Venga usted aquí —cuando dejó de hablar, la superiora reclamó a Isabel—. Vamos a ver esas heridas.
La niña se acercó sin decir nada y siguió callada mientras la reverenda madre deshacía el vendaje de su mano derecha, apartaba la pomada para examinar la piel, volvía a extenderla, y a vendarla, y a sujetar la gasa con un nudo, antes de emitir un veredicto que la enferma no supo interpretar.
—En fin, más sufrió Nuestro Señor Jesucristo en la cruz, y nadie le escuchó quejarse.
—Con todo el respeto, reverenda madre —la madre Carmen intervino con suavidad—, ella tampoco se ha quejado. He sido yo quien la ha llevado a la enfermería, y hace un momento me ha dicho que estaba dispuesta a seguir lavando con guantes de goma.
La superiora levantó los ojos para mirarla, pero no dijo nada. Su subordinada guardó silencio mientras la veía inclinarse sobre el libro de cuentas en el que estaba ocupada cuando llegaron. Sólo después de hacer un par de anotaciones, levantó la cabeza.
—De acuerdo —concedió, dirigiéndose a la monja como si la niña fuera invisible—. Hable usted con Raimunda, y que no se moje las manos hasta que Begoña le dé el alta.
Aquella semana, Isabel no volvió a trabajar. La sonrisa que la madre Carmen le dirigió al salir de aquel despacho, y que pareció revolotear entre los pliegues de su hábito para hacer su paso más alegre, aún más ligero, se extinguió en la puerta del lavadero a favor de un gesto de autoridad al que una repentina lentitud de movimientos, los pies flotando de nuevo sobre las baldosas, prestó un aspecto imponente, casi majestuoso.
—Bueno —la hermana Raimunda, mansa como un corderito, se limitó a asentir con la cabeza a todas las consideraciones de una mujer que, Isabel lo comprendió sólo entonces, no era exactamente su igual—. Como usted diga.
—Pues me la llevo a la capilla, para que me ayude con las flores. Mañana y pasado ya le buscaré algo que hacer, no crea que la voy a tener ociosa.
Aquella mañana, Isabel Perales aprendió muchas cosas. La primera, que la madre Carmen era de Bilbao.
—Del mismo Bilbao —precisó con una sonrisa.
La segunda, que era un poco mentirosa, porque mientras trajinaba con los jarrones de la capilla, tirando las flores secas a la basura, cambiando el agua y combinando rosas y claveles frescos, la obligó a sentarse en un escalón y no la dejó hacer nada más que preguntas. Así, Isabel se enteró de que la alianza que llevaba en la mano derecha era un símbolo de su matrimonio con Dios, y que el anillo de las hermanas representaba lo mismo, aunque era de plata porque sus familias eran humildes y no habían podido aportar ninguna dote al entrar en el convento.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 47 | Нарушение авторских прав
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