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—No, no me abrazaba. Una vez intenté abrazarla yo, y no me dejó.
—¿Por qué me miente usted, Isabel? ¿Es que de verdad cree...?
—¡Reverenda madre, ya está bien! —el padre Benedicto dejó de hablar para empezar a chillar, mientras se levantaba de la silla para interponerse entre la fiscal y la acusada—. Está clarísimo que esta niña no tiene ni idea de lo que está usted diciendo. Si sigue haciéndole usted esa clase de preguntas, va a aprender aquí lo que no sabía al entrar.
Eso no era del todo cierto, y sin embargo, lo que sabía serenó la conciencia de la niña con la certeza de estar diciendo la verdad. Porque ella conocía los besos, los abrazos a los que se refería la madre superiora, los había visto una vez, en otoño del año anterior. En noviembre había llovido tanto que subieron a tender al primer piso del campanario todos los días. A la hora del recreo, una de las externas apareció por allí, y una chica alta y rubia, bastante guapa, la acompañó al segundo piso, en vez de bajar a tomar el caldo. Después del recreo, Isabel la vio tirar una monda de plátano, y así se enteró de que en Zabalbide existía un ritual que ella desconocía. Se llamaba «comunicar con las externas» y consistía en acompañar a una chica al piso de arriba, y hacer lo que ella quisiera a cambio de comida.
—¿Y yo puedo hacerlo? —le preguntó, después de oír que algunas no sólo daban plátanos, sino hasta bocadillos de jamón.
—Pshhh... No sé, porque... —dio un paso hacia atrás y la miró de arriba abajo—. Maja sí que eres, pero con esas manos de leprosa que tienes...
La mañana siguiente, antes de que ninguna externa tuviera tiempo para reclamarla, subió las escaleras sin hacer ruido y se asomó al segundo piso para contemplar un amasijo de piernas desnudas, de manos ansiosas y botones desabrochados, de pechos al aire y besos en la boca. Se asustó tanto que bajó corriendo y nunca volvió a subir, pero tampoco olvidó lo que había visto. Por eso, aunque ocultó a la superiora que la madre Carmen la cogía de la mano de vez en cuando mientras vigilaba el recreo de las pequeñas, salió del despacho con la conciencia muy tranquila. Lo que pasaba en el campanario no tenía nada que ver con el coro de la capilla, con el amor de la música y los reflejos que la luz del sol arrancaba de los cristales de colores. Eso era todo lo que sabía, y aunque el infierno no le daba miedo, le bastaba para estar segura de que no había mentido.
Sólo volvió a ver a la madre Carmen una vez, el primer domingo de junio. Antes la escuchó. Al reconocer las primeras notas del preludio en Do mayor de Bach, adivinó que el órgano sonaba para ella, que su intérprete se estaba despidiendo, y al escuchar su voz, entonando el Ave María más raro, más hermoso, lloró de pena y de emoción, por la pérdida de aquella belleza que le ensanchaba el corazón, por la nostalgia del cariño de su amiga. Mientras las lágrimas caían de sus ojos mansamente, sin hacer ruido, volvió a sentir la tentación de preguntarse qué había pasado, qué había hecho ella para merecer aquel torrente de calamidades, el castigo implacable de su cuerpo y de su espíritu que le arrebataba al fin lo único bueno que había en su vida. Pero no se rebeló, ya no podía. Un año en Zabalbide había desterrado de su ánimo la memoria de la rebelión, el sentido de la justicia y hasta el impulso de la rabia, para dejarla a solas con el deber de la penitencia. Mientras la madre Carmen cantaba el Ave María de Gounod, Isabel Perales García no se preguntó por qué la arrancaban de su vida. Se limitó a sentirse culpable. Esa era la única educación que había recibido desde que llegó a aquel lugar.
—He venido a verla, Isabel, porque... —fue a buscarla en el recreo y ella distinguió todas y cada una de sus pisadas, el peso de su cuerpo cayendo sobre el suelo en cada pie—. Mañana me voy a Málaga, y me gustaría despedirme de usted. ¿Se atreve a dar un paseo conmigo?
—Claro que sí, madre.
Echaron a andar despacio, entre los parterres, a la vista de todas, tan separadas que el vuelo del hábito no llegaba a rozarla.
—Es por mi culpa, ¿verdad? Lo siento mucho, madre.
—No, Isabel, por favor, no diga eso. No es culpa suya, sino de la madre superiora, de las hermanas que le calientan la cabeza y de sus propios errores. Usted no tiene la culpa de estar enferma. Ellas son culpables de no cuidarla y yo no me arrepiento de nada. Aunque me echen, aunque me castiguen, volvería a hacerlo hoy mismo, lo haría todas las veces que...
Interrumpió una frase que no llegó a terminar para dejar pasar a un grupo de niñas que se cruzaron con ellas, y después giró a la izquierda, para tomar el sendero que llevaba al huerto.
—Mi tren sale mañana a mediodía. A las once me marcharé de aquí. Si usted quiere que nos despidamos, pida permiso para ir al servicio, súbase en el retrete y abra la ventana. Cuando llegué a la mitad del camino, me pararé un momento y la miraré. Así nos despediremos, ¿de acuerdo?
En el huerto no había nadie trabajando, pero la madre se aseguró de que nadie podía verlas antes de detenerse.
—Pero antes quiero que me prometa dos cosas, Isabel —se acercó a ella, la cogió de las muñecas, la miró a los ojos—. Prométame que va a cuidarse usted las manos —y mientras su interlocutora asentía con la cabeza, su voz se quebró—, y que no me olvidará.
—Eso nunca, madre —por primera, última vez, Isabel giró las manos para apretar las de aquella mujer entre sus dedos—. Yo la quiero mucho, ya lo sabe.
—Yo también te quiero mucho —y por primera, última vez, la madre Carmen la tuteó—. Te quiero tanto que me importas más que yo misma.
Cuando el silencio que sucedió a sus palabras se hizo caliente, espeso como una nube cargada de agua, rodeó con los dedos la cara de Isabel para acercarla a la suya muy despacio y posar un instante los labios sobre sus labios. Luego movió su cabeza hacia abajo a toda prisa, la besó en la frente y se marchó, levantándose el hábito con las manos para correr con sus pies humanos, de mujer corriente.
Aquella semana, a las niñas de la hermana Raimunda les tocaba lavar. Cuando el reloj del lavadero marcó las once, una de ellas pidió permiso para ir al retrete, se subió encima de la tapa, abrió la ventana y esperó. La madre Carmen apareció enseguida, avanzó un paso, luego otro, se detuvo a mitad del camino, y el bastidor de madera encuadró su rostro, desencajado y pálido, como el marco de un retrato.
Isabel Perales García lloró aquella noche un llanto diferente a todos los que conocía.
Cuando la encargada me anunció que una monja estaba esperándome en la puerta del obrador, no había olvidado que Dios aprieta y además ahoga, pero creía que la máxima favorita de la Palmera había caducado ya.
—¿Es usted Manolita Perales? —porque ni siquiera Dios podía tener tanta fuerza en los dedos como para seguir apretando y ahogándome a la vez.
Nunca había visto a aquella mujer que me miraba como si estuviera a punto de traicionar un secreto gravísimo. Sus ojos parecían pájaros inquietos, incapaces de encontrar un lugar donde posarse. Sus labios temblaban tanto que ni siquiera me fijé en el hábito, en el broche prendido sobre su pecho.
—Sí, soy yo, pero ¿cómo...? —no me dejó pasar de ahí.
—Verá, yo me llamo Carmen, mi apellido no importa, y hasta ahora he estado en el colegio de Zabalbide, en Bilbao, donde viven sus hermanas... —sus ojos volvieron a danzar, a moverse en todas direcciones hasta que tropezaron con la silueta de un taxi que tenía el motor en marcha—. Me han destinado a Málaga, tengo que coger un tren enseguida, y... —por fin me miró, me cogió de las manos, las apretó con fuerza entre las suyas—. No le traigo buenas noticias. Su hermana Isabel está muy mal, muy enferma. Tiene que hacer usted algo por ella. Vaya a verla, hable con las señoritas del ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, Manolita, tiene usted que sacarla de allí porque se ha quedado sola. Yo la quiero mucho, yo cuidaba de ella, pero ahora, nadie...
—Pero... —sus palabras no me asustaron tanto como las lágrimas que se asomaron a sus ojos—. No la entiendo. ¿Qué es lo que tiene Isa? ¿Qué la pasa?
—Tengo que irme, de verdad, no puedo esperar más. Vaya usted, Manolita, sálvela, pero no le diga a nadie que he venido a verla, eso sobre todo, por lo que más quiera se lo pido... —entonces comprendí que tenía miedo, que era miedo lo que le impedía mirarme, estarse quieta, terminar las frases que empezaba—. No me venda, por Dios, no me venda.
—Pero espere un momento... —alargué una mano para cogerla del brazo y su manga se escurrió entre mis dedos—. Espere, por favor...
Mientras corría hacia el taxi, no dejó de negar con la cabeza. Tampoco se volvió hacia mí. Abrió la puerta, se acomodó en el asiento trasero, se marchó, y sólo en ese momento me di cuenta de que aquel día, 9 de junio de 1942, era martes.
Los martes me levantaba de la cama con la sensación de que nunca me había tocado vivir en un año peor que aquel. Tenía que obligarme a recordar 1939, la derrota, el hambre, el desahucio, la orfandad, para lograr vestirme, desayunar, despertar a los mellizos, arreglarlos, dejarlos con la vecina e irme a trabajar. Esa rutina no bastaba para arrancarme de la boca el sabor amargo de los peores lunes de mi vida, ni rellenaba el pavoroso hueco que devoraba lo que quedaba de mí al triturar, semana tras semana, la dulce memoria de un amor que había durado exactamente cinco minutos. No había tenido más, y era tan poco que ni siquiera yo entendía que doliera tanto. Pero la incomprensión no afectaba al dolor. Los martes habían llegado a ser tan crueles que al encontrarme con aquella monja en la puerta del obrador, tardé demasiado tiempo en recordar que, para una chica como yo, las visitas inesperadas nunca traían nada bueno.
—¡Rita! —porque así, con una visita que no esperaba, había empezado todo a venirse abajo un año antes—. ¿Pero qué haces tú aquí?
Tenía mala cara. Mientras mis compañeras me decían adiós, ella permaneció quieta y en silencio, apoyada en el tronco de un árbol, mirándome sin abrir los labios para dejarme a solas con el misterio de sus ojos egipcios. Otras veces había visto en ellos el resplandor de una hoja de acero capaz de afilarse a sí misma para estallar en un millón de chispas de odio limpio, pero el velo turbio que los ensuciaba aquella tarde me asustó mucho más. Por eso no me atreví a seguir preguntando.
—Los han fusilado —ella me respondió de todas formas—. Esta mañana.
—¿Fusilado? —esa palabra desordenó el ritmo de mi corazón, que se aceleró como si pretendiera romperme las venas con mi propia sangre—. ¿A quiénes?
Fue diciendo nombres y apellidos, hasta trece, y yo los fui traduciendo, identificándolos con cuerpos, rostros conocidos a través de una alambrada, algunas palabras, ¡ohhh, mira a los tortolitos!, sonrisas, frases de ánimo y dedos estirados para tocar en el aire a doce mujeres que sonreían a su vez, mientras excavaban en el inagotable yacimiento de sus fortificaciones. Los reconocí también por ellas. Habían matado al hijo de Emilia. Habían matado al hermano de Reme. Habían matado al hermano de Amelia. Habían matado al hermano de María. Habían matado al marido de otra María. Habían matado al marido de Pepa, y al de Juani, que nunca más volvería a cerrar las manos para abrazarme a distancia, gracias, Manolita, desde el otro lado del pasillo.
—¿Tienes dinero? —fue todo lo que acerté a decir después.
—Algo, pero... ¿Para qué lo quieres?
—Vamos a ir a verlas, ¿no? —me sorprendió el tono de mi voz, tan apacible como una nube blanca que ignorara la tormenta que germinaba en su interior—, y habrá que llevar caramelos, aunque sea, para los niños. Entra tú a comprarlos, porque seguro que te los dejan más baratos. Luego hacemos cuentas, porque además...Yo...
Me voy a echar a llorar. Llegué a formar esa frase en mi cabeza, llegué a enviarla hasta mis labios, pero ellos, más sensatos que mis ojos, no quisieron pronunciarla. Hasta ese momento había estado bien, serena, porque mientras escuchaba nombres y apellidos corrientes, conocidos, Rita Velázquez Martín era sólo ella, y yo no era más que yo, Manolita Perales García. Pero cuando la lista terminó, volví a sentir que las dos formábamos parte de algo mucho más grande que nosotras, como si la cola de Porlier no fuera una larga fila de mujeres solas, sino una sola mujer y a la vez la madre, la hija, la hermana, la mujer de todos. Por eso necesitaba llorar, por la fila, por los muros, por el locutorio, por los hombres que se amontonaban contra una reja y por las mujeres que se apretaban contra la reja de enfrente, por el amor de todos los condenados dentro y fuera de Porlier. No lo hice. Mantuve las lágrimas a raya en el borde de mis párpados como si presintiera que me harían falta después.
—Sólo he podido comprar tres bolsas, están carísimos —cuando Rita salió de la tienda, me di cuenta de que a ella también se le habían aflojado los ojos, y de que también había sabido apretarlos—. ¿Cuántos niños serán? Vamos a tener que repartirlos.
El 3 de julio de 1941 hacía mucho calor. El sol incendiaba el asfalto como si fuera la parrilla de una inmensa cocina que reservara su temperatura suprema, más concentrada, para el horno que se extendía bajo la tierra. El metro parecía la antesala del infierno, pero aunque veía la cara de Rita empapada en sudor, aunque notaba las gotas que corrían por la mía, sólo sentí calor en la primera estación de aquel viaje, mientras negociaba con la hermana de Margarita para que se ocupara de los mellizos. Lo demás duró hasta que se hizo de noche, y fue lo de siempre.
—Lo siento muchísimo, Emilia —abrazar a una mujer destrozada—. Ya lo sabes.
—Gracias, Manolita —recibir la desmayada respuesta de sus brazos—. Y gracias por venir.
Así una vez, y otra, y otra más, sentir el fuego de las aceras en las plantas de los pies, bajar escaleras y recorrer pasillos, apretarme contra Rita para que ella se apretara contra mí en vagones abarrotados de gente, y reemprender la marcha, avanzar por nuevos pasillos, subir nuevas escaleras, devolver a las suelas de nuestros zapatos la memoria del fuego que hervía sobre otros adoquines, siempre igual, siempre lo mismo.
—Lo siento muchísimo, Reme, ya lo sabes.
—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.
Las cinco y media, un piso pequeño, con pocos muebles, las seis y cuarto, una buhardilla casi vacía con la cama sin hacer, las siete y diez, una casa baja con flores secas en todas las macetas, las ocho en punto, una habitación subarrendada en un piso de alquiler, las nueve menos veinte, un chiscón sombrío cerca de la glorieta de Embajadores, las nueve y cuarto, y el calor no cedía, el frío tampoco.
—Lo siento muchísimo, María, ya lo sabes.
—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.
Y en todas las casas, mujeres medio muertas, tan pálidas como si ya hubieran empezado a morirse, tan flacas como si el dolor las estuviera consumiendo, tan perdidas en su propia habitación como si ya no supieran quiénes eran, dónde vivían, cuál era su nombre, su sitio en aquella ciudad negra de lutos, sorda por el interminable estrépito de los pelotones, ciega de tanto cerrar los ojos a los fusilamientos de cada madrugada, hedionda de cadáveres a medio pudrir, y más mujeres, más madres, más niños mirándolo todo, y los caramelos que tenían en las manos, con unos ojos enormes de miedo y de sorpresa que presentían ya el resto de sus vidas.
—Lo siento muchísimo, Amelia, ya lo sabes.
—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.
Ellos también estaban allí, cada uno en su casa, mirándonos desde las fotografías, sus rostros sonrientes de hombres jóvenes enmarcados con cuidado o apoyados en la superficie de los muebles, en las repisas, en los marcos de las ventanas, también entre las manos de sus mujeres, que los miraban como si no pudieran creer que jamás volverían a verlos detrás de una alambrada, que ellos tampoco verían crecer a sus hijos, que no llegarían a cumplir veinticinco, treinta, treinta y cinco años, mientras musitaban la despedida más feroz, me lo han matado, míralo, qué joven era y me lo han matado, para resucitar esas mismas palabras en mis labios secos, para hacerme sentir que, con cada cuerpo que se desplomaba ante una tapia de ladrillos rojos, volvían a matarlos a todos, a matarnos con ellos, a quitarnos a todas un pedazo de vida en cada ausencia.
—Lo siento muchísimo, María, ya lo sabes.
—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.
Quedaban sus palabras, adiós, que tengáis suerte, adiós, te quiero más que nunca, adiós, me voy con la alegría de haberte conocido, adiós, habla a mis hijos de mí, de las ideas por las que voy a morir, adiós, busca a un buen hombre, cásate con él y sé feliz, pero no me olvides, adiós, mi amor, cuánto te he querido y qué poco tiempo hemos tenido para estar juntos, adiós, hijos míos, sed muy buenos y ayudad mucho a vuestra madre, adiós, cariño, adiós, vida mía, adiós, adiós, adiós, y todas las despedidas eran parecidas, pero todas distintas, distintas las mujeres que no podían terminar de leer en voz alta el papel que temblaba entre sus manos, idéntico el hueco que cada nueva carta abría en mi cuerpo agujereado, incapaz de abrigar tantos adioses.
—Pepa... —hasta que llegué a la casa de José Suárez, que nunca volvería a llamarme tortolita, y ni siquiera fui capaz de darle el pésame a su mujer—. Pepa... —sólo abrazarla, refugiarme en el hueco de sus brazos—. Pepa...
—Manolita —ella estaba más serena que yo—. Gracias —tanto, que cogió mi cabeza entre sus manos para mirarme a los ojos—. Por todo.
—Pepa... Lo siento, lo siento, lo siento...
Allí, con los ojos hinchados, Martina hacía la misma cuenta a la que me había entregado yo toda la tarde, contando una por una las diecisiete noches que el marido de Pepa había sobrevivido a su último abrazo, los diecisiete días que habían pasado desde el 16 de junio, cuando mi segunda boda con Silverio no se celebró. Por eso, después de abrazar a la viuda, la abracé a ella.
—Menos mal que las dejamos pasar... —murmuró en mi oído, mientras me devolvía el abrazo—. Es que sólo de pensar que hubiéramos entrado nosotras, me pongo mala, en serio... ¿Habéis ido a ver a Juani?
—No. Vamos ahora.
—Voy con vosotras.
Aquella fue la última estación de nuestro vía crucis, el último jalón de la amarga y amorosa penitencia que mi padre, el de Rita, nos habían dejado en herencia después de morir como presos de Porlier.
—Tú te llamas Alexis —y para ponérnoslo más difícil todavía, aquel niño se nos quedó mirando con los ojos del suyo, azules, transparentes como dos gotas de agua limpia—. ¿A que sí?
Tenía tres años y no entendía lo que pasaba en su casa aquella tarde. Por eso vino corriendo a nuestro encuentro, comprobó que no éramos más que otras tres desconocidas y retrocedió hasta quedarse apoyado en la pared.
—¿Quieres caramelos, Alexis? —mientras nos estudiaba con los hombros encogidos, los ojos entornados en una curiosidad recelosa, Rita avanzó hacia él—. Toma, para ti.
El niño se acercó, los miró, giró la cabeza para consultar a su madre, y al seguir su mirada, vi a Juani, derrumbada sobre una silla.
—¡Qué suerte tenemos contigo, Manolita! —asintió con la cabeza para que su hijo limpiara la mano de Rita en un instante, y sonrió—. Siempre llegas a tiempo de traernos algún dulce.
Salvé en unas pocas zancadas la distancia que nos separaba, me dejé caer en el suelo, apoyé la cabeza en su regazo y sollocé con más energía que la mujer que me acarició la cabeza, abrió los brazos, acogió a Rita y a Martina entre ellos, y fue la más fuerte de todas.
—He tenido mucha suerte —dijo para nosotras y para sí misma—. Le he querido mucho, y él me ha querido mucho a mí.
Aquella mañana habían matado a su marido, al que había amado tanto, que la había amado tanto. Unos hombres armados habían ido a buscarle, le habían sacado de la celda con las manos atadas, le habían obligado a subir a un camión a punta de pistola, le habían dado la oportunidad de escuchar un motor, de sentir el viento en la cara, de mirar su ciudad por última vez, y no se habían dado cuenta de que se iba moviendo para tapar a sus compañeros mientras tiraban a la calle unos pequeños rollos de papel, las últimas cartas que sus carceleros se habían negado a echar al correo después de que no hubieran querido darles la satisfacción de confesarse. Mientras tanto, desde una esquina, una mujer veía pasar los camiones sin llamar la atención, esperando la ocasión de salir de su escondite para recoger los papeles del suelo y buscar la manera de hacerlos llegar a sus destinatarios. Ese postrero acto de amor, de solidaridad de una desconocida, acompañaba al marido de Juani cuando bajó del camión para dirigirse por su propio pie hasta una tapia de ladrillo rojo, barro cocido, acribillado de huecos pequeños y redondos como cicatrices de viruela, los agujeros de las balas que se habían incrustado en el muro después de acabar con la vida de muchos otros hombres, de muchas mujeres. Allí, en el último escenario de su vida, habría mirado a sus compañeros, los habría recordado tal y como eran cuando los conoció, se habría fijado quizás, por última vez, en los detalles que los hacían únicos, la estatura, el perfil, la expresión, el color de los ojos, la forma de la cabeza, un lunar, un remolino en el pelo, antes de despedirse de ellos con gestos o con palabras. Habría sostenido después la mirada de sus asesinos, se habría fijado quizás en otros detalles, un uniforme flamante, un pantalón arrugado, la forma de un bigote, otro lunar, otro remolino, el temblor de unos brazos que sostenían un fusil. Y después el final, el instante en el que había acabado todo, carguen, apunten, fuego, y trece cuerpos desplomándose a la vez en la tierra del cementerio del Este, veintiséis ojos cerrados para siempre, veintiséis brazos y piernas inmóviles, trece gargantas mudas y todavía calientes en la temperatura de sus últimos gritos, vivas a la República que volvía a morir cada mañana en las voces de sus hijos.
Eso era lo que había pasado y era insoportable. No se podía pensar, no se podía creer, no se podía aceptar y seguir viviendo como si tal cosa, pero no nos quedaba más remedio que hacerlo, teníamos que seguir viviendo, levantarnos con el amanecer como si la víspera no hubiera pasado nada, y Juani lo sabía porque llevaba mucho tiempo esperando a que amaneciera el día siguiente. Sus palabras obraron el prodigio de equilibrar la temperatura de mi cuerpo, de deshacer el hielo que congelaba el centro de mis huesos para devolverme al bochorno de la noche que la breve memoria de su amor había rematado con un epitafio hermoso, cruel. Después nos abrazó, nos besó en las mejillas y nos mandó a dormir con un argumento que no admitía discusiones.
—Os agradezco muchísimo que hayáis venido, pero tenéis que marcharos ya —aquella despedida nos acompañaría hasta la calle como una bendición—. Es muy tarde, y mañana todas tenemos que madrugar.
Apretamos el paso para llegar al metro antes de que lo cerraran, y ninguna dijo nada hasta que me arranqué yo, en un vagón medio vacío.
—¿Vas a ir mañana a Porlier, Martina? —sabía que iba a decirme que sí—. Apúntame para el libro del domingo, ¿quieres?
—Claro, pero tú... El domingo trabajas, ¿no?
—Ya, pero ese día hay dos turnos y el segundo empieza a las cuatro y media. Si consigo escaparme un poco antes... —me paré a calcular las posibilidades de que eso sucediera y negué con la cabeza—. Y si no, da igual. Aunque sólo pueda quedarme diez minutos, quiero verle.
En cada una de las casas donde había estado, en cada una de las palabras que había pronunciado, mientras sentía que mi pecho encogía al mismo ritmo en que crecía mi corazón, oprimiendo mis pulmones para ahogarme un poco más en cada bocanada del aire que respiraba, había pensado en Silverio, más preso, más aislado que nunca en la asfixiante muchedumbre de Porlier, doblemente condenado a celebrar un duelo solitario y sin abrazos, a masticar una tristeza que apenas podría compartir con otros hombres tan solos, tan abandonados como él a su soledad. Mientras abrazaba a todas esas mujeres que no volverían a acompañarme en la cola de la cárcel, había ido tachando otros tantos cuerpos que ya no encontraría detrás de la alambrada. Y no quería volver a ver a Silverio entre tanto hueco. Antes necesitaba compartir mi duelo con él.
Sabía que el lunes los echaría de menos, porque todos los lunes los había visto allí, escoltándole como un coro zumbón y risueño, tan dispuestos a disfrutar de nuestro noviazgo como las mujeres que celebraban en la calle lo deprisa que me estaba espabilando. A veces, mientras escuchaba sus bromas, sus chistes, me parecía mentira que me miraran desde detrás de una reja, que otra muralla de alambre separara mis ojos de los suyos, que no estuviéramos todos en una esquina de la Gran Vía a las seis de la mañana, paladeando la despedida de una noche de juerga. A veces, mientras veía cómo miraban a su camarada, con esa tierna nostalgia que los enamoramientos ajenos despiertan en la memoria de quienes los han probado alguna vez, me costaba trabajo aceptar que conocieran la verdadera naturaleza de aquel amor ficticio, la amorosa impostura que contribuía a interrumpir la monotonía de los días que cada amanecer restaba a su calendario. A veces, mientras el sonrojo no me impedía reírme con ellos, se me olvidaba que su vida era más horrible que la mía, más horrible que la de Silverio, demasiado horrible para no ceder a la tentación de creer que el calor, la ilusión y el futuro seguirían existiendo sin ellos. El lunes iba a echar de menos también eso, su ausencia iba a dolerme tanto que el domingo mentí en el trabajo, me inventé que tenía a los mellizos en la cama con fiebre, que la vecina que me los cuidaba no podía esperar. Así conseguí que mi jefa me regalara un cuarto de hora para correr, y lo demás, abrirme paso entre la muchedumbre de mujeres de pueblo que aprovechaban los domingos para visitar a sus presos, fue fácil. Pero aunque el destino hubiera hecho de mí una experta del lugar más odioso de Madrid, ninguna experiencia me había preparado para soportar lo que me esperaba.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 44 | Нарушение авторских прав
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