Читайте также: |
|
—Son muy bonitos.
—Sí, pero... —en ese momento, me di cuenta—. Oye, ya no tartamudeas.
—No —se echó a reír y volvió a mirarme—. Ahora tartamudeas tú.
Yo también me reí, y todo empezó a ir mejor.
—Espérame aquí un momento —me dijo cuando llegamos a la carretera—. Tengo que avisar en el control de que he tenido visita. Esto es una cárcel, aunque no lo parezca.
Se dirigió a dos soldados que estaban junto a una garita, se volvió a señalarme con el dedo, y le di la espalda para sacar un espejito del bolso y retocarme los labios a toda prisa. Él tuvo que apreciar aquella súbita escalada de color sobre mi boca, pero no la comentó.
—Vamos a subir un poco, ¿quieres? Ahí arriba, detrás de la curva, hay una pradera que me gusta mucho. Tendrás que quitarte los zapatos, pero...
—No importa —volví a cogerle del brazo y se volvió a dejar—. Total, después de haberme arrodillado ahí abajo, las medias están ya para tirarlas...
Nos echamos a reír otra vez, al mismo tiempo, y subimos la mitad de la cuesta sin decir nada, hasta que el silencio dejó de ser un compañero apacible para interponerse entre nosotros como una distancia sin forma, una separación invisible, tan eficaz como la alambrada de la cárcel.
—Te escribí al penal de El Puerto, ¿sabes? —yo la derribé primero, pero no me atreví a mirarle.
—No recibí tu carta —luego sí, pero él miraba al horizonte, como si hablara solo—. Me trasladaron enseguida, antes de que pudiera pedir un destino, primero a un destacamento ferroviario, cerca de Pamplona, luego a Talavera, a las presas del Alberche. Hasta que me trajeron aquí.
—Me lo imaginaba —me miró—. Volví a escribir y me devolvieron la primera carta, con un sello que decía que te habían trasladado, y después... Como no tenía ninguna dirección...
—No me atreví a mandarte otra carta. Al principio estaba muy lejos, y lo que nos había pasado en Porlier fue tan raro que pensé... —volvía a hablar solo, o con los picos de las montañas que nos rodeaban—. No era vida, Manolita. Tú te merecías algo mejor.
—No lo sé —murmuré, mirando mis zapatos—, porque no lo he encontrado.
En ese momento se paró, y comprendí que había vuelto a mirarme pero no levanté la cabeza. Las palabras que acababa de pronunciar me habían afectado tanto como a él, tal vez más, porque nunca había sido tan consciente de mi pobreza. Silverio no dijo nada, pero apretó con su mano libre la que yo había deslizado entre su cuerpo y su brazo, y subimos así el resto de la cuesta.
—Ya hemos llegado, dame la mano.
El sol de marzo apenas calentaba, pero brillaba en un cielo flamante, tan limpio como si acabara de nacer y ninguna nube lo hubiera ensuciado todavía. El lugar favorito de Silverio era una pradera pequeña, casi redonda, circundada como un jardín secreto por un bosque de pinos viejos, altísimos, y tan frondosos que lo ocultaban de la carretera como una muralla de guardaespaldas, aunque había otras parejas sentadas en mantas, sobre la hierba, y algunos soldados vigilándolas a una distancia pudorosa. El suelo estaba muy frío, pero Silverio me guió hasta dos rocas de granito que parecían haber chocado entre sí para labrar una superficie plana, y cuando me senté en ella, se quitó el chaquetón para envolverme los pies.
—Pero te vas a helar —protesté sin mucha convicción, agradeciendo su gesto más que el calor.
—Qué va —se sentó a mi lado—. El jersey que llevo es muy gordo, y además, me he acostumbrado al frío —sonrió—. Aquí no hay más remedio.
Asentí con la cabeza y miré a mi alrededor, el cielo, los montes, las copas de los árboles. Cerré los ojos, los abrí otra vez y volví a mirarlo todo.
—Qué sitio tan bonito.
—Sí que es bonito —asintió con la cabeza, como si quisiera animarme a arrancar, pero aún no fui capaz de decir nada—. ¿Por qué has venido a verme, Manolita?
Aquella mañana no se había afeitado. En aquella pradera natural, rodeada de montañas, entre pinos más altos que el edificio donde le había visto por última vez, la sombra de la barba le sentaba bien. Parecía un hombre libre, un pastor, un pirata, un soldado de fortuna, dueño de su cuerpo y de su vida. Seguía teniendo la nariz muy grande, pero también eran grandes sus manos, ásperas, callosas, y las botas que protegían sus pies del frío. La luz arrancaba destellos dorados de su piel y mi mirada le favorecía. Me di cuenta de eso, de que me gustaba tanto mirarle que mis ojos le embellecían más que el sol, y me dio pena. Mientras buscaba un hilo del que tirar, una manera de empezar a contarle que mi visita no era lo que parecía, sentí una tristeza húmeda, mohosa como la improvisada nostalgia por un futuro que nunca llegaría. Me habría gustado decir otras palabras que no serían mentira, pues ya ves, me he enterado de que estabas aquí y se me ha ocurrido acercarme... Esas palabras que no iba a pronunciar me daban más pena todavía, pero no podía seguir callada eternamente, así que tomé aire, y sentí que expulsaba mucho más del que había aspirado antes.
—Mira, Silverio, yo lo siento mucho, eso lo primero... De verdad que lo siento, porque me habría gustado venir sin más, sólo por verte, pero... Vas a pensar que hay que ver, que qué cara más dura tengo, y tendrás razón, quiero que sepas que si me dices que soy una caradura tendrás razón, pero...
Él no dijo nada y yo, por no mirarle, miré hacia el cielo, admiré la elegancia de un aguilucho que lo surcaba sin mover las alas, volví a la carga.
—Desde que no nos vemos han cambiado muchas cosas, ¿sabes?, y todas para peor. Bueno, todas no, pero...
El aguilucho se perdió entre las montañas y Silverio me cogió de las manos para obligarme a mirarle.
—Pero ¿qué? —al hacerlo, encontré un gesto tranquilo, el ceño liso, ninguna sombra de temor o preocupación en sus ojos.
—Mi hermana Isa está muy enferma. ¿Te acuerdas de lo contenta que me ponía cuando recibía una carta suya? —asintió con la cabeza, pero no quiso añadir nada—. Pues todo era mentira. En el colegio la trataban muy mal, la obligaban a trabajar, tiene mucha anemia, las manos destrozadas de lavar con sosa, no ha vuelto a tener la regla seis meses seguidos desde que se marchó, está muy débil, y yo...
Mis ojos escaparon de los suyos para recorrer el cielo, los montes, las copas de los árboles.
—Bueno, no he sido yo, fue a mi madrastra a quien se le ocurrió... Todo esto ha pasado muy deprisa, ni siquiera he tenido tiempo para pensarlo bien, porque... María Pilar salió de la cárcel hace veinte días y la semana pasada vino conmigo a Yeserías a ver a Toñito, que está allí, sabes, ¿no? —asintió con la cabeza para ahorrarme el resto de la explicación—. Pues eso, que cuando estábamos juntas en la cola, una mujer dijo que tú estabas aquí, y...
Y deseé con todas mis fuerzas que me tragara la tierra.
—Si Isa pudiera vivir allí, le sentaría bien, eso dijo, y que aquí había trabajo para las mujeres, que no me costaría mucho sacarme un buen jornal, entonces, mi madrastra... Es que el médico nos había dicho lo mismo, que a Isa le convenía salir de Madrid, tomar el aire, que en el campo dormiría mejor, que se le abriría el apetito, y enton...
Apenas lograba reconocer mi voz, un hilo fragilísimo, encarnado como mis mejillas, y tan tenso que cuando sus dedos apretaron los míos se partió en la mitad de una palabra. Después volví a mirarle, y vi que me miraba.
—Yo ya sé que no tengo derecho a pedirte nada, Silverio, al contrario, porque tú estarás pensando, ¿y a mí qué me importa? Los hermanos Perales siempre igual, venga a meterse en mi vida, menudo negocio fue hacerme amigo de Antonio, primero lo de Porlier, y ahora, esta, que menuda jeta tiene, así que... Pero como Isabel ha vuelto tan mal, que eso es verdad, te lo juro por lo que más quieras, que parece un pajarito, se me parte el corazón al verla, y... Bueno, pues María Pilar se enteró de que en teoría tú y yo estamos casados porque Alicia, que es una bocazas, lo dijo en voz alta, ¿pero tu marido no está en Cuelgamuros...? Y yo dije que no, te juro que dije que no, que nos habíamos casado de mentira, que esa boda no valía, pero me dio lo mismo, porque como en la cola de la cárcel opina todo cristo, y allí no hay discreción, ni secretos, ni intimidad que valga...
Me estaba poniendo muy nerviosa, pero sus dedos volvieron a apretar los míos para darme ánimos, una vez, otra, y otra más, y ya no hallé manera de escapar, ya no pude mirar el cielo, ni los montes, ni las copas de los árboles.
—Una mujer dijo luego que el cura de Porlier vende certificados de matrimonio, que una prima suya le había comprado uno, y son carísimos, que esa es otra, porque me vas a mandar a la mierda, pero tampoco sé yo de dónde íbamos a sacar el dinero para pagarlo, claro que a ellas eso les dio igual, ellas ya estaban lanzadas y entre todas me arreglaron la vida en un periquete. Ellas decidieron lo que había que hacer, cómo había que hacerlo, es que ni me preguntaron, te lo juro, y... Ya sé lo que estás pensando. De verdad que lo sé, y no hay derecho, tienes razón, lo que te estoy haciendo no tiene nombre, bueno, sí, tiene uno, pero es muy feo, porque...
Me callé al sentir que sus manos me soltaban. Luego le vi moverse, colocarse frente a mí, inclinar la cabeza hacia la mía.
—Un momento, un momento, a ver si lo entiendo bien... —cerró los ojos, se mordió el labio inferior, volvió a mirarme y sonrió—. ¿Me estás diciendo que quieres venirte a vivir aquí, al campamento, como mi mujer, y traerte a tu hermana?
—Pues... —no parecía enfadado, sólo sorprendido, y fui completamente sincera con él—. Esa es la idea de María Pilar, bueno, de María Pilar y de veinte más... A mí me habría gustado hacerlo de otra manera, Silverio, me habría gustado hacerlo bien y no abusar de ti, porque esto es abusar, lo sé, es cargarte con una responsabilidad que no te corresponde, meterme en tu vida de mala manera, otra vez, igual que cuando las multicopistas. Y tú a mí me importas, Silverio, tú... Lo que nos pasó... Bueno, ya sé que no era verdad, o sea, que al principio no era verdad, pero luego... En fin, que esto es muy feo, y no es justo, yo lo sé, sé que no te lo mereces, por eso te he advertido que ibas a pensar que era una caradura, así que si me dices que no...
—Pero yo no voy a decirte que no, Manolita —cogió mi cara entre sus manos y cerré los ojos, abandoné la cabeza entre sus palmas, sentí calor, un bienestar instantáneo, parecido a la paz que no había vuelto a probar desde que acabó la guerra—. Yo voy a decirte que sí.
Eladia Torres Martínez, carne de cañón, odió en su vida a dos hombres con todas sus fuerzas. Pero aún quiso más al único al que amó.
Mientras se arreglaba para asistir a aquella cita, no pensó en su amor, sino en su odio, una pasión vieja, casi tan larga como su vida y poderosa como un árbol cuyas raíces se hubieran ramificado para invadir sus venas, sus huesos, hasta penetrar en el último resquicio de su cuerpo. Fue el odio, aquel armazón de leña dura, lo que le sostuvo el pulso mientras se pintaba los ojos, los labios, con tonos escogidos con cuidado, en el límite de intensidad que una mujer decente no traspasaría para salir a la calle a media mañana. Después se puso una falda ceñida, no demasiado, y una chaqueta que por delante dejaba ver el casto, plano triángulo que la nueva España había impuesto a los escotes. Los tacones eran finos, pero no muy altos, una opción del odio que también escogió por ella el bolso, el sombrero, los guantes. Sin embargo, cuando se miró en el espejo por última vez, fue su amor lo que la empujó hacia la calle.
El ministerio no estaba lejos, pero al respirar el aire tierno de aquella mañana de abril de 1945, la primavera apoderándose del color del cielo, de los brazos desnudos de las muchachas y la brisa que agitaba con suavidad las hojas de los árboles, paró un taxi. Aquel día cálido y luminoso no era para ella, pero vendrán otros, pensó. De eso se trataba, de comprar otros días, feos o lluviosos, sofocantes, helados, claros o nublados, pero distintos, y dos billetes de tren, una estación remota, un andén desconocido en cualquier lugar del mundo, cualquier clima, cualquier temperatura, cualquier mes de cualquier año. Con esa determinación, pagó al taxista, atravesó la verja, cruzó el jardín y pronunció su nombre sin titubear ante el soldado que controlaba las visitas.
—Aquí está —consultó una lista, asintió con la cabeza—. Tercera planta, segundo pasillo a la derecha —y sonrió como si adivinara sus motivos, los mismos que habían llevado hasta allí, en los últimos años, a una pequeña multitud de mujeres guapas, jóvenes y desesperadas—. El teniente coronel la está esperando.
Cuando otro soldado abrió la puerta de aquel despacho para invitarla a pasar, tomó aire y se dispuso a representar el papel que tenía asignado desde su nacimiento, el mismo que había esquivado con tesón, una voluntad feroz, durante toda su vida. Al traspasar el umbral, su memoria resucitó un coro de voces infantiles, ni puras ni inocentes las niñas que habían empezado a atormentarla cuando no sabía cómo defenderse de sus palabras. No se detuvo en ellas. Alfonso Garrido la recibió tras un escritorio elevado sobre unos tacos de madera, para que sus piernas cupieran en el hueco abierto entre dos columnas de cajones. Sus hombros ocultaban el respaldo de la butaca en la que estaba sentado, acentuando la impresión de que aquel hombre era demasiado grande para los muebles de su oficina. En otro momento, aquella imagen tal vez le habría parecido cómica. Aquella mañana no. Aquella mañana, mientras Garrido la repasaba con los ojos, una avidez fría tensando sus labios, sólo encontró fuerzas para pensar que lo que iba a pasar nunca sería peor que lo que ya había vivido. A esa convicción se aferró para sostenerle la mirada.
—Vaya, vaya, qué tenemos aquí... —el militar sonrió, echó la butaca hacia atrás, volvió a mirarla—. La Reina de Saba en persona, ¡cuánto honor! Y si no me equivoco, vienes a pedir un favor, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza, pero él no se movió, no dijo nada, como si un simple gesto no fuera suficiente.
—Sí —por eso se lo confirmó con palabras—. Vengo a pedirle un favor.
—Pues entonces... —se levantó, rodeó la mesa muy despacio, se recostó en ella y apoyó sus dos inmensas manos sobre el tablero—. De momento, ponte de rodillas, ¿no?
Eladia cerró los ojos, dobló una pierna, luego la otra, y se arrodilló.
—Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija...
De pequeña, le gustaba mucho ir al colegio. Era una alumna dócil, aplicada, y tenía muchas amigas con las que jugar en el recreo. Entonces, su abuela era todavía joven, una mujer atractiva, próspera, que andaba muy derecha y se vestía con elegancia. Aunque se pintaba demasiado, todos los tenderos la trataban con el doña por delante, y su aspecto no difería del de otras señoras del barrio. Su casa sí, pero en aquella época, ni ella ni sus compañeras sabían interpretar la naturaleza de esas excepciones.
Las otras niñas tenían padres, Lali no. Ella vivía con su abuela y con Fernanda, su tata, una mujer gorda, hombruna y dulce a la vez, que era su padre y su madre. La única persona que las acompañaba, por lo general los martes y los viernes, siempre por la tarde, era don Evaristo, un señor mayor que vestía de negro, desde las botas hasta una chistera tan flamante como pasada de moda, excepto por el blanco inmaculado de la camisa y una leontina de oro de la que colgaba un reloj del mismo metal. Don Evaristo era juez del Tribunal Supremo, y un hombre amable que de vez en cuando dejaba unos caramelos para la niña en la mesa del recibidor antes de marcharse, porque no solían coincidir. Los martes y los viernes, Fernanda iba a buscarla al colegio y se la llevaba a hacer recados hasta que daban las siete. Después, todavía remoloneaban un rato en la calle, y ni la adulta daba explicaciones ni la niña las pedía. Lali tardó mucho tiempo en conectar las visitas de don Evaristo con la furibunda afición por las aceras que se apoderaba de Fernanda dos días a la semana, quizás porque a veces, al volver a casa, encontraba al amigo de su abuela sentado con ella en el salón, tomando café. Entonces, el juez le enseñaba su reloj y le dejaba pulsar un resorte que hacía brotar música, la alegre melodía de un vals vienés en unas notas tenues, metálicas, tan mágicas como si un hada diminuta se hubiera despertado para tocar un xilófono escondido dentro de la caja.
En aquella época, Lali era una niña feliz y no echaba nada de menos. Tenía dos apellidos, como todo el mundo, pero no sabía que compartía los suyos con su abuela y con su madre. Ni siquiera estaba segura de que las dos no fueran la misma mujer. Ella siempre había llamado a su abuela mamá, porque no tenía cerca a nadie más a quien designar con esa palabra, y no dejó de hacerlo cuando Fernanda empezó a corregirla a espaldas de su señora, que recibía con placer un tratamiento que la rejuvenecía, aunque su edad no hacía imposible que hubiera parido a su nieta. Cuando Lali conoció a su madre, tenía siete años y su abuela aún no había cumplido cuarenta y ocho.
—¡Mi niña! —al volver del colegio, una desconocida le abrió los brazos en el salón de su casa—. Ven aquí, que te vea bien. ¡Qué barbaridad, cómo has crecido! Qué guapa y qué mayor estás...
La niña pensó que aquella señora, aparte de una sobona, era una mentirosa, porque ella no era guapa, ni siquiera alta. Nunca había sobresalido por su estatura, mucho menos por su belleza, con aquellas cejas negras que parecían una sola sobre unos ojos demasiado juntos, la piel mate, renegrida, el cuerpo tan flaco que sus piernas eran puro hueso y los hombros en cambio anchos, cuadrados como los de un muchacho. En el colegio nunca la elegían para la función de Navidad, y en las fotos de fin de curso la ponían siempre en una esquina, lejos de las rollizas muñecas rubias y morenas que posaban de cuerpo entero al pie de la escalera. Por eso, no entendió qué encontraba en ella aquella señora tan guapa, ella sí, que la acariciaba, y sonreía, y parecía al mismo tiempo a punto de llorar.
—¿Quién es usted? —preguntó después de un rato.
—Yo... Yo soy tu madre, cariño.
Cuando la escuchó, se desasió de sus brazos para retroceder unos pasos, frunció las cejas y analizó aquella respuesta como si fuera un problema de aritmética. La mujer que la miraba con la misma expresión que un reo dirigiría a su tribunal, era demasiado joven para ser su madre. Tenía la boca sonrosada y llena, las mejillas mullidas de una muchacha, pero además parecía extranjera, quizás por su ropa, suntuosa y extraña. Hasta que vio sus piernas, largas y esbeltas como las que aparecían dibujadas en los figurines de París, Lali nunca había tenido cerca a ninguna mujer que se atreviera a enseñarlas. En 1925, en la calle San Mateo, las más audaces se destapaban como mucho media pantorrilla, y al cruzarse con ellas, Fernanda las llamaba marimachos por querer ser iguales que los hombres. La recién llegada parecía aspirar a todo lo contrario, pero a la niña le resultó tan ajena que no supo qué hacer, si ir hacia ella o salir corriendo, hasta que su abuela entró en el salón.
—Díselo tú, madre. Díselo tú, que no se lo cree...
Lali nunca se había tomado muy en serio las advertencias de Fernanda pero, aunque no la echaba de menos, había fantaseado alguna vez con la clase de madre que le gustaría tener, una mujer guapa y divertida que pudiera jugar con una niña sin cansarse, que fuera un poco gamberra, y se riera en voz alta, y comiera regaliz sin miedo a que se le ensuciaran los dientes, una madre joven, ágil, con brazos lo bastante fuertes para remar en el estanque del Retiro y tiempo libre para perderlo con ella, para pintarle las uñas, para enseñarle bailes, canciones. Esa, la compañera ideal para compensar el cariño, constante e incondicional uno, caprichoso, voluble el otro, que sólo había recibido de dos mujeres mayores, era la madre que Lali quería. En su primer viaje, Mili superó todas sus expectativas.
—¡Tú estás mal de la cabeza, Emiliana!
Cuando volvían de la calle, cargadas de paquetes, Fernanda ponía los ojos en blanco mientras bloqueaba el umbral con su corpachón.
—Me estoy cansando de decirte que no me llames así, ¿sabes?
—¿Ah, sí? Pues, que yo sepa, no tienes otro nombre, y te voy a decir algo más... Mejor harías ahorrando para cuando vengan mal dadas, en vez de malcriar a la niña, que a este paso no va a haber quien la meta en cintura.
Mili no se la tomaba en serio. Miraba a su hija, ella le devolvía la mirada y las dos se echaban a reír antes de replicar a coro.
—Eres una vieja cascarrabias, tata.
Aquel festival duró once días. Durante once días, Emiliana Torres Martínez, un hada, un milagro, una reina de cuento, salió todas las tardes con su hija para comprarle tres veces de todo, tres abrigos, tres capotas, tres pares de zapatos, el doble de vestidos y de ropa interior. Durante once días, no le negó nada, ni siquiera el capricho de andar por una acera de la calle y no por la contraria. La undécima noche, la vistió de punta en blanco, le rizó el pelo con sus propias tenacillas, le adornó las orejas con dos perlas montadas en oro y la llevó a cenar a un restaurante con grandes arañas de cristal y paredes recubiertas de espejos, donde unos camareros con frac la llamaron «señorita» sin dejar de sonreír, desde que su madre les informó de que aquel día había cumplido ocho años. La niña fue tan feliz que no le preguntó a Mili por qué se había puesto dos alianzas doradas en el dedo, como si estuviera viuda, igual que nunca se había atrevido a preguntarle por qué había tardado tanto tiempo en venir a verla. Ella esperó a que terminara la tarta, antes de contarle que al día siguiente volvería a marcharse.
—Pues me voy contigo.
—No, cariño, no puede ser... —y se echó a reír, como si su partida fuera un accidente sin importancia—. Pero volveré pronto, ya lo verás.
—Pero... —la niña sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas mientras contemplaba la radiante, incomprensible sonrisa de su madre—. Pero la última vez... Porque la tata me lo ha contado, que si no... Ni siquiera me acuerdo.
—¡Oh! —Mili echó la silla para atrás, la reclamó con los brazos, la sentó sobre sus rodillas—. No llores, vida mía, por favor, te prometo que volveré muy pronto —y la besó muchas veces antes de mirarla a los ojos—. Estos años he estado muy lejos, en América, ya lo sabes. ¿Te acuerdas de las postales que te regalé? Nueva York, Buenos Aires... Desde allí no se puede volver, pero ahora pienso quedarme aquí, en España, en una ciudad con mar, ¿y sabes una cosa? Este verano igual te mando un billete para que te vengas a pasar unos días conmigo, a la playa. La tata puede venir también, ¿qué te parece?
Después, Lali se deslizó entre las sábanas de su madre cuando todavía estaba despierta. Ella se dio la vuelta, la abrazó y cantó en voz muy baja, arrullándola hasta que se quedó dormida con la certeza de que no podría marcharse sin que se diera cuenta. Pero cuando Fernanda la despertó a las ocho y cuarto, como todos los días, en la otra mitad de la cama no había nadie.
Aquella mañana dejó que le desenredara el pelo sin quejarse, pero no fue capaz de acabarse el desayuno. Estaba muy triste, pero aún más asustada, aunque no se explicaba por qué. Siempre se había sentido segura en el pequeño mundo donde habitaba, la casa, el colegio, las calles de su barrio, y sin embargo, mientras oía a la maestra sin atender a lo que decía, la vuelta a la rutina le dio miedo. La esplendorosa aparición de su madre, la fugaz felicidad de haberla tenido para ella sola, el desconcierto de volver a perderla tan pronto, parecía haber anulado el tiempo que había vivido antes de conocerla, como si su propia vida no le correspondiera, como si Mili hubiera abierto una puerta hacia una realidad mejor, más justa y más feliz, sin enseñarle el camino para que la atravesaran juntas. Sentada en su pupitre, absorta en el misterio de la nostalgia, un sentimiento nuevo para ella, dejó pasar las horas con las manos pegadas a las orejas, sus yemas palpando sin cesar las perlas que adornaban los lóbulos para probar que su madre existía, que la quería, que volvería. Pero aquel día no fue especial sólo por eso. Al salir de clase, se encontró con la abuela esperándola en el patio.
—Tengo que ir a casa de Mari Paz, a probarme —era lunes, pero doña Eladia nunca iba a recogerla—. He pensado que igual te apetecía venir conmigo.
—Bueno —le dio la mano sin añadir nada más, y las dos se dieron cuenta de que cualquier otra tarde, la niña se habría entusiasmado ante la perspectiva de hacerle una visita a la modista, pero la adulta tenía una carta en la manga.
—Me estoy haciendo dos vestidos, y he pensado... —apretó la mano de su nieta para atraer su atención y sonrió—. ¿Qué te parece si le pedimos a la oficiala que nos busque unos cuantos retales grandes y bonitos, para que la tata le haga un vestuario bien elegante a tus muñecas nuevas? —siguió adelante, como si no hubiera visto abrirse los ojos de la niña—. Ella cose muy bien, ya lo sabes, y como Mari Paz tiene muchas clientas, puede hacerles trajes de noche, y de chaqueta, y batas de seda iguales que la mía, vestidos parecidos a los que te ha regalado mamá...
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 37 | Нарушение авторских прав
<== предыдущая страница | | | следующая страница ==> |
Un grano de trigo 4 страница | | | Un grano de trigo 6 страница |