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Un grano de trigo 6 страница

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—¿En serio?

—En serio —y se paró delante de La Bearnesa—. ¿Quieres que te compre un bollo para merendar?

—¿Puede ser con nata?

—Pues claro, el que tú quieras.

Aquella tarde, Lali se divirtió tanto como si nunca hubiera conocido a su madre, y cuando volvió a casa con un paquete repleto de pedazos de tela de todas las clases y colores, Fernanda la cubrió de besos sin regañarla por los cercos blancuzcos que la nata había dejado en la pechera de su uniforme. Después de bañarla, se sentó con ella en la mesa de la cocina, y la abuela las acompañó mientras probaban los retales sobre los cuerpos de las tres muñecas, proyectando blusas, faldas y vestidos.

—¿Y los zapatos? —la tata dejó el último detalle para la hora de la cena, sopa de fideos y un filetito empanado, nada de verdura aquella noche—. ¿Cómo los quieres? No tenemos piel, pero puedo hacérselos de tela y llevárselos al zapatero de Churruca, que es muy mañoso, para que les pegue unos palitos que figuren como tacones.

—Entonces negros —y al decirlo, Lali sintió una punzada de dolor en el pecho—. Como los de mamá.

—Pues negros, ya verás qué bien nos van a quedar...

Aunque había fregado los cacharros y los mármoles, aunque había sacado incluso las cenizas del fogón, Fernanda siguió haciendo como que trajinaba con una bayeta en la mano sin perder a la niña de vista. No quería dejarla sola, porque mientras limpiaba sobre limpio, descontaba minutos del plazo de una pregunta inevitable.

—Mamá va a volver —y cuando llegó aquel momento, a ella también le dolió el corazón—, ¿verdad, tata?

—Pues claro que va a volver, lucero —luego hizo lo que tenía que hacer, acercarse a Lali, cogerla en brazos, sentarse con ella en las rodillas y besarla sin parar—. ¿Cómo no va a volver, si te quiere más que a nada en el mundo? —abrazarla muy fuerte y repetir una retahíla que había aprendido de memoria muchos años antes—. Si tú eres su tesoro, su princesa, lo único que hay en el mundo para ella, ¿cómo no va a volver, vida mía? —aguantar el tirón del llanto de otra niña—. Y ya verás cuántos regalos te va a traer, ya te estará echando de menos, lo estará pasando peor que tú —y volver a tragarse sus propias lágrimas, tantos años después—. Mamá tiene que trabajar, si no fuera por eso nunca se habría marchado, hazme caso, que la conozco muy bien, lo sé mejor que nadie —hasta que encontró un resquicio para distraerla—. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Pero que no se entere tu abuela, ¿eh? ¿Quieres que durmamos juntas? Ahora nos acostamos y te cuento historias de esas de mi pueblo, de crímenes y de aparecidos, que te gustan tanto...

Al día siguiente, Lali pensó que la abuela y la tata tenían celos de su madre, que por eso la mimaban tanto, pero se equivocaba. Lo que pretendían no era recuperar su favor, sino desintoxicarla, deshabituarla, neutralizar las consecuencias de la visita de Mili, amortiguar su recuerdo hasta convertirlo en una imagen dudosa. Fernanda tenía mucha experiencia, porque había jugado ese papel con Emiliana durante mucho tiempo, todo el que pasó hasta que don Evaristo se encaprichó con su madre y le puso un piso. Gracias a eso, las tres habían podido abandonar el burdel de la calle Flor Alta donde Eladia y Fernanda se habían conocido en 1896, cuando la primera acababa de cumplir dieciocho años y a la segunda le faltaba menos de un mes para alcanzarla.

Cuando atravesaron juntas el portal de aquel edificio, Fernanda decidió que no volvería a gastarse un céntimo en lotería, porque no aspiraba a tener más suerte en la vida. Aquel piso amplio y con balcones a la calle San Mateo, donde por la mañana se oía el barullo de una calle transitada, el reclamo del afilador, el del lechero, las voces de los niños que jugaban a la pelota, por la noche nada, fue para ella una versión privada del Paraíso. Por aquel entonces, hacía ya muchos años que había abandonado un oficio que no se le daba bien y para el que tampoco le sobraban condiciones aunque, como solía decir doña Victoria, en una casa como esta, tiene que haber de todo.

—Los paletos, para Fernanda.

Ella no era guapa ni tenía buen tipo, pero sí la virtud de parecer exactamente lo que era, una chica de pueblo con las piernas gordas como troncos, las caderas anchas y la cara colorada, un producto del campo, decían sus compañeras, sin refinar, sin desbastar, impermeable a cualquier intento de sofisticación. Cuando la conoció, la dueña no tardó ni dos minutos en clasificarla, pero concluyó que, mientras fuera joven, no tenía por qué irle mal. A ella le gustaba presumir de que su casa era un establecimiento de categoría y de que allí no entraba cualquiera, pero eso era sólo una verdad a medias. La calle de la Flor Alta estaba al borde de la Gran Vía, demasiado cerca de la calle Ceres como para resistir una competencia feroz sin hacer concesiones.

En los primeros días de la semana, en el perchero de la entrada sólo se veían sombreros y gabanes, pero a partir del jueves se colaba alguna gorra de paño, ricos de pueblo, tratantes de ganado dispuestos a celebrar una buena venta, campesinos con tierras que acudían a la capital a estrenarse y, a menudo, también sus padres. Su dinero era tan bueno como el que más, pero ellos parecían ignorarlo mientras avanzaban hacia el salón con timidez, incómodos en sus trajes de domingo. Todo les amedrentaba, el espesor de las alfombras, las impasibles cortinas de terciopelo púrpura cerradas al resplandor de las farolas, la fragilidad de las patas de los veladores y los grandes divanes donde se recostaban unos señores a los que habrían cedido el paso si se los hubieran cruzado en una acera. Cuando comprendían que su camino no tenía marcha atrás, que cualquier retirada sería una huida, y la huida un ridículo espantoso, se arrepentían de haber ido hasta la capital a echar un polvo en lugar de quedarse en el burdel de su pueblo, tan ricamente, y no sabían qué hacer, qué bebida pedir, dónde sentarse, mucho menos escoger una mujer en aquella pecera repleta de sirenas plateadas que los miraban con una sonrisita en la que la compasión se transparentaba tras la desgana. Hasta que se fijaban en Fernanda.

Antes o después, descubrían a Nadine, o más bien a Nadín, como decía ella, aquella criatura milagrosa que estaba tan incómoda, tan fuera de lugar como ellos mismos, porque más allá de las gasas, de la purpurina y de aquel nombre francés, tan falso como sus joyas, era una habitante de su propio mundo. Ella les devolvía el aplomo, la confianza, y se sentían tan aliviados al recobrarlos que, mientras avanzaban en su dirección, ni siquiera advertían que, bien mirada, no estaba tan buena. En su pueblo habrían podido conseguir una puta con mejor cuerpo, pero eso les daba igual, porque ellos habían ido a Madrid a echar un polvo y eso era lo que iban a hacer, lo que harían más de una vez, porque si volvían a aquel burdel, irían derechos a por aquella chica corriente, que sabía escucharlos, hablarles con naturalidad, sin la altivez que les impedía acercarse a las demás por mucho que las desearan. Así, algunos viernes, algunos sábados, Nadine llegó a hacer más caja que las veteranas, pero nunca dejó de pasarlo mal.

—¿Y tú por qué tardas tanto? —le preguntaban las otras en el comedor, mientras cenaban de madrugada—. ¿A ti no te han explicado lo que hay que hacer? Mira, cuando la tengas dentro, tú aprietas el coño como si...

—¡Ay, ay, ay! —ella ponía cara de asco, cerraba los ojos, se tapaba los oídos con las manos—. ¡Déjame, déjame! No me lo cuentes, no quiero saber...

—Hija mía, para la pinta de bruta que tienes... ¡Hay que ver, qué delicadita eres!

Pero no era eso. Fernanda sabía que no era delicada, que no era aprensiva ni melindrosa. Nunca le había asustado trabajar con las manos, meterlas en lejía, empuñar una guadaña o rellenar tripas en las matanzas, y ni siquiera le daban asco los insectos. La verdad era mucho más simple, y ya se la anticipó ella a su tía cuando la llevó por primera vez a aquella casa.

—Mire usted que yo para puta no voy a valer.

—¡Qué tontería! —ella llamó al timbre sin volverse a mirarla—. Para eso valen todas, ¿no vas a valer tú? Peor es pasar hambre.

Fernanda había pasado mucha mientras vivía sola con su abuelo, labrando un pedazo de tierra que no les daba para comer, ofreciéndose para ganar un jornal en lo que fuera, aceptando jornadas de limpieza extenuantes en casas donde apenas le pagaban unos céntimos. Por eso, al día siguiente del entierro de su abuelo, había seguido a su tía hasta Madrid. Por eso se quedó en casa de doña Victoria y mientras conservó fresca la memoria del hambre, el grito sordo y constante de sus tripas, se comportó como la más dócil de sus trabajadoras, la única que nunca se encaprichó con un cliente y jamás trabajó de balde, ni tenía ataques de celos, ni se escapaba de vez en cuando para correrse una juerga por cuenta propia. Cuando no estaba ocupada, se quedaba en su habitación, cosiendo su propia ropa, y bajaba de vez en cuando a la cocina para hacerse un flan chino y tomárselo entero, a cucharaditas. Al principio, le parecía mentira que nadie la regañara, y más increíble aún que su flan permaneciera intacto, esperándola, en una cocina tan transitada como aquella, pero así era. Se hizo tantos flanes, que una tarde descubrió que estaba empachada y abandonó el último por la mitad. Se le había olvidado lo que era acostarse sin cenar, y empezó a pasarlo todavía peor.

—¿Pero qué es lo que te pasa a ti, Fernanda?

Doña Victoria le había asignado un cuarto de segunda categoría, pequeño y con dos camas, una mesilla, un armario, una sola ventana que comunicaba con una habitación exterior. Durmió allí sola durante dos semanas, hasta que llegó otra muchacha de su misma edad, que también había nacido en un pueblo de la sierra de Lozoya y llevaba el hambre pintada en la cara. La primera Eladia Torres Martínez parecía una réplica de su compañera de cuarto, pero Fernanda descubrió muy pronto que era mucho más espabilada, y cuando empezó a comer tres veces todos los días, apuntó una diferencia aún más decisiva. Aquella chica de piel oscura, mate, y cuerpo huesudo, con las piernas llenas de costras y tan peludas como el entrecejo, absorbió el oficio con la misma facilidad con la que respiraba. La mejora de su alimentación rellenó sus pechos, sus caderas, y abrillantó su piel, tersa, luminosa sobre la grasa que mullía sus curvas en la proporción justa, pero todo lo demás lo puso ella misma, observando a las demás, imitándolas, reproduciendo sus gestos, sus sonrisas, su manera de moverse, hasta que aprendió a depilarse, a peinarse, a maquillarse sola con una pericia que multiplicaba por muchas cifras las capacidades de su compañera de habitación. Unos meses después, su belleza peculiar, irregular y afilada, más salvaje que exótica, llegó a su plenitud para hacer saltar por los aires todas las alarmas, las del deseo masculino y las de la envidia femenina, en aquella casa. Para aquel entonces, las dos eran ya tan amigas como para que una se preocupara por la tristeza de la otra, y para que esta le confesara, sólo a ella, la verdad.

—Pues qué me va a pasar, Eladia, es que... No sé, llamar cabritos a unos tíos y acostarnos luego con ellos, pues... No me parece bien.

—Pero, Fernanda... —la primera vez que escuchó aquel discurso, se levantó de su cama para sentarse en la de su amiga—. ¿Pero cómo me dices eso a estas alturas, mujer? ¿Tú no sabes todavía de qué va este negocio?

—Pues sí que lo sé, claro que lo sé, ¿qué te crees? Seré bruta, pero no tanto. Lo que pasa es que yo... Yo... —se paró a buscar unas palabras que no iba a encontrar, porque sabía de antemano que su amiga no podría entenderla, y vivía su malestar como una tara, un defecto personal, imperdonable—. Que yo no valgo para puta, Eladia. No sé por qué, pero... No me hago a esta vida, chica, qué quieres que te diga.

Otras pupilas de doña Victoria iban a misa los domingos, rezaban antes de acostarse, se confesaban y se arrepentían antes de volver a pecar. Fernanda no. Ella no era religiosa ni provenía de una familia burguesa venida a menos, no se había escapado de casa, ni tenía una madre que lloraba por ella, ni un hijo pequeño al que no estaba viendo crecer. No se sentía culpable, no tenía que darle explicaciones a nadie ni había desperdiciado ninguna oportunidad, pero no valía para puta y no sabía por qué, pero esa era la verdad, que no valía. Cuando sus clientes eran jóvenes, acababa preguntándoles qué hacían allí, con ella, en vez de buscarse una novia de su edad. Cuando eran mayores no decía nada, pero pensaba que más les valdría haberse quedado en casa con su mujer. Había algo más, pero no sabía cómo llamarlo, porque sólo conocía su cuerpo e ignoraba el de las demás, aunque estaba segura de una cosa. A ella no le atraían las mujeres, pero tampoco le gustaban mucho los hombres. A Eladia, más que comer con los dedos.

—¿Te puedes creer que me he corrido y todo? —Fernanda sabía que no mentía cuando la veía algunas noches con una sonrisa embobada y el cuerpo blando, aflojado por un misterioso mecanismo del que el suyo carecía—. Él se ha dado cuenta, claro, y yo le he dicho que no, que ni hablar, pero al final... Mientras le veía vestirse, me ha dado hasta pena que se fuera, fíjate.

Ella no sentía nada mientras estaba en la cama con sus clientes y sólo alivio, sin excepciones, cuando se levantaban para marcharse. Por eso, al enterarse de que la mujer de la limpieza se volvía a su pueblo, se ofreció para cubrir el puesto. Doña Victoria se la quedó mirando como la primera vez, y tardó casi el mismo tiempo en responder a su oferta.

—Vas a ganar mucho menos.

—Ya, pero... No me importa.

Al día siguiente, Fernanda se mudó a una buhardilla, una habitación sin espejos, sin batas transparentes, sin memoria de Nadine. Nunca se arrepintió, aunque al principio se sentía sola. Pero en el verano de 1902, cuando Eladia volvió a quedarse embarazada y tres médicos distintos le advirtieron que su vida peligraría con otro aborto, su situación le permitió acogerla, cuidar primero de ella y después de su hija, criar a la niña cerca, y lo más lejos posible de su madre, hasta que las tres pudieron instalarse en una casa decente gracias a don Evaristo. Sólo entonces Fernanda volvió a rezar. Todas las noches se arrodillaba al lado de su cama, y sin dirigirse a ningún dios en particular, les pedía a todos los que pudieran oírla que aquel santo no se le muriera.

—Sí, sí, santo... —su amiga se echaba a reír—. Anda que, si yo te contara...

—Eso no me importa, Eladia.

Y no le importaba. Para Fernanda, aquel hombre siempre fue una bendición del cielo, viviera quien viviera allí arriba, y lo único que lamentaba era que hubiera llegado tan tarde, cuando Mili ya no tenía remedio.

—¿Cómo está, don Evaristo? —por eso, desde que nació Lali, aún se esmeró más en hacerle la vida agradable—. Deme el abrigo. He encendido la chimenea del dormitorio porque, hay que ver, ¡qué día de perros!, y que estemos ya en abril...

—A ver, Fernanda —el juez conocía bien el carácter de aquellos prolegómenos—, ¿qué es lo que pasa?

—Es que, verá usted, me gustaría que hablara con la señora, porque...

Don Evaristo Fernández Salgado se había quedado viudo antes de cumplir treinta años y no tenía hijos, apenas familia, ningún compromiso más allá del que le vinculaba con las habitantes de aquella casa, la mujer que le había sorbido el seso después de quince años de soledad, cuando ya parecía garantizado para siempre, y su extraña criada, la puta decente cuya historia le había divertido tanto antes de conocerla, después no. El juez estaba encoñado sin remedio con una, pero volcaba sobre la otra una deferencia que excedía el trato corriente con el servicio, porque aunque Fernanda no supiera leer ni escribir, le parecía la única sensata y, con mucho, la más sensible de las dos. Por eso, rara vez le negaba los favores que le pedía.

—Pues para qué va a querer ir la niña a la escuela, Eladia, no seas animal, joder... ¡Para educarse! ¿Te parece poco? Para aprender a leer, y a escribir, y matemáticas, y geografía, para defenderse sola el día de mañana, para encontrar un buen trabajo, un buen marido. ¿O qué quieres, que se escape de casa a los quince años para volver preñada a los dieciséis, dejarte el crío y lanzarse a dar tumbos por el mundo, igual que su madre?

Fernanda sabía que estaba muy mal escuchar detrás de las puertas, pero permanecía con la oreja pegada a la cerradura del dormitorio hasta que don Evaristo convencía a su amante de que vacunara a su nieta, de que la sacara a tomar el aire, de que llamara al médico, de que la llevara al colegio.

—Bueno, pero tú no te enfades... —y sólo la despegaba al reconocer el acento almibarado, vagamente infantil, que su amiga adoptaba para complacer a su amante—. Mira, ven, que voy a enseñarte una cosita...

Un santo, repetía entonces para sí mientras se alejaba sin hacer ruido, un santo varón, un santo del cielo, sea lo que sea lo que esté haciendo con lo que esa tarasca acaba de enseñarle, un bendito... Luego, al marcharse, don Evaristo le guiñaba un ojo con disimulo, y Fernanda volvía a bendecirlo por dentro sin atreverse a sonreír, prevenida para la explosión que estallaría cuando Eladia le viera salir a la calle desde el balcón.

—Pues nada, que ahora hay que llevar a Lali al colegio porque al señor se le ha puesto en los cojones —aunque hacía mucho tiempo que no la veía tan furiosa como aquella noche—. ¿Qué me dices?

—Mujer —respondió con cautela—, pues no es mala idea, la verdad.

—No. La que es mala es la gente, y tú lo sabes.

—Lo sé, pero ya no vivimos en Flor Alta, Eladia, aquí es distinto, no nos conoce nadie, nadie tiene por qué saber...

—La gente es muy mala, Fernanda —volcó sobre ella una mirada más oscura que la pintura que emborronaba sus ojos—. Y si no, al tiempo.

Después, las dos se fueron a dormir, la una muy preocupada, la otra muy contenta de haberse salido con la suya. Fernanda sabía que Eladia no pretendía perjudicar a Lali, sino protegerla, mantenerla a salvo de las cuchillas de la verdad, pero creía que se equivocaba tanto, o más, de lo que se había equivocado con su madre. Cuando Mili tenía cinco años, ella se ofreció a llevársela al pueblo, pero Eladia no quiso resignarse a verla sólo de vez en cuando y su hija creció en el burdel, aprendiendo el oficio antes de tiempo. Por eso, más que corregirse, se había propuesto hacer con Lali todo lo contrario, pero ya no había razones para limitar la vida de su nieta.

Durante muchos años, el tiempo le dio la razón. Lali empezó a ir al colegio más tarde que la mayoría de sus compañeras, pero se adaptó muy bien a la rutina de las clases y los madrugones. Fernanda siempre estuvo pendiente de ella, y se esforzó por hacer amistad con las mujeres a las que se encontraba cada día en la puerta, y a las que se presentaba como la criada de una viuda acomodada que criaba a su nieta desde de que su hija había tenido que seguir a su marido al extranjero. Ninguna levantó una ceja al escucharla y ella nunca vio en sus rostros expresiones de recelo o sonrisas compasivas, ni al principio ni después, cuando Lali se empeñó en que la llevara a jugar por las tardes a los jardines que daban la espalda al Hospicio. Y hasta que a su madre se le ocurrió cruzar el Atlántico, en la vida de Lali no pasó nada oscuro, nada extraño, capaz de desmentir la apacible monotonía de sus días.

Fernanda habría preferido que Mili se quedara para siempre en la otra punta del mundo, pero neutralizó sin mucho esfuerzo las consecuencias de su visita. Lali ni siquiera se dio cuenta de que la intensidad de los mimos iba disminuyendo gradualmente, hasta que un día su tata volvió a enfadarse por lo sucio que traía el uniforme y ni siquiera le extrañó. Desde entonces, todo pareció igual que antes. Ya no lo era, porque la vida de la niña nunca volvió a encajar en un molde que durante algún tiempo se definiría por la ausencia de su madre. Todos los días pensaba en ella al despertar, al vestirse, al salir a la calle y después, cuando se ponía el camisón sin dejar de mirar sus pendientes en el espejo. Las adultas la estudiaban a distancia, sin decirle nada ni comentarlo entre ellas. Ambas sabían que se había abierto una grieta en la sólida muralla que habían fabricado para protegerla, pero pensaban que una mano de argamasa y un poco de pintura bastarían para cerrarla. No fue así.

—Tata, ¿qué es una puta?

Cuando Lali le hizo aquella pregunta, ya tenía diez años y había pasado más de uno desde que viera a Mili por segunda vez, aunque aquella mujer flaca y mal vestida, sin abrigo, sin joyas y con los nervios de punta, no parecía la misma, ni su visita aquel festival que nunca tendría una segunda edición. El hada de antaño sólo durmió en casa de su madre dos noches, las que tardó en sacarle dinero, y la niña se dio cuenta de que no había cambiado sólo por fuera, sino también por dentro. Estaba distraída, como ausente, y la miraba como si no la viera desde el otro lado de unos ojos perpetuamente empañados, las pupilas reblandecidas, vidriosas. Ni siquiera la encontró tan guapa, y aunque ella misma no pudiera creerlo, se alegró de verla marchar.

—Mamá está enferma —la abuela fue a buscarla al colegio por la tarde, de todas formas—. No ha querido decírtelo para que no te pongas triste, pero tiene que ir a ver a unos médicos, para curarse, ¿sabes?

Lali aceptó aquella versión con mucho mejor ánimo que la anterior. El retorno a la normalidad no evitó que se sintiera culpable por aquel bandazo sentimental, pero desarrolló una consecuencia más sutil, que moldearía su carácter en una proporción decisiva. A los nueve años, Lali se convirtió en una adulta precoz, aunque aquel proceso se desarrolló en la dirección contraria a la que había hecho madurar a Mili antes de tiempo. Desde que descubrió que no sabía qué hacer con su madre, si quererla o no, desear su regreso o celebrar su ausencia, sería una niña extrañamente cauta, silenciosa, que se guardaría a sí misma, lo que pensaba, lo que sentía, lo que creía, como si no tuviera otra posesión más valiosa. Mientras tanto, Eladia le mandaba dinero a su hija para que no volviera y Fernanda estaba mucho más tranquila, lo estuvo hasta que Lali le soltó aquella pregunta a bocajarro una tarde, al volver del colegio.

—¿Una puta? Pues no sé —y tenía preparada la respuesta, pero no se atrevió a levantar los ojos de la cebolla que estaba picando—. Debe de ser una cosa muy mala, ¿no? La gente ordinaria dice, por ejemplo, cállate de una puta vez, quédate con el puto vestido, esa es la puta verdad... Y cosas por el estilo.

—Sí, pero... Una madre puta, ¿qué es?

—¡Ah! Pues todo lo contrario —paró el cuchillo, miró a la niña, siguió picando—, una cosa muy buena, fíjate qué raro, pero es así. Esta comida está de puta madre, por ejemplo. Eso quiere decir que está muy rica.

—No, pero lo que yo digo... —Lali se quedó pensando, negó con la cabeza, se resignó a contarlo todo—. Es que unas niñas, en el patio, me cantan una canción... Bueno, no es una canción, es como un refrán, no sé...

Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija. Fernanda le contestó que era una frase horrorosa, que no tenía ni idea de lo que significaba, que lo más seguro era que esas niñas tampoco lo supieran y, sobre todo, que no les hiciera ni caso, mientras un sudor frío, espeso y sucio como un pegote de barro helado, le empapaba la nuca. No le contó nada a Eladia por no darle la razón, pero tampoco perdió el tiempo. Al día siguiente era martes, y don Evaristo adivinó que había pasado algo malo sólo con mirarla a la cara.

—Bueno, mujer, no te preocupes. Ya falta poco para que acabe el curso, ¿no? Que no vaya al colegio esta semana y el próximo año la mandamos fuera de Madrid, a un internado o... No sé, ya se me ocurrirá algo.

Lo que le ocurrió fue la muerte.

El golpe que Fernanda temía más que el fin de su propia vida acabó con él a traición, en la última semana de mayo de 1928. Cuando se despidió de ella, ya tenía un dolor agudo en el vientre, pero se negó a ir al hospital. Seguro que no es nada, dijo, ahora me voy a casa, me meto en la cama... No podía andar derecho y Fernanda insistió, pero no le hizo caso. A la mañana siguiente, se enteró de que estaba en el hospital. A la hora de las visitas, ya había muerto. Acababa de cumplir sesenta y nueve años y lo había dejado todo arreglado, pero ni siquiera su generosidad, el testamento en el que le dejaba a su amante el piso donde vivía y una asignación mensual que le habría permitido vivir con holgura y serenidad hasta su propio final, evitó una debacle cuya magnitud desbordó las peores previsiones de Fernanda.

—Pero bueno... ¡Qué madre tan joven tienes, Mili! —giró en su mano la que Eladia le había tendido para besarla en el dorso—. Parecéis hermanas.

Tenía treinta y cinco años, y era alto, guapo, apuesto y tenebroso, uno de los hombres más temibles que Fernanda había conocido en su vida, el más peligroso que Lali conocería jamás.

—Se llama Trinidad —Mili lo trajo consigo tres meses después de la muerte de don Evaristo, como si los dos hubieran olfateado el dinero—. Nos conocemos desde hace tiempo y... Bueno, somos novios.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 33 | Нарушение авторских прав


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