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Un extraño noviazgo 14 страница

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En ese momento se calló, y su silencio la explicó mejor que las palabras que lo habían precedido.

—No te entiendo, Juani —pero no era verdad—. ¿Me has traído el dinero? —me miró, cerró los ojos, volvió a mirarme y no dijo nada—. El dinero de la boda... ¿Me lo has traído? —negó con la cabeza, muy despacio—. ¿Y por qué?

Cerró otra vez los ojos, tomó aire y lo dijo de un tirón.

—Porque no va a haber boda, Manolita.

Entonces me reí. No sabía por qué, pero eso fue todo lo que pude hacer, abrir la boca para dejar escapar una carcajada ahogada, deforme, que murió antes de madurar, sin llegar a sonar como una verdadera carcajada.

—¿Qué?

No me contestó. Avanzó hacia mí, me pasó un brazo por los hombros y me obligó a arrancar, a caminar deprisa mientras hablaba al mismo ritmo, a una velocidad insoportable para mis oídos.

—La policía tiene las multicopistas. La dirección de la tintorería estaba en la maleta que Sendín tiró por la ventana, y cuando fueron a por Ceferino, las encontraron en la trastienda y se las llevaron, se lo han llevado todo. La caída no ha sido más grave porque la mayoría de las direcciones está en clave. Las estafetas aparecen como lecherías, las casas de camaradas como tabernas, y eso están buscando, lugares que no existen, pero cuando se cansen de dar paseos en vano, de preguntar a la gente equivocada, le darán otra vuelta a los detenidos, los torturarán hasta que no puedan más, y no podemos saber lo que pasará a partir de ahí, quién aguantará, quién no, qué confesará. Esto puede acabar en un desastre, tenemos que estar preparados para lo peor...

Juani hablaba, y hablaba, y yo la oía muy lejos, como el eco de una radio mal sintonizada en un edificio remoto, la oía y me preguntaba qué significaba lo que decía, por qué me lo estaba contando a mí, si a mí no me importaba, si lo único que yo necesitaba eran doscientas pesetas, un cartón de tabaco y un kilo de pasteles para casarme con Silverio. Por eso caminaba a su lado, por eso estaba callada, tranquila, no porque estuviera resignada, reconciliada con mi suerte, sino porque no la entendía, porque no quería entenderla, porque mis oídos y mi razón se habían declarado en rebeldía, y yo me había alzado con ellos contra unas palabras que no quería escuchar porque no eran para mí. Yo no tenía nada que ver con eso, el pobre Ceferino, las máquinas que guardaba en la trastienda, la policía, ¿y a mí qué?, me preguntaba, si yo no sé nada ni quiero saber nada, yo era la señorita Conmigo No Contéis y vivía tan tranquila hasta que me metisteis en esto, vosotros me metisteis y vosotros me vais a sacar, yo sólo quiero doscientas pesetas, un cartón de tabaco, un kilo de pasteles, ¿qué es eso para vosotros?, te lo voy a decir, nada, para vosotros no es nada, así que dámelo y cállate de una vez.

—Yo tengo que casarme con Silverio el lunes que viene, Juani —el tono de mi voz, neutro, sereno, subrayó la ineluctable naturaleza de mi afirmación—. Me da igual lo que haya pasado. Yo tengo que casarme con él, ¿comprendes? Yo, sin ser de los vuestros, he hecho mucho por vosotros. Me he arriesgado mucho, me he esforzado mucho, y ahora no podéis dejarme en la estacada, no podéis... —la miré y me di cuenta de que lo estaba pasando mal, pero no me quedaba ni un gramo de compasión que compartir—. Yo no tengo dinero, vosotros sí, y esto sólo va a pasar una vez, sólo una vez, porque luego lo mandarán a un penal y ya no volveré a pediros nada, te lo juro por lo que más quieras, que no os pediré nada nunca, nunca más —en mi voz temblaba un hilo que se hacía cada vez más tenso, más delgado, tan frágil como una hebra de cristal—, y os lo pagaré, haré lo que me pidáis sin rechistar, estoy dispuesta a lo que sea, cualquier cosa, tú dame doscientas pesetas...

—Escúchame, Manolita —Juani se paró, me cogió por los hombros, me apoyó en la fachada de un edificio, rodeó mi cara con sus manos—. Nosotros ya no tenemos dinero. Se lo han llevado todo y no podemos pagar esa boda, te estoy diciendo la verdad. A mí me encantaría, te lo juro, porque tienes razón, tú has hecho mucho y yo te lo agradezco en el alma, pero no puedo hacer nada por ti, porque ya no hay nada. No son sólo las multicopistas, es que no nos queda un céntimo. ¿Lo entiendes? Dime que lo entiendes, por favor...

En ese instante lo entendí. En ese instante, todas las palabras que había pronunciado desde que la encontré en la puerta de la cárcel tomaron impulso para derramarse sobre mi cabeza como la ladera de una montaña, y se volvieron piedras, rocas afiladas, aristas duras y capaces de herir, de clavarse en mi carne, de hacerme daño. En ese instante, tan cerca del 17 de noviembre, entendí la verdad y que el 17 de noviembre no iba a pasar nada. Nada.

—No sabes cuánto lo siento... —alargó los dedos con la intención de recoger un mechón de pelo que se me había soltado, y le di un manotazo a tiempo para impedirlo.

—¡Déjame! —aquel hilo tenso, vacilante, la última frontera entre la esperanza y la desesperación, se rompió en aquel momento.

—Manolita, por favor...

—¡Que me dejes! —una fuerza desconocida se apoderó de mis manos, y al empujarla estuve a punto de tirarla al suelo—. Déjame, lárgate, no quiero volver a verte, ¿me oyes?, no vuelvas a dirigirme la palabra, no te acerques a mí... —la miré, vi su rostro desencajado, los ojos brillantes, y decidí que no, que por ahí sí que no, que no quería su solidaridad, ni su gratitud, ni su afecto, sólo palabras para maldecirla, para maldecir a mi hermano y el día en que se me ocurrió hacerle caso—. ¡Vete! Déjame sola, déjame en paz...

Ella no se movió, pero la furia que me había suplantado se puso en marcha. Eché a andar sin saber adónde iba y anduve sola durante mucho tiempo, recorrí calles conocidas que no logré reconocer, volví sobre mis pasos una y otra vez para perderme en un laberinto de aceras que en algún momento desembocó en Recoletos, y se había nublado, pero no me di cuenta, y empezó a llover, pero yo seguí andando, apretando en la mano un puñado de horquillas que nunca supe cuándo ni por qué me había quitado, mientras sentía que una fuerza desconocida tiraba de mí, que un poder oscuro guiaba mis pasos por un rumbo torcido, perverso y sin sentido, como si un gigantesco imán se moviera debajo de la tierra para atraerme, para aturdirme y confundir mis pasos, hasta que llegué a casa, y me tumbé en la cama, y quise morirme ya, de una vez.

El amor hace mejores a las personas. Eso había leído, eso me habían contado, eso afirmaban ciertas teorías formuladas muy lejos de Porlier. Lo que hizo conmigo fue distinto, porque cuando estaba empezando a despegar del suelo, me aplastó contra él y ya no fui capaz de levantarme.

—Habrían funcionado, ¿sabes? —Silverio, que estaba preso, que iba a seguir estándolo, que tenía una condena a treinta años por delante, encajó el golpe mucho mejor que yo—. Estoy seguro de que habrían funcionado.

—Nos vamos a casar, Silverio, te lo prometo —hasta que me miró como si nunca antes hubiera estado enamorado de nadie—. No sé cómo, no sé de dónde voy a sacar el dinero ni cómo me las voy a arreglar, pero te prometo que tú y yo vamos a casarnos...

Hasta que el 9 de enero de 1942, el Seminarista no me preguntó ningún nombre cuando llegué al mostrador.

—Ya no está aquí —y negó con la cabeza para subrayarlo—. Lo han trasladado esta mañana.

—Lo han trasladado... —aquella noticia me aturdió tanto que empujé el paquete hacia él de todas formas—. ¿Adónde?

—El Ministerio de Justicia informará por correo a los familiares —volvió a empujar el paquete hacia mí—. ¡Siguiente!

—Ni hablar —aferré el paquete como si fuera un escudo y no me moví—. Soy su mujer, usted sabe que me casé con él. Dígame dónde está.

—No lo sé —me di cuenta de que estaba diciendo la verdad—. No puedo decírtelo porque a nosotros no nos dan esa información.

Recogí el paquete, seis pitillos, una docena de castañas asadas, un trozo de membrillo, cuatro galletas, y salí a la calle andando muy despacio. Todo había terminado y cualquier mujer más sensata que yo, la que yo misma había sido antes de casarme con Silverio, lo habría celebrado. Mi última visita a Porlier había puesto fin a un calvario que había durado casi dos meses, pero yo había dejado de ser sensata, y me sentí estafada, desahuciada, vacía, como si al privarme de una estéril, agotadora peregrinación de fracasos y promesas incumplidas, acabaran de robarme todo lo que tenía.

—¿Tú sabes quién podría estar interesada en comprarme el turno para casarse esta tarde, a las cinco? —como si mi única posesión fuera aquel martirio al que me entregué por mi propia voluntad en la misma mañana de mi boda, cuando llegué a la cárcel con tiempo de sobra para recorrer la cola varias veces, dirigiéndome a conocidas y desconocidas en el mismo tono con el mismo empeño—. ¿Te has acordado de alguien? —para que todas negaran por igual con la cabeza—. ¿Se te ha ocurrido alguien? —para que repitieran aquel movimiento una y otra vez—. ¿Y a ti? ¿Tú sabes quién podría...?

—Que no, Manolita, que no.

Después, le prometí a Silverio que nos casaríamos, que conseguiría el dinero a cualquier precio, que lo reuniría costara lo que costase. Su sonrisa me puso tan triste que estuve a punto de quedarme en casa, pero al final acudí a mi cita con Martina porque no la había visto por la mañana y quería explicarle lo que había pasado, preguntarle qué podríamos hacer. Estaba segura de que alguien la habría avisado a tiempo para que no viniera, pero fue tan puntual como siempre y su aparición no sólo bastó para ahorrarme explicaciones. También me enseñó cómo iban a ser las cosas a partir de aquel día.

Mi madrina había tenido la suerte que yo había perseguido en vano durante toda la mañana, y venía charlando con una mujer recién peinada, muy maquillada y vestida de punta en blanco, un traje rojo, ceñido, tan extravagante como el que la Palmera me obligó a ponerme la primera vez, asomando bajo un chaquetón negro. Aquel detalle fulminó la poca serenidad que me quedaba.

—¿Qué significa esto, Martina? —al verme intentó retroceder, pero no llegó a tiempo.

—¿Qué significa qué? —porque ya la había agarrado por los brazos y los apretaba, los apreté como si quisiera desgajárselos del cuerpo—. Me estás haciendo daño...

—El turno era mío, Martina, era mío, ella no puede aprovecharlo así, sin más, tenéis que pagármelo, tenéis...

—¡Pero qué dices! —se sacudió con tanta fuerza que me hizo trastabillar—. ¿Te has vuelto loca o qué? Tú no puedes entrar, no tienes dinero, ¿qué quieres que haga? Yo lo siento mucho por ti, chica, te juro que lo siento, pero no voy a renunciar, ya lo hice una vez, acuérdate, tú lo sabes, entonces había motivos y ahora no los hay... —al recordarlos, me miró como si se avergonzara de la escena que estábamos representando en plena calle, se acercó a mí, cambió de tono—. No me mires así, Manolita, yo no tengo la culpa de lo que ha pasado y tú no ganas nada con que las dos nos quedemos fuera. Ponte en mi lugar, mujer, ¿qué habrías hecho tú?

Habría sido mejor que yo también me hubiera avergonzado. Habría sido mejor que me hubiera asustado del carácter ruin, casi obsceno, de aquella áspera disputa por sexo y por dinero, que hubiera recordado a tiempo un cuartucho inmundo, lleno de cucarachas, y los registros de los funcionarios, las lágrimas de Juani, un huevo de chocolate, el último deseo de dos hombres enamorados, condenados a morir. Tenía muchos motivos para avergonzarme, y el principal era proteger mi amor, mantenerlo a salvo de aquella bronca de insultos y empujones, sólo por eso ya habría sido mejor, pero fue peor, porque en aquel momento era tan pobre, tan desgraciada, que en mis manos vacías no había espacio para mi dignidad, ni para la dignidad de nadie.

—Esto no es así, ¿sabes?, no es así... —por eso no quise ponerme en el lugar de Martina, no quise ser comprensiva, razonable, no me dio la gana de aceptar que el 17 de noviembre se quedara en eso, otra boda, otra novia, y yo sola, en la puerta—. Los turnos cuestan dinero, esa es la regla.

—¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? —fue la otra mujer quien me lo preguntó—. ¿Dónde está escrito eso? —no supe responder pero fui hacia ella, la empujé, intenté agarrarla del pelo y esquivó mi mano a tiempo—. ¿Pero qué haces?

—¡Tú eres una sinvergüenza y no vas a entrar ahí!, ¿me oyes? —Martina corrió hacia mí, me sujetó por los codos, intenté zafarme y me abrazó por detrás—. Y tú eres todavía peor, una puta traidora, así que suéltame... ¡Que me sueltes, hostia! —no lo hizo y seguí chillando, pataleando como las borrachas de mi barrio, todas esas mujeres solas, desesperadas, que buscaban bronca cada noche por la calle—. ¡Que no vas a entrar! ¡Que no! No te vas a aprovechar...

—¡Ya está bien, Manolita!

Martina me apretó más fuerte, se dio la vuelta sin soltarme para apartarme de su nueva socia, y de repente sentí que me había quedado sin fuerzas, que estaba sola y era pequeña, que tenía frío y un cansancio tan profundo que me llegaba hasta los huesos. La batalla había acabado y yo había perdido. Cuando mi sustituta pasó por mi lado, arreglándose el moño, lo sabía tan bien como yo.

—¡Tú estás chalada, chica! —al oírla, me di cuenta de que no la conocía de nada y por eso decidí ahorrarle mi último cartucho.

—Esta me la pagas, Martina —la novia de Tasio volvió a mirarme con pena y con vergüenza, como si no me creyera capaz de decir lo que estaba diciendo, de hacer lo que estaba haciendo—. Te juro que me la pagas —hasta que algo en mi cara, en mi voz, en los dedos cruzados que llevé hasta mis labios para besarlos, consiguió asustarla.

Fue una satisfacción tonta, efímera, porque un instante después, un funcionario abrió la puerta, las dos entraron sin volver la cabeza, y yo me marché a mi casa arrastrando los pies.

—Vamos a casarnos, Silverio, te lo prometo. Estoy apuntada para el 15 de diciembre, ¿sabes?

Seguí yendo a la cárcel todos los lunes, seguí agarrándome a la verja, seguí formulando promesas que no iba a poder cumplir, y seguí dando vergüenza, cada vez más vergüenza, a mí misma y a las demás, todas esas mujeres que habían sido mis amigas, mis hermanas, hasta que empezaron a mirarme de otra manera, como a un problema, un estorbo, un misterio aburrido, desagradable, mientras cabeceaban al principio con lástima, luego con indiferencia, al final con un gesto de fastidio, porque se habían hartado de mí, de escucharme, de decirme que no, de murmurar entre ellas, hay que ver, con lo maja que era esta chica, parece mentira lo loca que se está volviendo.

—Necesito trescientas pesetas, Rita, préstame trescientas pesetas, y...

—¡Trescientas pesetas! ¿Y de dónde quieres que las saque?

Lo intenté todo, quemé todos mis recursos, hice cálculos y más cálculos, vendí a mis compañeras los bollos estropeados que me tocaron en suerte, volví a robar comida en las tiendas de mi barrio, maquiné los planes más enloquecidos, y regresé cada lunes a Porlier como una cautiva enamorada de sus cadenas, para prometerle a Silverio que nos casaríamos, que lo arreglaría, que sacaría el dinero de debajo de las piedras, pero las piedras no daban dinero, y el tiempo pasaba, y no pasaba nada más que el tiempo.

—Necesito trescientas pesetas, Palmera, préstamelas y...

—¿Pero tú sabes lo que me estás pidiendo, preciosa?

Estaba apuntada para el 15 de diciembre, y el 15 de diciembre llegó y no había conseguido ni veinte duros.

—No pasa nada, Manolita, no te angusties, yo sé que es muy difícil...

—Que no, Silverio, que no —y le miraba, sonreía, lograba hacerle sonreír—. Tú y yo nos vamos a casar, eso seguro.

—Ojalá —él ladeaba la cabeza, entornaba los ojos y volvía a mirarme para que cada centímetro de mi alambrada, de la suya, me hiciera daño.

—Ya verás como sí...

Rita me prestó lo que pudo, la Palmera seis duros más, y busqué otros trabajos para los lunes, casas, escaleras, cristales para limpiar, pero lo poco que encontré apenas me consintió sumar algunas monedas a un ritmo que nunca sería suficiente. Volví a apuntarme para el segundo lunes de 1942 y el tiempo siguió pasando sin pausa y sin piedad, acortando día a día el plazo de mi futuro con la insensible crueldad que abre una herida mortal en cada hoja del calendario de los condenados.

—Necesito doscientas pesetas, Toñito, dámelas, puedes pedírselas a Eladia, seguro que para ella no es tan difícil, tú me metiste en esto, acuérdate, yo nunca te he pedido nada, pero necesito doscientas pesetas, sólo una vez, antes del 12 de enero, por favor, préstamelas y...

Mi hermano ni siquiera se molestaba en contestarme. Se limitaba a negar con la cabeza, muy despacio, porque desde la caída ya no era el mismo y todo le asustaba, un ruido, una voz desconocida, unos pasos familiares en la escalera. Yo me daba cuenta, y a veces, un resquicio de la mujer que había sido antes de que el amor me hiciera peor, se avergonzaba también de mi insistencia, esa obsesión que me impedía acercarme a él, abrazarle, darle ánimos, ayudarle a soportar una amenaza mucho más grave que las doscientas pesetas que me atormentaban. Toñito se había vuelto tan taciturno que ni siquiera llegó a decirme que no. Por eso, y porque me estaba volviendo loca, el día de Reyes, cuando salí de trabajar con la nariz saturada del azahar de los roscones, estuve a punto de chillar de alegría al encontrarme a la Palmera en la puerta del obrador.

—¿Tú sabes algo del requesón, Manolita? —antes de comprender el sentido de aquella pregunta, ya me había dado cuenta de que Eladia estaba a su lado, de que llevaba todo el día llorando, de que no habían venido a traerme el dinero—. ¿Le has visto, te ha llamado, ha venido...?

Dios aprieta, y además ahoga. La noche anterior, de madrugada, mi hermano se había levantado de la cama, se había vestido, se había afeitado y había dejado una carta para Eladia antes de marcharse. La Nochevieja había traído consigo, junto con el Año Nuevo, el desastre que me había anunciado Juani, y no quería que nadie corriera riesgos por su culpa. Aquella noche anduve buscándole, pero no le encontré. Cuando el Seminarista rechazó mi paquete en el mostrador de Porlier, la desaparición de Antonio ya me había devuelto a un mundo donde existían problemas más graves que los míos. A partir de aquel día, no dejaron de adelgazar, fueron haciéndose cada vez más pálidos, más frágiles, hasta que se desvanecieron en el aire. Así llegó un momento en el que ni siquiera eché de menos su recuerdo.

A primeros de marzo, Silverio me escribió desde el penal de El Puerto de Santa María una carta breve, pero cariñosa, en la que se disculpaba por no haber podido escribirme antes, me daba las gracias por todo lo que había hecho por él, y me aseguraba que se acordaba mucho de mí. Fue la única noticia suya que recibí, porque le contesté enseguida pero no tuve respuesta. En mayo, le escribí otra vez, y a las dos semanas me devolvieron mi primera carta, estampillada con un sello donde el destinatario constaba como desconocido/trasladado. Entonces, la realidad, aquel territorio exacto, objetivo, donde lo único que me había vinculado con el Manitas eran dos multicopistas que nadie sabía poner en marcha, me cayó encima como la losa de mi propia tumba. Mientras me preguntaba qué hacer, adónde dirigirme, me respondí que todo lo que tenía para encontrarle eran unas cuantas palabras tontas gritadas a través de una alambrada, la torpe escenificación de un noviazgo ambiguo que para él, quizás, nunca habría dejado de ser un simulacro. Silverio se había dejado querer porque su vida era horrible, eso lo sabía, pero más allá de esa certeza no podía estar segura de nada, ni siquiera descartar que tuviera otra novia, una verdadera, escogida entre todas, que tal vez viviera lejos o estuviera presa, otra mujer a la que seguramente habría escrito antes que a mí.

Cuando llegué al final de aquel camino, toda la vergüenza que no había sentido mientras me peleaba con Martina en plena calle, mientras mendigaba en la cola de la cárcel, mientras me convertía en una pesadilla para la gente que más me quería, se apoderó de mí como una enfermedad. Durante algunos días sólo padecí eso, vergüenza, un calor infernal, un color bochornoso, una fiebre altísima que me paralizaba en cualquier momento, en cualquier lugar, para devolverme al recuerdo de un cuarto sucio y oscuro, aquella pestilencia en la que había estado a punto de entregarme sin condiciones a un desconocido. Cada vez que lo pensaba, un río de metal derretido reemplazaba a la sangre para pesarme en las venas, y me sentía marcada, tan expuesta a las miradas de los desconocidos que andaban por la calle como si estuviera desnuda, como si todos aquellos hombres y mujeres pudieran verme por dentro, escandalizarse de lo que veían, apiadarse o reírse de mí.

La obsesión me dejó en herencia aquel vértigo, luego nada. El 9 de junio de 1942, martes, por fin me había librado del edificio más odioso de Madrid y en su lugar no había nada. Sólo un hueco, un vacío tan grande que ni siquiera me asusté ante una visita inesperada.

—Verá, yo me llamo Carmen, mi apellido no importa, y hasta ahora he estado en el colegio de Zabalbide, en Bilbao, donde viven sus hermanas...

Cuando el taxi que la esperaba con el motor en marcha se llevó a aquella monja, me quedé plantada en una acera de la calle Villanueva, mirando cómo agitaba la brisa las hojas de los árboles. En aquel momento, habría dado cualquier cosa por ser uno de ellos.

—Su hermana Isabel está muy mal, muy enferma. Tiene que hacer usted algo por ella. Vaya a verla, hable con las señoritas del Ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, Manolita, tiene usted que sacarla de allí...

Porque Dios no se toma la molestia de apretar, de ahogar a los árboles con sus propias manos. Pero conmigo no había terminado todavía.

 

Roberto el Orejas no se sintió a salvo hasta que consiguió meter a su amigo Antonio Perales en la cárcel. Esa noche durmió de un tirón y no tuvo pesadillas.

Cuando lo bajaron a la sala no sabía en qué hora vivía, si era de día o de noche, porque la ventana de su calabozo estaba tapiada con ladrillos, la argamasa fresca todavía, la bombilla siempre apagada. A cambio, en el sótano, una hilera de lámparas recorría todo el techo y su luz excesiva, demasiado potente, le deslumbró. Cerró los ojos antes de que lo tiraran al suelo, pero no los echó de menos para adivinar que lo estaban esposando a una barra de metal. Tampoco volvió a abrirlos hasta que se marcharon los dos hombres que lo habían conducido hasta allí.

Sólo después levantó los párpados para descubrir que estaba en una habitación cuadrada, alicatada hasta el techo con azulejos blancos, corrientes, amueblada con dos mesas metálicas largas y desnudas. A su alrededor vio cinco sillas de madera de aspecto dispar, dos con asiento de anea, otras dos con brazos y ruedas, como sillones de oficina, la última extrañamente delicada, con patas finas, torneadas, y respaldo de rejilla, tumbada en el suelo. Las sillas eran el único elemento que desentonaba con el aspecto de aquel lugar, semejante en todo lo demás a la cámara de una carnicería. Para compensar esta discrepancia, a medio camino entre la mesa a una de cuyas patas le habían esposado y la que tenía enfrente, contempló una mancha marrón, sangre seca que oscurecía el barro rojizo de los baldosines del suelo excepto en tres puntos, tres minúsculos bultos blanquecinos de origen y condición desconocidos.

Mientras los miraba, rompió a sudar. En aquella sala hacía frío y el sudor le erizó los pelos de la nuca, le pegó la camisa al pecho hasta hacerle tiritar, pero no consiguió dejar de segregarlo ni apartar la vista de aquellos tres misteriosos pedacitos de algo, de alguien, que le llamaban como si le conocieran. Las patas de las mesas estaban ancladas al suelo con cemento, y desde la distancia a la que se encontraba no logró clasificarlos, decidir si eran trozos de dientes, astillas de huesos o algo más blando, grasa, sesos, partes en cualquier caso de un órgano humano que no se había roto sin ayuda, fragmentos de un ser vivo que no habían traspasado la barrera de la piel por su propia voluntad.

Enseguida descubrió que no estaba solo. Mientras distinguía otras manchas marrones, secas, y el rastro aún más temible de las que habían sido eliminadas con una bayeta y poco cuidado, dejando cercos rojizos, circulares, sobre los azulejos, oyó a su izquierda una tos cavernosa, cargada de flemas y algo más, una respiración sonora, sorda como el sonido de una flauta soplada al revés. Olió la sangre en la que culminó aquella ruidosa secuencia y volvió a temblar. Entonces oyó un suspiro, y a continuación, el eco apagado de una voz humana.

—¡Ay!

Eso fue todo lo que dijo aquella voz, ¡ay!, una queja profunda, inútil, casi póstuma, una sola sílaba, suficiente sin embargo para que el Orejas averiguara que su compañero de infortunio era un hombre, que aún estaba vivo, que no seguiría estándolo mucho tiempo. A pesar de eso, y sin ser aún muy consciente de lo que implicaba aquella conclusión, celebró que sus carceleros le hubieran esposado a la pata central del lado anterior de la mesa, de forma que el hombre amarrado a la pata izquierda del lado posterior no pudiera verle la cara. Era un detalle digno de agradecer porque, para su desgracia, en la primavera de 1939, al Orejas, en Madrid, le conocía mucha gente.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 40 | Нарушение авторских прав


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