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Enunció en voz alta la única teoría que le parecía compatible con aquella noticia, y Chata le miró como si se hubiera chalado. Sin embargo, mientras la repetía en voz alta, el Orejas terminó de convencerse de que Antonio andaba detrás de aquel noviazgo, de que había sido él quien había enviado a su hermana a la cárcel para contactar con el Manitas por alguna razón.
—¿Con un preso? —su amante puso los ojos en blanco—. ¿Y qué podría hacer un preso por él? Ese hombre te está volviendo loco, Roberto...
—Que no, que no, ya verás como tengo razón.
Y tres semanas después, cuando le enseñó el nombre de Manolita Perales García en la lista de las novias del 19 de mayo, hasta Chata reconoció que la hermana de Antonio no encajaba con el tipo de chica que entra en una cárcel para acostarse con un preso, y menos con tantas prisas.
—Vamos —murmuró muy bajito—, que así, ni servidora...
—¿Lo ves? Porque están tramando algo —resumió el Orejas por los dos—. Va a entrar a verle porque se traen algo entre manos, pero ¿qué puede ser?
Desde que se había casado con la Garbanza, sin más invitados que su madre, para irse a vivir muy lejos de la glorieta de Atocha, el Orejas no alternaba en su antiguo barrio. Estaba casi seguro de que para Manolita seguía siendo soltero, y por eso, el lunes siguiente se arriesgó a ir a la cárcel, tonteó un rato con ella, asistió a una desconcertante sesión de arrumacos y hasta encajó una negativa de la última mujer por la que esperaba ser rechazado. Él no se fiaba de nada, de nadie, pero había visto a una pareja de enamorados con sus propios ojos, había escuchado sus palabras con sus propios oídos, y ya no sabía qué pensar. A cambio, desarrolló una aversión desproporcionada hacia aquella chica que le fastidiaba tanto como una china en un zapato, y ya había empezado a planear la mejor manera de ocuparse de ella cuando, el 5 de noviembre de 1941, una maleta voló por una ventana para aterrizar en el patio interior de un edificio de la calle Santa Engracia.
Su contenido no sólo desencadenó una caída monumental. También sirvió para desactivar el enigma de aquel amor imposible que estaba a punto de convertirse en otro callejón sin salida, una vía muerta tan irritante como la desaparición de Antonio el Guapo. Durante las últimas semanas de 1941, el Orejas se entregó a un trabajo febril, tan fecundo que al hallar en el inventario de un registro la descripción de dos multicopistas de un modelo insólito, tan limpias y flamantes como si nunca hubieran sido usadas, averiguó el motivo de las misteriosas bodas de Manolita sin necesidad de torturar a nadie. Y ya estaba pensando en mandarla detener y buscarle un novio más contundente, menos intelectual, entre sus muchachos de los sótanos de Sol, cuando su sangre de culebra le recordó a tiempo que ella nunca había sido un objetivo, sino un camino para llegar hasta el único hombre que le interesaba. Esa certeza le impulsó a esperar, a intervenir en todos los interrogatorios sin hacer preguntas directas. Confiaba en que la fruta madura cayera sola del árbol, pero aunque obtuvo una cosecha espectacular de vivos y de muertos, ni él ni nadie logró que el máximo responsable político de todos ellos abriera la boca.
—¿Y este? —antes de ver aquel amasijo de carne sanguinolenta atado a una silla, estaba seguro de que ya lo había visto todo—. ¿Cómo se llama?
—No lo sabemos —también creía que lo había escuchado todo, y volvió a equivocarse—. No ha querido decirnos ni siquiera su nombre.
—Dejadme un momento a solas con él.
Fue de verdad un momento. El Orejas no necesitó ni cinco minutos para llegar a dos conclusiones definitivas. La primera era que, a pesar del destrozo que le habían hecho en la cara, nunca había visto a aquel hombre. La segunda, lejos de suponer un fracaso, le depararía el éxito más incruento de su carrera.
—No va a hablar, señor.
—Hombre, Roberto, no me digas eso. Apretándole un poco...
—No tenemos margen para eso, don Joaquín. Si le apretamos un poco más, se muere con la boca cerrada. Pero tengo una idea para identificarlo.
Lo había pensado tantas veces que había llegado incluso a redactar varios anuncios en los que se buscaba al destinatario de una herencia o se anunciaba la extrema gravedad de un accidentado, sólo para añadir una descripción. Si había renunciado a publicarlos era porque, en el mejor de los casos, sólo habrían servido para levantar la liebre. En el instante en que Antonio se enterara de que lo buscaban, cambiaría de escondite para inutilizar la declaración de cualquier vecino colaborador. Pero el caso del hombre destrozado y milagrosamente vivo al que tenían en el sótano, era distinto. Lo fue tanto que el aviso publicado por el Abc en su edición del 4 de enero de 1942 —«DIRECCIÓN GENERAL DE SEGURIDAD. Para identificar a un hospitalizado desconocido»— dio resultado antes de la hora de comer.
Él mismo acompañó a una aterrorizada señora al piso de la calle Felipe II donde seguía estando el equipaje del supuesto viajante de comercio al que ella conocía como Anselmo González Sánchez, tres maletas repletas de información, correspondencia, organigramas y esquemas que permitieron a los especialistas descifrar las claves que les traían locos desde noviembre. El botín resultó tan valioso que cuando hallaron una documentación que parecía auténtica e identificaba a su prisionero como Heriberto Quiñones González, archivaron aquel dato sin comprobarlo. En la declaración que el propio Quiñones se prestó a hacer el día 5, mencionó expresamente, una y otra vez, a un tal Jorge, insistiendo en que había sido el único militante con tareas de responsabilidad bajo sus órdenes. Las detenciones empezaron aquella misma tarde, y aunque nunca dieron con él, los agentes de la Brigada recibieron los Reyes por adelantado. Mientras sus Majestades recorrían la ciudad en sus carrozas, tirando caramelos a los niños, en los calabozos de la Puerta del Sol ya no cabía un alfiler. Y sin embargo, a la mañana siguiente, ningún madrileño agradeció su generosidad tanto como el Orejas.
—¡Antonio!
Antes de entrar en la trastienda, había escondido la corbata y el chaleco que acababa de estrenar, y si no había metido la cabeza debajo de un grifo para eliminar el aroma de la colonia, era porque le pareció más sospechoso aparecer con la cabeza chorreando en una mañana tan gélida como aquella. Mientras se despeinaba con los dedos para eliminar, al menos, los efectos de la brillantina, se advirtió a sí mismo que el error más pequeño podría echarlo todo a perder. El remedio parecía fácil. Después de haber imitado a los demás durante tantos años, lo único que tenía que hacer era imitarse a sí mismo, volver a comportarse como el Roberto de antes de la guerra. El único problema era que ya no se acordaba muy bien de aquel hombre.
Lo que había empezado siendo una simulación calculada, la teatral representación de su odio al marxismo, le había calado tan hondo que hacía tiempo que no se paraba a distinguir entre la ficción y la realidad. Cuando los suyos perdieron la guerra, no sintió que los traicionaba en la paz, sino que para él comenzaba una guerra distinta, en la que los franquistas actuaban como simples espectadores, observadores imparciales de la batalla que el Orejas libraba contra su pasado. Eso fue todo hasta que Vázquez Ariza empezó a tocarle los cojones con preguntitas retóricas. Hasta que empezó a sacar a colación cada dos por tres la heroica muerte de Isidro Rodríguez y su putísima madre. Hasta que decidió que el hijo de la suya no tenía ninguna necesidad de seguir aguantando que nadie le llamara rata asquerosa. Él no había empezado la guerra ni tenía la culpa de lo que había traído consigo. Él había sido una víctima y era un superviviente, ni más, ni menos. Había tenido la suerte de encontrar un buen empleo y cumplía con su deber, que consistía en acatar las órdenes que recibía, no en cuestionarlas. El destino le había hecho policía para demostrarle día a día que no habría podido encontrar un trabajo mejor, más adecuado a sus capacidades, y no había sido él, sino sus jefes, quienes habían decidido aplicar el terror para garantizar la seguridad del Estado que Franco había fundado sobre las humeantes cenizas de la democracia más progresista de Europa. Si algún día cambiaban las tornas, se prometía a sí mismo mientras se miraba en el espejo por las mañanas, serviría a un gobierno democrático con el mismo celo, la misma dedicación con la que ahora se dedicaba a cazar rojos, pero mientras su superior lo arreglara todo pidiéndole que apretara un poco, y otro poco, y todavía un poquito más, a los detenidos, la conciencia representaba un estorbo y la indeterminación ideológica, un obstáculo de primer orden para el ejercicio de su profesión. Torturar a la gente no era un trabajo fácil y él, demasiado cobarde para desempeñarlo por afición, tenía un estómago, como todo el mundo. Llegó un momento en el que tuvo que escoger entre odiar lo que había sido antes y abandonar la policía. Como su pasado no le causaba nada más que problemas, como ya lo odiaba en sí mismo, no tardó mucho en comprender que nada le convenía más que odiarlo en los demás.
Esta cadena de razonamientos no bastó para eliminar los tres bultos blancos en un charco de sangre seca que se repetían noche tras noche en sus pesadillas, pero mejoró la relación que tenía consigo mismo mientras estaba despierto gracias a la intervención de Paquita.
—¿Qué te pasa, Roberto, qué tienes? —porque sin ella nunca lo habría logrado—. ¿Has soñado con el demonio? A mí me pasa a veces, pero no te preocupes, porque mi confesor dice que no es pecado ni nada...
Eso era lo que Chata no entendía, lo que dejaba boquiabiertos a sus colegas cuando conocían a su mujer, lo que desconcertaba a sus conocidos e inspiró la advertencia de su suegro unos días antes de la boda.
—Mira, Roberto, te conozco desde que eras un crío y te tengo aprecio, ya lo sabes. Mientras has sido mi empleado, nunca hemos tenido problemas, pero... —le puso una mano en la nuca para obligarle a girar hacia él mientras le miraba a los ojos—. Mi hija siempre ha estado encaprichada contigo, ella sabrá por qué. Y comprendo que, tal y como están las cosas, a ti te conviene mucho casarte con ella, pero no me gusta un pelo, que lo sepas. Paquita es muy buena, pero muy inocente, de sobra la conoces. Tiene la maldad de una niña pequeña, y si hubiera podido, le habría arrancado esta boda de la cabeza, pero no ha habido manera. Si consiento, es porque no quiero verla sufrir, y por eso, voy a decirte una cosa muy en serio, ahora que estamos a tiempo... —al llegar a ese punto, le soltó la nuca sólo para ponerle las manos sobre los hombros y apretarle con más fuerza—. A mí también me conoces. Como le hagas daño a mi hija, acabo contigo, puedes estar seguro.
Cualquiera que no hubiera sido su padre, habría descrito a aquella chica en términos más crudos, más precisos también. Si Paquita era incapaz de hacerle daño a una mosca, no era por falta de maldad, sino porque no había llegado a madurar hasta el punto de concebir la crueldad, y ni siquiera distinguía el color gris entre el blanco y el negro. La mujercita que miraba el mundo con la boca abierta no tenía ningún signo físico que permitiera clasificarla a simple vista como una retrasada mental, y según los médicos no lo era. Sin embargo, su inteligencia era limitada, sus reflejos, muy lentos, y su rasgo más característico una ingenuidad extrema, universal, tan impropia de su edad como si su cerebro se hubiera detenido cuando cumplió ocho o nueve años. Paquita conocía el nombre, la función de las cosas, pero era incapaz de conectar las causas y los efectos, de anticipar el desarrollo lógico de los procesos, y no sentía la menor curiosidad por averiguar los principios que los regían. Vivía en un mundo plano, un dibujo donde los objetos y las personas sólo tenían dos dimensiones y todo sucedía porque sí. Tenía cuerpo de mujer y un rostro redondo, terso, que habría podido llegar a ser hermoso si el estupor que le producía cuanto la rodeaba no lo privara de expresión tan a menudo. Por eso, cuando se reía por cualquier bobada, se convertía en una mujer más guapa que Chata, la sobrina pobre que sus padres se habían traído del pueblo para criarla con la esperanza de que su compañía la estimulara. Pero aquel prodigio duraba poco, porque sólo Paquita sabía de qué se estaba riendo.
Cuando le prometió a su suegro que sería un buen marido, el Orejas no podía sospechar hasta qué punto aquella boda iba a moldear su destino. La adoración profunda, incondicional, con la que su novia le había premiado desde que era niña, representaba para él, más que otra cosa, un salvavidas arrojado desde un lujoso transatlántico hacia las negras aguas del océano de los desesperados. Los Garbanzos siempre habían militado con ardor, cada sexo a su manera, en la rama más radical del catolicismo. Los hombres eran ultramontanos violentos, más partidarios de defender la palabra de Dios con una escopeta que de cumplir con las devociones prescritas por la liturgia. Las mujeres compensaban sus faltas, porque durante toda la guerra habían tenido escondido en la trastienda al menos a un sacerdote, para no perderse una misa. Paquita, que por su naturaleza había sido siempre la más influenciable, se había criado como una flor de sacristía. La única luz que había logrado reflejar en su vida era la de los cirios de los templos, y las pocas proezas de su entendimiento habían girado alrededor de la catequesis. Aquella niña especial, a la que no dejaban despachar ni salir a la calle a comprar sola, porque no entendía los números y se hacía un lío con los precios de las cosas, había aprendido el catecismo de memoria para no olvidarlo jamás. Por eso, su predilección por aquel dependiente resultaba aún más misteriosa que su sentido del humor. Todos los que la conocían, sus padres y su confesor, sus amigas y su prima, sus hermanos, sus vecinos estaban convencidos por igual de que su destino sería entrar en un convento antes o después.
—¡Qué va! —pero ella empezó a llevarles la contraria a los diez años, cuando su cabeza apenas asomaba por encima del mostrador—. Yo, de mayor, voy a casarme con Roberto.
En aquella época se partían de risa al escucharla. Ocho años después ya no les hacía ninguna gracia, pero Paquita seguía repitiendo aquella frase a todas horas y con el mismo acento, la apabullante convicción que nunca había llegado a inspirarle ningún otro asunto de este mundo.
Él no se la tomaba en serio. Sólo era cinco años mayor que ella, pero la distancia que les separaba cuando la conoció era muy superior a la que esa diferencia de edad habría abierto entre un adolescente y una niña despierta. Paquita parecía siempre adormilada, pero era tan tenaz como si no comprendiera el concepto de la rendición, y Roberto se acostumbró a llevarla pegada a los talones como un perrito, una extraña mascota que le regalaba estampitas en lugar de lamerle la mano.
—Yo rezo mucho por ti, ¿sabes? —le decía cuando le veía guardárselas en el bolsillo sin mirarlas—. Para que seas bueno y para que me quieras.
—Pero si yo te quiero mucho, tonta.
—No, así no. Yo quiero que tú me quieras... —y se callaba de pronto, como si acabara de hundirse en el abismo que mediaba entre lo que necesitaba y lo que era capaz de decir—. De verdad.
Cuando los franquistas entraron en Madrid, el Orejas no pensó en ella, sino en su padre, al ir a la tienda en busca de protección. Pero el patrón, que siempre le había apreciado por encima de sus diferencias políticas, no estaba en casa, y su mujer, tan aterrorizada como si los que estaban tomando la ciudad no fueran los suyos, tampoco se habría decidido a ampararle si Paquita no se hubiera abrazado a él para echarle el primer pulso de su vida.
—Si no dejas que se quede, me voy con él, mamá —y nadie había escuchado antes tanta firmeza en su voz—. Al fin y al cabo, es como de la familia, porque ahora que se ha acabado la guerra, sí que nos vamos a casar, te guste o no... —entonces se volvió a mirarle—. ¿A que sí, Roberto?
Aquel parlamento, tan largo y bien estructurado como si lo hubiera pronunciado otra persona, le dejó tan atónito que asintió sin pararse a pensar en lo que hacía. Paquita interpretó aquel cabezazo como una palabra de matrimonio, y como una aquiescencia expresa el silencio en el que su madre, tan estupefacta como su futuro yerno, lo contempló. Y ya no hubo argumento, amenaza ni recompensa capaz de convencerla de lo contrario, hasta el punto de que si Roberto acabó casándose con ella, no fue por el interés que le reprochaba Chata, sino porque la amorosa terquedad de Paquita le había abocado a elegir entre el riesgo de convivir con la desconfianza de sus padres, si la aceptaba, y el de atraerse su enemistad perpetua, si la desairaba. En sus circunstancias, este último peligro le pareció más grave, y sólo por eso la convirtió en su esposa ante Dios y ante los hombres.
Unos meses después, al mirar las fotografías que Paquita había repartido por todas las habitaciones, el Orejas sonreía a la preocupación de un hombre al que la camisa no le llegaba al cuerpo. Su gesto ofrecía un contrapunto casi cómico a la radiante expresión de felicidad con la que Paquita le había enseñado todos sus dientes a la cámara en la puerta de la iglesia. Después, mientras la besaba a petición de los asistentes, y la sacaba a bailar un vals, y guiaba su mano para partir la tarta, el Orejas no había dejado de preguntarse si su mujer tenía alguna idea de lo que se suponía que iba a pasar a continuación, y aunque no perdía las esperanzas de poder ahorrárselo, el empeño con el que ella le llevó la contraria cuando sugirió que lo mejor sería poner dos camas en el dormitorio, ah, no, ni hablar, ¡ni que fuéramos hermanos!, le hacía temerse lo peor. La noche de bodas le daba mucho más miedo que a su novia, aunque quizás algo menos que a su suegra, que a la mañana siguiente posó el dedo en el timbre como si un incendio estuviera devorando el edificio, con una rueda de churros en la mano y el pánico pintado en la cara.
—¡Pero, mamá, por Dios bendito! —su hija, risueña y despeinada, le dedicó una mirada de suficiencia para la que nada había preparado a la recién llegada—. Si no son ni las nueve... Pues empezamos bien.
La pobre señora se quedó parada en el recibidor, con los churros en la mano, mientras Paquita iba a hacer café, pero cuando su yerno intentó rescatarla, le retuvo por el brazo para hablarle en un murmullo.
—Perdona la indiscreción, hijo, pero ¿habéis...? —movió la mano libre en el aire, como si ni siquiera se atreviera a decir el verbo que estaba pensando.
—Sí —él respondió con mucha tranquilidad, mientras le quitaba de la otra el junco donde había transportado el desayuno.
—Pero... —la confusión la paralizó hasta el punto de que siguió con el brazo extendido, el dedo estirado como Cristóbal Colón—. Pero... Me refiero...
—Todo ha ido muy bien, de verdad —y la cogió del codo para acompañarla a la cocina—. No se preocupe.
El matrimonio hizo madurar a Paquita mucho más deprisa que la catequesis, pero su progreso intelectual nunca se tradujo en lo que ocurría cuando estaba desnuda entre las sábanas. Acostarse con ella era como complacer a un animalillo ansioso, que carecía de sentido del pudor, y por tanto, de los límites, sin haber llegado a desarrollar en ningún grado el concepto de la perversión.
—Parece mentira —se quejaba su madre—, una pare una hija, la cría, la ve crecer, se va con el primero que llega... Y resulta que es otra persona.
Pero aunque Paquita, seguramente porque su marido la trataba como a una mujer y no como a una niña pequeña, aprendiera pronto a intervenir en una conversación superficial sin llamar la atención por su simpleza, aunque su manera de vestir, de peinarse, y su repentina afición al maquillaje, acentuaran hacia fuera aquella repentina madurez, por dentro seguía siendo igual de ingenua que antes de casarse. Por eso, su sexualidad básica, expeditiva y blanquísima, empezó a aburrir a su marido poco después de haberle tranquilizado. Al principio, al Orejas le asombraba la tranquilidad con la que su mujer se paseaba desnuda por la casa, la franqueza con la que pedía lo que le apetecía, la facilidad con la que se entregaba, sin jugar nunca a resistirse ni a aplazar el placer. Luego, cuando comprendió que no actuaba así por vicio, sino porque la elaboración del deseo sobrepasaba sus capacidades, follar con Paquita se convirtió para él en algo parecido a beberse un vaso de agua, una necesidad agradable en su momento, insípida antes y después. Echaba de menos la oscuridad, el vértigo e incluso la culpa, la conciencia de pecado que sólo podía encontrar fuera de casa, pero nunca desertó del lecho conyugal, porque una noche, sin darse mucha cuenta, se sorprendió a sí mismo con la certeza de que quería a su mujer.
Paquita era la única cosa limpia que había en su vida. Mucho antes de formular esta idea, obedeciendo todavía a un instinto sin forma, tomó la costumbre de sacudirse los pies en el felpudo antes de abrir la puerta, para ir derecho al baño, a lavarse las manos, cada vez que volvía de la Puerta del Sol o de alguna comisaría. Después iba a su encuentro, y sólo al besarla, sentía que estaba en casa. Ella le recibía siempre con alegría, y le introducía en su pequeño mundo de colorines para contarle las hazañas de su vida cotidiana. Él, sentado en su butaca, escuchaba que el gato de la vecina había vuelto a colarse en el tendedero, que había venido la costurera a traer el arreglo de sus pantalones, que había ido a tomar el aperitivo con Chata y les habían puesto unas aceitunas muy ricas, de Camporreal, ¿sabes?, pero aliñadas con aceite y unas pizquitas que parecían cominos, fíjate, ¿a qué es rarísimo?, pues no sabes lo buenas que estaban, yo no sé cómo las harán, me he comido un montón y ni siquiera me han sentado mal... Su mujer necesitaba diez minutos para contar cualquier bobada, pero él no malgastaba el tiempo mientras la escuchaba, porque aquella voz apagaba los gritos de los detenidos, amortiguaba el eco de sus cuerpos al chocar contra las paredes, desdibujaba las huellas del sufrimiento en sus rostros ensangrentados, y lo hacía todo más suave, más lento. La presencia de Paquita, aquella manera suya de sonreír al verle entrar y el cuidado que ponía en arreglarse para recibirle, proyectaba sobre él un efecto sedante, tan narcótico como si inyectara en su cabeza una espuma blanca, tibia, capaz de expandirse hasta acolchar su memoria para aislarla de las imágenes, las palabras que legítimamente le pertenecían. Ella, tan simple como era, poseía en su ignorancia una sabiduría que no habría estado al alcance de una mujer más lista. Porque cualquier otra habría sospechado, habría preguntado, habría descubierto antes o después con qué clase de hombre se había casado.
—No, cariño, no sueño con el demonio. Es que tengo pesadillas, porque... Me acuerdo de la guerra, de lo que me tocó ver, de lo que me obligaron a hacer, las cosas terribles que pasaban todos los días...
—¡Roberto! —Paquita se pegó a él, le abrazó con fuerza, acomodó la cabeza de su marido en su pecho como habría hecho con la del hijo que el cielo se resistía a enviarle—. Roberto, no te tortures, yo lo sé todo, lo sé, y sé que estás perdonado.
—Que sabes... —se revolvió entre sus brazos para mirarla a los ojos, mientras una alarma injustificada se abría paso en su interior—. No te entiendo, Paquita, ¿qué sabes? No sé de qué me hablas.
Ella le devolvió la mirada con una sonrisa insólita, casi sagaz, una expresión de astucia que él no estaba acostumbrado a ver en aquel rostro.
—Yo le recé mucho por ti a la Paloma, Roberto, ¿qué te crees? Iba a rezarla todos los días, porque eras malo, yo lo sabía, pero le hablaba de ti a esa Virgen que es la más milagrosa para los madrileños, porque ya pueden decir lo que quieran pero te voy a decir una cosa muy en serio, el Cristo de Medinaceli, ¡fu!, para el gato. Yo nunca me he fiado de él, desde luego. ¡Con lo feo que es! Para mí, la Paloma es la que vale, tan guapa, tan preciosa, con esa cara tan triste pero... —entonces se calló, y una mirada mucho más frecuente reveló que acababa de perder el hilo—. ¿Por dónde iba?
—Por la Paloma, que es mucho más guapa que el Cristo de Medinaceli —recordó él, mientras se dejaba caer en la cama para reclinarse sobre su escote.
—¡Eso! —sonrió y le besó en el pelo—, la Paloma, que yo iba a verla y le hablaba de ti, le pedía que te volviera bueno, y tanto se lo pedí que sé que me escuchó, así que no temas, porque Ella sabe que te has vuelto bueno. Ella lo sabe todo, Roberto, y te ha perdonado. Estoy segura.
En aquel momento, le habría gustado contarle una parte de la verdad. No toda, que era un traidor, un torturador, un hombre despreciable, sino una parte, confesarle al menos que trabajaba en la Policía y no en el Ministerio de Agricultura, que su trabajo era muy duro, que le exigía hacer cosas feas, complicadas, difíciles de entender. Le habría gustado escuchar que no pasaba nada, que no debía preocuparse, que los buenos tenían que luchar contra los malos para que no volvieran a hacerle daño a la gente decente, como antes, cuando la República, que ellos eran los que tenían la culpa de todo, por ser ateos, y quemar iglesias, y despreciar a Dios, y que si ese era su trabajo, debía de estar orgulloso de hacerlo, como ella estaba orgullosa de él. Esa habría sido la respuesta de Paquita, pero no se pudo permitir el alivio de escucharla, porque su mujer era incapaz de guardar un secreto.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 35 | Нарушение авторских прав
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