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—Cuéntame otra vez lo de la madre Carmen, anda.
No me moví de aquel banco en todo el día, y a las seis la vi salir otra vez. La señora la había encontrado muy mustia después de mi visita y le había dado permiso para pasear durante una hora.
—No es mala, pero como la superiora y ella son primas, pues...
—Sí es mala, Isa —le llevé la contraria con suavidad—. No hay derecho a lo que están haciendo contigo, pero tú no te preocupes porque yo te voy a sacar de aquí, voy a ir...
—No —y me miró como si fuera la mayor de las dos—. No me van a dejar volver. Tengo que estar aquí hasta que María Pilar salga de la cárcel. Las monjas nos lo decían todos los días.
—Pero eso no puede ser —y me pareció tan absurdo que hasta sonreí—. Es imposible, porque vosotras no estáis presas, no redimís pena porque no tenéis...
—Ya lo verás —negó con la cabeza, como si no tuviera ganas de seguir hablando del tema, y me pidió que le contara de la madre Carmen.
Una hora después me separé de ella con mucho mejor ánimo. No me engañé. El estado de Isa no había mejorado en unas pocas horas, aunque mientras paseábamos a solas no había parado de hablar de sus amigas, de Taña, de Ana, de Magdalena, del cuarto de las escobas y los manteles llenos de pan duro, de la hermana Raimunda, de la hermana Begoña, y sobre todo, de la madre Carmen. Al evocar las mañanas que habían pasado juntas en la capilla, le brillaban los ojos mientras hablaba de música, de músicos a quienes yo no conocía, sonriendo como si se relamiera después de haber probado un sabor dulcísimo que siguiera endulzando su memoria. Al verla comprendí que, al menos, unos pocos días, durante unas pocas horas, había sido feliz en Bilbao, pero todo lo que no había tenido, el dolor de lo que había perdido, seguía pesando mucho más. Y aunque me animó la posibilidad de poder hablar con ella todas las semanas, porque en la casa donde vivía había teléfono y la señora me había dicho que no le importaba que la llamara, mientras volvía en tren a Madrid, comprendí que la serenidad que había logrado acopiar durante aquella tarde no tenía que ver con Isa, sino conmigo.
En España no se podía vivir, pero vivíamos. Los que tenían una oportunidad, se fugaban a Francia o se echaban al monte. Los que las habían perdido todas, se suicidaban. Para los que no teníamos la ocasión ni el coraje de escapar, sólo existía una receta, conformidad, paciencia y, sobre todo, resignación, la falsa amiga, la piadosa enemiga que fue susurrando en mi oído, kilómetro tras kilómetro, que podría haber sido peor, que Isa podría haber enfermado de algo serio de verdad, tifus, tuberculosis, fiebres reumáticas, que podría haberla encontrado en una cama de hospital, que la desnutrición se curaba comiendo, que Pilarín estaba estupendamente, que aquello no iba a durar siempre... La conocía tan bien como el reflejo de mi rostro en un espejo. La odiaba, pero no podía vivir sin ella. Por eso me dejé mecer por su voz, el arrullo tierno, zalamero, que limaba las aristas de una verdad deformada, de contornos progresivamente blandos, redondeados como los cantos de las mentiras. Fue la resignación, no el tren, quien me devolvió a Madrid con fuerzas suficientes para irme derecha al trabajo, pero aquella vez me resistí a su acaramelado veneno y no desistí, porque no sólo estaba convencida de tener razón, sino de que nadie dejaría de concedérmela.
—Lo siento, Manolita —así, me equivoqué tanto como solía equivocarse Rita—. Lo he estado mirando, y... No hay nada que hacer.
Una semana después de mi viaje a Bilbao, me planté en la puerta del Ministerio de Justicia a las ocho de la mañana. El policía que estaba de guardia no me dejó subir hasta las ocho y media, pero localicé a la primera el consultorio al que había llevado a mis hermanas, como si la desesperación se hubiera convertido en una brújula certera, capaz de guiarme por aquel laberinto de pasillos. Allí se extinguió mi suerte. Las dos mujeres que trabajaban en aquella habitación me miraron como si no supieran de qué les estaba hablando. Me mandaron a un despacho, desde donde me pidieron que fuera a otro, y después, a un tercero en el que no me dejaron pasar del umbral. Vaya a Inspección, me dijo una mujer mayor que se esforzaba por parecer muy atareada, pero si de allí vengo, le contesté. Se encogió de hombros e intentó cerrar la puerta, pero no pudo, porque yo adelanté un pie para evitarlo. Entonces perdí los nervios, levanté la voz, grité que era imposible que en un edificio tan grande, tan lleno de gente, nadie pudiera atenderme, y mientras aquella mujer, sin dejar de empujar el picaporte, le pedía a una compañera que llamara a la policía, se abrió una puerta al fondo del pasillo.
—¿Qué está pasando aquí?
Al mirar a aquella funcionaria bajita y regordeta, recordé que el guardia de la puerta le había pedido que nos guiara hasta el consultorio la primera vez.
—Usted... —y recuperé todos los detalles de aquella escena—. Usted se llama Marisa, ¿verdad?
Para ella yo no era nadie, una más entre las decenas, tal vez centenares de muchachas a las que habría visto a lo largo del último año con dos niñas de la mano, pero le sorprendió tanto que supiera su nombre que me invitó a pasar hasta su despacho. Después, me escuchó.
Tenía más de cuarenta años, una insignia esmaltada en rojo con el yugo y las flechas sobre una camisa blanca, una medalla de oro con la imagen de una Virgen en relieve colgada del cuello, ninguna sortija en los dedos, un reloj de hombre y las uñas cortadas al ras. Sobre su mesa, en un marco de plata, Pilar Primo de Rivera y ella sonreían a la cámara, pero me escuchó. Yo me había lanzado a hablar sin fijarme en ninguna de estas señales, y antes de asustarme vi cómo alargaba la mano para coger una pluma, una libreta. A partir de ese momento, me interrumpió de vez en cuando para anotar mi nombre, el de mi hermana, fechas y direcciones que subrayaba después con dos trazos, como si pretendiera asegurarme de que no los iba a olvidar. Cuando me levanté, le estaba tan agradecida como si no me hubiera advertido que no me hiciera ilusiones, y por eso, el lunes siguiente le llevé un regalo.
—Esto no hacía falta —era una caja de lenguas de gato.
—Lo sé —sostuve su mirada con naturalidad—. Pero me apetecía traérselo.
—En ese caso, muchas gracias —abrió la caja, cogió una chocolatina, me ofreció otra—. Aunque no tengo buenas noticias para ti.
Nunca me arrepentí de haberme gastado el dinero en aquel regalo, porque no pretendía comprarla, ni hacerme la simpática con ella. Una semana antes, mientras le iba contando la historia de Isabel, me había escuchado sin interrumpirme, una luz de piedad prendida en los ojos. Por un instante, las dos habíamos sido iguales. Eso, y que me escuchara además de oírme, que fuera capaz de ponerse en mi lugar, de sentir compasión por mí, por mi hermana, era lo que pretendía agradecerle. Ella se dio cuenta hasta tal punto que, en mi segunda visita, fue la que peor lo pasó de las dos.
—Ya te dije que la ley es la ley, y que es igual para todos —levantó la cabeza para dirigirme una mirada cauta, expectante, y yo no dije nada pero ella negó con la cabeza de todos modos—. Debería ser igual, al menos. Y lo que pretende ese decreto es dar facilidades a las familias cuyo cabeza de familia esté preso, siempre que se acoja a la redención de penas, así que...
—Pero en este caso no han sido facilidades —objeté, midiendo cada palabra que pronunciaba—. Las intenciones de la ley serán esas, pero...
—Las leyes no se hacen pensando en las excepciones, Manolita.
Seguimos hablando, discutiendo durante un buen rato, el que ella necesitó para confirmar, punto por punto, la absurda idea que Isabel había aprendido de las monjas. La señorita Marisa volvió a ser muy amable, comprensiva y hasta cariñosa conmigo, mientras hacía hincapié una y otra vez en las intenciones de la ley. Lo repitió muchas veces, y sin embargo, mientras la veía dudar, retroceder, buscar palabras diferentes para decir lo mismo, comprendí las razones de su insistencia.
—Pero a mí nadie me dijo que mi hermana iba a trabajar de lavandera en el colegio —porque ella también era consciente de que existía otra manera de explicar aquella situación—. Ni siquiera le han enseñado a escribir.
—Mujer, las madres habrán pensado que a lo mejor... En su situación... Para ellas, quizás sea más útil prepararse para el servicio doméstico que...
—Ya, aunque... —en las casas se lava con detergente, no con sosa, pensé, pero no lo dije—. Nada.
Después de aquello, no tenía sentido seguir hablando. Por eso me levanté, cogí el bolso y me dispuse a despedirme, pero ella levantó un brazo en el aire como si quisiera detenerme a distancia.
—A mí no me parece nada bien —la miré, la vi negar con la cabeza, volví a sentarme—. Por si te sirve de consuelo, a mí esto me da vergüenza. He hablado con la inspectora y con las funcionarias que fueron al colegio en mayo. Se acuerdan perfectamente de tu hermana, del susto que se llevaron al ver... —se calló de pronto y levantó la cabeza para recorrer la habitación con los ojos, como si temiera que alguien más pudiera oírla—. También he hablado con la superiora. He intentado... —abrió las manos para enseñarme sus palmas vacías—. No se puede hacer nada. Lo siento en el alma, Manolita.
—Pero eso es como... —me paré a coger aire y solté lo que ella temía escuchar desde que me había visto entrar por la puerta de su despacho—. Si no se pueden hacer excepciones ni siquiera con una chica tan enferma que las propias monjas la han sacado del colegio, si el destino de los hijos depende del de sus padres, entonces, es como si ellos también redimieran pena, ¿no? —la miré a los ojos y ella me devolvió la mirada sin esbozar el menor gesto—. Como si los niños también estuvieran condenados.
No me contestó. Durante un instante, la miré, me miró, y ninguna de las dos dijo nada. Más allá de la angustia en la que me había sumido su respuesta, aquel silencio me reconfortó tanto que me hubiera gustado ir hacia ella y darle un abrazo, pero no me atreví.
—Escúchame, Manolita —alargó sus manos sobre la mesa para tomar las mías—. Le he dicho a la superiora de Zabalbide que voy a estar muy pendiente de tu hermana. Ella... Bueno, no te voy a engañar. Por un lado, le conviene mucho que su colegio acoja a hijas de presos, porque el Patronato le envía cada mes una cantidad de dinero para su manutención. Otra cosa es en qué se lo gaste. Ahí puedo hacer poco porque, si quieres que te diga la verdad, su familia está muy bien relacionada y yo no soy más que una jefa de servicio, así que... Pero espero que me haya escuchado. Le he dicho que Isabel no puede volver al colegio hasta que esté completamente recuperada, y además, he mirado el expediente de tu madrastra —hizo una pausa para recuperar la compostura—. No creo que tarde mucho en salir de Segovia.
—¿Qué significa mucho? —me atreví a preguntar.
—No sé, quizás un año —su primer cálculo se quedó corto—, como mucho, un año y medio —el segundo también, pero por muy poco.
El 1 de marzo de 1944, domingo, me levanté de noche sin hacer ruido, para no despertar a mis hermanas, y me encerré en el baño con un arsenal de horquillas. Quería peinarme como si tuviera que esconder un plano en una diadema de pelo que me despejara la cara, dejándome los rizos sueltos por detrás, pero habían pasado más de dos años desde la última vez que lo intenté y ese plazo no me había hecho más habilidosa, más bien al contrario. Perdí mucho tiempo en deshacer lo que había hecho para volver a intentarlo, hasta que conseguí por delante un efecto parecido al que la Palmera lograba con tanta facilidad. Por detrás, me quedó mucho peor, pero Pablo, que se levantó para hacer pis, me dijo que estaba muy guapa. Se lo agradecí con dos besos antes de mandarle de vuelta a la cama, y me aclaró que tampoco era para tanto. Luego, a solas en el comedor, me puse mi único par de medias buenas, de cristal, y un vestido de entretiempo azul turquesa con el que me iba a congelar, pero que era el más nuevo y el que mejor me sentaba de los pocos que tenía. Los tacones de Rita acentuaron mi extrañeza, una sensación de ir disfrazada que tenía menos que ver con mi aspecto que con mi espíritu. A las nueve, cuando salí de casa envuelta en un abrigo negro que había cepillado a conciencia la noche anterior para procurar que, al menos, pareciera limpio aunque mi madrastra lo hubiera estrenado antes de la guerra, ella fue la única que se levantó para darme un abrazo y desearme suerte.
Los autobuses salían de Moncloa, y aunque me habían asegurado que no tendría problemas para encontrar plaza, llegué con mucho tiempo. No quería correr ningún riesgo, y el precio de mi previsión fue una espera de tres cuartos de hora en los que no dejé de tiritar, ni de preguntarme por qué las dos mujeres que estaban delante de mí llevaban un Abc debajo del brazo. Cuando el conductor arrancó, creí que había averiguado todo lo que necesitaba saber. La misa de Cuelgamuros era a las doce, no hacía falta apuntarse, los presos se ponían delante, frente al altar, los familiares detrás, y en medio, una hilera de soldados daban la espalda al sacerdote para vigilar a los visitantes durante la ceremonia. Después, los reclusos tenían tiempo libre hasta la hora de cenar, aunque los autobuses volvían a Madrid a media tarde. Algunas mujeres de Yeserías, de esas que lo sabían todo, horas, citas, instrucciones, me lo habían explicado muy bien, pero ninguna había mencionado que las misas se celebraban al aire libre, ni que me convenía llevar un periódico para no destrozarme las rodillas cuando el monaguillo tocara la campana.
—Madre mía...
Al oír aquel tintineo, pensé en mis medias, en mis piernas, en los zapatos de Rita, pero los presos se arrodillaron muy deprisa, los soldados no. Ellos seguían de pie, mirándome, y lo último que quería era llamar la atención, así que me agaché, me puse en cuclillas para intentar limpiar con las manos mi trozo de suelo hasta que una señora mayor, que estaba a mi derecha, me alargó la mitad de su periódico. Se lo agradecí en un susurro aunque las medias se me rompieron igual. Sentí el rasgado nefasto, inaudible, del punto que se escapaba, y la vertiginosa culebrilla de una carrera surcó mi muslo derecho rodilla arriba para detenerse de pronto, y seguir corriendo, y volver a pararse, aunque yo estuviera tan quieta que apenas respiraba. Por lo menos, ha ido para arriba, pensé al levantarme, mientras se quede ahí, puedo llevarla a arreglar, con tal de que... Antes de que pudiera pensarlo, la carrera cambió de dirección, y en un instante, el hormigueo acarició mi empeine.
Aquel accidente, que para otras mujeres habría sido un disgusto, para mí era una tragedia. Eso me distrajo hasta que el sacerdote se volvió hacia los fieles para dar la comunión. Sólo entonces recuperé del todo la conciencia del lugar donde estaba, las razones que me habían llevado hasta allí. El nerviosismo que tantos pequeños contratiempos me habían ayudado a mantener a raya, me sacudió en aquel instante como una corriente eléctrica tan poderosa que rompí a sudar sin dejar de estar helada. No pensaba comulgar, en Madrid nunca lo hacía, pero comprobé enseguida que allí parecía obligatorio, y me sumé a la corriente de mujeres que avanzaba hacia el altar mientras me absolvía a mí misma de mis pecados. No confesaba desde que mi madre me llevó a la parroquia de Villaverde en la víspera de mi Primera Comunión, un ritual al que mi padre no asistió porque, como solía decir él, no era partidario. Desde entonces no había vuelto a comulgar, pero el capellán militar no lo sabía. Mientras la hostia se fundía en mi lengua, deshice el camino andando muy despacio, con la cabeza alta y la esperanza de que Silverio me estuviera viendo, porque en aquella explanada había tantos hombres que renuncié a distinguirle antes de empezar a buscarle.
En el fondo, era mejor así. Mejor no verle, no encontrarle, perder su rastro entre la multitud que se desperdigaría después del último amén. Mejor no recuperarle de aquella manera, en aquellas condiciones, la urgencia de la desesperación y él de nuevo la solución a todos los problemas, yo la herramienta destinada a ponerla en marcha. En aquel momento, me arrepentí de haberme dejado engatusar por mi madrastra, pero enseguida, como si no pudiera disociar el efecto de la causa, recuperé la imagen de un tren entrando en la estación del Norte, Isa avanzando hacia mí, su figura frágil, quebradiza, la piel casi transparente, tan pálida como si sus venas hubieran perdido la facultad de retener la sangre, tan delicada que parecía a punto de romperse, de vaciarse a través de sus manos hinchadas como muñones.
—Manolita...
En aquel andén estaba María Pilar. Estaba Pilarín, alta, guapa y sonriente. Estaban los mellizos, pero Isa vino hacia mí y yo la abracé para esconderme con ella detrás de una columna, como si estuviéramos solas en el mundo.
—Lo siento, cariño —cerré los ojos y escondí la nariz en su pelo, como cuando era pequeña—. Perdóname, Isa, por favor, perdóname...
—¿A ti? —ella separó la cabeza para mirarme—. ¿Por qué?
—Porque sí, porque no he podido... Lo he intentado todo, te lo juro —eso era verdad, pero también lo era que yo había seguido viviendo, que había seguido comiendo y durmiendo, riéndome a ratos, mientras ella volvía a lavar con sosa—. Tienes que creerme, he hecho lo que he podido, pero...
—Tú no tienes la culpa, Manolita. No te eches la culpa, porque eso... —sus manos se apoyaron en mi cara, la acariciaron, y en el tacto de las vendas que recubrían sus dedos, volví a sentir que Isa era la mayor de las dos—. Eso es lo que quieren ellas, ¿sabes?, que nos sintamos culpables siempre, por todo.
Su primera estancia en aquella casa donde me dejaban llamarla por teléfono no había durado ni un mes. Luego había vuelto al colegio, a otra casa y al colegio otra vez. A finales de enero de 1944, cuando María Pilar se benefició de la extraordinaria oleada de excarcelaciones que había liberado a Tasio quince días antes, la sosa había vuelto a destrozarla sin que yo hubiera podido impedirlo. No era culpa mía, pero siempre me sentiría culpable por eso. El recuerdo de esa impotencia pudo más que la alegría de su regreso, pero pronto cedió ante una preocupación mayor.
Al día siguiente, Rita nos mandó un médico, del Partido, supuse, que la reconoció sin cobrarnos un céntimo, pero ahí se terminaron las buenas noticias. No hay nada que hacer, y negó con la cabeza, el ceño fruncido. Procurar que coma, que descanse, que tenga siempre las manos secas, que tome el aire, que haga un poco de ejercicio, seguir con la pomada y cruzar los dedos, porque si pilla una infección con este pedazo de anemia... Esos puntos suspensivos me habían empujado hacia Silverio antes de que tuviera la oportunidad de decidirlo por mí misma, sin tiempo para pensar, para escoger el momento, las palabras. ¿Pero tu marido no está en Cuelgamuros? La señorita Marisa no necesitó más que descolgar el teléfono y hacer una pregunta para confirmarlo. Silverio estaba en la sierra, muy cerca de mí, desde diciembre de 1942, pero nadie me lo dijo antes de que se agotara el plazo de hacer las cosas bien. Quince meses después, Isa había impuesto su propio plazo, y era muy corto, tan peligroso que en él expiraban todos los demás. El azar se había aliado con el destino para obligarme a elegir entre mi vida y la de mi hermana, entre el futuro de Isa y el porvenir de un ensueño tibio y confortable, muy parecido al amor. No era justo. No era fácil, no era bonito, no era romántico. No era lo que Silverio se merecía, lo que me merecía yo. Era lo que había.
Ite missa est. Cuando el sacerdote nos bendijo, la señora que había compartido su periódico conmigo salió zumbando, y al mirar a mi izquierda tampoco encontré a nadie. Mientras los soldados desfilaban detrás del cura, el orden en el que habíamos asistido a la ceremonia se disolvió tan deprisa como si estuviéramos en el patio de un colegio el último día de clase. De un momento a otro, me vi envuelta en un torbellino de cuerpos presurosos, hombres y mujeres que se cruzaban, que me empujaban, que me esquivaban o chocaban conmigo para llegar lo antes posible al lugar donde se habían citado previamente. En el ojo de aquel huracán, donde no lograba ver ni hacerme ver, apenas conservar el equilibrio, estuve más segura que nunca de que no encontraría a Silverio, y sin embargo, el tumulto se despejó tan deprisa como se había formado para dejarme sola de repente en el claro de un bosque de parejas que se alejaban de mí en todas las direcciones. Entonces le vi. Estaba quieto, solo, cerca del lugar donde antes había estado el altar, y me miraba.
Lo primero que distinguí, como si mis ojos quisieran despistarme, registrar los detalles sin importancia para aliviarme del peso de su mirada, fue que iba bien abrigado, mucho mejor vestido que en Porlier. Llevaba un chaquetón azul oscuro, unas botas con suela de goma, y tenía la piel curtida, bronceada por el aire de la sierra. Me pareció más alto que antes, más corpulento, quizás porque comía mejor, aunque esa no era la diferencia principal con el Silverio que yo recordaba. Levanté el brazo derecho en el aire para saludarle, echó a andar hacia mí, y me di cuenta de que yo también debería andar hacia él, pero no pude. No podía mover los pies, no podía mover las manos, no podía hacer nada, sólo esperarle, y mientras le miraba, lo entendí. Faltaba la alambrada. Eso era lo que echaba de menos, lo que le hacía distinto, aquella verja que nos separaba pero nos protegía al uno del otro al mismo tiempo. Mi memoria engañó a mis ojos superponiendo sobre su imagen una reja imaginaria que avanzó con él, pegada a él, hasta que lo tuve tan cerca como nunca habíamos estado a la luz del día, tan cerca que me bastaba con estirar los dedos para tocar su cuerpo en lugar del aire, tan cerca que lo que habíamos vivido juntos me pareció mentira, y me pareció verdad, y ninguna mentira, ninguna verdad me enseñó una manera de saludarle.
—Manolita —la última vez que pudimos tocarnos, cuando la punta del último de mis dedos se desprendió del último de los suyos, había sentido que se me partía el corazón—. Qué alegría verte.
¡Ohhh! Mira a los tortolitos... Yo había escuchado antes esas palabras, las había escuchado en la misma voz y había sabido sonreír, contestar, fabricar una respuesta adecuada, pronunciarla mientras metía todos los dedos en los agujeros de una muralla de alambre, más me alegro yo, tenía tantas ganas de verte, cariño... En el locutorio de Porlier, mientras nos aplastábamos contra una verja sin más intimidad que la que nuestros gritos podían conquistar entre otros muchos gritos, eso había sido fácil. En Cuelgamuros no, porque estábamos juntos, solos, y nadie nos veía, nadie podía escucharnos, pero la voz de Silverio me había desordenado tanto por dentro que no sabía qué hacer, qué decir, ni siquiera qué Manolita ser, la que se divertía fingiendo que estaba enamorada de aquel hombre, la que sólo se había entregado a aquel amor cuando estaba a punto de perderlo, o la que se había bajado de un autobús una hora y media antes.
—Hola —fue la tercera quien empezó—. Yo... ¿Có...? ¿Cómo estás? —después, la primera sonrió como una boba—. Silverio... —pero sólo la segunda pronunció su nombre, soltó el asa del bolso con la mano derecha, alargó los dedos para tocar uno de sus brazos y dijo la verdad—. Yo... No sé qué decirte.
Él asintió con la cabeza, avanzó un paso, salvó con las manos la distancia que nos separaba y me abrazó. Yo llevaba un abrigo de María Pilar, él, un chaquetón de marinero, pero reconocí sus brazos, el relieve de su cuerpo, su olor, apreté mi cabeza contra su cuello con los ojos cerrados y el tiempo se volvió loco de repente, porque seguía sintiendo frío, los pies helados, y escuchaba el silencio clamoroso de la sierra, pero también a Tasio, a Martina, haciendo ruido en un cuarto pestilente donde siempre hacía calor, y cuando él separó su cabeza de la mía, no abrí los ojos, porque en el aturdimiento nacido de mi confusión, creí que iba a besarme.
—¿Cómo es que has venido? —su pregunta nos devolvió la cordura al tiempo y a mí—. ¿Tienes a alguien aquí?
—No, yo... —eché la cabeza hacia atrás, pero no quise soltarle—. Yo he... He venido a verte, por... Es que...
—Pues vámonos —retrocedió un paso y en el espacio que se abrió entre nosotros penetró una corriente de aire helado—. Aquí no se puede estar.
Echó a andar hacia una carretera flanqueada por soldados armados, y le seguí. Estaba tan nerviosa que no miraba al suelo, y tropecé con otra piedra que terminó de despellejar el tacón de Rita y estuvo a punto de hacerme caer. Silverio me cogió del brazo a tiempo, y después miró hacia mis tacones.
—Ya decía yo que habías crecido —no volvió a separarse de mí y le cogí del brazo, y cuando pensé en lo que estaba haciendo, que aquella mano era mi mano, que aquel brazo era su brazo, que los que salíamos juntos de aquella explanada éramos Silverio y yo, sentí que las rodillas se me doblaban, no supe si de miedo o de emoción—. No deberías haber traído esos zapatos.
—Ya... Ya, lo que... Es que no sabía que la misa era... así... —me miró como si no me entendiera—. Al... Al aire libre, y por eso... Y encima no son míos, ¿sabes?
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 39 | Нарушение авторских прав
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