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Un extraño noviazgo 11 страница

La señorita Conmigo No Contéis 19 страница | Un extraño noviazgo 1 страница | Un extraño noviazgo 2 страница | Un extraño noviazgo 3 страница | Un extraño noviazgo 4 страница | Un extraño noviazgo 5 страница | Un extraño noviazgo 6 страница | Un extraño noviazgo 7 страница | Un extraño noviazgo 8 страница | Un extraño noviazgo 9 страница |


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—Manolita... —para sonreír a un chico que había envejecido una década en dos o tres días—. Qué bien que seas tú.

—¿Y quién más podría ser? Tenía ganas de verte después... —ni siquiera pude acabar la frase—. ¿Cómo estás?

—Pues... —él tampoco logró acabar la suya.

Se limitó a hacer un gesto ambiguo con los labios pero su silencio habló, y lo hizo tan bien, tan claro, que mientras le miraba no percibí ninguna ausencia. No conocía ni siquiera de vista a los hombres que le rodeaban, pero sentí a su alrededor trece presencias remotas y próximas, familiares y ajenas, equitativamente amables y terribles. Sus viejos camaradas ya no estaban con él, pero sus muertes le hacían compañía. La muerte había ocupado el lugar de sus víctimas para asediarle, para codiciarle, para atormentarle con doce recuerdos y un presentimiento. Y la muerte de José no sabía decir ¡ohhh, mira a los tortolitos!, la muerte de Pedrito no se ofrecía a sustituirle si se echaba para atrás, la muerte de Guillermo no sabía silbar, la muerte de Rai no se reía, la muerte de Godo no empujaba sus gafas sobre su nariz, la muerte de Mingo no estaba más guapa al sonreír, la muerte de Eugenio no tenía los ojos azules, la muerte de Manolo no hablaba con acento de Jaén, parecido pero distinto al de la muerte de Daniel, que era de Cádiz, pero todas estaban allí, con él, conmigo, con la muerte de Eladio, que no arrastraba las palabras al hablar, con la de Fede, que no había conocido a mi padre siendo oficial de la Guardia de Asalto, con la de Germán, que no hablaba todo el tiempo de sus hijos, con la de Fernando, dos veces madrileña en veintinueve años. Podía respirar sus muertes en el aire del pasillo que nos separaba. Podía ver su sombra como un halo siniestro sobre el prematuro cadáver de Silverio. Podía escucharla, podía olerla, podía tocarla, pero no podía nada contra la muerte.

Empujé la verja como si pretendiera derribarla, agradecí el dolor que las intersecciones del alambre provocaron en las uniones de mis dedos, miré a Silverio y él agachó la barbilla, dejó de mirarme. Durante un instante sólo vi su pelo castaño, sus piernas abiertas, las garras de sus manos sujetándose en la alambrada. Después, su tronco empezó a agitarse, a moverse arriba y abajo siguiendo el ritmo que marcaba su cabeza, y me asusté. No supe interpretar lo que estaba viendo. Cuando lo conseguí, dejé de verle bien.

—Perdóname —después de un rato volvió a mirarme, y fue él quien se asustó—. Lo siento mucho, Manolita, perdóname... Desde que los sacaron de la celda no había podido llorar, no he soltado ni una lágrima, te lo juro. Y ahora que estás tú aquí, con lo que me alegro siempre de verte...

—No —le llevé la contraria con una voz pastosa, tan gutural como la que acababa de oír—. Yo sí que soy imbécil. Vengo aquí, y en lugar de animarte...

—No, por favor —se limpió la cara con las manos y fue como si se llevara en los dedos, junto con los restos de sus lágrimas, los años de más con los que le había encontrado aquella tarde—. Tú no dejes de venir a verme.

—Claro que no —el timbre marcó el final de la visita—. Mañana vuelvo.

Cuando salí a la calle, no me hizo falta averiguar cuál de las dos Manolitas se había agarrado a la alambrada del locutorio, cuál de nosotras dos se había echado a llorar para acompañar a Silverio, cuál estaba más satisfecha de haber pagado una peseta aquella tarde. No me paré a hacerme esa clase de preguntas porque mientras caminaba hacia el metro sentí una misteriosa presión sobre los hombros, una gravedad de la que carecían en el camino de ida. Ya no sabía ponerle un nombre a lo que había entre Silverio y yo, pero me di cuenta de que, a partir de aquella tarde, fuéramos lo que fuéramos, nunca volveríamos a ser dos, nunca más él y yo. Aquella tarde, la muerte se había instalado entre nosotros y ya no nos abandonaría. A partir del día siguiente, en el locutorio de Porlier siempre seríamos tres, Silverio, su muerte y yo, pero los dos teníamos que seguir viviendo, no nos quedaba más remedio que vivir, levantarnos a la mañana siguiente como si tal cosa, y eso hicimos.

Nunca dejamos de dolernos por los ausentes, pero el verano fue largo, cálido y tranquilo. Las ejecuciones no cesaron, pero tampoco volvieron a tocarnos tan de cerca, y un día pudimos volver a hablar de ellos, recordar palabras, bromas, gestos. Silverio empezó a decir ¡ohhh! cada vez que me daba las gracias por un paquete, yo le respondía de la misma manera, ¡ohhh!, cuando me decía que estaba muy guapa, y a su alrededor, otros hombres sonreían al mirarnos. Con él y con Tasio estaban ahora Manolo Prieto, al que le habían caído treinta años en la misma sentencia que condenó a muerte a los fusilados de julio, un chaval de Legazpi que se llamaba Jesús, y Boni, que tenía pocas visitas porque era de Pontevedra. Para todos ellos, yo siempre fui la novia de Silverio. La de Jesús, que se llamaba Conchita y era de un pueblo de Ávila, menuda, pero muy dispuesta, me lo confirmó una mañana de agosto.

—Tu novio está un poco pachucho —se colgó de mi brazo cuando ya estábamos en el pasillo—. Igual no puede bajar pero no te asustes, vómitos y diarrea, lo de siempre, creo que ni siquiera le han llevado a la enfermería...

Las magdalenas habían salido del horno deformadas, con unos bultos que parecían grumos y eran sólo burbujas de aire, pero tan feas que Meli no se animó a ponerlas a la venta. Ha sido la levadura, sentenció Juanita, o mejor dicho, esos polvos que a saber qué serían... Sabían bien, de todas formas. Sabían tan bien que sólo me comí los restos que dejaron los mellizos y empaqueté las demás para llevarlas a Porlier. Y cuando Conchita me pidió que no me asustara, me asusté tanto que ni siquiera me acordé de que mis hermanos se habían levantado sanos como dos manzanas.

—¡Silverio! —así le encontré también a él—. ¿Pero tú no estabas malo?

—Ayer —volvió a sonreír—. Ayer me puse a parir, pero hoy estoy bien. Me comí tus magdalenas demasiado deprisa, ¿sabes? Daniel, que era médico, siempre decía que nuestro aparato digestivo ya no tolera grandes dosis de ningún alimento, por bueno que sea, y el pobre tenía razón. Hoy me he comido muy despacito la que me quedaba y me ha sentado de puta madre...

Aparte del hambre y sus consecuencias, el tema de conversación más popular dentro y fuera de la cárcel, intercambiábamos pequeñas noticias. Él me contaba que Boni estaba muy contento porque le había escrito su novia, que parecía que las pepas habían aflojado últimamente en las Salesas, que al marido de Teodora lo habían trasladado al Dueso, que la Minerva del taller penitenciario se había vuelto a estropear... Yo le contaba que la maestra seguía quejándose de que Juanito era un trasto, que había recibido carta de Bilbao, que el domingo anterior, el señor Felipe había subido el precio de Don Nicanor tocando el tambor y lo había vuelto a bajar al ver que no vendía ni uno, que había estado a punto de traerle un buen pedazo de unos bizcochos que se habían hundido en el horno, pero que al final, la tonta de Aurelia había sugerido que los desmenuzáramos para hacer borrachos... Nos conocíamos tan poco que si nos hubiéramos encontrado en otro lugar, aquellas conversaciones nos habrían matado de aburrimiento, pero en Porlier todo era distinto y yo me divertí, los dos nos divertimos tanto durante los lunes de aquel verano, que septiembre llegó sin que nos diéramos cuenta.

—Que dice tu hermano que dónde te metes.

El día 2, martes, al volver del trabajo, me encontré a la Palmera en el portal. Hacía algún tiempo que no le veía. Desde que las vacaciones del cura de la cárcel paralizaron las bodas, iba al tablao sólo de vez en cuando, porque necesitaba el poco dinero que podía ahorrar para hacer paquetes y apuntarme al libro. La hermana de Margarita no me perdonaba un céntimo de lo que costaban las visitas nocturnas, y creía que mi hermano lo sabía. Por eso, aunque me alegré mucho de ver a su amigo, no entendí lo que me dijo.

—Pues... Aquí estoy, ¿no me ves?

—Mujer, me refiero a que ya estamos en septiembre —hizo una pausa, como si pretendiera animarme a terminar su razonamiento, pero yo asentí con la cabeza y no fui más allá—. No sé si te acuerdas de que te casas el día 15.

—Claro que me acuerdo.

—Pues eso, que deberías volver a ir a la cárcel, ¿no? Dejarte ver por allí, dedicarte a hablar de ese chico con las demás, en fin, esas cosas, porque...

Cuando hizo esa pausa, sonreí. No quería, pero tampoco conseguí que mis labios obedecieran, ni apagar el incendio que se hizo fuerte en mis mejillas.

—Has seguido yendo a Porlier, ¿verdad?

Habría preferido no darle la razón tan deprisa, pero la insubordinación de mis labios culminó en una risa tonta que no logré ocultar bajando la cabeza.

—¡Has ido todos los lunes, como si lo viera! —y la risa tonta regresó, más risa, más tonta todavía mientras mis ojos estudiaban mis zapatos como si no los conocieran—. Todos, sin faltar uno, y no has dicho ni mu... ¡Si serás perra!

Antes de levantar la barbilla oí un ritmo singular, el armónico redoble de dos pares de dedos que entrechocaban sus yemas para producir música. Enseguida, como si los pitos no fueran suficientes, el redoble de unos tacones terminó de convertir el cuerpo de la Palmera en un definitivo instrumento de percusión, destinado a acompañar el improvisado canturreo de su voz fea, pero bien entonada.

—¡Lo sabía, lo sabía, lo sabía! —y remató su letanía con una palmada—. ¡Te lo dije, te lo dije, te lo dije! ¡Ay, madre mía, ay, madre mía, qué rabia me da, llevar siempre razón!

—Estate quieto, Palmera, por favor —inmovilicé sus brazos con los míos mientras me reía a carcajadas—. Por favor...

Él se dejó sujetar y me miró sin disimular que estaba muy contento.

—Así que, al final, te gusta y todo —concluyó.

—Bueno, verás, no es exactamente así.

—No poco —volví a reírme, pero negué con la cabeza al mismo tiempo.

—Que no, Palmera, de verdad, es que... —me detuve a buscar unas palabras que no iba a encontrar—. No sé, no puedo explicarlo. En realidad, creo que no me gusta, y sin embargo... Lo que me pasa es muy complicado.

—Siempre es muy complicado, preciosa.

Su mirada, sin dejar de ser risueña, adquirió una luz distinta, casi paternal mientras me abrazaba. Sin embargo, cuando volví a mirarle me di cuenta de que todo estaba a punto de cambiar otra vez.

—Tengo que acordarme de pedirle a las chicas algo de ropa interior —hasta ahí llegó la misteriosa solemnidad de aquel abrazo—. ¿De qué color la quieres?

—Ni se te ocurra —me asusté tanto que ni se me ocurrió que pudiera estar tomándome el pelo—. Te lo digo en serio, Palmera, no pienso ponérmela.

—Ya veremos...

El día de la boda, cuando vino a peinarme, descubrí que lo de la ropa interior era una broma, pero todo lo demás iba en serio. Tanto, que la gravedad del asunto me impedía conciliar el sueño por las noches, aunque hasta mi insomnio era complicado, difícil de explicar. Cuando cerraba los ojos, veía al funcionario de los ojos amarillos, las cucarachas trepando por las paredes, Silverio tartamudeando con los brazos sobre la cabeza, y la memoria de nuestro primer encuentro se contagiaba del color, la temperatura de las pesadillas. Pero antes o después también recordaba su lengua dentro de mi boca, y si lograba aislarla de todo lo demás, aquel apéndice grueso y húmedo, caliente, desagradable, me calmaba como una droga interior y benéfica, capaz de deslizarme en un sueño tan profundo que, al despertar, me acordaba de todo menos de las multicopistas.

—Déjame ver el plano —el domingo por la tarde, Rita vino a verme y me di cuenta de que hasta ella las tenía más presentes que yo—. Si se ha estropeado, tendré que hacerte uno nuevo.

La guié hasta mi cuarto, abrí el armario, aparté las perchas y dejé a la vista una pila de libros colocados en una esquina. Los fui levantando con cuidado, Trafalgar, La corte de Carlos IV, El 19 de marzo y el 2 de mayo, Bailén, Napoleón en Chamartín, Zaragoza, Gerona, Cádiz y, por último, Juan Martín el Empecinado. Debajo estaba La batalla de los Arapiles, y en su interior, muy estirado, el plano que me había sacado del moño dos meses antes.

—¡Ah, no, pues está muy bien! —lo acercó a la ventana, lo miró al trasluz y aprobó el trabajo de don Benito con un gesto de admiración—. Perfecto. ¿Quieres que te lo doble otra vez?

Cuando repasó con los dedos el último pliegue, levantó en el aire un fuelle tan delgado, tan regular como el primero, y me miró.

—Bueno, y lo demás... —su rostro se transformó en el de una niña gamberra en el instante decisivo de una travesura—. Ya me lo contarás.

—¡Pero qué demás ni qué demás! —protesté, moviendo las manos en el aire como si pudiera desbaratar a la vez sus sospechas y mi confusión—. ¡Otra, igual que la Palmera! Yo no sé qué mosca os ha picado, la verdad...

Pero lo sabía, por supuesto que lo sabía, porque sólo de pensarlo sentía que me picaba todo el cuerpo, como si un millón de hormigas invisibles se lo repartieran sin dejar un hueco libre. Dedicaba cada instante a calcular qué sucedería cuando Silverio y yo pudiéramos volver a tocarnos, cómo reaccionaría él, como reaccionaría yo, y la hipótesis que debería haberme tranquilizado más, que se comportara de acuerdo con el verdadero objetivo de nuestro encuentro, era la que menos me gustaba. Entonces decidía que eso no podía pasar, que era imposible, y volvía a pensar, a analizar cada movimiento como un jugador de ajedrez que se jugara la vida en su próxima partida. Pero yo no sabía jugar al ajedrez. La cárcel no era un tablero, mi vida no era un juego y no controlaba, ni remotamente, mis propios peones.

—Oye, Palmera, que he estado pensando... —él, absorto en su trabajo, ni siquiera levantó la vista para mirarme—. ¿Tiene que ser un moño? —el cepillo se detuvo—. ¿No puedes esconderme el papel en el pelo y dejarme los rizos sueltos por detrás? —y por fin vi sus ojos burlones en el espejo.

—¡Ay madre mía, ay, madre mía...!

—Que no, que si te vas a poner a bailar otra vez, lo dejamos.

Tardó casi una hora, pero al final logró esconder el plano en una especie de diadema trasera de pelo que sujetó con un arsenal de horquillas, sin llegar a recogerme los rizos. Cuando volví a mirarme en el espejo, a solas, me encontré muy guapa y muy culpable. Tenía miedo de que mi arrebato de coquetería lo echara todo a perder, pero fui comprobando las horquillas con los dedos cada dos por tres y a las cuatro y media, cuando me reuní con Martina en la esquina de Torrijos con Padilla, ninguna se había movido de su sitio.

—Te sienta muy bien ese peinado, Manolita —dijo en voz alta, e inmediatamente después bajó la voz—, pero no te lo toques tanto, anda...

Tenía razón, pero su advertencia no me asustó. Estaba tan nerviosa, tan excitada y confundida a la vez por lo que podría pasar cuando volviera a encontrarme a solas con Silverio, que el registro, los funcionarios, el plano, la ruina que se abatiría sobre mí si alguien que no fuera él lo encontraba en mi cabeza, me inquietaban mucho menos que mi lengua, que la suya.

Sólo pensaba en eso cuando me enfrenté a una pareja de funcionarios a los que conocía de vista. El mayor tenía el pelo blanco, pinta de abuelito y muy mala leche, pero se marchó enseguida con el botín. El otro, unos treinta años, alto, delgado, con la cara muy chupada y una expresión espiritual, responsable de que en la cola le llamáramos el Seminarista, decidió empezar por mí.

Abrí los brazos, separé las piernas y pensé en lombrices, cientos, miles, millones de lombrices gordas y ciegas embutidas en su culo, mientras descubría a qué se refería Martina cuando hablaba de los que metían mano. Este debía de ser el campeón, porque después de palparme con mucho detenimiento por encima, metió los dedos por debajo de mi ropa y me acarició los muslos por delante, por detrás, por los lados, para deslizar después las yemas bajo las gomas de las bragas, las copas del sostén, y recorrer mi cintura, mis caderas, lentamente, sin levantar la cabeza. No me miraba, pero oí cómo iba alterándose el ritmo de su respiración, inspiraciones atropelladas que desembocaron en un jadeo que no se molestó en disimular. Yo seguía imaginando el tamaño de sus lombrices y, de vez en cuando, giraba la cabeza para sonreír a Martina y comprobar que ella también sonreía.

Hasta que el funcionario, tan serio, tan concentrado como siempre, se puso de pie. Creía que ya no le quedaba ningún rincón de mi cuerpo por tocar, pero metió las manos por debajo de mi blusa para seguir con los dedos los surcos que los tirantes del sostén habían impreso en mis hombros, y después siguió adelante para juntar sus dos manos en mi nuca. Sentí un escalofrío al pensar en lo cerca que sus manos estaban del plano, y él lo notó.

—¿Qué pasa? —entonces me habló, me miró a los ojos por primera vez, y al desviar la mirada, comprobé que los de Martina estaban cerrados, como si no quisiera ver lo que iba a pasar a continuación—. ¿Esto te gusta?

—No —tampoco me convenía parecer antipática—. Es que no lo esperaba.

Sus dedos bajaron hasta mis omóplatos, me amasaron un poco más la espalda y, por fin, se dieron por satisfechos. Su propietario me miró, esperó unos segundos, se fue hacia mi compañera y malinterpretó el suspiro con el que ella le recibió.

—Vamos, menos melindres que tú eres veterana...

Cuando terminó con ella y nos quedamos solas en el pasillo, a ninguna de las dos se nos había pasado el susto, pero el registro había sido tan exhaustivo que apenas tuvimos tiempo de abrazarnos antes de que se abriera la puerta del fondo. Me acordé de Juani, de Petra, pero las dos mujeres que nos dieron el relevo no venían de encontrarse con dos condenados a muerte y salieron andando por su propio pie, Asun muy pálida, con la mirada perdida, su hermana Julita más animosa y con una sonrisa en los labios.

—¡Suerte, chicas! —nos deseó al pasar por nuestro lado.

Hasta aquel momento, sabía que estaba muy nerviosa pero mucho menos segura de las razones de mi nerviosismo. Cuando vi a Silverio esperándome de pie, en la esquina situada justo debajo del ventanuco, lo comprendí todo y que aquello no iba a ser nada fácil.

Estaba tan limpio como la primera vez, su ropa un poco más gastada, pero todo lo demás era distinto. Tasio, que había tenido cuatro meses para enterarse de todo, se llevó a Martina a la esquina opuesta y ya no pude rescatar ni una sola palabra del sordo murmullo de sus labios, las bocas que se devoraron entre sí con una nueva y sigilosa cautela antes de que mis pies acertaran a ponerse en marcha. Avanzaron un paso, dos, tres, tropezaron con los pies de Silverio, y ninguno de los dos supo qué hacer después. Estábamos muy cerca, muy quietos, esperando a que pasara algo, y de repente me acordé de las multicopistas. Ahora tendría que decirle que tengo el plano metido en el pelo... Pero él me miraba con una intensidad confusa, desconcertante, donde la emoción y el nerviosismo, el recelo y el miedo a hacer el ridículo, se mezclaban en unas proporciones familiares, las mismas que contagiaban a mis manos, a mis labios, una rigidez que no sabía combatir. Las multicopistas, recordé de nuevo, pero no quería hablar de eso, y durante un minuto interminable le escuché respirar, me escuché respirar, los dos seguimos mirándonos, él no dijo nada, yo tampoco. Eso fue todo hasta que distinguí una sombra en movimiento, la cucaracha que escogió aquel momento para trepar por la pared justo detrás de su cabeza. Gracias a ella pude volver a pensar, y pensé en lombrices, en unos ojos tan amarillos como los dientes de un funcionario, en los dedos de otro trepando por debajo de mi ropa, en las manos de Jero el tonto tocándome las tetas desde que decidió que verlas ya no valía un pistolín. Esa era toda mi experiencia con los hombres, y era tan triste que cogí las manos de Silverio, las apreté un momento entre las mías, las solté para deslizar mis brazos alrededor de su cintura y le abracé, me pegué a él como si quisiera confundir su cuerpo con el mío, crear un monstruo de dos cabezas, fuerte, poderoso, capaz de expulsar de mi memoria los ojos de reptil de un chico tonto, otros sucios, amarillentos, el discreto jadeo del Seminarista. Así debuté en una armonía desconocida que se hizo más dulce, más profunda, mientras él recorría mi espalda con las manos, mientras me apretaba contra sí para que la fusión fuera completa, y mi cara se unió con su cara, su mano derecha se posó con delicadeza en mi sien izquierda, y en las yemas de sus dedos la cárcel se derrumbó, desapareció, saltó por los aires en un millón de serpentinas de colores, hasta que sentí su aliento en mi oreja y un bulto creciendo a toda velocidad contra mi vientre. Aún se estaba moviendo cuando me soltó como si mi cuerpo le quemara, para que aquel instante de paz nos precipitara en un nerviosismo mucho más intenso.

—Bu-bu-bu... —cerró los ojos, cerró los puños, pegó un pisotón en el suelo—. ¡Coño!

—En el pelo.

Le di la espalda, señalé el rollo donde la Palmera había escondido el plano y pude ver a Tasio empujando a Martina contra la pared, la doble mancha blanca y alargada de las piernas desnudas que ella había cruzado alrededor de la cintura de su novio, la frecuencia de las acometidas que sacudían al mismo ritmo su cuerpo y su cabeza, pero aquella escena ya no me asustó, no me sorprendió el equilibrio de la mujer en vilo, no hallé en el hombre que la penetraba ni rastro de la brutalidad, la violencia de la primera vez.

—Está aquí dentro —y no veía lo que estaba ocurriendo debajo de sus ropas, pero tampoco me pareció desagradable mirarlos—. Tienes que quitarme las horquillas con cuidado. Así... Muy bien...

Cuando me di cuenta de que acababa de decir las mismas palabras que Martina susurraba en aquel momento, me puse colorada y me callé.

—¿Pu-pu-puedo qued-dármelas?

No entendí su pregunta hasta que me volví para ver su mano derecha abierta, llena de horquillas, el plano doblado en la otra.

— Pues... No son mías, pero supongo que sí. Lo que no sé es para que las quieres.

—Las ho-orquillas siempre vienen bien.

Se apartó de mí para estirar el fuelle de papel y mirarlo a la pobre luz de la ventana, y volví a acercarme a él, a rozar su brazo con mi brazo.

—Está muy bien —en el instante en que los dibujos de Rita acapararon su atención, dejó de tartamudear—. Es un plano estupendo —ni siquiera lo hizo cuando se volvió a mirarme y encontró mi cara tan cerca de la suya que mi nariz casi rozó su barbilla—. Y menos mal, porque nunca he visto una multicopista como esta.

Le dio la vuelta al papel y frunció las cejas para contemplar el reverso, como si sus imágenes le parecieran más extrañas todavía.

—A ver... —volvió a mirarme—. Cu-uéntame cómo son las máquinas, a qué se parecen, de qué material es cada pieza... Todo lo que recuerdes.

En aquel cuarto no había más luz que la que dejaba pasar la mugre del ventanuco, y aunque no hubiera querido, habría tenido que pegarme a él para aprovecharla. Mientras procuraba hacer un relato claro y ordenado del artefacto que había visto en la tintorería, nuestras cabezas de nuevo muy juntas, mi dedo índice recorriendo el plano, me di cuenta de que él movía su brazo derecho, e inmediatamente después me encontré con su mano encima del hombro. La dejó quieta un instante, como si me pidiera permiso, y yo respondí apoyándome en él sin dejar de hablar.

—No sé si te lo estoy explicando bien —su mano descendió un poco más.

—Sí —hasta que su brazo se apoyó sobre mis hombros—. Sigue...

—¿Por dónde iba? —entonces avancé mi mano izquierda hacia él—. ¡Ah, sí! El quinto rodillo no es de goma, o sea, no está recubierto por una goma, como los otros cuatro.

—¿No? —rodeé su cintura con mi brazo y él lo aprobó pegando su pierna a la mía—. ¿Es de metal?

—Sí —un instante después, cuando ya estábamos definitivamente enlazados, unos nudillos repiquetearon en la puerta.

—¡Cinco minutos!

—¿Cinco minutos? —no puede ser, me dije a mí misma, no podemos llevar aquí casi una hora, es imposible, imposible que sólo me queden cinco minutos...

Pero cuando miré hacia Silverio, ya no vi su cabeza. Me había soltado para agacharse y meterse el plano en una bota. Y ya no son cinco minutos, pensé mientras se levantaba, serán solamente cuatro y medio, cuatro incluso...

Sin pensar en lo que hacía, le empujé con suavidad para apoyarle en la pared y volví a abrazarle. Mi cuerpo decidió pegarse al suyo, mis brazos se elevaron hasta sus hombros, mis manos rodearon su cuello, pero fui yo quien le besé. Mi lengua entró en su boca, su lengua entró en la mía, y durante un instante, no existió nada más a nuestro alrededor, y no había existido nada antes, y no existiría nada después, sólo su boca, mi boca, aquel misterio sin principio ni final que conmovió al mundo de norte a sur, de este a oeste, y de dentro afuera, porque el universo entero cabía en mi boca, en su boca, en aquel beso que me estaba enseñando que yo era grande, que era única, una mujer afortunada, poderosa, dueña de una plenitud desconocida de la que apenas llegué a gozar, porque no podía haber pasado ni siquiera medio minuto, ni siquiera veinte segundos, cuando oí el cerrojo de la puerta.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 41 | Нарушение авторских прав


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