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—La dote —la madre Carmen le explicó también esa palabra— es dinero, que se usa para las necesidades del convento, las obras de caridad que sostenemos, el bienestar de la comunidad...
Dinero, dijo Isabel para sí misma, dinero, y volvió a repasar esas tres sílabas varias veces, hasta que consiguió aceptar su significado. Nunca habría imaginado que también allí, entre las esposas de Dios, hubiera ricas y pobres, pero la confidencia de la madre la ayudó a despejar algunos enigmas, y el menos importante fue la longitud del velo, el precio del metal que brillaba en los anillos y los broches. Sólo entonces se dio cuenta de que las monjas que trabajaban de verdad, como Raimunda, Begoña o Gracia, eran siempre hermanas. Ninguna madre daba clase a las pequeñas ni tutelaba el trabajo de las mayores, ninguna trabajaba en la cocina ni servía la mesa, y la jefa de todas ellas era una madre, no una hermana. En el fondo, aquel lugar se parecía mucho más al mundo exterior de lo que sus habitantes pretendían, y aquella conclusión estimuló la curiosidad de Isabel.
—¿Y su trabajo es cambiar las flores todos los días?
—Todos los días no, sólo dos veces a la semana. Además, toco el órgano y dirijo el coro de las pequeñas —metió la mano derecha debajo de la manga izquierda y sacó a la luz un reloj de pulsera dorado, pequeño y bonito—. Hoy ya no nos da tiempo, pero mañana tengo que ensayar. Si quiere ayudarme, puedo enseñarle a pasar las partituras.
—Sí, por favor —la cara de la niña se iluminó, y la mujer volvió a sonreír al comprobarlo—. Me encantaría.
La mañana del viernes, y la del sábado, las pasaron juntas en el coro de la capilla. Después del desayuno, la madre Carmen fue a buscarla y la acompañó a la enfermería, pero a media mañana, en lugar de llevarla a tomar el caldo templado e insípido de todos los días, sacó dos naranjas de sus bolsillos y las peló con una navajita. Isabel no había probado la fruta desde que llegó a Zabalbide, pero aunque se comió la suya muy despacio, cerrando los ojos en cada gajo para concentrarse mejor en su sabor, aquel regalo la hizo menos feliz que el simple paso de las horas en la serena intimidad del coro, la luz del pálido sol de invierno arrancando de las vidrieras reflejos tenues, tímidos, que se apagaban al paso de alguna nube para dejarlas a solas con las pequeñas llamas de las velas encendidas, la música de Bach y la voz de la madre entonando un Ave María hermoso e insólito, que trazaba una melodía distinta a la que producían las teclas para infiltrar en los ojos de la niña lágrimas placenteras, también hermosas, también insólitas, pero sobre todo distintas a las que había llorado desde que llegó a aquel lugar.
—Es precioso —dijo al final, estremecida aún por aquella emoción—. Mucho más bonito que el que cantan siempre.
—Sí, a mí también me gusta más, pero la reverenda madre es muy conservadora y prefiere el de Schubert —su sonrisa se deshizo despacio—. No entiende mucho de música, ¿sabe?, pero es una mujer valiosa, desde luego, muy preparada, inteligente y capaz, aunque es posible que a ustedes les parezca demasiado severa, porque... ¿Le han contado que este edificio, durante la guerra, fue una cárcel? —la niña negó con la cabeza y la madre apartó la vista de sus ojos para fijarlos en las teclas—. Pues lo fue, y los rojos fusilaron a un hermano suyo, que era jesuita, en el mismo patio al que salen las pequeñas por las tardes, por eso... Su madre enfermó al conocer la noticia, ella dice que murió del disgusto. La verdad es que su familia sufrió mucho.
—Lo siento.
—¿Por qué? —la madre Carmen volvió a sonreír, aunque no consiguió parecer alegre—. No es culpa suya.
—Bueno, pero como mi padre era rojo, y mi hermano también, pues...
—Eso no significa nada, Isabel. Mi tata, la mujer que me crió, también era roja, y era muy buena. De pequeña, yo no lo sabía, pero después de enterarme, la he seguido queriendo igual. Y además, no es justo que los hijos paguen por las culpas de sus padres.
Las dos se miraron sin decir nada, durante un instante que se les hizo tan largo como el silencio de dos amantes, dos enemigos que se midieran con los ojos después de empuñar los sables con los que iban a batirse en duelo.
—Perdóneme —la adulta se retiró primero—. No debería decirle estas cosas.
—No se preocupe, madre —pero la niña ya llevaba siete meses viviendo en aquel lugar, y por eso interpretó a la perfección el verdadero significado de aquel bucle equívoco, sinuoso, que certificó que aquella mujer era, al fin y al cabo, una monja, una persona incapaz de hablar en línea recta, de llamar a las cosas por su nombre—. Yo no se lo voy a contar a nadie.
—Voy a tocar el Ave verum corpus de Mozart —y como si pretendiera confirmar su condición, volvió a encarar el teclado sin comentar la promesa de Isabel—. A ver qué le parece...
Nunca volverían a estar juntas y solas durante tanto tiempo como el que disfrutaron aquellas dos mañanas en las que la niña aprendió a apreciar al mismo tiempo la emoción de la música y la compañía de la mujer que habitaba en una túnica negra que parecía flotar sin ayuda de unos pies humanos. Saber que esos pies existían, como existía el cuerpo al que pertenecían, y que pertenecía a su vez a una persona real, con un nombre y un pasado, una personalidad y una historia, la impresionó más que el Ave María de Gounod. Nunca se le había ocurrido pensar en el color del pelo de la hermana Raimunda, en que a la fuerza habría tenido un padre y una madre, en la clase de niña que habría sido de pequeña. Su guardiana siempre había sido para ella, ante todo, una autoridad temible, y después una monja, ni siquiera una mujer, sólo una monja, como si hubiera nacido ya con hábitos y con toca, ropajes huecos que no ocultaban nada porque nada podía latir en su interior. Llevaba muchos meses conviviendo con la hermana Raimunda y no sabía nada de su vida, dónde había nacido, cuántos años tenía. Ni siquiera estaba muy segura del tono exacto de sus ojos, de sus dientes, y no porque se hubiera acostumbrado a rehuir su mirada o porque apenas la hubiera visto sonreír, sino porque en ella los ojos, la piel, los labios no importaban.
En sólo dos mañanas, Isabel aprendió que la madre Carmen tenía los ojos entre castaños y verdes, el pelo rubio oscuro, los dientes blancos, las paletas muy grandes y las manos tan abiertas de tocar el piano que, cuando extendía los dedos, el pulgar y el meñique trazaban una línea recta, perpendicular al brazo. Tenía, además, veintinueve años, seis hermanos, cuatro de ellos varones, y un tía monja que era la superiora del convento de Málaga y quien más la había apoyado cuando decidió hacerse religiosa.
—A mis padres no les pareció mal, pero yo creo que habrían preferido que siguiera estudiando música, porque como empecé a los siete años...
—¿Y nunca pensó en casarse? —cuando terminó de decirlo, Isabel se puso colorada y no entendió cómo se había atrevido a llegar tan lejos—. Perdóneme, madre.
—No —ella se echó a reír—. No hay nada que perdonar, y tampoco pensé nunca en casarme. Y eso que tuve bastantes pretendientes, no crea.
—Pero no le gustó ninguno.
—Pues... No es eso —se quedó pensando—. O sí, no lo sé. El caso es que sentía una vocación muy fuerte y los chicos nunca me llamaron mucho la atención —hizo una pausa para mirarla—. ¿A usted sí?
—Yo nunca he tenido novio, pero... —no supo por qué no había querido decir la verdad, pero intentó enmendarlo a tiempo—. Pintarme, y ponerme tacones, y eso... Sí me gusta.
—¡Ah! Es usted presumidilla, ¿eh? —al ver el efecto que sus palabras provocaban en la niña, la madre se inclinó hacia ella, rozó su hombro con los dedos—. ¡Pero no se ponga usted así, mujer!
—Es que me acabo de acordar de que ser presumida es pecado —Isabel la miró y ya no estuvo tan segura—, ¿o no?
—Bueno, es un pecadito así de pequeñito —levantó la mano derecha en el aire, la punta del dedo índice rozando casi el pulgar—. Ojalá todos los que tuviéramos que confesar fueran como ese.
Aquella conversación fue la última de la mañana del viernes. Después, la madre Carmen miró el reloj y dio un grito de alarma. Si no corremos, vamos a llegar tarde, dijo, así que echaron una carrera y se rieron como dos tontas mientras corrían, la monja levantándose la túnica para dejar ver los pies corrientes de la mujer que era. Por la tarde, Isabel se quedó en el dormitorio como el día anterior, pero a la mañana siguiente, en misa, reconoció la voz que entonaba el Ave María de Schubert y la sintió como algo propio.
—¿Qué te pasa en las manos? —le preguntó Pilarín en el recreo.
—¿No te lo ha contado la hermana Gracia? —Isabel le devolvió la pregunta envuelta en una ironía que la pequeña no captó.
—No. ¿Por qué?
—No sé, como os lo cuenta todo, pues... ¿Te acuerdas de aquellas heridas que me salieron de lavar? —Pilarín asintió con la cabeza—. Se me pusieron peor y la madre Carmen me llevó a la enfermería. La hermana Begoña me las curó y por eso las llevo vendadas, para que se me pongan bien.
—La hermana Begoña es muy buena, ¿verdad? —su cara se iluminó—. Siempre que vamos a verla nos da unos caramelos muy ricos...
Al final del recreo, cuando su hermana estaba ya jugando a la comba con sus amigas, la madre Carmen cruzó el jardín con una sonrisa luminosa, el viento inflando sus hábitos como el velamen de un barco, y su protegida se levantó al presentir que venía a verla.
—¿Cómo está usted, Isabel?
La mañana anterior, las dos a solas en su refugio, mientras la luz jugaba con las vidrieras y la cera se derretía lentamente, le había preguntado por qué las monjas siempre las trataban de usted y no de tú, como sus verdaderas madres y hermanas, y se había asombrado al comprobar que aquella mujer, con la que podía hablar de casi todo, se ruborizaba ante una cuestión tan simple. Porque es mejor, respondió, tenga en cuenta que nosotras no somos sus verdaderas familias, y el usted implica respeto, hacia ustedes y hacia nosotras mismas... Isabel se había quedado callada, masticando una respuesta que no entendía, cuando fue la madre quien preguntó. ¿A usted le gustaría más que la tratara de tú? Sí, dijo ella, sería más natural, porque ustedes son mayores y nosotras pequeñas, y las personas mayores siempre tutean a los niños, aunque no los conozcan. Ya, la madre Carmen frunció los labios y sus ojos brillaron un poco más que de costumbre, pero es mejor que yo la trate de usted, créame. ¿Mejor para quién? Mejor para las dos.
—Estoy muy bien, madre —Isabel recordó estas palabras al encontrarla un poco más rígida, más envarada, en el recreo del domingo—, las manos me duelen cada día un poco menos. ¿Y usted?
—Muy contenta de oír eso. Mañana vuelve al trabajo, ¿no?
—Sí, esta semana plancho con otro grupo y la semana que viene, con mis compañeras.
La madre Carmen asintió con la cabeza, como si no le estuviera contando nada nuevo.
—Bueno, pues mañana, después del desayuno, iré a buscarla al comedor para acompañarla a la enfermería —y antes de que la niña pudiera interrumpirla, levantó una mano en el aire para añadir algo más—. La hermana Raimunda ya lo sabe, acabo de hablar con ella, no se preocupe.
En aquel colegio donde casi nunca pasaba nada bueno y cada cosa tenía un precio, Isabel descubrió enseguida que la amistad de la madre Carmen iba a costarle la enemistad de su guardiana. Raimunda no le había perdonado la insolencia del pan duro, pero tampoco había sido tan exigente con ella como cuando volvió a tenerla a su cargo. Antes, Isabel había planchado durante una semana entera bajo la inofensiva tutela de la hermana Resurrección, una anciana que se pasaba las horas dormitando en una silla, y ese paréntesis hizo aún más evidente una hostilidad que su tutora no se molestó en disimular.
—Está usted muy señorita últimamente, ¿no?
Con esa frase le devolvía el mantel que acababa de planchar, censuraba en voz alta el aspecto del cuello de una camisa o trazaba arrugas invisibles en la sábana que estaba sobre la tabla, antes de señalarla con el dedo para estrellarlo tres veces contra su hombro, marcando el ritmo de una amenaza que se hizo tan frecuente como una letanía cotidiana.
—Hijita, hijita, hijita —Isabel resistía la presión del dedo que la empujaba con la mirada baja y la imaginación ausente—. No olvide que de su comportamiento depende el porvenir de su madrastra.
Pero aquella frase, que había hecho llorar a Taña muchas noches, ya no le hacía daño, porque sabía que la madre Carmen mandaba más que la hermana Raimunda, y al escucharla podía volver al coro, a los preludios de Bach, aquella emoción tibia y fresca a la vez, el olor de las flores, de las velas, un mundo privado donde aquella monja odiosa no podía entrar. Por eso no protestaba. Aceptaba el mantel, volvía a desdoblar el cuello de la camisa, se afanaba con la plancha sobre unas arrugas que no existían, y la voz de la madre se apoderaba de su memoria para llenar de música cada hueco y cada ángulo, cada relieve, cada resquicio de su cabeza. A veces, mientras Raimunda la miraba como si recelara de su mansedumbre, la niña dudaba de haber vivido en realidad esas horas dulces y apacibles, que parecían hechas de una materia distinta al monótono tiempo de sus días y sus noches. Pero la madre Carmen nunca la abandonó, y aunque la hermana Begoña fue espaciando la frecuencia de las curas, jamás faltó a una cita. Entonces, al salir del comedor, le bastaba mirarla para comprender que todo lo que recordaba era bueno y auténtico, bueno y real.
—¿Pero otra vez aquí, madre? —tanto que no entendía por qué a Raimunda le molestaba tanto que fuera a buscarla—. ¿No le parece a usted que esta niña ya es bastante mayorcita como para ir sola a la enfermería?
—Sí —aunque su interlocutora replicaba con un aplomo que la elevaba muy por encima del nivel de su hábito volador—. Pero yo prefiero estar presente en las curas, para que la hermana Begoña me ponga al tanto de sus progresos.
—Qué considerada —Raimunda sonreía.
—Pues sí, ya ve —y Carmen correspondía con una sonrisa igual de falsa—. Pero como usted no tiene tiempo para preocuparse de la salud de sus alumnas, alguien tendrá que hacerlo. Al fin y al cabo, el Ministerio de Justicia nos las ha confiado para que cuidemos de ellas, ¿no le parece?
La primera vez que Isabel asistió a aquel lisonjero intercambio de insultos, no le dio importancia. La hermana Begoña, en cambio, concedió bastante al estado de sus manos, y contrarió las expectativas de su tutora dictaminando que de ninguna manera podría volver a lavar antes de un mes.
—De hecho, ni siquiera debería usted planchar —añadió—, porque el esfuerzo de empuñar el mango y apretar está retrasando su recuperación. Se le han vuelto a abrir las heridas —levantó las cejas para mirar a la madre Carmen—. Habría que encontrar otra tarea para esta niña. Dígale a Raimunda...
—No —pero su interlocutora fue más rápida—. Creo que será mejor que le haga usted una visita. Estoy segura de que concederá a su opinión más crédito que a la mía, porque además se me ha ocurrido... —entonces se volvió hacia Isabel—. ¿Quiere salir un momento y esperarme en el pasillo, por favor?
Se reunió con ella unos minutos después y no le contó nada de lo que había tratado con la enfermera. La niña tampoco se atrevió a preguntar por qué estaba tan contenta, pero se dio cuenta de que su sonrisa sólo se apagaba en el umbral del cuarto de la plancha, que no quiso traspasar. Isabel ocupó su puesto pero apenas tuvo tiempo de planchar una sábana. No había llegado al embozo de la segunda cuando Begoña apareció en la puerta y Raimunda fue a su encuentro para sostener una brevísima conversación.
—No se moleste, Isabel, no vaya usted a cansarse —al quedarse de nuevo a solas con sus pupilas, la hermana fue hacia ella, agarró la tela con las dos manos y tiró con tanta fuerza que la sábana pareció volar antes de arrugarse a sus pies—. La madre Carmen la espera en la capilla. Por lo visto, lo único conveniente para su salud es pasarle las partituras.
Isabel logró mantener la serenidad el tiempo imprescindible para salir andando de aquella sala. Luego bajó las escaleras como si le hubieran nacido alas en los pies, cruzó el jardín en un instante, trotó entre los bancos hasta el recodo por el que se subía al coro y salvó los peldaños de tres en tres. Cuando entró en la capilla, la madre Carmen estaba tocando, pero al llegar arriba la encontró de pie, sonriendo junto al teclado, y no se lo pensó.
—¿Qué hace? —la monja intentó retroceder cuando la niña se lanzó sobre ella para abrazarla—. ¿Está usted loca? —pero no tenía espacio a su espalda e Isabel, su cabeza apretada contra la toca porque eran casi igual de altas, tampoco aflojó la presión—. No me abrace usted así, por favor...
—Es que estoy muy contenta, madre.
En la nave sonaron voces, ruidos de pasos y palmadas mientras la monja usaba las dos manos para apartarla de su cuerpo.
—Compórtese, Isabel, por Dios se lo pido —ella, que no la había soltado porque no había llegado a detectar auténtico temor en su voz, se apartó inmediatamente y escuchó algo más—. Hoy no vamos a estar solas.
Un instante después, la hermana Gracia hizo su aparición a la cabeza de una fila de niñas entre las que estaba Pilarín, y su irrupción bastó para que Isabel bajara la cabeza, cruzando las dos manos sobre la falda del uniforme. Después, miró a su hermana, sonrió, y a partir de ese momento, su relación con la organista giró exclusivamente alrededor de las partituras seleccionadas para la misa del Gallo. Mientras la adulta corregía la entonación del coro y escuchaba cantar a sus integrantes en solitario para distribuirlas según el registro de sus voces, ni siquiera la miró. De vez en cuando, levantaba la barbilla en su dirección para indicarle que pasara la página, pero aunque parecía ignorarla, la niña se dio cuenta de que estaba pendiente de ella.
—¡Bravo! Cantan ustedes como los ángeles —aunque sólo sonriera a las pequeñas—. Ahora, vamos a ensayar otra pieza para el Ofertorio, de Haydn —aunque no la mirara ni cuando se dirigía a ella—. Búsquela, por favor, Isabel, es la única que tiene las tapas amarillas.
La primera mañana en que estuvieron a solas en el coro, le había pedido uno de aquellos incomprensibles cuadernos por su nombre e Isabel se había avergonzado al confesar que no sabía leer. Por eso, para que no volviera a sonrojarse, sólo le daba pistas que pudiera interpretar y cuando no era posible, se levantaba del taburete para acercarse ella misma al armario.
—Déjeme un momento, porque al llegar, he buscado Adeste fideles pero no sé dónde la pondría ayer... —y buscaba en el lugar equivocado para hacer tiempo, antes de encontrarla—. ¡Ah! Aquí está. ¡Qué cabeza tengo!
Isabel asistía a aquella pantomima en silencio y a sabiendas de que era inútil, porque Pilarín habría informado ya a todas sus compañeras de que su hermana mayor no sabía leer, pero la agradecía igual. También agradeció que, al terminar, le pidiera que se quedara para ayudarla a recoger, porque creyó que era otra treta para desmentir su analfabetismo. Pero se equivocó.
—Le he pedido que se quede porque tengo curiosidad por saber... —cruzaban ya el jardín, una junto a la otra, al paso lento que la madre marcaba—. Dígame una cosa, y por favor, sea sincera conmigo. Antes, cuando me ha abrazado... —hizo una pausa y dejó de mirarla para fijar los ojos en el horizonte—. ¿Se alegraba usted de verme o de dejar de planchar?
—De todo —Isabel contestó enseguida—. De las dos cosas, pero sobre todo de volver al coro y de estar con usted, oyéndola tocar.
—Ya, pero... Si en vez de ser yo, en el coro hubiera estado otra madre que tocara el órgano mejor —y desdeñó el horizonte para volver a mirarla—. ¿Se habría alegrado usted igual?
—Pues... —la niña necesitó mucho más tiempo para meditar una segunda respuesta—. Es que desde el principio sabía que no era otra, sabía que era usted, porque usted es la única que toca el órgano y la hermana Raimunda me ha dicho que tenía que venir a pasar las partituras, así que...
—Es decir, que se ha alegrado usted de verme.
—Claro, madre —se quedo mirándola y no fue capaz de descifrar su expresión concentrada, casi ausente—. Es que... Perdone, pero no entiendo muy bien lo que quiere decir.
—No importa —la monja volvió a sonreír, a parecerse a sí misma—. Yo también estoy muy contenta de tenerla de ayudante, Isabel.
Durante la última semana de 1941 y la primera de 1942, Isabel Perales García no lavó, no tendió, no planchó. Tampoco se separó de la madre Carmen, porque en la frontera de la Navidad, los ensayos las mantuvieron ocupadas todos los días, mañana y tarde. Mientras se esforzaba por retener en su memoria el tamaño y el aspecto de unos signos que no entendía, hasta que logró identificar las partituras por su portada como si pudiera leer sus títulos, la niña fue al mismo tiempo muy feliz y muy desgraciada. La ausencia de trabajo, en sí misma una gozosa liberación, le deparaba un placer menor, secundario en relación con la alegría de la música. El órgano respiraba como un animal cansado y venerable hasta que los dedos de la madre, tan fuertes, tan ágiles, tan delicados, empezaban a moverse sobre las teclas para acariciarlo a veces muy despacio, luego más deprisa, haciéndole cosquillas que parecían alzarlo del suelo, animarlo a bailar y elevarlo hasta el techo mientras su intérprete se levantaba del asiento para derramarse entera sobre él. Isabel asistía en silencio a aquel prodigio, el misterio de los tubos que aspiraban aire y devolvían música, un mullido lecho de armonía sobre el que se acostaba una voz humana, una voz bella, sabia, capaz de conmover, de conmoverse, y sobre todo poderosa, experta en la dicha de expresar la felicidad y la tristeza como ella nunca habría sabido hacerlo con las palabras del único lenguaje que conocía. A caballo entre 1941 y 1942, Isabel descubrió una vocación imposible, un camino que la llamaba y la rechazaba con la misma impetuosa determinación, para curar las heridas de sus manos a costa de abrir otras en su espíritu, en su conciencia, la experiencia de un destino que, a los catorce años, ya la había condenado sin remedio a vivir lejos de la música.
Sabía que no le convenía, pero en algunos momentos, después de pasar la página, cerraba los ojos para dejarse llevar por la fantasía y trazar carambolas imposibles que la desembarcaban en otra piel, otra vida donde no sólo sabía leer los títulos de las partituras, sino también los signos que se atropellaban sobre los pentagramas. Deseaba tanto aquel conocimiento que una mañana se encontró pensando en hacerse monja y entregarse por completo a cambio de una oportunidad de aprender. Sabía que su vida valía tan poco que nadie pagaría por ella un precio tan alto, que si entraba en un convento, analfabeta y pobre como era, nadie se tomaría el trabajo de educarla, pero creía que soñar no le hacía daño y aceptar la realidad, en cambio, era muy doloroso para ella. La realidad eran sus manos deformadas, los dedos rojizos e inflamados, las yemas torpes que nunca acertarían a pulsar una tecla. La realidad seguía siendo el dormitorio, el comedor, la fila del baño, la de la capilla, la hostilidad que la hermana Raimunda había contagiado a algunas de sus compañeras para que flotara como una invisible amenaza sobre las pocas que seguían hablando con ella. La realidad eran las monjas de las que la madre Carmen no podía apartarla, los lugares de donde estaba ausente, las desgracias que no le podía ahorrar.
—Yo la quiero muchísimo, madre.
—Ande, ande, Isabel —su protectora negaba con la cabeza, sonreía, y nunca contestaba que también la quería.
Pero ella se sentía querida, escogida entre todas, y eso también la hacía feliz y desgraciada, porque el cariño de la monja le calentaba el corazón, pero aunque no sabía descifrar la naturaleza de los indicios que detectaba, intuía que podía llegar a ser peligroso para las dos.
—Vas a volver a lavar, ¿verdad? —Pilarín le dio una pista consistente en el recreo de la mañana de Navidad.
—No —pero no supo interpretarla—. No creo que me deje la hermana Begoña. Todavía voy a la enfermería un día sí y otro no.
—Pues anoche, después de misa, la madre Gracia iba diciendo, ¡esa vuelve a lavar!, vamos que si vuelve a lavar, ¡como que yo me llamo Gracia! —y entornó los ojos para dirigirle una mirada recelosa—. ¿Qué has hecho, Isabel?
—¿Yo? —y aunque estaba segura de su inocencia, se paró un momento a pensarlo—. Nada.
—Algo has tenido que hacer —insistió la niña—, porque la hermana, que es buenísima y nunca se enfada, estaba enfadadísima contigo...
En Nochebuena, habían cenado una sopa con fideos y una carne asada llena de nervios, pero carne al fin y al cabo, la primera que masticaban en aquel comedor. Después, las monjas pusieron en las mesas unos platos con unos cuadraditos muy pequeños de turrón de Alicante y de Jijona, pero la hermana Raimunda les prohibió tocarlo hasta que la superiora hizo una aparición espectacular, en el centro de un grupo de sacerdotes entre quienes sólo reconocieron al padre Benedicto, que las confesaba cada semana y, por el solideo y la faja púrpura, al obispo de Bilbao, a quien todas saludaron con la genuflexión que les habían enseñado.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 42 | Нарушение авторских прав
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