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Un extraño noviazgo 12 страница

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—¡Venga! —para que la áspera voz de un funcionario me llevara la contraria—. Es la hora.

Sí, hombre, pensé, ni hablar, y agarré a Silverio todavía más fuerte, hundí mis dedos en su espalda como si pudiera perforarle, dejarle las yemas dentro, quedarme clavada para siempre en él, y escuché pasos, un quejido susurrado en la voz de Martina, pero no me moví, no le solté, no saqué mi lengua de su boca.

—Aguado, ya está bien —no hasta que aquel hombre me demostró quién era el más fuerte de los dos—. Como no vengas aquí ahora mismo, te pongo en la lista negra y no vuelves a casarte, así que tú verás.

Los brazos de Silverio me abandonaron, me abandonó su lengua y, como si quisiera compensarme por su deserción, su mano izquierda resbaló por mi cabeza para acariciarme la cara. La atrapé en el último momento y fui tras él, cogida de su mano, hasta la puerta. En el umbral, ninguno de los dos dijo nada. Él me miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, sonrió, y mientras el último de sus dedos se desprendía del último de los míos, sentí que se me estaba partiendo el corazón.

—No llores, mujer...

—¿Pero cómo no voy a llorar, Martina, cómo no voy a llorar?

Antes de que volviera a revivir aquel beso una y otra vez, antes de que aprendiera a contarlo y recontarlo con el mismo deleite con el que un viejo usurero cuenta y recuenta sus monedas, cada minuto que había perdido, cada duda, cada torpeza, cada vacilación se clavó en mi memoria como una espina larga y afilada, dolorosa, honda. Y aquella noche, cuando fui al tablao, Toñito se asustó tanto como si las estuviera viendo alrededor de mi cabeza.

—¿Qué ha pasado? —se levantó de un brinco y vino hacia mí—. ¡No me digas que se ha vuelto a joder!

—No —pero apenas logré oír mi propia voz—. Ha salido todo bien.

Le estaba diciendo la verdad. Todo había salido bien porque nada podría haber sido de otra manera, y sin embargo, aquella noche yo no podía pensar, sentir nada que no fuera mi propia insatisfacción, el sofocante torbellino de una ansiedad que me estaba robando el aliento.

—¿Entonces? —pero no tenía ganas de hablar de eso con mi hermano—. Pareces una muerta en vida, Manolita.

Una muerta en vida, recordé, igual que aquellas mujeres tan pálidas que me asustaban cuando las veía salir del locutorio, moviéndose como si alguien tirara de unos hilos sujetos a sus muñecas, a sus tobillos, para determinar a placer sus movimientos. Acababa de descubrir que era eso lo que sucedía, pero también que todas esas marionetas a las que yo compadecí, tenían más motivos para apiadarse de mí que yo para derramar mi piedad sobre ellas. Ahora, los míos también eran motivos para vivir, para probar otras muertes dulces y amargas, amargas y dulcísimas como la que me había partido por la mitad aquella tarde. Sólo habían pasado unas horas desde entonces, pero en ese plazo yo había muerto, había nacido, había recibido una herida mortal y mi muerte en vida era mía, sólo mía. No quería compartirla con nadie, así que carraspeé, me arreglé la ropa y dejé de decir la verdad.

—¿Sí? No sé, es que estoy muy cansada.

Informé a mi hermano de que Silverio ya tenía el plano, de que le había parecido muy bueno, de que me había hecho unas cuantas preguntas, de que había despejado casi todas sus dudas.

—¿Y cómo habéis quedado?

—Pues... —el caso era que no había pensado en eso—. Ha dicho que tiene que estudiarlo, claro, que ya me dirá algo... Iré a verle a la cárcel, todos los lunes, y supongo que... —deslicé aquella hipótesis con mucha cautela, como si no tuviera ningún interés en que algún día dejara de serlo—. Supongo que tendremos que casarnos otra vez.

—¿Sí? ¡Joder! Pues nos van a salir baratas, las putas multicopistas...

La Palmera me miró, sonrió para mí, para sí mismo, y comprendí que a él no le había engañado.

—Te acompaño abajo.

Me precedió en silencio hasta la puerta de artistas para recostarse sobre la hoja de metal. Después cruzó los brazos, me miró y volvió a sonreír..

—No es lo que te piensas, Palmera —me reí y tuve ganas de llorar en la misma fracción de segundo—. Sólo nos hemos besado en la boca, cinco minutos, sólo cinco minutos, al final...

—¿Y te parece poco? —negó con la cabeza, los ojos en blanco—. Mira, preciosa, más de uno lleva media vida enamorado de alguien a quien no va a besar en la boca nunca jamás.

Sus palabras me conmovieron porque las entendí, porque dentro de mí había brotado una nueva inteligencia que acertó a interpretarlas con una exactitud que estaba mucho más allá de las capacidades de la anterior. Nunca había pensado que la pasión de la Palmera por mi hermano fuera una historia de amor como otra cualquiera, ni que los besos en la boca fueran tan importantes para él. Antes de tener tiempo para avergonzarme de mi ignorancia, aquel descubrimiento me permitió avanzar un poco más, aunque él no me dejó llegar muy lejos.

—Pero yo no sé si estoy enamorada.

—Bueno, tú a lo mejor no, pero tu cara sí que lo sabe. Mírate en el espejo cuando llegues a casa, hazme caso...

Le hice caso, y en el espejo aprendí que tenía razón, y algo más. Al recordarme tal y como era la última vez que había entrado en el baño para estudiar el aspecto de mis rizos, aquella misma tarde, comprendí que la lengua de Silverio, aquel apéndice grueso y húmedo, caliente, desagradable, que había acaparado mis pensamientos durante todo el verano, había dejado de ser un misterio para convertirse en un enigma mayor, un gancho atravesado en mi paladar, como un anzuelo que no podía tragar pero tampoco sabía expulsar de mi boca. Había dedicado tantas horas a pensar en su lengua que me parecía mentira que ya no fuera suficiente, y sin embargo, había dejado de serlo. Eso era lo que sentía, y que cinco minutos no bastaban, que nunca bastarían, aunque no era capaz de pasar de ahí.

No sólo no sabía lo que quería, sino que me daba miedo pensarlo, pero sabía que quería más. Aquella noche descubrí la verdadera naturaleza de la ambición, desear lo que se teme, temer lo que desea, y desear más, temer más, siempre más, como un hambriento que nunca quisiera encontrar un alimento capaz de saciar su hambre. Era muy raro, era terrible, incluso terrorífico, pero eso era exactamente lo que me pasaba, lo que me pasó hasta que caí dormida de puro agotamiento, sin haber encontrado una salida que me permitiera escapar del laberinto por el que arrastraba los risueños grilletes de una placentera contradicción.

Al día siguiente, contra todos mis pronósticos, me desperté de muy buen humor. A la luz del sol, Silverio caminó a mi lado, su brazo sobre mis hombros, nuestras cabezas tan juntas como si cada minuto pudiera multiplicarse por cinco para proyectarse en un futuro infinito. Aquella euforia, tan incomprensible como la angustia que la había precedido, atravesó toda la semana para acompañarme a Porlier, y le miró con mis ojos a través de la alambrada.

—Hola —él me saludó primero.

—Hola —le respondí.

Me quedé atascada en esas dos sílabas pero ya no me importó, ni siquiera me puse nerviosa. El silencio me hizo compañía mientras me fijaba en la forma de sus manos, en la longitud de sus dedos, de sus brazos, en el desorden de su pelo castaño. Qué feo es, pensé de pronto, y me eché a reír.

—Cuéntame el chiste —cuando me imitó, me sentí tan ligera como si pudiera volar sobre la verja.

—No, es sólo que... Parezco tonta. ¿Te puedes creer que no se me ocurre nada que decir?

—Sí, me lo puedo creer.

—Ya, pero, a estas alturas... ¡Menuda tontería!

Y no era cierto que no tuviera nada que decirle, pero preferí dejarlo para el final.

—La semana que viene no voy a poder venir porque... Pasado mañana es la Merced, y voy a llevar a mis hermanos a Segovia, a ver a mi madrastra, sabes, ¿no? —asintió con la cabeza—. He pedido el día libre, y como van a faltar dos chicas más, la encargada ha decidido que el lunes hagamos limpieza general para recuperarlo, así que...

—No importa —sonrió.

—Sí que importa, claro que importa, pero... Tú estudia mucho, Silverio —recordé la coletilla que padre solía añadir cuando hablaba con Toñito y me dio la risa—, estudia mucho y te convertirás en un hombre de provecho.

—Lo haré —me prometió, cuando la risa se lo consintió—. Dentro de quince días, igual puedo decirte algo.

Si las reglas de la fiesta de la Merced hubieran sido distintas, ni siquiera se me habría pasado por la cabeza ir a Segovia. Si ese día hubiera podido entrar en Porlier, volver a tocar, a besar a Silverio, no me habría movido de Madrid por muy culpable que me hubiera sentido después. Pero el 24 de septiembre las cárceles sólo se abrían para que los presos vieran a sus hijos pequeños, los que no podían entrar en los locutorios, así que me levanté de noche, hice un paquete para María Pilar, unos bocadillos para el camino, desperté a mis hermanos, los vestí con la ropa más nueva que tenían, y me subí con ellos a un autobús cuando aún no había amanecido. Aquella línea era la más barata y el coche iba hasta los topes, pero varios desconocidos se ofrecieron a cambiarse de sitio para que nos sentáramos juntos en la última fila. Los dos se pelearon un rato por mi regazo y ganó Juanito, como siempre, pero Pablo se acopló en mi hombro y se quedó dormido al mismo tiempo.

Cuando entramos en Segovia, les desperté para peinarles y arreglarles la ropa. Luego, en la puerta de una cárcel como todas, les pedí que se portaran bien, que fueran muy cariñosos con mamá y que ni se les ocurriera llorar. Hoy es un día de fiesta, les recordé, mientras les cogía de la mano para adentrarme en un lugar del que no esperaba emoción alguna. Y sin embargo, cuando distinguí la silueta de María Pilar en el patio, apreté sus dedos entre los míos y me alegré de que no tuvieran que enfrentarse a solas con ella.

—Estoy muy mal, hija —al escucharla, me di cuenta de que hacía muchos años que no me llamaba así—. ¿Me has traído calcetines?

—Sí, pero sólo un par, porque como todavía no es temporada, están muy caros. Cuando bajen un poco, le mandaré otro.

—No te olvides, porque aquí nos vamos a morir de frío dentro de nada.

La María Pilar que yo conocía se habría precipitado a abrir el paquete después de saludar a sus hijos por encima, pero la que encontré los apretó contra sí, los besó muchas veces, me incluyó en su abrazo, y me agradeció las cuatro cosas que le había llevado aunque la mayoría, ropa interior y de abrigo, ya eran suyas. Estaba muy delgada, pálida y enfermiza, pero sobre todo abandonada. En Ventas siempre la había visto peinada como de costumbre, con el pelo cardado sobre la frente, el resto recogido en un moño, pero ahora no sólo llevaba el pelo corto, sino mal cortado, y caminaba arrastrando los pies, la mirada baja, los hombros encorvados y el pecho, que antaño proyectaba hacia delante como el mascarón de proa de su cuerpo, hundido entre los brazos.

—Pero... —yo la miraba y no me lo creía—. ¿Cómo es que no tiene usted un buen destino? Yo pensaba que en la enfermería, en el comedor...

—¡Qué va! Aquí todo es muy difícil, hija. Yo me porto bien, eso sí, las señoritas lo saben, ayudo en lo que puedo, pero... —me miró, y el desamparo que temblaba en su mirada precipitó en mí una catarata de sentimientos, lástima, afecto, solidaridad, que nunca había sentido hacia ella—. Los destinos buenos son para las que se convierten, y yo no tengo suerte. El cura de aquí no me quiere. Y mira que voy a la catequesis, a la capilla, que me confieso y rezo mucho, estoy todo el santo día santiguándome, pero ni por esas. Yo no soy nadie. No soy de buena familia, ni maestra, ni universitaria, ni dirigente política... Esas son las que le gustan, ¿sabes?, esas, aunque la mayoría sean más rojas que los pimientos morrones. Parece mentira, pero a ellas sí las persigue y les hace la rosca que no veas, a ver si las convence, pero ¿yo...? Pa chasco. A mí, por mucho que comulgue, me da una estampita de vez en cuando, y a otra cosa. Se ve que mi conversión no le interesa.

Cuatro años después de que el hijo del marqués de Hoyos la fulminara en la biblioteca de su palacio, el capellán del penal de Segovia había vuelto a ponerla en su sitio. Se lo merecía, pero no lo celebré. Por la tarde, cuando los mellizos se fueron a jugar con otros niños y pudimos hablar a solas, ya había descubierto las dimensiones de su escarmiento.

Lo había dicho ella misma, María Pilar no era nadie. Nunca lo había sido, porque su vida entera había consistido en una pura sucesión de fraudes, de gran señora de pacotilla a revolucionaria de pega, de arrepentida tramposa a falsa beata, siempre igual, todo mentira. En Segovia, los decorados se habían derrumbado para arruinar en su caída todos los disfraces, la bisutería barata de sus gestos y sus palabras, la pobre aritmética de su astucia, y estaba sola, completamente sola, al margen de un tumulto de mujeres que no esperaban nada de ella ni estaban dispuestas a mover un dedo a su favor.

—¡Manolita! ¿Qué haces por aquí?

Desde que llegué a la cárcel, había abrazado y besado a varias conocidas de la cola de Ventas, de la de Porlier, presas y visitantes que se las arreglaron para alegrarse de verme sin mirarla siquiera.

—No sé cómo te tratas con esas desgraciadas... —murmuraba ella después, para pagar su desprecio con desprecio.

Pero de vez en cuando se las quedaba mirando, aunque sólo fuera porque era agradable verlas, grupos de mujeres posando ante una cámara con la misma alegría con la que disfrutarían de una merienda campestre, rodeadas de niños, caminando del brazo por el patio, hablando, sonriendo, distrayéndose mutuamente para ayudarse a soportar el calor, como pronto se apiñarían para combatir el frío del invierno. Eran presas políticas, la hez de la hez, y sin embargo tenían mucho mejor aspecto, mejor humor que las comunes, mujeres sin brillo que paseaban solas o se apoyaban en una tapia, a la sombra, para ver pasear a las demás.

—Anda, ven, que voy a presentarte a mis hijos...

Cuando volvimos a montarnos en el autobús, recordé sobre todo la indiferencia con la que nos había mirado aquella presa reseca, que había llegado desde el pueblo de La Mancha donde había intentado asesinar a su suegro. Su expresión me acompañó hasta Madrid, porque en ninguna cárcel había llegado a ver tanto asco por la vida. Ella y una envenenadora valenciana, bronca y malhablada, pero mucho más simpática, eran lo más parecido a dos amigas que María Pilar tenía en Segovia, y las únicas que posaron con nosotros ante la cámara de la funcionaria que se encargaba de las fotos.

—Bueno, pues... —cuando mi madrastra se despidió de mí, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Menos mal que las niñas están bien.

—Sí, no se preocupe —y jamás lo habría creído, pero logró contagiarme su tristeza—. Cuídese usted mucho, y mucha suerte.

A la vuelta, los asientos me parecieron más incómodos, el autobús más viejo, más sucio que a la ida. Olía a goma recalentada, a sudor, a restos fermentados de comida, y en el silencio compacto de los adultos, el lloriqueo de un solo niño bastaba para desencadenar un estruendoso concierto de sollozos. Cada pasajero llevaba la sombra de la cárcel cosida a sus ropas y una jaula de metal alrededor del pecho, el efecto de un dolor propio y ajeno que no cedió mientras el autobús avanzaba despacio por los arrabales de la ciudad. Poco después de que los últimos edificios desaparecieran, la carretera de nuevo una cinta que dividía la inmensidad del campo en dos mitades, todos empezamos a respirar mejor. Y cuando el autobús entró en Madrid, el cansancio era ya la consecuencia más perceptible del día de la Merced de 1941.

El lunes siguiente salí del obrador más tarde que cualquier otro día, y el martes me costó mucho trabajo levantarme de la cama. El tiempo pareció estirarse, detenerse más de la cuenta en cada segundo, cada minuto de aquella semana sin visitas al lugar más odioso de Madrid, y me desesperé de su morosidad, el ritmo lento que convertía todos los relojes en cuentagotas, sin sospechar que estaban tomando impulso, que muy pronto, su velocidad se multiplicaría por una cifra frenética para convertir cada nueva hoja del calendario en un enemigo feroz.

—Tenía ganas de verte, Manolita —pero el 6 de octubre, mientras Silverio me sonreía desde la alambrada, tuve la impresión de que todo estaba a punto de cambiar para mejor—. ¿Qué tal?

—Bien, el viaje fue pesadísimo, pero los niños estaban muy contentos y al final, me alegré de haber ido con ellos, ¿sabes? Aunque la semana pasada te eché mucho de menos.

—Yo también, porque además... —hizo una pausa, sonrió, y su sonrisa desembocó en una carcajada breve, pero firme, que aún flotaba en sus labios cuando volvió a hablar en el tono ambiguo que aquel recinto imponía a nuestras conversaciones—. Tengo que hacerte una pregunta, pero no hace falta que me contestes ahora, si no quieres.

Adiviné lo que iba a decir, y me puse tan nerviosa como si entre él y yo nunca hubiera habido un par de multicopistas que nadie sabía arrancar.

—Lo intentaré —también intenté ponerme seria, pero no lo conseguí—. ¿Qué es?

Él ladeó la cabeza, entornó los ojos, y me miró con aquella expresión que unos meses antes había interpretado como un recuerdo de sus antiguos enamoramientos y ya no sabía cómo definir.

—¿Quieres casarte conmigo?

En ese momento, en un locutorio tan abarrotado como todos los lunes, se hizo el silencio a ambos lados de las alambradas.

—¿Estás seguro?

—Sí —asintió con la cabeza sin dejar de sonreír—. Segurísimo.

—Entonces, sí quiero.

Mis palabras provocaron una ovación estruendosa, compacta, salpicada de ¡bravos! y enhorabuenas que animaron a Silverio a inclinar la cabeza para saludar, mientras una catarata de palmadas llovía sobre su espalda.

—Qué bien —dijo después—. Cómo me alegro de que quieras.

—Sí, voy a pedir la vez... A ver si tenemos suerte y puede ser pronto.

—Cuanto antes, mejor.

Metí los dedos en la alambrada, los extendí hacia él, y le miré mientras buscaba una manera airosa de ordenar el doble sentido de nuestra conversación en una jerarquía capaz de deshacer cualquier equívoco.

—Oye, Silverio, que más me alegro yo... Por todo.

Él volvió a asentir con la cabeza y no dijo nada, pero mientras el sonido del timbre marcaba el final de la visita, me dirigió una mirada elocuente, más brillante que las palabras, tan poderosa que me devolvió la sensación de plenitud en la que su boca me había precipitado unas semanas antes. Cuando salí a la calle, me sentía tan ligera como si flotara, tan brillante como si un enjambre de libélulas coronara mi cabeza, tan hermosa como nunca había sido. Cuando salí a la calle, estaba pisando la cima del tobogán, la cota más alta de una pendiente que ya sólo se dejaría bajar, la frontera tras la que una realidad cada día un poco más terca, más obstinada, empezaría a plegarse sobre sí misma como un plano dibujado a tinta china entre los dedos de Rita, para marcar una línea que haría lo fácil difícil, y lo difícil imposible, aunque una semana después, cuando volví a verle, no sospechaba que tuviéramos más de un disgusto que compartir.

—El 17 de noviembre —le anuncié, tan absorta en el significado de aquella fecha que ni siquiera me detuve a interpretar la expresión de su rostro—. No he podido conseguir otra cosa.

Y no había sido porque no lo hubiera intentado. El lunes anterior, al salir a la calle, di una vuelta completa al edificio, pero ninguno de los funcionarios a los que había visto en mis bodas anteriores estaba en la puerta principal, ni en la del locutorio, ni en el mostrador de los paquetes. No podía saber cuáles, cuántos eran cómplices del cura, y dirigirme a otro me pareció peligroso, pero por la tarde dejé a los mellizos con Margarita y volví a Porlier. No podía entrar, porque la excursión a Segovia me había obligado a pedir dinero prestado y, después de devolverlo, me había quedado sin blanca, pero esperaba que quizás Julita, o Asun, o Martina, estuvieran apuntadas al libro aquella tarde. No las vi, ni reconocí a los hombres que cobraban la peseta, así que por la noche me resigné a pagarle unos céntimos a Mari para ir a hablar con Toñito. Menos de cuarenta y ocho horas después, Jacinta pasó por mi casa para comunicarme una fecha que me negué a aceptar.

—Mira, Manolita, ya llevamos cinco meses con esto, ¿sabes?, cinco meses, que se dice pronto... —pero el lunes siguiente, Julita vino a mi encuentro en la cola para imponérmela sin contemplaciones—. Nos hemos gastado un montón de dinero, y ¿qué quieres que te diga? No tenemos ninguna garantía de que las máquinas vayan a funcionar —intenté interrumpirla y levantó la mano para impedírmelo—. No digo que tu novio no esté haciendo todo lo que puede, no es eso. Lo que le hemos pedido es muy difícil, lo sabemos, pero muchos camaradas lo están pasando muy mal, somos responsables de cada céntimo que gastamos y tus bodas nos salen muy caras, así que... Esta vez no vamos a comprar turnos. Esperar veinte días más o menos, nos da lo mismo.

—Ya, pero... —Julita me miró y me mordí la lengua a tiempo.

En las letras de las coplas y los argumentos de las películas, en los cuentos de mi madre y en las novelas de Galdós, había aprendido que el amor hace mejores a las personas. En aquel momento, sentí que yo era una monstruosa excepción a aquella regla, quizás porque nadie la había formulado en un lugar tan perverso como Porlier. La miseria engendra miseria, la pobreza, avaricia, la desgracia, indiferencia, y el amor, mi única riqueza, iba a hacerme peor, egoísta, mezquina, codiciosa. Porque si renuncié a increpar a Julita, si me guardé para mí las palabras que treparon por mi garganta mientras fingía atender a sus argumentos, no fue porque me avergonzara de estar pensándolas, sino porque no se me ocurría otro sitio de donde sacar las trescientas pesetas que iba a costar mi definitiva boda con Silverio.

—Bueno, pues el 17 de noviembre —anda y que te den, rica—. Qué se le va a hacer...

Le di la espalda y enfilé el pasillo pisando con tanta energía como si cada baldosín tuviera su cara estampada en el centro. Estaba demasiado furiosa como para escurrirme entre los huecos sin molestar a nadie, y me abrí paso hasta la verja a codazo limpio. Cuando me agarré a ella, ni siquiera me pregunté por qué Silverio estaba más pálido, más serio que de costumbre.

—El 17 de noviembre... —repitió, y me extrañó que se quedara absorto, como pasmado en aquella fecha, sin celebrarla, sin protestar—. A ver si llego.

A ver si llego, repetí para mis adentros, y en esas cuatro palabras todo cesó, la furia, el disgusto, la impaciencia, lo mejor y lo peor. A ver si llego. Eso bastó para que un viejo conocido se apoderara de mí en un instante.

—¿Y por qué no vas a llegar?

Ya lo había invadido todo. Hablaba con mi boca, veía con mis ojos, oía con mis oídos, había rellenado hasta el último hueco de mi cuerpo y Silverio me miraba como si lo hubiera visto crecer, extenderse sobre mi piel, aflorar entre mis párpados para certificar que me había suplantado por completo. Yo ya no era yo. Yo era sólo miedo, y él se había dado cuenta. Por eso se esforzó en sonreír y apenas logró engordarlo un poco más, porque en su insaciable avidez, mi miedo supo alimentarse también de esa sonrisa.

—El viernes me comunicaron que ya hay fecha para mi consejo de guerra —su voz, la de un hombre sereno, aún resistía—. El 16 de octubre. O sea, el jueves que viene.

—¿El 16 de octubre...? —yo, en cambio, estaba tan nerviosa que tuve que pararme a pensar de qué me sonaba ese día—. ¡Pero si es mi cumpleaños!

—¿Tu cumpleaños? —aquella coincidencia iluminó sus ojos—. Entonces no puede pasarme nada malo.

—No, seguro que no, ya verás como no, porque...

No pude pasar de ahí. Mi memoria escogió la frase favorita de la Palmera para instalarla en mi cabeza y dejarme sin palabras, pero aunque Silverio también sabía que Dios aprieta y además ahoga, encontró una manera de torear a la muerte sin citarla.

—Si todo va bien, me mandarán a un penal, lejos de Madrid.

—Ya, pero tardarán...

Y en ese momento, sin que yo llegara siquiera a darme cuenta, mi voluntad venció a mi memoria, desterró al miedo, me secó las manos, me dio un pico, me explicó para qué servía y me enseñó a excavar en una mina de hierro cuya existencia había ignorado hasta entonces.

—Siempre tardan dos o tres meses, y lo importante ahora... —le miré, cerré los ojos, volví a abrirlos.

—¿Es el 17 de noviembre?

—Sí —sonreí—. Lo único importante es el 17 de noviembre.

Cuando nos pusimos de acuerdo en ese punto, faltaban casi diez minutos para el final de la visita, y los gastamos en las mismas bobadas que nos habríamos contado cualquier otro lunes, como si los dos no estuviéramos pensando en lo mismo, el frío de la madrugada, una tapia de ladrillo rojo, un pelotón de soldados ateridos en posición de firmes, una voz de mando y carguen, apunten, fuego. Los dos sabíamos que, pasara lo que pasara a partir de aquel, ningún lunes sería como los que habíamos vivido antes, porque cada uno tendría su propia marca, su exacta proporción de miedo y de esperanza, de verdadera desesperación y fortaleza fingida. Al salir del locutorio, comprobé que aquel proceso había comenzado ya. Aunque podría haber utilizado la noticia que acababa de recibir para retomar con ventaja la discusión que habíamos sostenido antes de entrar, me despedí de Julita moviendo una mano en el aire.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 42 | Нарушение авторских прав


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