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Un extraño noviazgo 13 страница

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Si le condenan a muerte, ya habrá tiempo para hablar, pensé.

Y sólo de pensarlo, me vine abajo.

Allí, abajo, en un punto cardinal inexistente, tan hondo como un pozo oscuro recubierto de caracoles ciegos, permanecí durante tres días y tres noches. Iba a trabajar, hacía la compra, la comida, limpiaba la casa, besaba a mis hermanos, obligaba a Juanito a repetir los deberes y no veía la luz, no respiraba el aire que entraba por las ventanas, no subía ninguna escalera por más que impulsara a mis piernas para elevar mis pies, peldaño tras peldaño. Sólo sabía caer, ir hacia abajo, y desde allí pensaba, porque no quería pensar pero mi cabeza no se estaba quieta, y el mediocre fruto de mi pensamiento no me aliviaba ni me dejaba en paz, pero tampoco consentía en soltarme.

Pensaba, y pensar era sentir los dientes de un perro rabioso clavados en el núcleo del cerebro, detrás de mis ojos, de mis oídos, mordiendo, hiriendo, agitándolo todo para obligarme a sumar y restar cifras absurdas, como si la crueldad, la clemencia, fueran números exactos, dóciles y moldeables, sujetos a las reglas de un destino racional, un destino que desde luego no era el mío. No le van a matar, pensaba, no le van a matar, y no quería pensarlo, es demasiado joven, pero habían matado a otros igual de jóvenes, es demasiado inocente, pero habían matado a otros tan inocentes, no ha asesinado a nadie, no ha robado a nadie, no ha hecho más que imprimir unas octavillas, sólo eso, palabras, tinta y papel, pero también habían matado a otros por sus palabras. No quería pensar, pero pensaba, no podía evitarlo porque un perro rabioso se había fabricado un hogar en mi cabeza y también sabía hablar, incordiarme en el tono de falsa cordialidad de las peores buenas amigas, vamos a ver, Manolita, y si le matan, ¿qué?, si tú no eres su novia de verdad, no significas nada para él, total, cinco minutos en un cuarto cochambroso, ¿y por eso, por un beso, vas a ponerte así? Durante tres días y tres noches escuché aquella voz, tú no estás enamorada de él, Manolita, reconócelo, si ni siquiera te gusta, de lo que te has enamorado es de la idea de estar enamorada, nada más, ¿y sabes por qué?, porque no tienes nada, ni otra cosa que hacer que ir a Porlier los lunes, de eso te has enamorado, de la alambrada, de los paquetes, de Silverio no, así que, si le matan, ¿qué vas a perder?, una boca que no es una boca, una lengua que no es una lengua, una boda que nunca será una boda, sólo una fantasía ridícula, tontorrona, de la chica ridícula y tontorrona que tú eres... Esas palabras que nadie decía sonaban en mi cabeza para hundirme más que el pensamiento y empujarme hacia abajo, siempre abajo, un poco más abajo todavía, hasta sumergirme en una profundidad insaciable, una garganta que se hacía más y más profunda sin detenerse jamás ni terminar de engullirme, sin concederme siquiera el consuelo de gritar una verdad de la que tal vez, si mataban a Silverio, nunca llegaría a estar segura del todo.

Eso fue para mí venirme abajo, tocar un suelo ficticio, porque sabía que no era el último, que había más, un abajo más hondo, más oscuro, el verdadero abajo, un doble fondo definitivo que me llamaba por las noches mientras daba vueltas en la cama sin poder dormir, hasta que me quedaba dormida para soñar con el color de la piel de los cadáveres. Y allí estuve, abajo, donde el amor no podía nada contra la muerte, donde nunca amanecía y no se ponía el sol, donde no existían las horas ni los colores porque la vida era una posibilidad dudosa, un pez sin ojos, un musgo inerte, hasta que cumplí diecinueve años, y todavía veinte minutos más.

—¡Manolita! —hasta que a las dos y cuarto de la tarde del 16 de octubre, Aurelia colgó el teléfono que había en el obrador—. Era la señorita Rita, la sobrina de doña María Luisa, que ha llamado para felicitarte por tu cumpleaños. Ha insistido mucho en que te diga la palabra felicidades, con todas las letras, así que... ¿Pero qué te pasa, muchacha?

—Nada.

Había empezado a subir, subía, seguía subiendo, y ya veía la luz, las nubes recortándose en la boca del pozo, y subía más, y podía respirar, escuchar cómo cantaban los pájaros, recordar la cara de aquel amigo de mi hermano que nunca me había gustado, recordar los ojos que podrían seguir mirándome, la boca que podría volver a besarme, y subía, seguía subiendo, y sabía por qué, pero no por qué lloraba.

—Si estoy muy contenta...

Todas mis compañeras dejaron lo que estaban haciendo, se acercaron a mí, en algunos de sus rostros vi un gesto de extrañeza, en otros un ceño de auténtica preocupación, y seguí subiendo, llorando, sonriendo, mientras terminaba de fregar una cacerola con tanto brío como si mi vida dependiera de su limpieza.

—De verdad que estoy muy contenta...

El lunes, antes de entrar en casa, había llamado a Rita desde el teléfono de una cafetería. Había esperado un rato para asegurarme de que estaría tranquila cuando le diera la noticia, y hasta que pronuncié la palabra «consejo», todo fue bien. Después, mientras ni siquiera yo podía distinguir lo que quería decir en la pastosa amalgama de sonidos que brotaban de mi boca, ella me pidió que me fuera a casa y la esperara allí.

—¿Vas a ir a las Salesas?

—No puedo —y ya logré escucharme con claridad—. Hace menos de un mes, pedí un día libre para ir a Segovia, y no me atrevo...

—Voy yo, y así le conozco —sonrió de una manera que me hizo sonreír—. Por la tarde, voy a buscarte y te cuento, porque todo va a salir bien, ya lo verás.

El día de mi cumpleaños me estaba esperando en el mismo árbol donde la había encontrado el 3 de julio, pero su visita no me sorprendió. Por eso, todo en ella, su cuerpo relajado, apoyado en el tronco, el brillo de sus ojos, los dedos que levantó en el aire para marcar la V de la victoria, fue el mejor regalo que podría haber recibido aquel día.

—Tengo dos noticias, una buena y una buenísima. ¿Por cuál empiezo?

—Por la buenísima —le pedí, mientras la cogía del brazo para caminar por una acera que de repente era más ancha, más confortable y soleada que nunca—. Dime que no lo van a matar.

—No lo van a matar —la miré y las dos nos echamos a reír al mismo tiempo—. Era lo que pedía el fiscal, pero sin demasiado énfasis, no creas, así que el juez ha rebajado la pena.

—¡Uf! —inspiré, y al soltar el aire, fue como si acabara de respirar por primera vez—. Ahora, dime la buena.

Sabía que no lo habían absuelto, que era imposible. Tampoco habían podido caerle solamente dos años, pero cuando Rita me anunció que había una segunda noticia, y que era buena, el número doce se dibujó de improviso ante mis ojos. Sin embargo, al mirarla, me di cuenta de que no había acertado.

—La buena es que no es feo, Manolita —y de que me aguardaba una cifra mucho peor—. Eres una exagerada, de verdad. No es que me haya parecido guapo, porque guapo no es, pero tampoco...

—¿Cuántos años le han caído? —treinta, me respondí.

—A mí me ha parecido hasta interesante, en serio, y te voy a decir una cosa, si tuviera la nariz más pequeña, resultaría más vulgar, menos atractivo, que no es que parezca un galán de cine pero, mujer, en conjunto...

—¿Cuántos años le han caído, Rita? —se detuvo, me miró y volví a responder por las dos, esta vez en voz alta—. Treinta, ¿verdad?

—Pues sí, treinta —y me apretó el brazo, como si temiera que aquel número me desequilibrara—. Pero eso ya lo sabíamos, ¿o no? Ni que fueras novata, Manolita, si se libran de la pepa, les caen treinta años, siempre es así, pero eso es lo de menos...

—Treinta años por imprimir unas octavillas, ¿te das cuenta? Treinta años —y sentí que me hundía en aquella cifra, que aquellos números tenían manos, que las usaban para empujarme en un nuevo abismo helado y pantanoso, porque ya conocía la naturaleza de la ambición, y frente a la muerte, treinta años no eran nada, una broma, pero ante la certeza de la vida, eran treinta veces un año, doce meses multiplicados por treinta, una catástrofe incomparable—. Cuando salga de la cárcel, tendrá... Cincuenta y cuatro.

—No.

Cuando estaba a punto de venirme abajo otra vez, Rita negó con la cabeza, me guió hasta un banco, se sentó a mi lado y no me soltó.

—Mírame, eso lo primero —la obedecí y apretó mis manos con las suyas—. Muy bien, pues no dejes de mirarme porque voy a contarte la verdad. A Silverio no le han juzgado por imprimir unas octavillas, sino por atentar gravemente contra la seguridad del Estado. ¿Que es una locura? Pues sí, pero eso es lo que hay, esos eran los cargos, y por eso mismo, hace dos años, fusilaron de una tacada a cincuenta y cuatro militantes de la JSU que ni siquiera tenían una imprenta. Así que ya puedes estar contenta —me miró, y sólo cambió de tono cuando me vio asentir con la cabeza—. Esto no va a durar siempre, Manolita. Franco no va a durar siempre, los americanos entrarán en la guerra antes o después, y cuando los aliados vuelvan a ganar, cuando comprendan lo que nos han hecho y nos ayuden por fin, ni mi padre ni el tuyo estarán aquí. Los muertos no van a ver el final de este horror, ¿me oyes? Pero tu novio sí, porque tu novio va a vivir, y eso es lo único que importa.

Tenía razón. Tenía razón aunque no la tuviera, porque ninguna de las dos éramos novatas, las dos igual de expertas en el horror, en la cola de Porlier, en el depósito de cadáveres del cementerio del Este. Tenía razón porque las dos estábamos vivas, porque habíamos aprendido a sobrevivir a la muerte, a levantarnos a la mañana siguiente como si tal cosa, a explotar los pocos recursos que estaban a nuestro alcance para sonreír, para divertirnos, para fabricar esperanza donde no la había, ¿y por qué me has traído pescadilla, Julita, si sabes que no me gusta? Esa era nuestra especialidad, eso lo hacíamos mejor que nadie, Rita lo hizo mejor que yo aquella tarde, mientras enunciaba en orden, uno por uno, todos los puntos del protocolo de las verdades inútiles, las mentiras útiles a las que nos agarrábamos para seguir de pie, y hasta logró que le brillaran los ojos mientras hablaba, no van a poder mantener a tanta gente presa durante mucho más tiempo, como si de verdad creyera que lo que estaba pasando en España tenía sentido, ¿tú sabes el dineral que debe estar costándoles?, como si la lógica desempeñara algún papel en los absurdos acontecimientos que padecíamos, ¿y la economía, qué?, como si las lecciones que tenía que memorizar para aprobar segundo de bachiller a fin de curso sirvieran para explicar la única realidad que existía para nosotras, ¿el país arruinado, las fábricas destruidas, los campos sin cultivar, y centenares de miles de hombres encerrados, perdiendo el tiempo, mano sobre mano, en los patios de las cárceles?, como si de verdad creyera que iban a consentir que se matriculara en la universidad el curso siguiente, eso no puede ser, Manolita, piénsalo un poco, es que no puede ser, esto se va a acabar, tiene que acabarse, y más pronto que tarde, hazme caso...

Le hice caso, como ella me había hecho caso a mí otras veces, siempre que le había hecho falta. Le hice caso porque lo contrario era morirse a medias, renunciar a la vida, entregarse a la muerte, y yo quería vivir.

—Ya te has enterado, ¿no? —porque Silverio quería vivir.

—Claro —porque la vida coloreaba su piel, relucía en sus ojos, se erguía en sus hombros, se aferraba a la verja con sus manos cuando volví a verle—. Mandé a una espía a las Salesas, ¿qué te crees?

—Qué miedo pasé, Manolita —se echó a reír y me asusté al calcular cómo habría sido aquel momento si el fiscal se hubiera salido con la suya—. ¡Qué miedo! Cuando el juez empezó a dictar sentencia, creí que se me paraba el corazón. No te lo puedes imaginar.

—No —por eso, porque ya no lograría parar su corazón, ni el mío, esa muerte burlada desató un violento escalofrío en mi nuca, un golpe de hielo para despedirse—. Pero yo también he pasado mucho, de verdad. Me daba tanto miedo que te mataran, ahora, cuando apenas nos conocemos, cuando casi no hemos podido estar juntos, tenía tanto, tanto miedo... —y sin embargo él estaba a salvo, sonreía, pude colgar mi sonrisa de la suya como me habría colgado de su cuello si hubiera podido—. Y aquí estás, Silverio, aquí estás, y yo... Yo estoy tan contenta que hasta tengo ganas de gritar.

—Pues grita.

—¿Sí?

—Claro —se echó a reír—. Yo grito contigo.

Y gritamos los dos a la vez, ¡ahhhh!, gritamos y nos reímos los dos a la vez, sacudiendo las alambradas como dos monos furiosos en un zoológico hasta que un funcionario nos mandó callar, para que todas las mujeres que me habían dado la enhorabuena en la puerta nos miraran con una sola sonrisa. Sin embargo, al salir del locutorio me enteré de que no todos los procesados del 16 de octubre habían corrido la misma suerte. Los expedientes múltiples habían arrojado varias penas de muerte, y entre los condenados estaba el novio de una chica a la que vi andando muy despacio, entre dos mujeres que la sujetaron por los brazos hasta que consiguieron sentarla en un banco.

—Enhorabuena, Manolita, me alegro muchísimo, de verdad —no dejé de mirarla mientras abrazaba a Julita como si no hubiéramos discutido una semana antes—. Ya no te parecerá tan mal el 17 de noviembre, ¿verdad?

—Pues no —volví a tener ganas de gritar, pero me limité a sonreír—, ya no... —y la abracé un poco más fuerte.

Porque Silverio estaba vivo, porque iba a seguir viviendo más allá de la perseverante lentitud de los relojes, porque todo lo que tenía que hacer era esperar, dejar que los días pasaran sin rechistar, sin protestar, y no quejarme de nada nunca, nunca más. Eso creía.

Octubre se resistió a desaparecer en la frontera de su sucesor, pero noviembre llegó al fin, la fiesta de los difuntos cayó en sábado, el 5 en miércoles, un día soso, vulgar, sin ninguna seña especial. Tampoco la esperaba del día 6, cuando fui a Porlier después de trabajar para dejar un paquete con queso, membrillo, tabaco, un puñado de higos secos y otro de caramelos desteñidos, que sabían bien aunque el colorante no había dibujado en su superficie las rayas verdes que se esperaban de él. Me equivoqué, porque antes de llegar a la cárcel, me di cuenta de que había pasado algo.

No fue más que eso, una corazonada, un presentimiento, la cáscara imprecisa de una sensación, sólo algo, pero algo desde luego malo. Al ponerme en la cola lo respiré en el aire y en el gesto grave de algunas mujeres calladas, entre las que apenas dos o tres se animaron a saludarme con un gesto, sin pronunciar mi nombre. Su silencio no significaba nada en sí mismo, porque no conocía su origen. Otros días me habían asaltado otros silencios, y yo había acatado su voluntad con los labios cerrados, esperando a que una voz conocida susurrara en mi oído una mala noticia, un traslado inesperado, una ejecución masiva, un asalto de la muerte en cualquiera de sus variadas, casi infinitas formas. Aquella tarde, sin embargo, fue distinto. Aquella tarde no me enteré de nada, pero las que siempre lo sabían todo, las que nunca callaban, las que más se movían, avanzaban despacio, con la vista en el suelo, poniendo tanto cuidado en no rozar a las que tenían delante como en esquivar a las que andaban detrás, como si no quisieran contaminarse o contagiar su desconfianza. El 6 de noviembre, jueves, a media tarde, en la cola de Porlier nadie conocía a nadie, y nunca había pasado algo parecido.

—Nombre —antes de llegar al mostrador, me fijé en un rostro remotamente familiar, porque yo había visto ya en alguna parte a aquella chica rubia y delgada, con la nariz muy chata, que estaba apoyada en el quicio de la puerta.

—Silverio Aguado Guzmán —o quizás no, quizás estaba equivocada, porque no fui capaz de recordar de dónde, de qué la conocía.

No tardé ni dos minutos en dejar el paquete, pero cuando volví a salir, ya no la vi. Eso me sorprendió menos que la estampa de una acera desierta, despoblada de los corrillos que solían formarse todas las tardes. Las mujeres que me habían precedido se habían marchado corriendo, como si no tuvieran ni un segundo que perder, y apenas llegué a distinguir alguna silueta presurosa camino del metro. Sin embargo, antes de llegar a la boca de Lista, mientras esperaba a que se pararan los coches para cruzar la calle, aquella desconocida apareció a mi lado como si no viniera de ninguna parte.

—Manolita... —cuando la oí decir mi nombre me asusté, y ella correspondió a mi respingo con un gesto de extrañeza—. ¿Pero no te acuerdas de mí? Soy Chata, la prima de los Garbanzos...

—¡Ah, sí, claro!

Los Garbanzos eran los dueños del ultramarinos de la calle General Lacy donde trabajaba el Orejas, y Chata, cuyo verdadero nombre nunca llegué a saber, había venido alguna vez con él a las reuniones que Toñito celebraba en casa. Eso, y nada más que eso, era lo que estaba claro.

—Perdóname —añadí de todas formas, porque no tenía motivos para la descortesía—. No te había reconocido.

—Sí, ha pasado mucho tiempo, pero yo quería hablar contigo porque... —se abrió el tráfico y me cogió del brazo, para retenerme y ceder el paso al resto de los transeúntes—. ¿Tú sabes algo?

—¿Yo? —en ese momento, instintivamente, dejé de mirarla a los ojos—. ¿De qué?

—De lo de la calle Santa Engracia, lo de ayer... —negué con la cabeza sin abrir la boca y se pegó más a mí, acercó sus labios a mi oído, bajó la voz—. Ha habido una caída, eso sí lo sabes, ¿no?

Me aparté un poco de ella antes de volver a mirarla, y ya no necesité que el instinto decidiera por mí.

—No —me bastó con la verdad—, yo no sé nada.

—Pues ha sido muy gorda. Fueron a detener a uno, que le llaman el Valenciano, y estaba en casa cuando llegaron. Cuando vio los coches de policía parados en la acera, no se le ocurrió nada mejor que tirar la maleta donde tenía todos los papeles por una ventana que daba a un patio interior —hizo una pausa para mirarme, pero no debió de apreciar nada interesante en mi cara—. Al caer, hizo tanto ruido que los policías que subían por la escalera creyeron que era una bomba, fueron a mirar, y... Lo cogieron todo, direcciones, nombres, actas de reuniones, correspondencia... —suspiró y movió la cabeza con un gesto de desánimo—. Te lo puedes figurar.

Si hubiera sido cualquier chica de la cola de Porlier o alguna conocida de la de Ventas, cualquiera a la que yo hubiera podido situar con certeza en mi bando desde que la paz trajo consigo esa guerra que libraba a diario, habría sido más expresiva, más confiada.

—Y si ya lo sabes todo... —pero me limité a dejar claro que no entendía los motivos de aquella aparición—. ¿Por qué vienes a preguntarme a mí?

—Porque no sabemos dónde se ha parado —me respondió sin titubear—. No sabemos si ha habido más detenciones, a qué riesgo nos exponemos, ni...

—Pues yo no sabía nada —la interrumpí—. Y ahora sólo sé lo que tú me estás contando.

—Bueno, pero si te enteras de algo... Yo sigo viviendo en casa de mis tíos, encima de la tienda, sabes, ¿no?

Asentí con la cabeza y nos despedimos sin más palabras. Después repasé lo que sabía y lo que acababa de aprender hasta que concluí que la suma de mis conocimientos podía significar mucho o nada en absoluto. El chico al que había conocido en la trastienda de la tintorería hablaba con acento valenciano, pero no tenía por qué ser el único comunista de Valencia que trabajara clandestinamente en Madrid. Fuera él, o no, el detenido, una caída justificaba el aire turbio que había respirado en la cola de los paquetes, pero no tanto la visita de Chata. Si ella estaba dentro, habría sido más lógico que se dirigiera a sus camaradas, gente conocida, que le inspirara confianza en el frenesí que siempre desataba cualquier detención, cuando el derrumbamiento de un simple soldado de plomo podía acarrear la ruina de un ejército entero.

Pero por otra parte, pensé a continuación, a mí ya me conocía mucha gente. Si se había desencadenado una catarata de detenciones, era casi imposible que no hubiera implicado a alguna familia vinculada al ritual de los paquetes y el locutorio. Partiendo de eso, y de que Chata me conocía, Juani, María, Amelia, incluso Julita, podrían haberla enviado a investigar a Porlier. En ese caso, debería haber pronunciado algún nombre como garantía, pero quizás estaba demasiado nerviosa, quizás lo había olvidado, quizás había decidido que no hacía falta. Eso daba igual porque yo no le había contado nada. La cuestión era qué iba a hacer con lo que ella me había contado a mí, y a eso le estuve dando vueltas toda la tarde, mientras ponía a los mellizos a hacer los deberes, mientras bajaba a hacer recados y volvía a subir, mientras hacía la cena. Porque, como había habido una caída, debería ir al tablao a avisar a mi hermano, pero, como había habido una caída, si en la calle había policías de paisano esperando a ver qué podían pescar en el río revuelto del pánico incontrolado, el remedio acabaría siendo peor que la enfermedad.

Cuando serví la sopa, me pregunté si no debería temer más por mí que por Toñito, que al fin y al cabo estaba desaparecido desde marzo de 1939. Ya había decidido que aquella no era noche para hacer visitas. Además, Jacinta era comunista, su marido tenía contacto con la dirección, ellos ya habrían informado a mi hermano más y mejor de lo que podría hacerlo yo. Todo eso era verdad, pero no me tranquilizó, y cuando logré cerrar los ojos, después de pasar muchas horas en blanco, esperando a que alguien llamara a mi puerta, ya estaba empezando a clarear.

Sin embargo, al día siguiente no me pasó nada peor que irme a trabajar muerta de sueño. Aunque el corazón me trepó hasta la boca media docena de veces, las mismas que sonó el teléfono del obrador, Rita no me llamó, no vino a buscarme, y tampoco encontré a la Palmera en la calle Villanueva, ni en la puerta de mi casa. No hubo visitas inesperadas aquel día, tampoco el sábado, y el domingo, cuando volví a la cola de los paquetes después del trabajo, las recetas y los remedios caseros, las direcciones de médicos que no cobraban y tiendas donde el arroz o el aceite estaban más baratos, habían vuelto a florecer en un barullo de conversaciones cuyas interlocutoras volvieron a acordarse de mi nombre y de preguntarme cómo estaba. La caída se ha parado a tiempo, leí en sus ojos, en sus sonrisas, la caída se ha parado a tiempo, escuché en sus palabras y en sus pausas, la caída se ha parado a tiempo, susurró en mi oído una voz conocida. Eso no significaba que no hubiera caído más gente, sino que había sido poca, poco relevante, pero con eso me bastó, nos bastó a todas aquel día. Mientras volvía a casa, tan contenta, no pensé en lo que habrían tenido que soportar los detenidos que no habían abierto la boca. Tampoco que entre las víctimas de una caída pudiera haber algo más que personas.

—¡Juani! —por eso no supe interpretar la inesperada aparición de la viuda de Mesón en la puerta del locutorio el lunes, 10 de noviembre, cuando esperaba a Julita—. Me alegro mucho de verte. ¿Qué haces por aquí?

Aquella mañana me había levantado de tan buen humor que, después de llevar a mis hermanos al colegio, me senté delante del espejo con dos docenas de horquillas, para intentar repetir en mi pelo la proeza que la Palmera había logrado dos meses antes. Lo mejor que conseguí se parecía más a un churro que a una diadema, pero fue suficiente. Cualquier recurso para liberar mis rizos y despejarme la cara representaba, más que un peinado, una zancada hacia la meta, el último obstáculo de una carrera a campo través, el destino final de un viaje que iba a culminar en una estación más feliz que la prevista en el precio del billete. Aquella convicción me arropó camino de Porlier, hizo mis pasos más veloces, más precisos, me llevó en volandas hasta la alambrada y brilló en mis ojos cuando Silverio me dijo que estaba muy guapa con el pelo así. Por eso, en los veinte minutos que duró aquella visita, apenas hablamos. Nos miramos, sonreímos, nos reímos, y eso, la premonición de un abrazo más poderoso que las palabras, fue suficiente.

—Verás, Manolita...

Juani me cogió del brazo para llevarme en la dirección contraria a la que tomaba todos los días y no me pregunté por qué lo hacía, como había renunciado a preguntarme sobre lo que iba a hacer una semana después. La súbita irrupción de la muerte en mi vida, en la de Silverio, había consumido el tiempo de la torpeza, de los tartamudeos y la confusión. Su derrota había puesto mi vida en mis manos, y sólo podía hacer una cosa con ella, vivirla. Eso era lo único que me interesaba, las únicas palabras que sonaban en mi cabeza mientras oía las que pronunciaba Juani sin escucharlas.

—No te puedes imaginar cuánto lo siento. Cuando empezamos con esto, no se nos ocurrió que todo pudiera acabar siendo verdad, nunca se nos ocurre, y cuando pasa... Ese es el riesgo del trabajo clandestino, que las herramientas son personas, con sus necesidades y sus debilidades, con sus sentimientos, y... Y que encima seas tú, Manolita, que te haya tocado a ti después de lo que hiciste por mí, me da tanta rabia, es tan injusto que... A mí me encantaría...


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 46 | Нарушение авторских прав


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