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Un extraño noviazgo 16 страница

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—¡Coño, Roberto! —por eso enfrió su sangre más que nunca—, sí que te van bien las cosas. Porque este coche no es de la Brigada, ¿verdad?

—No, mi comandante —contestó con humildad fingida—. Es mío.

—Ya —entonces, su acompañante le sonrió por primera vez—. Te diría que me alegro, no creas, pero la verdad es que si hemos hecho una guerra para que una rata como tú tenga su propio coche...

Tampoco comentó esas palabras, ni las que, antes de llegar al final de la calle Alcalá, le resultaron más familiares.

—Por cierto, ¿te he contado alguna vez el asco que me das, Orejas?

Mientras el comandante se desahogaba, él se limitó a conducir en silencio por la carretera de Barcelona hasta el desvío de Coslada, para tomar enseguida otro que conducía, por un camino oblicuo y apenas transitado, hasta el antiguo aeródromo de Alcalá de Henares. Había hecho el mismo recorrido unos días antes, buscando un lugar, y lo encontró en las ruinas de una caseta que no había vuelto a usarse desde que un bombardeo trituró la pista principal. Desde entonces, nadie pasaba por allí. La carretera estaba tan deteriorada, el asfalto rajado y florecido de matojos, que estuvo a punto de desecharla por miedo a provocar una avería, pero Vázquez Ariza se lo puso tan fácil que ni él ni los bajos de su vehículo llegaron a correr riesgo alguno.

—¡Joder, chaval! ¿Adónde me llevas, a Cuenca? —y él mismo se echó a reír de su ocurrencia.

—No, mi comandante. Ya falta poco.

—¿Sí? Pues para un momento, anda, que me estoy meando.

Cuando pronunció aquellas palabras, estaban en medio del campo y de una recta llana, larguísima, flanqueada por unos pocos árboles que no obstaculizaban la visión del horizonte en ningún punto. El Orejas lo comprobó mientras se detenía a su derecha para complacer al comandante. Al quedarse solo en el coche, volvió a mirar por el parabrisas, por el retrovisor, y no vio absolutamente nada, absolutamente a nadie.

—Voy a estirar las piernas yo también —anunció en voz alta, antes de rodear el coche por delante, de puntillas, para acercarse sin hacer ruido al hombre que orinaba en el arcén.

Todo lo demás pasó muy deprisa y fue limpio, sencillo, casi impecable. Cuando se situó detrás del comandante, ya tenía la pistola en la mano. Quitó el seguro, estiró el brazo, apoyó el cañón del arma en la nuca de su víctima y mientras afianzaba el dedo en el gatillo, Vázquez Ariza giró la cabeza para mirarle por última vez. Su asesino sostuvo su mirada durante un instante, y durante ese instante fue consciente de la pasividad de un hombre a quien el miedo, el asombro, quizás su propia voluntad, habían incapacitado para defenderse. El comandante le miró con una serenidad que el Orejas nunca había visto en unos ojos claros y repentinamente desprovistos de pasión. Como si lo supiera. Como si le reconociera. Como si nunca hubiera esperado de él otra cosa que la muerte. Así le miraba cuando un disparo atronó en medio de ninguna parte. Luego, el pistolero se agachó junto al cadáver, lo cacheó, se sorprendió al descubrir que iba armado, se quedó con su automática y le pegó una patada para hacerlo rodar por el terraplén.

—¿Te he contado alguna vez el asco que me das, Orejas? —repitió para nadie, con un soniquete burlón.

Se arregló la ropa, respiró hondo, se metió en el coche y esperó a que sus manos dejaran de temblar. Entonces arrancó el motor y se volvió a Madrid.

Carlos Vázquez Ariza fue el único hombre al que el Orejas asesinó a sangre fría, con sus propias manos. Antes y después, provocó directa o indirectamente la muerte de muchas personas, decenas, tal vez centenares, pero siempre puso mucho cuidado en que la sangre no le salpicara. Él los seleccionaba, los sentenciaba, determinaba la frecuencia y la intensidad de las torturas a las que eran sometidos, escogía el momento y daba la orden, pero siempre tuvo cerca a alguien más tonto, más incauto o más fanático para hacer el trabajo sucio. Sin embargo, aquel crimen fue sólo suyo, le pertenecía tanto como su propio nombre, porque el cuerpo que un pastor encontró por azar, cuatro días después de aquella excursión al campo, no era sólo el cadáver de un oficial de Inteligencia del Ejército de Tierra. Con el comandante había expirado al mismo tiempo la traición del Orejas, y él mismo se encargó de enterrarla.

—Qué pena, ¿verdad, Roberto? —cuando salieron juntos del funeral, después de darle el pésame a la viuda, el comisario estaba muy afectado—. Un hombre tan joven, con dos hijos pequeños... Me pregunto cuándo dejaremos de padecer las consecuencias de aquella guerra terrible.

Esa era la versión más extendida en los sótanos de la Puerta del Sol, que Vázquez Ariza había sido víctima de un crimen político, la venganza de un justiciero solitario que habría actuado por un impulso individual, porque ninguna organización había reivindicado el atentado. Pero era una hipótesis débil, basada en la ausencia absoluta de indicios hasta que el Orejas frunció las cejas en una mueca escéptica que no pasó desapercibida para su superior.

—Pues sí, pero el caso es que... —sólo cuando estuvo seguro de haber atraído su atención, se atrevió a ir más allá—. Usted sabe que yo apreciaba mucho al comandante. Nunca podré agradecerle bastante que después de la guerra confiara en mí. Sin su ayuda, nunca habría llegado a entrar en el Cuerpo, usted lo sabe, pero... —y ahí se detuvo.

—Pero ¿qué? —hasta que el comisario entró por el aro.

—Pero ¿su muerte no le parece demasiado rara, señor? ¿Qué hacía el comandante en medio del campo, desarmado y en secreto, sin haber avisado a nadie en su oficina ni en su casa? Ninguna investigación justificaba su presencia en aquel lugar fuera de su horario de trabajo y por otra parte... ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Quién le llevó, y por qué fue con él, y para qué? —hizo una pausa, bajó la voz y repitió la última pregunta—. Sobre todo, ¿para qué?

—No estarás sugiriendo... —su jefe se paró en mitad de la acera para mirarle con una luz de inteligencia en los ojos—. No estarás sugiriendo que Vázquez era maricón, ¿verdad?

—Yo no sugiero nada, don Joaquín, pero... Para meterse en la cama con una mujer, no le habría hecho falta irse tan lejos, ¿verdad, usted?

—Verdad, Roberto —y asintió lentamente con la cabeza—, verdad.

Lo que no reveló nunca, ni a su superior ni a nadie, fue el acontecimiento que decidió la fecha de aquel asesinato.

—¡Jo, qué fastidio! —el día de Reyes de 1942, a las nueve de la mañana, Paquita esbozó un mohín de disgusto al oír el timbre de la puerta—. ¿A quién se le ocurre, precisamente hoy? —y se volvió hacia su marido—. ¿Voy yo?

El Orejas respondió sin dejar de estudiar el roscón, cuchillo en mano.

—Sí, ve tú, anda...

No le gustaba que su mujer abriera la puerta cuando él estaba en casa, pero aquel día, a aquella hora, sólo podía ser la vecina del segundo, aprovechando para gorronear un poco de leche con la excusa de que las tiendas estaban cerradas. Otro día iba a poner en su sitio a esa aprovechada, se dijo, aquel no, porque estaba demasiado concentrado en el problema de partir el roscón de manera que la sorpresa le tocara a su mujer sin provocar los celos de su madre, que estaba a su lado, vigilándole de cerca. Sin embargo, cuando aún no había terminado de analizar todos los bultos que accidentaban aquella azucarada superficie, escuchó una voz que no esperaba.

—Buenos días, prima —y se puso tan nervioso que ni siquiera soltó el cuchillo—. ¿Está tu marido en casa? Tengo que darle un recado.

—Claro, ahora mismo le aviso.

No hizo falta, porque al darse la vuelta se encontró con él, y la sangre huyó de sus mejillas mientras se sujetaba el pecho con una mano.

—¡Ay, qué susto! —sólo al escucharla, Roberto se dio cuenta de que todavía llevaba el cuchillo en la suya—. ¿Pero qué haces con eso?

—Nada, cielo —y le dio la vuelta, para ofrecérselo por el mango—. Ten, llévatelo, no me he dado ni cuenta... Vuelve al comedor, ¿quieres? —la enlazó por la cintura y la besó en la mejilla—. Yo voy ahora mismo, te lo prometo.

—Eso, a ver si abrimos los regalos de una vez.

La siguió con la vista, y sólo se concentró en la intrusa cuando estuvo seguro de que Paquita no podía oírle.

—Mira, Chata —dio un paso hacia ella para asegurarse de que oía bien la amenaza envuelta en el murmullo de su voz—. Te he dicho muchas veces...

—Que esta casa es sagrada —prosiguió ella en el mismo volumen—, que no se me ocurra venir aquí, que como Paquita se entere de lo nuestro, me matas, que aunque te sigas acostando conmigo, adoras a tu mujer... —la última coletilla era suya, pero todo lo demás coincidía, punto por punto, con lo que su anfitrión había estado a punto de decirle—. No te preocupes, no he venido por eso.

El Orejas dio un paso hacia atrás, la miró, levantó las cejas.

—He venido a darte la enhorabuena, Roberto. Han venido los Reyes Magos, ¿sabes? Y este año, además, debían estar un poquito gilipollas, porque con lo malo que has sido, te han traído un regalo que no veas... —él volvió a levantar las cejas, ella sonrió sin ganas—. Antonio Perales está en la trastienda. Me lo he encontrado en la calle cuando salía a recoger el roscón, y lo he metido allí. Te está esperando. Quiere hablar contigo.

—¡Antonio! —y repitió ese nombre mientras el júbilo, la preocupación y el nerviosismo se mezclaban en su interior como un cóctel peligroso, demasiado cargado—. Por fin...

—Pues sí, por fin —Chata le dirigió una sonrisa auténtica, cargada de auténtico sarcasmo—. Yo ya me voy. De nada, ¿eh?

¡Oh, Dios mío, y ahora, encima, esto!, pronosticó para sí mismo mientras daba un paso hacia ella, la agarraba por el culo y la besaba en el cuello con la mecánica precisión de un autómata.

—Gracias, Chata, gracias —mientras lo único que necesitaba era quedarse solo, con la cabeza libre para pensar—. Te recompensaré, no creas que no...

—¿Con una ración de gambas?

Y por la manera en que le miró antes de cerrar la puerta, el Orejas adivinó que iba a tener que estirarse.

Chata y él eran amantes desde que ella se ofreció, una tarde de otoño de 1938. Las sirenas ya habían empezado a sonar, los camaradas que había en la sede a precipitarse hacia el sótano, cuando entró en su despacho, corrió el pestillo de la puerta, se sentó en su mesa, abrió las piernas, empezó a acariciarse la cara interior de los muslos y le dijo que las bombas la ponían cachonda. Él se arriesgó y no se arrepintió.

Para eso, Chata era única. Tenía mucha imaginación, siempre estaba dispuesta, y ni siquiera en un burdel era fácil encontrar una chica tan impúdica y lasciva como ella. Pero disfrutar de esas cualidades era una cosa y casarse con aquel putón, sobre todo en la nueva España, donde lo que se esperaba de un hombre de verdad era que ofreciera su brazo a una señora discreta y piadosa para ir a misa los domingos, otra muy distinta. El tiempo había cambiado mucho, y por más que rezongara, por muy amargo que fuera el veneno que destilaba al reprocharle que se hubiera casado con Paquita sólo por interés, Chata lo sabía tan bien como él. Tampoco tenía derecho a quejarse, porque la relación de su amante con Vázquez Ariza le había evitado una detención, un consejo de guerra, muchos años de cárcel. Los dos viajaban en el mismo barco desde el principio y lo que no había hecho un cura, unirlos para siempre, lo había logrado una traición compartida. La lealtad de aquella mujer no le inquietaba, pero temía que su despecho hiciera saltar su matrimonio por los aires y eso significaba que en una semana, diez días a lo sumo, tendría que inventarse un viaje. Porque lo único que aplacaba a Chata, por muy puta que fuera, era dormir con él una noche entera.

—¡Qué coñazo de mujeres! —murmuró en el recibidor, mientras la suya le reclamaba—. Nunca mejor dicho.

Al volver al comedor estaba tan nervioso que cortó el roscón sin mirar por dónde, y la sorpresa le tocó a él.

—¡Vaya! —Paquita disimuló a duras penas su decepción—. Qué suerte...

—Sí —su madre estuvo de acuerdo—, porque es un conejito rosa muy mono, parece de porcelana, ¿no?

—Venga, vamos a abrir los regalos y rapidito, que luego tengo que salir —se metió la sorpresa en el bolsillo, fue hasta la cómoda a buscar sus paquetes, y celebró haberse negado a instalar un teléfono en su casa—. Chata ha venido a decirme que acaban de llamar del ministerio.

—¿Y por qué? —preguntó su mujer.

—¡Ah! Pues no lo sé, esas cosas no se le dicen al primero que contesta, como comprenderás...

Había conseguido para ella un mantón de Manila negro bordado en colores, carísimo, por el que sólo había pagado diez duros, la propina que le dio al agente que se lo agenció en el registro de una tienda de la Plaza Mayor, pero para que fuera abriendo boca, deslizó en su mano, junto con la caja, el conejito que había encontrado en su trozo de roscón.

—¡Roberto, es precioso!

—No me extraña que hayan llamado, si es que está la cosa muy mal —añadió, como hablando consigo mismo, mientras Paquita se levantaba con el mantón sobre los hombros para ir a mirarse en el espejo—. Con esta sequía del demonio, dentro de poco me va a tocar un viajecito, y si no, al tiempo...

A su madre, que nunca había sospechado que su hijo no estuviera empleado por las mañanas en el Ministerio de Agricultura, también le gustó mucho su regalo, un conjunto de camisón y bata que había comprado, para variar, en la liquidación de una mercería del barrio. A cambio, recibió una corbata, un frasco de colonia, una camisa y un chaleco de punto tejido a mano. Se lo puso todo encima, para tenerlas contentas, y vestido de limpio, muy perfumado, se echó a la calle bajando los escalones de dos en dos.

—¡Quita, niño...! —sólo cuando el hijo pequeño de la gorrona del segundo estuvo a punto de atropellarle con el camión que le habían traído los Reyes, comprendió que no podía asistir a aquella cita sin pararse a pensar primero en lo que iba a hacer, y sobre todo, en lo que iba a decir.

La ansiedad que le había hecho tropezar con aquel juguete era el fruto de una larga carrera. La clave de los éxitos que iban camino de consagrarle como un héroe legendario en la Brigada se anclaba en su propio pasado, el interruptor que le permitía transformarse, darse la vuelta a sí mismo igual que a un guante cuando le venía bien. Pero mientras por las calles de Madrid siguiera andando gente que lo hubiera conocido antes de 1939, el Orejas estaba en peligro. Todas las misas que se había tragado, toda la respetabilidad en la que había logrado envolverse y, en suma, su nueva identidad, se vendrían abajo en el instante en que cualquier detenido se le despistara y hablara más de la cuenta. Sus jefes le habían protegido, y le seguían protegiendo, porque no les convenía prescindir de las ventajas que arrojaba su detestable trayectoria, pero entre sus compañeros todavía abundaban los excombatientes que exhibían las heridas de guerra con más orgullo que las condecoraciones, los falangistas que llevaban la cuenta de los rojos a los que habían liquidado con sus propias manos, los fanáticos religiosos, los tradicionalistas fanáticos y los fanáticos a secas. Él estaba seguro de que la mitad de las hazañas que contaban eran mentira, pero su espíritu seguía siendo tan auténtico que si uno solo llegaba a enterarse de que el niño bonito del director general había sido responsable de un radio de la JSU durante la última etapa de la guerra, ni siquiera el ministro se arriesgaría a mover un dedo por él.

—Tú ya lo sabes, ¿no? —le había advertido don Joaquín al poco tiempo de tenerlo bajo su mando—. Cuidado con los de dentro. Para ti son más peligrosos que los de fuera, que ya es decir...

El Orejas trabajaba solo, en la calle, y por las tardes se ponía un mandil para echar una mano en la tienda de su suegro. Todas sus precauciones eran pocas, pero no impedían que se mezclara con sus colegas en ciertas ocasiones. Siempre que había una redada importante, le mandaban llamar para que dirigiera los interrogatorios, y él aprovechaba su aureola de especialista para imponer sus propias condiciones. Aunque tenía unos ojos castaños de lo más vulgares, los cubría con unas gafas de sol muy oscuras con la excusa de que los focos le producían jaquecas, y no consentía que nadie le acompañara en su primera entrevista con un detenido.

—Es una cuestión de procedimiento. Prefiero clasificar al sujeto sin interferencias.

Sin embargo, cuando comprobaba que nunca había visto al sujeto en cuestión, le gustaba tener espectadores. Después de lo que denominaba pomposamente «una primera toma de contacto», invitaba a dos o tres agentes a unirse a él para apabullarles con su exhaustivo conocimiento del enemigo. Dominaba todas las palabras, los conceptos, las claves del lenguaje de los marxistas clandestinos, hasta el punto de que a menudo los prisioneros le preguntaban dónde había aprendido tanto.

—¿Nunca has oído hablar de la Quinta Columna? —él les devolvía la pregunta sin volverse a mirar el efecto que provocaban estas heroicas palabras en sus colegas—. Os teníamos infiltrados de arriba abajo, tonto del culo.

Así logró que los rumores que circulaban sobre él le favorecieran, sin extenderse nunca en explicaciones que pudieran desentonar con los recuerdos de los quintacolumnistas genuinos, aunque el número de quienes se adornaban con aquel adjetivo multiplicara por varias cifras el de los efectivos que había llegado a tener la Quinta Columna en su mejor momento. Por lo demás, le gustaba contar que estudiaba mucho, y era verdad. Ningún agente solicitaba a los archivos tanta documentación, ni recibía tantos paquetes desde el Consulado de España en Toulouse. Cuando llegaba alguno, ni siquiera iba a casa a comer. Encerrado en el viejo piso de sus padres, devoraba los informes que la diplomacia española, la Inteligencia alemana y la vichysta habían elaborado sobre los comunistas españoles exiliados en Francia, miraba las fotos hasta que le dolían los ojos y volvía a mirarlas con lupa. Buscaba una pista, un indicio, la huella de un hombre al que nunca encontró.

Buscaba a Antonio Perales García, alias Antonio el Guapo, la última pieza que le faltaba para descansar. Estaba muy pendiente de las andanzas de sus viejos camaradas, esos que se habrían partido de risa si alguno de sus colegas les hubiera contado las hazañas de don Roberto en la Quinta Columna. Había ido anotando en un cuaderno las fechas de sus detenciones, las de sus Consejos de Guerra, las penas que les habían caído, los penales a los que habían sido trasladados, las brigadas de trabajadores a las que estaban adscritos. Actualizaba esta información periódicamente, para no perder el norte si algún día se veía obligado a atravesar, en dirección contraria, el campo de minas que sus amigos de toda la vida representaban para él, pero tanto trabajo, tantas horas de estudio, tantas noches en vela, no servirían de nada mientras Antonio anduviera suelto por Madrid. Porque aunque lo buscó hasta en Canarias, habría apostado uno de sus brazos a que el mayor de los Perales nunca había llegado a salir del distrito Centro. Si se lo había tragado la tierra, era la misma que los dos habían pisado juntos tantas veces.

Lo único que sabía con certeza era que se había escondido para escapar de los casadistas, y que después de la primera semana de marzo de 1939, no había sido detenido ni había aparecido su cadáver. A partir de ahí, todo eran hipótesis, algunas felices pero improbables, que alguien lo hubiera quitado de en medio y lo hubiera enterrado muy bien, que hubiera cruzado la frontera y no se lo hubiera comunicado a su familia, que hubiera logrado hacerse con documentos falsos y estuviera viviendo bajo otro nombre, en otra provincia. Pero sabía de sobra que, en aquellos tiempos, ciertos cadáveres tenían la mala costumbre de aflorar, conseguir documentos falsos resultaba imposible para quien no fuera un miembro activo de una organización clandestina, y era más difícil engañar a los Comités Locales que a algunos de sus compañeros uniformados. La Brigada de Investigación Social sabía todo lo que sucedía en España, y según sus archivos, Antonio Perales García no sólo no había muerto. Ni siquiera había llegado a nacer.

—Estás en Madrid —el Orejas lo afirmaba entre dientes, en el salón de la casa de sus padres—. Estás aquí, aquí, pero ¿dónde?

¿Dónde se había escondido Antoñito? ¿Quién le protegía, quién le alimentaba, quién le cuidaba? Él le conocía desde que eran niños. Conocía a su familia, a sus amigos, a sus amantes y hasta a su enamorado flamenco, aquel maricón que se habría llevado lo suyo hacía ya tiempo si la diosa con la que compartía casa no odiara al desaparecido más que nadie en este mundo.

—¿Y cómo fue? —decidió empezar por ella, para que Eladia le respondiera con una mirada cargada de sorna—. ¿Te hiciste daño?

—¿Yo? —el Orejas no fue capaz de adivinar por dónde iba—. ¿Cuándo?

—Cuando te diste el golpe ese del que te has quedado medio lelo —y se echó a reír—. ¡Vamos, no me jodas! Anda, que si llegara a saber dónde está ese cabrón, no le habría ajustado yo misma las cuentas...

La bailaora suspiró, se puso en jarras, echó el pecho hacia delante y se dejó admirar como si estuviera posando para un pintor. Mientras acataba sumisamente su voluntad, Roberto se preguntó una vez más qué habría pasado durante aquellas horas de las que Antonio nunca quiso hablar con nadie, aquella noche en la que se metió en su cama como un amante para levantarse como un enemigo.

—Bueno, pero tampoco querrás que lo detengan, ¿no?

—Mira, Orejas, déjame —y movió la pierna derecha para que los volantes se arremolinaran alrededor de sus pies—, que no tengo el coño para ruidos.

Se dio la vuelta y se marchó taconeando, contoneando aquel culo imperial que una vez fue de Antonio Perales, luego de nadie, y algún día, a poco que te descuides... Pero la fantasía de llegar a tener a Eladia encerrada en un puño no le consoló, y siguió buscando a su único amante conocido, machacando las aceras de su viejo barrio, preguntando y volviendo a preguntar a todas las personas con las que le habían visto alguna vez para obtener de todas el mismo resultado. Ninguno.

Al principio, había creído que no sería difícil. La primera vez que fue a su casa a interesarse por él, Manolita le pareció sospechosa, pero la siguió a distancia durante meses hasta que, poco antes de Navidad, se resignó a aceptar que la hostilidad de aquella tonta no tenía que ver con el deseo de proteger a su hermano, sino con el despecho de haber visto frustradas sus ilusiones. Manolita era una de sus clásicas, esas chicas del montón con las que se consolaba de que Eladia ni siquiera le viera cuando se cruzaba con él por la calle. Desde entonces no esperaba nada de ella pero, contra todos sus pronósticos, Manolita fue la clave que confirmó sus hipótesis.

—Qué raro...

Al margen de su acceso ilimitado a los archivos de la Brigada, el Orejas le daba una propina a un funcionario de Porlier a cambio de información sobre las visitas que recibían determinados reclusos. Durante más de dos años, ningún nombre le llamó la atención en aquella lista, pero en mayo de 1941, cuando encontró el de Manolita emparejado con el de Silverio, le extrañó tanto que mandó enseguida a Chata a curiosear por el barrio.

—Pues que son novios —y el fruto de sus pesquisas le extrañó aún más.

—¿Novios? —se la quedó mirando como si nunca hubiera oído esa palabra—. ¡Hala, vete! ¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo. La señora Luisa, la hermana de Puñales...

—¡Que no! —insistió, negando con la cabeza—. Ni de coña. ¿Silverio y Manolita novios? ¿De qué?

—Porque tú lo digas —su incredulidad logró picar a su amante.

—Pues sí, porque lo digo yo, que los conozco como si los hubiera parido.

En aquel momento su cerebro se disparó, y siguió funcionando a una velocidad muy superior a la que sus labios eran capaces de procesar con palabras. Silverio y Manolita no podían ser novios, de eso estaba tan seguro como de que algún día iba a morir. Los había visto juntos un millón de veces y nunca, jamás, había detectado la menor atracción entre ellos. A Manolita le gustaba él, y a Silverio sólo las revolucionarias, las mujeres con las que podía hablar de política hasta en la cama. De esas, antes y durante la guerra, le había conocido varias, unas más monas, otras menos, la escocesa con un polvo, pero cada una de su padre y de su madre. Sin embargo, todas eran el tipo de Silverio porque compartían la pasión que convertía a aquel chico tartamudo y desgarbado en un hombre maduro, no sólo inteligente, sino también brillante, que las atraía sin tener que esforzarse en seducirlas, porque a propósito no habría sabido. Por eso, su noviazgo con la señorita Conmigo No Contéis le pareció sencillamente imposible.

—A no ser... —Chata miraba sus cejas fruncidas, su boca abierta por el esfuerzo de agarrar el cabo de una idea que jugaba con él, tentándole sin dejarse atrapar—. A no ser... Pero eso sería como matar moscas... —cuando lo consiguió, estrelló los dos puños sobre la mesa, con tanta fuerza que se hizo daño—. ¡Estás aquí, cabrón, estás aquí!


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 41 | Нарушение авторских прав


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