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Un grano de trigo 7 страница

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Desde que se mudaron a la calle San Mateo, en aquel piso tranquilo, de apacibles rutinas, nunca había vivido un hombre. Cuando Trinidad empezó a recorrerlo desnudo de cintura para arriba, la armonía se disipó tan deprisa como si nunca hubiera existido.

—Eladia, por Dios y por la Virgen, que es el novio de tu hija.

—¿De mi hija? El novio de Mili es la morfina, Fernanda. Lo único que la importa es la jeringa y tener algo que meterle dentro...

Lali nunca detectó los indicios que provocaron estas conversaciones, pero la aparición de Trinidad no la desordenó menos que a su abuela. Ella había ido al colegio y sabía manejar un diccionario. No tuvo ninguna dificultad para seguir el rastro de la palabra puta, ver ramera, ver meretriz, ver prostituta, mujer que comercia con su cuerpo, ver comercio, negociación que se hace comprando y vendiendo géneros y mercancías. Al interpretar esas palabras, sintió un fuego líquido, un miedo incomparable, una vergüenza que la mantuvo en cama, verdaderamente enferma, y le dio a Fernanda la excusa ideal para alejarla del colegio. No le contó nada, ni a ella ni a nadie, y por eso se equivocó. Mientras respondía lo mismo a todas las preguntas, ya me encuentro mejor, gracias, y camuflaba con una sonrisa mecánica el incendio que devoraba sus ilusiones sin llegar a quemarlas ni agotarse jamás, en su cabeza sólo había espacio para una frase, una oración breve y contundente como una consigna. Yo no, jamás, yo nunca, jamás, yo no, nunca jamás. Se creía tan lista que se confundió como una tonta. Era tan pequeña, la verdad tan grande, que concluyó mal y que su abuela era su modelo, el único clavo al que podía agarrarse. Eladia siempre se había comportado como una señora, una mujer madura, con recursos, que salía poco a la calle y no daba que hablar. Fernanda era una criada analfabeta, Mili, una puta que ya ni siquiera echaba el cerrojo cuando se quedaba en la cama tumbada, como muerta, la sonrisa de un cadáver curvando sus labios. La niña decidió que sólo tenía un camino y escogió a su abuela, la mantuvo al margen de los cantos de sus compañeras, cultivó su amor mientras el que había sentido por su madre se transformaba pronto en rencor, luego en desprecio. Y sin embargo, dolía. Le dolía tanto que no pudo resistir la tentación de salvar algo de aquel naufragio.

—Dime una cosa, Trinidad —él era guapo, era simpático, joven, y no trabajaba, por eso siempre tenía tiempo para ella, para llevarla por la acera que más le gustara a ver escaparates, a tomar una horchata en una terraza, o a dar un paseo en barca—. ¿Tú conoces a mi madre desde hace mucho tiempo?

—¡Uf! —la miró, sonrió y levantó las cejas, como si hubiera perdido la memoria de una fecha tan remota—. Pues claro.

—¿Desde antes de que yo naciera?

—Desde que abultaba lo que tú, poco más o menos.

Así fabricó Lali su propio laberinto, un círculo concéntrico del infierno que se instalaría en aquella casa antes del aniversario de la muerte de don Evaristo.

—Eladia, por lo que más quieras...

—Tú no lo entiendes, Fernanda, para ti es muy fácil, claro, a ti no te gustan los hombres, pero para mí es muy importante, es mi última oportunidad.

—Pero, mujer, que tienes cincuenta años y lo único que quiere ese tío es chulearte, piensa con la cabeza, por favor te lo pido...

Al principio, todavía la dejaba hablar, expresarse con la confianza que siempre se habían tenido, pero después del verano, él la hizo florecer por última vez y cuando se miró en el espejo, ya no quiso saber nada más.

—Te voy a decir una cosa, Fernanda, cállate. Date un punto en la boca porque no tienes ni idea de lo que dices. Tú puedes sentirte una vieja si te apetece, pero yo todavía soy una mujer joven, ¿o es que no me ves? —la veía, la estaba viendo y no se lo creía, no entendía cómo podía haber rescatado su antigua belleza del desván polvoriento donde languidecía desde hacía tantos años, cómo podía haberse vuelto tan tonta, tan loca a la vez—. Mi dinero es mío, y me lo gasto como me da la gana, pues no faltaba más.

Después se maquillaba, se cardaba el pelo, se metía a presión en un vestido de diez años antes, se colocaba el pecho lo mejor posible dentro del escote, usaba una estola para disimular el grosor de su cintura, e imponente para su edad, cada noche un paso más cerca sin embargo de la patética frontera de las viejas repintadas, iba a buscarle.

—Ya estoy —anunciaba desde la puerta, perfilándose siempre en la distancia, la penumbra que más la favorecía.

—¡Qué guapa! —él avanzaba hacia ella mordiéndose el labio inferior, como si no resistiera el deseo de darle un mordisco, y Fernanda sentía que se la llevaban los demonios y la impotencia de no saber qué hacer, qué agujero tapar, adónde dirigirse.

Ella sólo tenía dos brazos, sólo dos manos, y no podía sostener sin ayuda un edificio que se estaba derrumbando por sus cuatro esquinas. No fue capaz de repartirse entre las dos niñas de su vida y escogió a la mayor porque era la más frágil, la más desamparada, pero todo le salió al revés. Mili nunca le perdonó que la hubiera arrancado del espeso letargo donde dormitaba sin vivir, sin querer saber. Flaca y avejentada, con la piel grisácea, la voz pastosa, invirtió las últimas fuerzas que le quedaban en arremeter contra su madre con una furia que sólo sirvió para afirmar el poder de Trinidad sobre ambas. Lo que tú tienes que hacer es curarte, cariño, fue todo lo que Eladia logró decirle, te hemos buscado un sanatorio en la sierra, es lo mejor para ti... Él gastó menos saliva, mírate, Emiliana, estás hecha una mierda, das asco. Después le ofreció dinero y la certeza de que no podía elegir. Mili se marchó poco antes de la Navidad de 1929. Lali nunca la volvió a ver.

Su partida reinstauró cierto equilibrio, una paz precaria en la que su madre apuró su extraña plenitud, aquella exaltación erizada de púas, sombría de pronósticos, que se parecía a la felicidad pero llegaba demasiado tarde, y soportaba demasiadas culpas, y tenía fecha de caducidad, un límite visible, demasiado inminente como para vivirla a medias. Mientras se entregaba a ella por completo, se desentendió de todo lo demás, un término impreciso que incluía también a su nieta. Lali se encontró con su propia vida entre las manos cuando aún no sabía qué hacer con ella. A principio de curso, se había negado a volver al colegio, se había asombrado al comprobar que Fernanda no le llevaba la contraria, y desde entonces, se dedicaba a acostarse tarde, a levantarse más tarde todavía, y a no hacer nada entremedias. A los doce años, su cuerpo había empezado a cambiar, no tanto como su carácter. Agria y arisca, solitaria, violenta consigo misma y con los demás, no se gustaba ni le gustaba el mundo. Aquella confusión acentuó los rasgos más oscuros de su carácter, y sin dejar de ser hosca, desconfiada, se convirtió en una criatura triste. Aunque no se lo dijera a nadie, a veces se sentía además muy pequeña, frágil como una niña perdida, abandonada a su suerte en un tablero donde los adultos jugaban a un juego cuyas reglas no comprendía. Tampoco entendía lo que le había pasado, cómo era posible que su existencia, antes tan regular, tan ordenada, se hubiera puesto boca abajo en tan poco tiempo. Sentía nostalgia de la disciplina, el fecundo aburrimiento de los madrugones y los deberes, pero la única persona de la que habría podido provenir un nuevo orden ya no tenía autoridad suficiente para imponérselo.

—¿No quieres ir al colegio? Muy bien, ya eres mayor y no necesitas trabajar, pero haz algo, Lali, dibuja, pinta, aprende a cocinar, a coser, o estudia otra cosa, francés, música, corte y confección, lo que más te guste...

—Que me dejes en paz, tata.

Fernanda se lo perdonaba todo, pero se desesperaba al comprobar que el abismo que se había abierto entre ellas no cesaba de crecer, y no se resignaba a que el hilo que las unía se hubiera roto sin remedio. Lali ya no la buscaba, no se confiaba a ella, no confiaba en nadie, pero prefería la compañía de Trinidad a cualquier otra, y cuando los veía juntos, su tata sucumbía a un miedo sin forma, una alarma instintiva en la que ni siquiera se atrevía a pensar. Cuando su madre tenía la edad de Lali, ella había adivinado antes que nadie que no iba a heredar la belleza de Eladia, y el tiempo le había dado la razón. Mili siempre había sido mona, resultona mientras fue joven, nada más, pero su hija era otra cosa. De la crisálida de aquella niña fea y achaparrada, con las piernas larguísimas, el tronco corto, amontonado, y el cuello hundido entre los hombros, iba a emerger una mariposa tan bella como su abuela no había sido jamás. Fernanda estaba segura de eso, y los depósitos de grasa que deformaron su cuerpo un poco más con la primera regla, sólo vinieron a confirmar su intuición. Desde entonces, lo único que se atrevió a pedirle a su suerte fue que nadie más la compartiera, pero los inconcretos dioses a los que había vuelto a rezar ya no escucharon sus súplicas.

—¡Hija de mi vida! —un día se le olvidó comprar el pan, y Eladia se asustó al ver a su nieta con lo primero que había encontrado antes de bajar corriendo a la calle—. Pero si ese vestido ya no te lo puedes poner, si lo vas enseñando todo. ¡Qué barbaridad, estás hecha una mujer!

—Natural —Trinidad miró a la niña, sonrió—. ¿Qué quieres? Con doce años... A esta le voy a hacer yo la horma.

Fernanda estaba cortando el pan. Al escuchar a aquel hombre que destruía todo lo que tocaba, experimentó una extraña calma, una serenidad blanca, fría, que espesaba el aire mientras el tiempo se impregnaba de gravedad. Una lentitud que brotaba de sí misma obligaba a cada segundo a detenerse un instante antes de desaparecer para darle la oportunidad de verse desde fuera, una mujer adulta, tranquila, que levantaba el cuchillo y avanzaba un paso, luego otro, sin descomponerse, sin mostrar a nadie la blancura despiadada, deslumbrante, del fuego helado que ardía sin quemarla en su interior.

—Escúchame bien, Trinidad, porque no lo voy a repetir —blandió el cuchillo como una espada y percibió aquella voz neutra, serena, que también era blanca, que tampoco parecía suya—. Vuelve a decir eso y te mato. Aunque sea lo último que haga en esta vida. Aunque me lleven presa, aunque me den garrote, aunque me pudra en una cárcel, antes te mato. Que no se te olvide.

Aquel deslumbramiento cesó de golpe. Fernanda se extrañó de volver a ser ella, de tener el cuchillo en la mano, y cuando regresó a la tabla donde le esperaba la barra a medio cortar, la voz de Lali pulverizó el silencio de piedra que había sucedido a sus palabras.

—¿Pero qué es lo que ha dicho, tata?

Fernanda la miró, abrió la boca, volvió a cerrarla, y Eladia aprovechó su indecisión para dejar escapar una carcajada hueca, artificial, tras la que se dirigió a su nieta como si le hablara desde un parapeto.

—Nada, cariño, una broma —pero no se atrevió a mirarla a los ojos.

Después clavó los ojos en el mantel para dejar a su último hombre a solas con su amiga más antigua. Ella no se arrugó. Él tampoco.

—¡Mira esta! —aunque su sonrisa no logró disimular del todo su inquietud, porque él sabía mucho de amenazas y se había dado cuenta de que aquella iba en serio—. Para ser una marmota, tienes tú muchos humos, me parece. Que no se te olvide a ti que yo soy el señor de esta casa —Fernanda le respondió con una carcajada y él se volvió hacia su amante, le dio un golpe en el brazo para reclamar su atención—. ¿Es o no es, Eladia?

Ella volvió a sacar de alguna parte el esqueleto hueco de su risa y asintió con la cabeza.

—A ver —concedió—, si no hay otro...

—No —Trinidad volvió a sacudirla hasta que logró que se volviera hacia él—. Así no. ¿Es o no es? Porque si no pinto nada aquí, cojo la puerta y me voy.

—Es, Trinidad, es —y volvió a estudiar el mantel mientras su cara, pálida como la cera, alumbraba los colores de la vergüenza.

Nadie le explicó a Lali lo que había pasado, y aquella vez, el diccionario, horma, molde con el que se fabrica o se forma algo, no la ayudó. Su abuela no necesitó consultarlo, pero se comportó como si el significado de aquella expresión representara un enigma igual de irresoluble para ella.

—Pero si no significa nada, mujer, es un simple comentario, una tontería, de mal gusto, eso sí, pero nada más —y mientras lo decía, siempre encontraba algo que hacer, un cajón que ordenar, una planta que regar, cualquier cosa para tener las manos ocupadas—. Deja de sacar las cosas de quicio.

—¿Pero cómo puedes decirme eso? —Fernanda iba a por ella, la cogía de los brazos, hablaba encima de su cara, pero ni así conseguía que la mirara—. Estás ciega, no ves nada, ese hombre te está volviendo loca.

—Sí, estoy loca por él, ¿qué quieres que te diga? —hasta que un arrebato de orgullo moribundo levantaba su cabeza, su barbilla, con una arrogancia más cruel consigo misma que con nadie más—. Y él por mí, él por mí, porque... Tú no sabes nada de los hombres, Fernanda, tú no te acuestas con él, no tienes ni idea... Y además, a quién se le ocurre que teniendo a una mujer como yo, Trinidad pueda fijarse en Lali, que no es nada, una chiquilla a medio hacer todavía, eso sólo puedes pensarlo tú, que le tienes ojeriza...

—Eres tonta, Eladia, escúchame bien. Estás ciega y te has vuelto imbécil, mema perdida, eso es lo que pasa.

—Oye, sin faltar.

—¿Sin faltar? —y se apretaba las manos entre sí por no estrellarle los puños en la cara—. Desde luego, no hay peor ciego que quien no quiere ver.

A partir de ahí, todo lo que pasó estaba cantado. Fernanda supuso que Trinidad cargaría contra ella, y acertó. Sospechó que Eladia no dudaría en sacrificarla al capricho de aquel hombre, y volvió a acertar. En el invierno de 1930, su vieja amiga debutó como patrona, y no dejó pasar una semana sin comentar que el dinero se le escurría entre los dedos, que Lali ya podía cuidar de sí misma, que bien mirado, no necesitaban criada. Fernanda se atrincheró en la cocina y pronto descubrió que no aguantaba sólo por la niña, sino también por su abuela. Mientras replicaba que no tenía otro lugar adonde ir, que para ella aquel piso era un hogar y no un trabajo, que tenía ahorrado casi todo el dinero que le había pagado don Evaristo, brotó en su interior una compasión tierna, limpia, por la suerte de aquella vieja tonta y enamorada, aquella loca impúdica y sin suerte que se marchitaba a marchas forzadas, como una flor tardía, sin porvenir posible. Alguien tendrá que sostenerla cuando esto termine de mala manera, pensaba Fernanda, y cada día sentía más piedad por Eladia, cada día la encontraba más débil, más vulnerable, tan indefensa como las niñas a las que había acunado en sus brazos, o más. Pero en aquella casa estaban pasando muchas cosas, y una se le pasó por alto. Cuando descubrió que había estado tan ciega como Eladia, ya era tarde.

—¿Quieres que nos vayamos juntas, lucero?

Mira, hija, así no podemos seguir... Una tarde de otoño de 1930, Eladia le pidió a Trinidad que se llevara a Lali a dar una vuelta y puso las cartas boca arriba. Yo tengo muchas cosas que agradecerte, y te tengo cariño, ya lo sabes, pero ahora vivo con un hombre, aunque a ti no te guste, Trinidad es mi hombre y esto va de mal en peor, no puedo con tanta bronca... Fernanda la escuchó en silencio, fijándose en las arrugas paralelas, repetidas como los flecos de una alfombra, que marcaban su labio superior, en las que se desplegaban como las varillas de un abanico en la juntura de sus pechos torturados por el corsé. Es una vaca vieja camino del matadero, pensó, pobrecita mía, mientras la escuchaba sin hablar, sin gesticular, y no movió una ceja hasta que se le ocurrió aquella idea. Muy bien, Eladia, si quieres, yo me marcho, pero deja que me lleve a la niña. ¿A la niña...? Antes de que tuviera tiempo de recopilar razones para negarse, le ofreció motivos suficientes para aceptar. Sí, a la niña, porque cuando yo me vaya, quieras que no, tendrás que ocuparte de ella, y Lali estará siempre en medio, estorbándote. Si lo que quieres es vivir a tus anchas con Trinidad, déjame a la niña y yo te la traeré todas las semanas, vendré a buscarla cuando tú digas y las tres estaremos mejor, piénsalo, Eladia...

—Pero yo no puedo irme de aquí, tata.

La había tenido en brazos más tiempo que nadie. Le había enseñado a andar, a hablar, a comer sola. La había consolado cuando estaba triste, se había reído con ella cuando estaba alegre, la había acompañado cuando estaba sola. La conocía tan bien como a las líneas de sus manos, y aunque en los últimos tiempos cada vez la entendía menos, detectó al instante la sombra que proyectaba aquella respuesta.

—Claro que sí, tesoro —pudo medir su longitud, calibrar su espesor, anticipar un futuro espantoso—, claro que puedes. No hace falta que sea para siempre, ni que nos marchemos de Madrid, si no quieres. Podemos irnos una temporada, venir a comer todos los domingos, podemos...

—Yo no quiero que te vayas, tata, pero no puedo irme contigo —cuando ya no había remedio, Fernanda descubrió lo que no había sabido evitar y que no habría sido tan complicado—. Esta es mi casa, es mi familia.

Aquella palabra alumbró la oscuridad, la iluminó para hacerla más negra, más opaca, para deslumbrar a su vez los ojos huecos, inútiles, de una mujer que sólo entonces comprendió la monstruosa condición de su ceguera.

—No es tu padre, Lali.

—Eso no se sabe, tata.

—Sí, yo lo sé —y sus ojos ciegos se llenaron de lágrimas—, lo sé, maldita sea su estampa, ese cabrón no es tu padre, no es tu padre, Lali, no lo es...

La había tenido en brazos más tiempo que nadie. Volvió a cogerla en brazos aquella noche y la abrazó, la besó, la meció contra su cuerpo mientras se enfrentaba al problema más difícil que afrontaría en su vida, un dilema envenenado, con dos soluciones malas, ninguna buena. Habría podido ser valiente y fue cobarde. Habría podido ser sincera y no se atrevió. No mintió, pero tampoco le dijo la verdad, que todas las mujeres con las que había vivido desde que nació habían sido putas alguna vez, puta su abuela, puta su madre, puta ella también hasta sin vocación, sin condiciones. Podría haberle dicho que por eso sabía que Trinidad no era su padre, aunque hubiera sido él quien dejó preñada a Mili a los quince años, que eso daba igual porque los hijos de las putas nunca tenían padre. Podría haberle contado todo eso y que lo único que quería aquel maldito era prolongar la dinastía con carne fresca, pero no se atrevió y estuvo toda la noche en vela, abrazada a la niña, mirándola dormir, sintiéndose incapaz de escoger el menor entre dos males mientras se sentía culpable hasta de haber conspirado para mandarla al colegio. Aquella noche se preguntó si no habría sido mejor que Lali no hubiera tenido amigas, ni habilidad para consultar un diccionario, y se encontró rezando al único santo que había conocido en su vida, para que amparara a su niña, para que la protegiera, para que hiciera un milagro capaz de ponerla a salvo.

Dos semanas más tarde, no le quedó más remedio que marcharse sola. Eladia la acompañó a la puerta, asistió en silencio a su partida, cerró los ojos a sus últimas palabras.

—Como algún día me encuentre con Lali haciendo la calle, te mato a ti.

Desde entonces, y hasta que don Evaristo premió sus súplicas con un ángel de la guarda maricón, con los ojos pintados y sombrero cordobés, la vida de la niña volvió a estar sujeta a un orden riguroso, una disciplina tan firme como la que tuvo una vez. A los doce años, la segunda Eladia Torres Martínez aprendió lo que era el terror sin consultar ningún diccionario.

Todas las noches, cuando la pareja salía a dar una vuelta, iba a la cocina y cenaba algo frío, de pie, deprisa, antes de entregarse al laborioso protocolo de la fortificación. No tenía fuerza para empujar la cómoda con todo su contenido, así que sacaba los cajones, los ponía sobre la cama y arrastraba el esqueleto del mueble para atrancar la puerta con él. Luego volvía a colocarlos, uno, dos, tres, cuatro, y repetía la misma operación con las mesillas, apuntalando la cómoda con ellas para asegurarse de que Trinidad no podría desplazarla. Por último, y aunque él había intentado abrir la puerta varias veces sin lograrlo, tampoco cometía el error de dormir. Completamente vestida, se recostaba en la cama, aferraba con las dos manos el mango del cuchillo que Fernanda usaba para picar carne, y en la oscuridad, con los ojos abiertos, miraba pasar el tiempo hasta que oía el ruido de la puerta, el repiqueteo de los tacones de su abuela sobre las baldosas, el eco más pesado de los pasos de su amante y su voz, primero franca, sonora, acuéstate, Eladia, que ahora voy, después un susurro entrecortado, jadeante.

—¿Estás ahí, cachorrito? —Trinidad fruncía los labios al hablar, como si quisiera besar al aire, y al escucharle Lali aguantaba la respiración y se quedaba quieta, tan inmóvil que a veces le daba miedo que él pudiera oír desde el pasillo la frenética galopada de los latidos de su corazón—. ¿No quieres que tu papi entre a darte un beso de buenas noches? —luego se reía con una risa gruesa, grasienta, más temible que los insultos—. Qué mala eres conmigo, con lo que yo te quiero, y como se me ha hecho tarde, seguro que te has estado consolando tú solita, ¿no? Qué pena, estarás tan cansada... —hasta que la niña percibía en su voz, a través de la puerta, un tono distinto, denso y sucio—. ¡Uy! ¿A que no sabes lo que tengo en la mano? Es toda para ti, ya lo verás. Antes o después te pillaré, y te vas a enterar de lo que es bueno.

Al principio lloraba. Los primeros meses, cuando Trinidad se rendía, al escuchar el eco de sus pasos alejándose, se echaba a llorar y se metía un puño en la boca para que él no la oyera. Hasta que un día no lloró más, porque el terror se había infiltrado en su piel, había encontrado un hogar bajo sus uñas, entre los resquicios de sus dientes, y Lali ya no podía existir sin él, y el terror ya no podía vivir sin ella. Los dos formaban una sola cosa, un solo cuerpo, una sola mente, una naturaleza seca, insensible, con dos ojos que servían para acechar caminos por donde escapar, no para producir lágrimas. Después, Lali echó el llanto de menos, pero pasaron muchos años hasta que pudo volver a llorar.

—¿Qué te pasa, Eladia?

La conciencia de su cuerpo desnudo, la proximidad de otro cuerpo desnudo bajo las sábanas, la despertaba a veces en mitad de la noche. Aunque siempre dejaba una luz encendida para ahuyentar a los fantasmas de la oscuridad, antes de ver a Antonio reconocía su olor, el aroma reconfortante, delicioso y pacífico, que brotaba de la piel caliente de un hombre joven, dormido. Luego le miraba, le admiraba, seguía con los ojos las líneas del brazo que emergía del embozo, la forma perfecta del hombro, la fragilidad robusta de la nuca, y se conmovía tanto al ver todo aquello que olvidaba las noches en las que había deseado morir, y comprendía que no quería morir nunca, no mientras él estuviera en su cama, tan hermoso, tan deseable, tan bueno para ella que mientras deslizaba los brazos bajo los suyos, y se pegaba completamente a él, y le besaba en la espalda, sentía la inmortalidad como si fuera una cosa, como si pudiera tocarla, morderla, bebérsela. Entonces sucedía. El llanto retornó a sus ojos sin que ella lo buscara, en los pliegues más dulces de las mejores noches, y las lágrimas vencieron a la memoria del dolor sin desterrarlo nunca del todo.

—¿Qué tienes, amor mío? —Antonio se despertaba, se daba la vuelta en la cama, la miraba, la apretaba contra sí con los brazos, con las piernas, pegaba la cabeza a la suya, le acariciaba el pelo—. No me asustes.

—Que te quiero mucho —ella no quería llorar y lloraba, pero quería sonreír, y sonreía—. Te quiero tanto que a veces me da miedo.

—Yo también te quiero, cariño. Te quiero, te quiero, te quiero... —la besaba, y volvía a besarla, y la besaba más, y después, a veces hacía otra pregunta sin esperar respuesta—. ¿Qué pasó, Eladia, quién te hizo daño?

Nunca se lo contó. No quería recordarlo pero, sobre todo, no estaba segura de poder ofrecer un relato verosímil, una historia que alguien distinto de sí misma pudiera creer. No era fácil de explicar, porque Trinidad era un gran profesional, un hombre admirablemente dotado para su oficio. Tenía la paciencia de un cazador y la astucia de un superviviente, el despiadado instinto de los depredadores y el olfato de un perro de presa. Olía a una puta mucho antes de que a ella se le ocurriera que peor era pasar hambre y cuando le clavaba los dientes, no la soltaba jamás. Mientras tanto, era el amante que cada mujer quería que fuera, tierno o violento, amable o desdeñoso, apasionado o frío, porque dominaba todos los registros y nunca se dejaba atrapar en cepos sentimentales. Era un miserable, y lo sabía, pero eso no le impedía convivir en armonía consigo mismo. A los treinta y cinco años, cuando Mili se enteró de que su madre había heredado un piso y una buena renta, estaba orgulloso de no haber tenido que dar un palo al agua en su vida, pero también un poco preocupado. Para tener éxito en su trabajo era fundamental cuidarse, estar en forma, mantenerse atractivo y en condiciones de cumplir regularmente en varias camas distintas, pero a él le gustaba beber, bebía demasiado, y su cuerpo ya no era el de antes. De repente, patearse la calle todas las noches le daba tanta pereza como madrugar para presentarse en el tajo a las ocho en punto de la mañana, y la vieja era pan comido. Ni siquiera tuvo que masticar para tragárselo. Podría haberse conformado con eso, pero Lali era un botín demasiado tentador como para dejar que lo encontrara otro.


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