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Un grano de trigo 1 страница

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Cuando el monaguillo tocó la campana, comprendí por qué casi todos los fieles llevaban un periódico debajo del brazo. Mientras los más diligentes se arrodillaban a mi alrededor, miré al suelo, después a mis piernas.

—Madre mía...

Nadie me había advertido que la misa sería al aire libre, en una explanada repleta de guijarros, pedacitos de argamasa dispuestos a clavarse en las rodillas de los incautos que se presentaran sin el Abc de la víspera. Yo creía que con llevar un velo en la cabeza sería suficiente, y me había puesto mi único par de medias buenas, de cristal, con unos zapatos de tacón que ya no podría devolver a Rita en el estado en el que me los había prestado. Al bajar del autobús una piedra le había hecho una herida muy fea al tacón derecho, pero ni siquiera entonces se me ocurrió que precisamente allí, donde estaban construyendo una iglesia, las misas de los domingos se celebraran a la intemperie, en medio de las obras.

—¿Pero tu marido no está en Cuelgamuros? —Alicia, una amiga de Teodora con la que había vuelto a coincidir en la cola de Yeserías, se me quedó mirando muy sorprendida, mientras le contaba cómo había vuelto Isa de Bilbao—. Habla con él, mujer. Allí dejan estar a las familias, y seguro que tu hermana, con el sol y el aire de la sierra...

En el invierno de 1944, iba todos los lunes a la cárcel de Yeserías a ver a Toñito, que llevaba más de dos años en prisión preventiva. Eladia se ocupaba de todo lo demás. Visitaba a su novio de martes a domingo y le llevaba un paquete cada tarde, pero mi día libre le daba la oportunidad de ir a la peluquería y hacerse la manicura para cumplir con su rutina semanal de estrella del espectáculo.

El día que me enteré del paradero de Silverio no estaba sola. La Palmera, que no quería sentirse de más en una entrevista de enamorados, me acompañaba todos los lunes desde el verano anterior. Antes, sólo podía venir cuando estaba de guardia un funcionario que cobraba por el despiste de dejarle visitar a un preso con el que no tenía parentesco, pero una mañana de agosto del 43, fuimos juntos a apuntarnos y nos encontramos con dos novedades. La primera era que su contacto había sido trasladado. La segunda, que a partir de entonces, le bastaría con presentar su documentación para solicitar la visita.

Al principio, creí que deberíamos agradecer estas facilidades a un director más generoso que los demás, pero en la cola de Yeserías se sabía todo tan deprisa como en la de Porlier, y enseguida me enteré de que el reglamento se estaba relajando en todas las prisiones. La causa inmediata era el nombramiento de un director general partidario de abrir la mano y no sólo por motivos humanitarios. El razonamiento al que Rita había recurrido para consolarme en otoño del año anterior, ¿tú sabes el dineral que debe estar costándoles tener a tanta gente presa durante tanto tiempo?, tenía más fundamento del que yo había querido otorgarle, pero ni siquiera esos números resultaron tan decisivos como la causa remota. En el verano de 1943, el repliegue de los ejércitos del Eje competía eficazmente con el hambre y sus efectos en todas las conversaciones, dentro, fuera y, sobre todo, en la cola de la cárcel.

—Los nuestros han bombardeado Gelsenkirchen —susurraba con aire de superioridad alguna que había podido oír una radio clandestina, o leer los boletines que la embajada británica hacía circular discretamente por Madrid.

—¿Y eso qué es?

—¿Pues qué va a ser con ese nombre, mujer? —terciaba otra—. ¡Alemania! —y se volvía muy ufana hacia la enterada—. ¿Verdad, tú?

Ninguna de nosotras tenía ni la más remota idea de dónde estaba Gelsenkirchen, no sabíamos si era una ciudad grande o una aldea minúscula, si estaba cerca de una montaña o tenía río, pero nos aprendíamos su nombre para volcarlo enseguida en otros oídos cuyas dueñas se apresuraban a repetirlo después, cada vez más deformado, más irreconocible pero igual de valioso, como si los aliados fueran de verdad los nuestros, como si cada bomba que hubiera caído sobre aquella palabra impronunciable fuera un regalo, una sonrisa, un grito de aliento para las mujeres que hacían cola ante las puertas de una cárcel de Madrid.

—¿Sabéis una cosa? Los nuestros han bombardeado Gilkensirken.

—Mira esta... Eso fue ayer, a ver si te informas mejor.

Italia estaba tan cerca que la invasión de Sicilia nos impresionó mucho más, pero prestábamos atención a todos los frentes y celebrábamos con idéntico entusiasmo los bombardeos de Ploesti y las revueltas en Rangún, la ofensiva soviética sobre el Donetz y el desembarco norteamericano en las islas Salomón. No sabíamos de lo que hablábamos, pero lo sabíamos, porque los aliados avanzaban, avanzaban, avanzaban. Nuestra noción geográfica de Rumanía se limitaba a que estaba a la derecha, detrás de Alemania y delante de Rusia, poco más o menos. Eso era mucho en comparación con lo que sabíamos de otro país, Birmania, que habríamos sido incapaces de situar en un globo terráqueo. Del Donetz, sólo habíamos averiguado que estaba en la Unión Soviética, de las Salomón, ni siquiera el océano que las rodeaba, pero todos esos lugares, marcados con banderitas rojas en el fabuloso atlas de nuestra memoria, nos pertenecían como contraseñas de un idioma propio, un lenguaje secreto que recorría la cola de boca en boca, con la misma alegría con la que circulaban las direcciones donde podía encontrarse bacalao barato. Parecían sólo palabras, pero representaban mucho más que un contrapeso de las mentiras que la prensa franquista publicaba todos los días. Eran las miguitas de pan que trazaban el camino hacia el final del horror y algo más, la frontera entre la vida y la muerte de los hombres encerrados más allá de los muros ante los que sus mujeres, sus madres, sus hermanas, intercambiábamos nombres extranjeros, poderosos como los hechizos de un brujo remoto. España no se juega nada en esta guerra, publicaban todos los diarios desde que los soviéticos pararon a Alemania. Nadie que nos hubiera visto en Yeserías el 26 de julio de 1943 habría podido creerlo.

—¿Os habéis enterado?

Brígida, limpiadora de la embajada de Estados Unidos y tan pendiente de las ofensivas aliadas que en la cola la llamábamos «el altavoz del frente», llegó aquella mañana muy excitada, con los ojos brillantes, las mejillas tan arreboladas como si tuviera fiebre.

—¡Pues atentas, que esta es gorda! —aquella advertencia bastó para que nos arremolináramos a su alrededor—. ¡Ayer detuvieron a Mussolini!

—¿Qué dices?

—Lo que oyes. Sus propios generales se han levantado contra él. Italia se ha rendido y el nuevo gobierno lo ha metido en la cárcel y todo.

—¿En la cárcel? —Valeriana, que tenía un hijo allí y otro en Ocaña, se tapó el escote con las dos manos, como si temiera que su corazón, tan acostumbrado a sobreponerse a las desgracias, ya no fuera capaz de soportar una buena noticia—. ¿De verdad?

—Por mis niños —la mensajera cruzó el dedo pulgar con el índice de su mano derecha, se lo llevó a los labios y lo besó.

Durante un instante, no pasó nada. Ninguna se atrevió a hablar, ni siquiera a mirar a las demás. Todas nos quedamos quietas, inmóviles como estatuas de sal, atentas a los silenciosos engranajes de nuestro cerebro mientras intentábamos procesar el sentido de aquella enormidad, creer en lo increíble, aceptar que, al fin, aquella victoria era nuestra, porque Mussolini no era Gelsenkirchen, no era Ploesti ni Rangún, no era el Donetz, ni las islas Salomón. Mussolini había sido la guerra de España, setenta mil soldados luchando al lado de Franco, tomando Málaga, cañoneando desde el mar a los refugiados que intentaban llegar andando a Almería, bombardeando Valencia desde su base de Mallorca, ocupando Alicante mientras miles de republicanos esperaban en el puerto los barcos que Inglaterra y Francia nunca enviaron para evacuarlos, todo eso había sido Mussolini, nuestro enemigo. Era demasiado grande, demasiado bueno para unas mujeres que llevábamos cinco años peregrinando de cárcel en cárcel, presas nosotras también como moscas en una tela de araña. Estábamos tan acostumbradas a nuestro cautiverio que al principio no hicimos nada, mirarnos por dentro solamente, despedirnos de nuestra tristeza como de una amiga indeseable pero constante, abrir un hueco en nuestro interior para otros huéspedes, la paz, la esperanza, la alegría, tan remotos que habíamos olvidado hasta sus nombres. Quizás por eso, porque ya no creíamos en nuestra suerte, Valeriana empezó a llorar.

—¿Pero os dais cuenta de lo que significa esto? —Brígida fue hacia ella, la abrazó, volvió a decirlo a gritos—. ¡Han detenido a Mussolini!

Alguien estrelló las palmas de sus manos, y de repente, todas estábamos aplaudiendo a la vez. En la cabeza de la cola estalló una ovación clamorosa, tan ferviente y unánime que llamó la atención de las rezagadas para invadir la acera en un instante, con tal estrépito de gritos y de palmas que un funcionario cubierto con una bata blanca cometió el error de abrir una ventana del segundo piso y asomarse a ver qué pasaba.

—¡Es la enfermería, chicas! —gritó una que se dio cuenta, y a continuación, con todas sus fuerzas, para que la noticia traspasara también los muros de la cárcel—. ¡Han detenido a Mussolini! ¡Italia se ha rendido!

—¿Qué? —mientras la ventana se cerraba a toda prisa, un hombre cruzó la calle, se acercó a nosotras—. ¿Qué estáis diciendo?

—¡Han detenido a Mussolini! —a él también se lo contamos a gritos—. ¡Italia se ha rendido! —y nos reíamos, nos abrazábamos, lo repetíamos una y otra vez mientras las lágrimas se asomaban a nuestros ojos, y nuestros ojos sonreían como nuestros labios, y una emoción nueva, antigua, olvidada y recobrada, nos quemaba la garganta—. ¡Han metido a Mussolini en la cárcel!

Hicimos mucho ruido en muy poco tiempo, pero fue suficiente para que otros desconocidos se acercaran a nosotras con los ojos brillantes, los puños apretados, ¿de verdad han detenido a Mussolini?, ¡de verdad! Entonces nos abrazaban, les abrazábamos, hombres y mujeres a los que nunca habíamos visto, a los que no volveríamos a ver, pero que se rieron y gritaron con nosotras mientras otros nos miraban con el ceño fruncido desde la acera de enfrente. Quizás fue a ellos a quienes se dirigió la mujer que se atrevió a decir en voz alta lo que pensábamos las demás.

—¡Mussolini ya está preso y vosotros vais detrás! —y mientras se multiplicaban los gritos, los aplausos, un funcionario que lo había visto todo desde la puerta hizo el amago de correr hacia nosotras.

—¿Quién ha dicho eso? —pero éramos tantas que no llegó a dar más de dos pasos—. A ver, ¿quién ha sido la valiente?

No esperaba que nadie contestara, pero aún esperaba menos el coro de voces masculinas que empezó a tronar por encima de nuestras cabezas, Guadalajara no es Abisinia, desde la ventana de la enfermería, porque los rojos tiramos bombas de piña, abierta de par en par después de que el enfermero, asustado, hubiera ido a dar la voz de alarma, menos fascismo, y más valor, y no les veíamos la cara porque tuvieron la precaución de no asomarse, que hubo italiano que corrió hasta Badajoz, pero escuchamos sus voces y les aplaudimos antes de cantar con ellos, Guadalajara no es Abisinia...

Como sólo nos sabíamos el principio, no pasamos de ahí, pero tampoco pudimos repetirlo más de tres veces antes de que salieran los guardias.

—Se han suspendido todas las visitas. O se van ustedes por las buenas o las echamos nosotros por las malas. ¿Me han oído?

Fue por las malas, pero el insólito detalle de que nos hubieran dado a escoger entre el silencio y las porras bastó para persuadirnos de que, dijeran lo que dijeran los periódicos al día siguiente, estaban tan afectados como nosotras. Por eso, aunque nos disolvieron a golpes, no se atrevieron a detener a nadie. Yo me marché a casa con un porrazo en el hombro, pero no me dolió, porque antes de salir corriendo tuve tiempo de oír a lo lejos un eco atronador, cientos, quizás miles de hombres que gritaban como uno solo que Guadalajara no era Abisinia desde la cárcel de Yeserías.

En noviembre de 1944, cuando ya nadie dudaba del triunfo aliado, se reanudaron los consejos de guerra que habían estado parados más de un año. En febrero de 1945, cuando los aliados tocaban la victoria con la punta de los dedos, fusilaron al hijo de Valeriana. Entonces, los abrazos y los besos, los gritos y el estribillo que me habían hecho tan feliz el 26 de julio de 1943, me dolieron como una herida emponzoñada, que rezumaba un veneno para el que no existía ningún antídoto. Aquella amargura se incrustó en mí como un destino, una condena perpetua, larga como mi vida. Nunca volví a cantar aquella canción porque Guadalajara no era Abisinia, España no era Italia, ni Japón, ni siquiera Alemania. Jamás lo sería. Y sin embargo, antes de que las potencias democráticas consagraran la excepción española de un silogismo universal, comportándose como amigos del amigo de sus enemigos, vivimos un tiempo para creer, un tiempo para esperar un final que ya no podría ser completamente feliz, pero sí mucho menos triste. Franco no va a durar siempre, recordé, y cuando los aliados vuelvan a ganar, cuando comprendan lo que nos han hecho, ni mi padre ni el tuyo estarán aquí... Durante un año y medio, estuve convencida de que Rita llevaba razón también en eso. Y aunque la cola de Yeserías no se volvió a amotinar, aunque suspendieron las visitas durante tres días, y al cuarto enviaron guardias armados a patrullar la acera, cuando volví a ver a mi hermano me enteré de que ni siquiera habían castigado a los presos. En Porlier, entre 1939 y 1941, eso nunca habría podido ocurrir. La incertidumbre en la que los franquistas se asfixiaban se haría aún más evidente para mí unos meses más tarde, cuando el segundo domingo de enero de 1944 acabó con la maldición de las visitas inesperadas.

—¡Niños!

Mientras subía por las escaleras, el volumen de aquel estrépito había ido creciendo, planta a planta, hasta que pude distinguir tras la puerta la voz de un hombre que parecía jugar con mis hermanos. Faltaba poco para que los mellizos cumplieran nueve años. Ya eran lo bastante mayores como para volverse solos a casa los domingos, después de comer en la de Margarita, y no me importaba que trajeran amigos, pero les había insistido muchas veces en que no le abrieran la puerta a ningún desconocido. Por eso me asusté, pero cuando entré en casa y descubrí quién era el hombre que jugaba a las canicas con ellos, me asusté mucho más.

—¡Tasio! —se volvió a mirarme, sonrió y se levantó de un brinco—. Pero ¿qué...? —hay que cerrar las contraventanas, echar el cerrojo de la puerta, preparar un escondite para una emergencia y dejar de armar escándalo, sobre todo eso—. ¿Os queréis callar de una vez? —me puse tan nerviosa que mis hermanos me hicieron caso, y sólo después le abrí los brazos a mi padrino—. Me alegro mucho de verte. ¿Cómo estás?

—Muy bien —me besó en las mejillas y volvió a sonreír—. En la calle.

—Ya lo veo —bajé la voz hasta el volumen de un murmullo—. ¿Cuándo te has escapado?

Se echó a reír, miró a los mellizos y ellos también se rieron.

—No me he escapado, Manolita. Me han soltado.

—¿Qué te han...? —aquello era lo más extraordinario que había oído en mucho tiempo—. ¿En serio?

—En serio. Me juzgaron unos meses después que a Silverio, y sólo me echaron seis años porque tuve mucha suerte, ¿sabes? Como en el 36 vivía en zona republicana, me reclutaron con los de mi quinta. Me afilié al Partido en el ejército, pero el comisario de mi división quemó todos los archivos y sólo estaba lo del comité de huelga de mi pueblo, así que... —resopló, como si fuera una historia demasiado vulgar para contarla—. He estado dos años en Fuencarral, haciendo la vía Madrid-Burgos. Redimíamos dos días de condena por uno de trabajo, y como estuve tres años en preventiva, me he chupado casi uno de más, pero esta mañana, por fin, me han soltado.

—¡Qué bien, Tasio! —volví a abrazarle, y abracé con él algo más que el cuerpo fibroso de un hombre que ya no parecía un preso, una camisa blanca, unos pantalones grises, los músculos de los brazos marcados bajo la piel, la cara curtida por el trabajo al aire libre—. No sabes cuánto me alegro —porque abrazar a Tasio, aquella tarde, fue como abrir una puerta por la que Silverio podría volver a entrar en mi vida.

En los dos últimos años no había dejado de pensar en él, pero a aquellas alturas ya no sabía distinguir entre su recuerdo y otros frutos de mi imaginación. Nuestro noviazgo había sido tan extraño, la distancia después tan implacable, que el paso de los días se había apresurado a desterrarle antes de tiempo a una remota región de mi memoria, el almacén de recuerdos dudosos donde guardaba el olor de mi madre y el de la tierra recién regada de la huerta de Villaverde, aromas ficticios, tan desprovistos ya de existencia real como la imagen de Toñito andando por la calle o el uniforme de mi padre colgado en una percha. La cara de Silverio detrás de una alambrada era sólo un trasto más en aquel desván cerrado, abandonado al musgo polvoriento del exilio, y a veces, cuando recordaba los meses en los que mi vida entera había girado a su alrededor, ya ni siquiera sentía vergüenza, sólo estupor. Veía la cola de Porlier, a Rita y a su madre, a Juani y a Pepa, a sus maridos, a mi padre, a Hoyos, el edificio, el locutorio, las aceras, y no dudaba de que aquel lugar existía, como habían existido las personas que lo poblaban en mi memoria. No dudaba de que yo había estado allí, pero el recuerdo de Silverio era distinto, más pálido y de contornos desvaídos, casi gaseosos, una presencia que parecía más soñada que vivida y envolvía cuanto tocaba en una bruma fantasmal de sombras huecas, el espejismo heredado de la chica ridícula y tontorrona que fui una vez, una pobre fantasía que se venía abajo al contacto con mis dedos de mujer hecha y derecha. Hasta que Tasio pronunció su nombre. Cuando volví a escuchar aquel nombre en aquella voz, el color volvió de pronto a las mejillas de Silverio, las palabras volvieron a sus labios, el volumen a su cuerpo, y si hubiera cerrado los ojos, habría sentido que él también estaba allí, con Tasio y conmigo. Los mantuve bien abiertos pero no pude evitar que mi voz temblara.

—¿Y cómo has venido aquí?

—Es que no he encontrado a Martina.

El destacamento de Fuencarral estaba dividido en dos secciones, que se turnaban para recibir visitas los domingos en el recinto vallado que rodeaba las obras. La semana anterior, Martina había ido a verle y le había contado que su patrón seguía en la cama, con una neumonía muy puñetera. Ella no creía que fuera la última, y sin embargo, aquella mañana, cuando una furgoneta de la empresa le acercó hasta Madrid, Tasio se encontró la puerta cerrada a cal y canto. Una vecina le contó que el cura había muerto el martes anterior, que no sabía nada de la chica que vivía con él. Y Martina no había podido avisarle por carta porque no sabía escribir.

—Pero no se lo cuentes a nadie, por favor, que le da mucha vergüenza.

Necesitaba encontrarla cuanto antes, porque sólo podía pasar una noche en Madrid. A las cuatro de la tarde del día siguiente, tenía que coger un tren para presentarse ante el Comité Local de su pueblo, Tresviso, en el valle de Liébana, antes de veinticuatro horas a contar desde su llegada a Santander. Habían restado el precio de su billete del simulacro de jornal que le habían pagado en los dos últimos años y le habían recomendado que no hiciera tonterías, porque cualquier incumplimiento de estas condiciones le convertiría en prófugo. Mientras bajábamos las escaleras para ir a llamar por teléfono, tuve un mal presentimiento, pero no le pregunté qué clase de libertad era esa que no le dejaba vivir donde y como él quisiera, porque estaba muy contento y no quería echar su alegría a perder.

Rita tenía apuntado el número de una vecina de Julita que tenía teléfono, y resultó que Asun conocía a la cuñada de un primo de Martina que trabajaba en una taberna de la Cava Baja. Él nos envió a la calle Segovia, y fuimos hasta allí dando un paseo. A mitad de camino, me di cuenta de que, después de haberme contado tantas cosas, aún me debía una respuesta.

—Todavía no me has dicho cómo se te ha ocurrido venir a mi casa.

—¡Ah! Eso... —sonrió—. Bueno, pues... ¿Te acuerdas del día que nos conocimos? —asentí con la cabeza, porque aquella misma tarde, al salir de trabajar, no habría estado muy segura, pero en aquel momento no lo dudé—. Tú estuviste un rato hablando con Silverio, le contaste que te habían echado de tu casa, que te habías mudado a un edificio en ruinas. Él te preguntó dónde estaba, tú se lo dijiste... Y yo me enteré.

—¿En serio? —me eché a reír—. Con el trajín que os traíais, ¿estabas pendiente de lo que hablábamos?

—No pude evitarlo —se encogió de hombros y rió él también—. Habría preferido que os callarais, pero como no os dio la gana, los cuatro en aquel cuarto tan pequeño, vosotros dos hablando sin parar... Tu dirección era muy fácil de recordar, calle de las Aguas número 7, y además...

Se paró, se volvió para mirarme de frente y se puso casi serio.

—Si yo me hubiera escapado —hizo una pausa para ponerse serio del todo—, ¿tú me habrías escondido?

—Pues claro, hombre —le respondí en un tono mucho menos solemne—. ¡Qué cosas tienes!

—Lo sabía —y volvió a sonreír—. Por eso nunca he olvidado tu dirección.

Un año y pico más tarde, cuando volvía del mercado, me encontré en el portal con un desconocido. Treinta años, más bien alto, atlético y muy tieso, era un hombre atractivo, pero no me fijé en él por eso. Por el estilo de su ropa, modesta pero con pretensiones, y la cartera que llevaba en la mano, parecía un representante de comercio, y a nadie se le habría ocurrido entrar a vender nada en una casa como la mía, con la fachada apuntalada y un aviso de demolición clavado en la puerta. A mí tampoco se me ocurrió qué podría estar haciendo allí, pero le saludé de todas formas. Él correspondió con un acento del norte y se ofreció a subir mi cesta por la escalera. Cuando llegamos hasta mi puerta, le di las gracias, le pregunté adónde iba y me miró como si no supiera por dónde empezar.

—Yo... No se llamará usted Manolita, ¿verdad?

—Sí —la expresión de su cara, tan cautelosa como si mi nombre fuera un secreto de Estado, me hizo reír—. ¿Cómo lo sabe?

—Pues, el caso es que... Yo vengo de parte de un amigo suyo que se llama Anastasio.

—¿Anastasio? —fruncí el ceño, porque no recordaba a nadie con ese nombre—. ¿De dónde es?

—De un pueblo de Santander que...

—¡Claro, Tasio! —y me alegré muchísimo de saber de él—. ¿Cómo está?

—Bien —el desconocido sonrió, aliviado.

Nunca supe cómo se llamaba. Él no me lo dijo y yo no se lo pregunté. No necesitaba esconderse, ni siquiera un lugar donde dormir, sólo un contacto con la dirección del Partido en Madrid, una tarea tan fácil para mí como acercarme al tablao para hablar con Jacinta. Podría haberle citado con ella para el día siguiente, pero preferí que la Palmera actuara como intermediario, porque su sombrero cordobés, sus aspavientos y la raya negra que había vuelto a pintarse debajo de los ojos antes de actuar, llamaban tanto la atención que garantizaban la seguridad de cualquier encuentro. Después de repetir la hora, el nombre y la dirección de La Faena, para asegurarse de que los había memorizado bien, me regañó por haberle dejado pasar sin darle ocasión de mencionar el huevo de chocolate que le regalé a Juani el día de mi segunda boda frustrada, la contraseña de la que debería haber dependido mi seguridad, y la suya. No le puedes abrir la puerta a los desconocidos, insistió, como si de repente él fuera yo, y yo mi hermano Juanito. Pero tú no eres un desconocido, le dije, tú eres amigo de Tasio... No consiguió asustarme hasta que me contó que lo había conocido en el monte. Eso sí me preocupó, porque significaba que las cosas no le habían ido como él quería.

—¡Tasio! —el día que su novio penetró por su propio pie en la sutil trampa de su libertad, Martina nos vio llegar desde el balcón y se despeñó escaleras abajo para llegar a tiempo de atraerle hasta la protectora oscuridad del portal.

Yo me quedé en la acera, y mientras veía las sombras de sus cuerpos abrazados, sus cabezas devorándose mutuamente con tanto apetito como si volviéramos a estar en el cuartucho de las bodas de Porlier, tuve la impresión de que ella había cambiado tanto como él. Cuando el eco de unos pasos en la escalera les obligó a soltarse tan deprisa como se habían juntado, me fijé en que su cintura había desaparecido igual que si la hubieran borrado con una goma para volver a dibujarla unos centímetros más allá de donde había estado siempre. Estaba embarazada de cuatro meses, de las vías de Fuencarral, le gustaba decir a ella, pero en su cara redonda ya había nacido una expresión dulce, ruborosa, un candor infantil que no había visto antes.


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