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Un extraño noviazgo 18 страница

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—¿Y por Chata? —le preguntó a cambio—. ¿Por ella no rezabas?

—No.

—¿Y por qué? Ella también era mala.

—Ya, pero quería casarse contigo. ¿Qué te crees, que soy tonta?

Entonces, su marido se dejó llevar por primera vez en mucho tiempo. La abrazó, la besó, le metió las manos por debajo del camisón, le dijo que sólo la quería a ella y se dio cuenta de que era verdad. Aquella noche, el Orejas habría dado cualquier cosa a cambio de que un milagro iluminara el entendimiento de su mujer, lo justo al menos para consentirle percibir la emoción que sentía al abrazarla. El milagro no se produjo y, tras un segundo de indecisión, ella abrió las piernas, le sujetó con las rodillas y empezó a mover sus caderas a una velocidad acelerada, mecánica, mientras jadeaba como un animal. Él cerró los ojos para no ver aquella cara de tonta de remate, tan distinta de la expresión ligeramente embobada que la inminencia del placer imprimía en los rostros de mujeres más inteligentes, pero se conmovió después ante la placidez de la niña pequeña que se quedó dormida entre sus brazos. A partir del día siguiente, aquella imagen estuvo a su disposición siempre que la necesitó. Así se fue convenciendo de que lo que hacía era imprescindible para proteger el redondo y sonrosado mundo donde habitaba Paquita. Su mujer merecía ser feliz, y él era el único que podía garantizar el plácido, inconsciente estado que encarnaba la única felicidad a la que aquella infeliz podía aspirar. No le hizo falta más para traicionar al hombre desarmado que, el día de Reyes de 1942, le abrió los brazos en la trastienda de su suegro.

—¡Roberto! —Antonio se levantó, fue hacia él, le dio un gran abrazo.

—¿Cómo estás, camarada? —era una pregunta retórica, porque no había más que verle para comprobar que estaba de puta madre, el muy cabrón—. No sé si decir que me alegro de verte. He pensado muchas veces en ti desde que acabó la guerra. Cada vez que caía uno de los nuestros, yo cruzaba los dedos y pensaba, ojalá se haya marchado muy lejos, ojalá haya tenido suerte...

—He tenido mucha suerte —sonrió para demostrarle que, además, seguía siendo igual de guapo—, pero no me he movido de aquí.

—¿No? —se obligó a devolverle la sonrisa mientras su intuición se felicitaba por su astucia desde el centro de sus tripas—. ¡Qué grande eres!

Se mordió la lengua para no preguntarle quién le había escondido, pero logró hacerse una idea sin correr el riesgo de demostrar curiosidad. Antonio rechazó, uno por uno, sus generosos ofrecimientos porque no tenía hambre, no tenía sed, no necesitaba dormir ni mudarse de ropa. La que traía estaba limpia, bien planchada, y a juzgar por el tamaño de las solapas, el corte de los pantalones, alguien la había comprado para él aquella misma temporada. El fugitivo no sólo no había perdido peso. Tenía la piel lustrosa, descansada y lisa, de las personas bien alimentadas, y antes de abandonar su escondite, había dormido en una cama y se había afeitado. Ni siquiera estaba pálido. Su rostro carecía del tono de cera derretida que identificaba a los que se habían escondido en un armario o un altillo, sin acercarse a las ventanas durante años. Él, sin duda, había vivido en una casa, casi con toda probabilidad un piso, pero se las había arreglado hasta para tomar el sol. Y para terminar de demostrarle hasta qué punto su estado era mejor que su situación, se permitió el lujo de invitarle a fumar, ofreciéndole una cajetilla de tabaco de importación mientras se sentaban a hablar más despacio.

—¿Y qué piensas hacer? —detrás de tanto mimo sólo podía haber una mujer—. Las cosas se han puesto muy mal, no sé si lo sabes, estamos peor que nunca, y...

—Sí, lo sé —Perales asintió con la cabeza—. Ha habido una caída a plazos, como si dijéramos, ¿no?, primero en noviembre y luego ahora. Estoy al corriente de todo porque... —hizo una pausa, le miró—. Bueno, el marido de una de las mujeres que me ayudaban falta de su casa desde hace dos días. Que yo sepa, no le han detenido y además, me fío de él, pero... No quiero que caiga nadie por mi culpa. Por eso me he marchado.

Él asintió con la cabeza, improvisando un gesto grave mientras sentía que ya no tenía que esforzarse en representar un papel, como si la aparición de aquel personaje del pasado hubiera bastado para devolverle el tono y el aspecto, el carácter de otro Roberto, aquel chico débil, acomplejado, inferior, que admiraba a Antonio y procuraba imitarle, esmerarse al contar los chistes que más gracia le hacían. Así, mientras bordaba una actuación memorable, comprendió que su camino había llegado a su fin, un límite más allá del cual no cabía ningún paso atrás, y por un momento, llegó a estar de acuerdo con Vázquez Ariza. A él también le dio asco el Orejas de antes, porque ya no entendía que un hombre tan temible, tan astuto, tan poderoso como él mismo había llegado a ser, pudiera haberse humillado tanto. Nunca odió su pasado como en aquel momento, mientras comprendía que tenía en las manos mucho más de lo que ambicionaba. La ruina de su viejo camarada no implicaba sólo tranquilidad, seguridad, la garantía de su éxito profesional y de la felicidad de Paquita, sino también una particular variedad de la venganza. Porque al cargarse a Antonio, no sólo iba a acabar con uno de los responsables del mezquino papel de bufón que había representado durante su juventud. Su víctima sería a la vez el instrumento que necesitaba para destruir al otro Orejas, para enterrar definitivamente la imagen más detestable de sí mismo.

—Ya, pero... Aquí no puedes quedarte. Mañana se abre la tienda, aunque puedo esconderte algunos días en casa de mis padres. Allí ya no vive nadie, ¿sabes? Mi padre aprovechó la guerra para largarse con una golfa y no hemos vuelto a saber de él, así que, cuando me casé, me llevé a mi madre a vivir conmigo y con mi mujer.

—¿Te has casado? —Antonio frunció el ceño, pero el Orejas tenía muy buena memoria.

—Sí, después del verano —hizo una pausa y sonrió, para dar a su interlocutor la oportunidad de recordar que su aproximación a Manolita, en la cola de Porlier, había sucedido antes de que terminara la primavera—. Fue un noviazgo muy rápido. Nos conocíamos desde hacía tiempo, pero a ninguno de los dos se nos había ocurrido nunca pensar... En fin, ya sabes cómo son estas cosas. Pero estoy muy contento, porque esta ciudad se ha vuelto demasiado triste. Da pena andar por la calle, ver a la gente encogida, muerta de miedo, y la verdad, tener a alguien en casa, esperándote, pues...

—Ya —su protegido asintió con la cabeza—. Lo comprendo muy bien.

—Total, que es una suerte que hayas aparecido justo ahora, porque mi madre está empeñada en dejar de pagar el alquiler de su piso, y eso que no es nada, una miseria. Yo me resisto, porque me viene muy bien para esconder a gente, pero la verdad es que apenas llegamos a fin de mes, así que...

—No te preocupes, Orejas, sólo necesito unos días y que me eches una mano, eso sí. De momento, quiero irme a la sierra, y luego... Ya veremos —su interlocutor aprobó con la cabeza, porque eso era exactamente lo que esperaba oír—. Ayúdame a salir de Madrid y no te molestaré más.

—A ver qué puedo hacer. Después de la caída, todo se ha parado, pero a lo mejor tenemos suerte... —y negando aún con la cabeza, empezó a darle esperanzas—. Casi siempre hay algún grupo esperando para hacer ese viaje.

A las dos de la mañana del 12 de enero de 1942, la Guardia Civil dio el alto a un camión pequeño, cargado de leña, que circulaba por una carretera secundaria entre Cerceda y Becerril de la Sierra, a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Al bajar la ventanilla, el conductor del vehículo comprobó que, a pesar de la hora, se trataba de un control rutinario. Un agente le dio las buenas noches, se interesó por su itinerario y le explicó que por allí no iba a llegar a La Granja. El pueblo de Navacerrada estaba aislado por la nieve, la general cortada un poco más arriba del cruce de Collado Mediano, pero iba a proponerle una ruta alternativa. Antes de que tuviera tiempo de empezar, el pánico se apoderó súbitamente de uno de los viajeros escondidos en la trasera, un hombre joven que apenas había abierto la boca desde que se subió al camión en Lavapiés junto con otros cuatro, Perales entre ellos. Ni él ni sus compañeros pudieron evitar que se abriera paso entre los troncos y echara a correr, y aunque oyeron varios tiros, tampoco se enteraron de que los guardias disparaban al aire, sin la menor intención de hacer blanco sobre el agente de la Brigada de Investigación Social que se tumbó en el suelo boca abajo y se dejó cubrir con una manta. Sólo después, sus colegas obligaron a bajar a punta de pistola a los cuatro subversivos restantes, entre los cuales sólo uno lo era en realidad.

—Vamos a tener suerte, don Joaquín —el Orejas había irrumpido en el despacho del comisario a media mañana del día 11, procurando parecer muy alterado—. Por lo nervioso que estaba el que me lo ha contado, yo creo que el Jorge ese, el segundo de Quiñones, quiere marcharse a la sierra. Pero no sé nada más. Mi contacto me ha dicho que es muy desconfiado. No sabe dónde vive y su comunicación con él puede romperse en cualquier momento. Por eso creo que lo mejor sería que nosotros mismos le facilitemos el viaje.

Aquella operación, perfecta, fue uno de los primeros ensayos del Orejas en un género profesional que le reportaría éxitos estruendosos a lo largo de su carrera. Maestro en infiltraciones en la primera etapa de su vida policial, con el tiempo y los ascensos se especializaría en la tarea de crear grupos subversivos que parecían surgir de la nada hasta que él mismo los publicitaba para desarticularlos cuando más le convenía.

—No sé, Roberto, lo que me estás proponiendo es muy irregular —el comisario había recelado tanto de aquel plan como si él también supiera que nunca había existido ningún Jorge, y que Quiñones se lo había inventado para proteger a sus camaradas—. Si nos llevamos un chasco y esto sale a la luz...

Para montar aquel simulacro de caída, su agente predilecto recurrió a dos colegas que le debían favores, el conductor y el que provocó el abrupto final del viaje. Sólo después convocó a tres desgraciados, escogidos entre una pequeña multitud de antiguos rojos dispuestos a vender a su madre con tal de salvar el pellejo, traidores de poca monta a los que había ido poniendo en libertad con la condición de que estuvieran disponibles cuando los necesitara.

—¿Y cómo se le ocurre que yo voy a permitir que esto salga a la luz, don Joaquín? —el Orejas esperó a que el comisario sonriera para devolverle la sonrisa—. Confíe en mí, y no se arrepentirá, se lo aseguro.

Ni siquiera los guardias civiles llegaron a saber toda la verdad sobre aquella farsa. Y de los cinco hombres que volvieron a Madrid en un furgón celular, dejando en la carretera a un muerto que se levantó en cuanto les vio marchar para irse a tomar un coñac con sus asesinos, menuda rasca, ¡casi me muero pero de frío, coño!, uno salió a la calle inmediatamente después de declarar. Aunque sólo había conducido el camión, fue él quien constó como autor de la detención de Antonio Perales García, que aquella misma noche se llevó la paliza de su vida por contar la verdad, que su nombre de guerra no era Jorge, que nunca había llegado a conocer en persona a Heriberto Quiñones, y que había estado escondido en la casa de unos conocidos desde el golpe de Casado. Cuando lo soltaron, estaba tan maltrecho que ni siquiera se preguntó adónde se habrían llevado a los tres camaradas que habían compartido calabozo con él antes de que lo bajaran al sótano.

—Mala suerte, don Joaquín.

A las ocho de la mañana, cuando él mismo puso fin al interrogatorio que había contemplado a través de un falso espejo, el nuevo Roberto le brindó una sonrisa al antiguo. Antonio el Guapo ya no lo era tanto, y esa certeza le consoló de que no hubiera denunciado a sus protectores, ni siquiera al hombre que se fue a informar a su superior con los ojos hinchados de no dormir, la camisa abierta y la corbata floja de los funcionarios incansables.

—Nada, un desgraciado... —hizo una pausa, como si necesitara consultar los papeles que traía—. Antonio Perales García, un dirigente juvenil de poca monta, comunista, eso sí, pero nada más. Ha estado escondido desde el 39, pero no ha detentado ninguna responsabilidad política desde entonces. Lo siento, don Joaquín.

Dobló los papeles para guardárselos en el bolsillo y negó con la cabeza, como si le abrumara la conciencia de su fracaso, mientras esperaba a que su superior masticara la información que acababa de oír.

—¡Ah! Pero, entonces... —el comisario cerró los ojos y se pellizcó el entrecejo para pensar mejor—. ¿Está en busca y captura?

—Sí, señor —respondió el Orejas con humildad, mientras sacaba otra vez los papeles—. Desde el 10 de marzo de 1939.

—En ese caso... Si no me equivoco, tenemos un reo de adhesión a la rebelión con dos o tres agravantes, ¿no? —su subordinado asintió con la cabeza—. Bueno, pues no está tan mal... —don Joaquín sonrió—. No está nada mal, Roberto, hemos salvado los muebles.

—Gracias, señor. Y ahora, si no le importa, voy a ver si duermo un rato.

A media tarde, salió de su casa bien vestido y mejor abrigado, con la bufanda encajada entre las solapas del abrigo sólo por complacer a Paquita, y se fue andando hasta el viejo piso de sus padres, donde se cambió de ropa. Al taxista que le llevó hasta la Puerta de Alcalá, debió extrañarle que aquel obrero que vestía unos pantalones de pana desgastados, un jersey tricotado a mano y una americana de mezclilla, se permitiera ese lujo, pero se guardó su extrañeza para sí y el Orejas le recompensó con una buena propina. Después, le bastó caminar un trecho para que aquel frío de todos los demonios le coloreara la nariz y convirtiera su boca en una máquina de vapor antes de llegar a la esquina de Serrano y Villanueva.

—Manolita... —mientras iba a su encuentro, frunció los labios en una mueca destinada a anunciarle que traía noticias y que no eran buenas.

Le estaba devolviendo la visita, porque el día 7, a media tarde, ella había ido a buscarle a la tienda para preguntarle si sabía algo de Antonio. Él contestó que no, pero le recomendó que no se preocupara. Tu hermano es muy listo, ya lo sabes, habrá sabido esconderse, si lo hubieran detenido, ya nos habríamos enterado...

—Los dos pensábamos que, cuanto menos supieras, mejor para ti —le confesó después de contárselo todo, primero que le había ayudado a huir, y después que el camión en el que se había marchado a la sierra había sido interceptado en un control rutinario de la Guardia Civil.

—¿Y cómo te has enterado? —le preguntó ella, simultaneando la desconfianza con el llanto que le estaba empapando la solapa de la americana.

—Porque el enlace que iba a recogerlos lo vio todo desde lejos, con unos prismáticos —le explicó con acento resignado, sin dejar de abrazarla—. Iban a subir a la Maliciosa andando, ya estaban muy cerca del sitio donde...

—¿Qué ha pasado? —una voz ronca y cargada de angustia irrumpió en aquella conversación sin anunciarse.

El Orejas giró la cabeza para comprobar que la Palmera estaba muy cerca de ellos, su cuerpo flaco tiritando de frío, un pañuelito rojo atado al cuello, y la boca desencajada de miedo.

—¿Qué ha pasado? —repitió, y cuando se lo contaron se tapó los ojos con las manos mientras cabeceaba muy despacio, antes de pronunciar el último nombre que el Orejas esperaba oír—. ¡Pobre Eladia! Se me va a morir de pena. Primero, que se marchara sin despedirse, y ahora, esto, pobrecita mía...

—¿Eladia? —el Orejas mantuvo la compostura a duras penas—. Pero... No sabía...

Manolita asintió con la cabeza y él bajó la suya para esconder un asombro entreverado de satisfacción. Ya sólo quedaba un cabo suelto y lo resolvió en poco más de un mes, asesinando al comandante Vázquez Ariza en un paraje sin nombre del término municipal de Alcalá de Henares. Por la noche, cuando Paquita se ofreció a prepararle la tila a la que recurría para conciliar el sueño, le respondió que no hacía falta, y durante unos meses durmió de un tirón. No podía sospechar que su pasado, lejos de comprometer la felicidad de su mujer o su prestigio en la Brigada, estaría a punto de costarle la vida tres años después.

—Yo a ti te conozco, ¿comprendes?

Si hubiera podido elegir, nunca habría hecho un tercer viaje a Toulouse. La primera vez que cruzó clandestinamente la frontera, a finales de 1942, los riesgos eran ya considerables, pero mientras Francia fuera un país ocupado por los nazis, siempre podría contar con ellos para volver a España. Ese era el sentido de la misión para la que don Joaquín le había recomendado, infiltrarse en las filas del exilio republicano español por el doble interés del Régimen y sus aliados del Tercer Reich. El Servicio de Inteligencia alemán había sido alertado de los contactos de la organización fundada por De Gaulle con los grupos que hostigaban su retaguardia, y una de las pocas cosas que sabían era que en aquella incipiente resistencia había españoles hasta en la sopa.

—Tú lo viste antes que nosotros, Roberto —su jefe, tan elegante como de costumbre, aderezó con elogios aquella orden—. Todos recordamos los paquetes que pedías a Toulouse, tu interés por conectar la subversión local con el exilio. Conoces ese tema mejor que nadie y ha llegado el momento de que saques partido de tu experiencia...

Nunca le gustó aquel plan, y sin embargo, aun tuvo que agradecer a su jefe la ambigua delicadeza con la que se refirió a «su experiencia» en una reunión donde nadie más conocía la exacta amplitud de aquel término. No le gustaba porque, precisamente, conocía muy bien aquel tema, y mientras buscaba a Antonio Perales en Francia, se había tropezado con demasiadas caras, demasiados nombres conocidos. El exilio republicano era un campo minado para las infiltraciones, porque la avalancha de refugiados de 1939, que había sobrepasado a los servicios de información del último gobierno democrático francés, seguía siendo excesiva para los ocupantes, que no conocían con exactitud la identidad, la filiación política y el paradero de los más peligrosos. Pero aunque intentó explicárselo muchas veces, don Joaquín nunca quiso tener en cuenta sus advertencias.

—Vamos, Roberto, un hombre como tú, con dos cojones... —hizo una pausa para dirigirle una sonrisa en la que el Orejas no fue capaz de distinguir la amabilidad de la ironía—. Si lo has hecho aquí, ¿cómo no vas a hacerlo allí? Te voy a dar un consejo. No me decepciones. Te aseguro que no te conviene.

Esa última frase restó importancia al concepto que su jefe pudiera tener de su coraje, para convencerle de que no tenía más remedio que irse a Francia para que el comisario ascendiera en el escalafón del ministerio.

—¿Y qué quieres que haga, Paquita? Tengo que ir a ver esas cosechadoras, el director general se ha empeñado y...

—¿En medio de la guerra?

—Pues sí, en medio de la guerra. ¿Qué te crees, que los franceses son como nosotros? Ellos siembran y recogen igual, con guerra o sin ella.

En noviembre de 1942, el Orejas cruzó los Pirineos a pie para integrarse en la Organización Todt, que empleaba a presos trabajadores bajo mando alemán. Los nazis le proveyeron de una identidad falsa antes de destinarle a una compañía que fortificaba la costa Atlántica, cerca de Brest. Allí se infiltró en una célula de la red Penélope, cuyos miembros se dedicaban a sabotear por las noches el trabajo que habían hecho por la mañana. Denunciarlos resultó fácil, escapar no tanto, porque se vio obligado a participar en un sabotaje de la red eléctrica que precipitó una chapuza de emboscada. Aquellos hombres llevaban más de seis meses actuando juntos y se dieron cuenta de que el traidor había sido él antes de que los alemanes acabaran con ellos. Si el Orejas hubiera obedecido las órdenes de sus superiores, aquella noche habría sido un muerto español más, pero siempre llevó encima la pistola de Vázquez Ariza, y gracias a ella salió vivo de aquel claro. Su cobertura, además, quedó intacta, porque volvió a su campamento como un héroe, el único superviviente de una noche nefasta. Esa era la clase de valentía que le sobraba, y en su puesto permaneció durante otra semana, hasta que el jefe del campo fingió trasladarle para meterle en un tren que le depositó en la estación del Norte el 24 de diciembre a media tarde, a tiempo para cenar pavo relleno y turrón.

—¡Roberto! —a Paquita le encantó la imagen de la Virgen de Lourdes que le trajo de regalo—. Es preciosa. Voy a ponerla en la cómoda con la estampa de la Paloma, no te digo más...

El día 26, por la mañana, don Joaquín le colocó una condecoración en el pecho y un sobre en el bolsillo. Te has ganado unos buenos Reyes, añadió con una sonrisa, y él se lo agradeció de corazón porque aún no se había enterado de que el comisario reservaba para sí mismo una condecoración alemana con una recompensa mensual pagada en marcos.

A pesar de ese detalle, su viaje al sur de Francia habría resultado un buen negocio si no hubiera sido porque, a principios de 1944, le tocó cruzar los Pirineos por segunda vez. Casi un año después de su derrota en Stalingrado, los alemanes estaban mucho más preocupados por la Resistencia francesa de lo que su embajada en Madrid admitía en público. En la misma proporción, el régimen franquista había dejado de mirar con aprensión el papel que sus enemigos de 1936 desempeñaban en los movimientos antifascistas de Europa occidental, para empezar a contemplarlo con auténtico terror.

—Y no me dirás que no es misión para un civil —don Joaquín se anticipó a cualquier excusa cuando salieron de la reunión en la que le había obligado a presentarse voluntario para infiltrarse en la dirección comunista de Toulouse—, porque ya no se trata de la guerra. Es pura política, lo tuyo, Roberto.

Él le miró, comprendió que no tenía nada que hacer, aparte del equipaje, y se ahorró las palabras que iba a necesitar en casa.

—No me llores, Paquita, no me llores que más lo siento yo.

—Pero si ya fuiste a comprar...

—Cosechadoras, cariño —y la abrazó para mecerla como a un bebé—. Compré cosechadoras, y esta vez voy a mirar trilladoras mecánicas. Ya verás qué regalo más bonito te voy a traer...

Su segunda estancia en la Francia ocupada fue mucho más confortable, más infructuosa también. Arropado por una excelente cobertura, su fuga del campo al que había sido trasladado como único superviviente de Penélope, no tardó en tomar contacto con algunos comunistas españoles, pero no logró identificar a ningún miembro de la cúpula de su partido. Mientras él los buscaba en Toulouse, Jesús Monzón estaba en Madrid, y Carmen de Pedro, con Manuel Azcárate, en Ginebra. Sin esa información, que sólo conocería años después, el Orejas fue incapaz de descubrir cómo, por qué, quién sostenía una organización que parecía funcionar sola. Y después de romperse la cabeza durante semanas, optó por una interpretación tan genuinamente española que empezó por descartar los méritos de sus compatriotas.

Él conocía bien el percal y se acordaba de la guerra, la improvisación, el caos, las luchas intestinas, el furibundo individualismo sobre el que el nuevo régimen había fundado su espuria legitimidad. El Caudillo sabe que a los españoles no se nos puede dejar solos. Esa frase, uno de los pilares del somero pensamiento político de don Joaquín, le inspiró un análisis muy conveniente para sus intereses. Al regresar a Madrid, elaboró un informe en el que situaba a los resistentes españoles bajo mando francés o aliado, una tropa dispersa de voluntarios sin dirección política unificada. Eso era todo lo que él había logrado averiguar, y por eso, sus conclusiones minimizaban los riesgos de una acción armada en el interior, haciendo hincapié en el bajo nivel político de los pocos militantes con quienes se había visto en Toulouse. El instinto le decía que se estaba equivocando, que alguien tenía que estar dando órdenes desde alguna parte, pero reconocerlo habría sido lo mismo que aceptar su fracaso. Decidió arriesgarse, y don Joaquín quedó muy satisfecho con aquel documento que le permitió tranquilizar a sus superiores sólo para hundirle seis meses después.

—Mira, Paquita, ven conmigo al dormitorio —mientras lo decía, cogió a su mujer de la mano en la que no aferraba otra imagen de la Virgen de Lourdes que le había decepcionado un poco por su color blanquecino, feo, levemente verdoso—. No, no enciendas la luz. Mírala ahora.

—Anda... ¡Si brilla! Roberto, me encanta...

Pero aquella figurita fosforescente, tan eficaz en la restauración de su armonía doméstica, no logró salvarle del error más grave de su carrera.

El 19 de octubre de 1944, mientras su jefe seguía repitiendo por pasillos y despachos que no había nada que temer, un ejército de cuatro mil hombres, excombatientes republicanos procedentes de la Resistencia francesa, invadió España para ocupar el valle de Arán sin la menor dificultad. Su retirada, que tuvo lugar nueve días más tarde, no fue mérito del Ejército franquista, sino de la indiferente pasividad de los aliados, que en lugar de intervenir, como pretendían los invasores, siguieron silbando mientras miraban hacia otro lado que ya debían conocer tan bien como la palma de su mano, porque desde 1936 no habían hecho otra cosa. Eso no evitó que rodaran cabezas en cuatro ministerios, otras tantas embajadas e incontables despachos civiles y militares.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 46 | Нарушение авторских прав


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