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Un grano de trigo 8 страница

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Esta niña va a tener un polvo mortal de necesidad, pronosticaba mientras la veía, tan fea, tan peluda, tan desproporcionada aún pero con esas piernas largas, esbeltas, y la carne apretada como la de un melocotón recién cogido. Su olfato, que nunca le había engañado, se empeñó en llevarle la contraria, pero su memoria registraba hazañas legendarias, suficientes para alentar sus esperanzas. Lali no podía oler a puta porque todavía estaba tierna como un polluelo, y sujeta a la nefasta influencia de Fernanda. Lo principal era quitarse a la marmota de encima, y cuando lo consiguió, se comportó durante algún tiempo como el más amoroso y seductor de los padres.

—¿Quieres que me quede un rato contigo? —todas las noches entraba a darle un beso, y de vez en cuando, se tumbaba a su lado—. Hazme sitio, anda.

Ella le quería. Eso era lo peor, lo que más le dolió, lo que no se podría perdonar después. Le quería porque tenía que querer a alguien, porque su madre ya no servía para eso, porque su abuela le daba vergüenza, porque Fernanda ya no estaba, porque nunca había tenido un padre, porque desde que Mili se marchó por primera vez, nadie se había preocupado tanto por ella, por hacerla feliz.

—A ver... ¡Uy, qué tetas tan bonitas te están creciendo, cachorrito!

Al principio era como un juego. Trinidad se tumbaba a su lado y le contaba historias fascinantes o divertidas de las cosas que había hecho, las ciudades donde había vivido, la gente que había conocido, deslizándose con cautela, poco a poco, hacia los terrenos que más le convenían. La niña tenía los ojos muy abiertos y comprendía la realidad que le habían ocultado durante años, pero prefirió pensar que su relación con Trinidad estaba al margen, porque tenía que querer a alguien. Él interpretó su necesidad, la encarnó con paciencia y generosidad, dosificó la temperatura, la intensidad de sus caricias y le enseñó a jugar a las cosquillas.

—Es la guerra —decía mientras se lanzaba sobre ella, moviendo los dedos en el aire—, a ver quién gana...

Hasta que una noche, cuando se rindió, Lali estaba tan arrebolada, tan desprevenida de su desnudez, el camisón arrebujado en la cintura, las bragas al aire, que se atrevió a avanzar un dedo, sólo un dedo que acarició sus ingles muy despacio, siguiendo el contorno de las gomas, y ella no se quejó, porque le resultaba agradable, pensó él, porque formaba parte del juego, pensó ella. Cuando ese dedo se metió debajo de la tela, cuando empezó a hurgar en la carne blanda y caliente que nunca había formado parte del territorio de las cosquillas, Lali se puso rígida, cerró las piernas, uso las dos manos para empujar el brazo de Trinidad hacia fuera.

—¿Qué haces?

—No seas tonta, espera un poco, ya verás...

—No, déjame, no me gusta, me haces daño, me estás haciendo daño...

—¡Qué va! —él sonrió, negó con la cabeza, apartó la mano enseguida—. No te estaba haciendo daño.

Lo peor era que ella le quería, que necesitaba querer a alguien y le había escogido a él, y por eso, aquella noche, cuando se quedó sola, quiso confundirse, echarse las culpas, censurarse a sí misma por haberse portado como una tonta. Era verdad que él no le había hecho daño. Su dedo había activado una alarma caliente y rojiza, la conciencia física de un peligro que no llegó a consumarse. La reacción de Trinidad, que en los días siguientes ni siquiera le habló y pasaba de largo por su cuarto cada noche, terminó de convencerla de que estaba equivocada y de que él tenía motivos para sentirse ofendido. Le pidió perdón, y él se lo concedió sin vacilar, te perdono, una pura fórmula, la cáscara vacía del fruto al que Lali aspiraba.

—¿Qué te pasa? —le preguntó unos días después, al comprobar que el perdón no había bastado para que él volviera a sonreír, a llevarla de paseo, a ir a verla por las noches.

—¿Pues qué me va a pasar? —la miró con el desamparo de un perro apaleado—. Que yo te quiero mucho, y me da mucha pena que no me quieras.

—¡Pero si yo te quiero! —a la niña se le llenaron los ojos de lágrimas—. Te quiero muchísimo —y se lanzó sobre él, y él la abrazó, y la besó en el pelo.

—¿De verdad? —Lali se lo confirmó moviendo la cabeza, los brazos cruzados aún alrededor de su cuello—. Pero piensas mal de mí, piensas que quiero hacerte daño, y no es eso. Si me quieres, tienes que confiar en mí, porque yo sólo quiero hacerte feliz. ¿Vas a dejar que te haga feliz?

Si Fernanda no la hubiera echado a perder, se consolaría Trinidad durante el resto de su vida, aquel chollo no se le habría escapado. Pero la niña había ido al colegio, había leído libros, había aprendido que hay cosas que los padres nunca hacen con sus hijas. El resto, esa fiereza que la revestía como una coraza, debía de haberla heredado del cabrón que la hubiera engendrado, que a saber quién habría sido. Él, desde luego, no.

—Como des un paso más, te lo hundo hasta el mango.

La primera vez que encontró un mueble contra la puerta, pudo desplazarlo con facilidad, pero al entrar en el dormitorio se encontró a Lali esperándole con un cuchillo más grande que ella entre las manos.

—No hay huevos —apostó, dando un paso en su dirección.

—¿Que no? —ella sonrió mientras avanzaba hacia él—. Atrévete a probar.

No se atrevió. Habría podido hacerlo, era muy fácil. El cuchillo era largo y afilado, pero ella sólo una niña de doce años. Habría bastado con darle un sopapo para desarmarla, y sin embargo, al mirarla a los ojos, se quedó clavado en el suelo, porque tuvo miedo, lo que vio en sus ojos le dio miedo. Él tenía treinta y siete, llevaba casi veinte viviendo de las putas, no era la primera vez que le amenazaban, otras le habían arañado, le habían pinchado y no las había temido, pero aquella noche no dio un paso más.

—¡Abuela! —la niña empezó a chillar sin soltar el cuchillo, sin dejar de mirarle—. ¡Abuela, ven! ¡Corre, abuela!

—Pero ¿qué pasa..? —una voz somnolienta, perezosa, intentó zafarse desde el otro lado de la pared—. No puede dormir una...

—¡Que vengas de una vez, abuela!

Cuando escuchó el ruido del somier, Trinidad empezó a andar hacia atrás mientras intentaba llegar a un trato.

—Vamos a llevarnos bien, anda. Esconde ese cuchillo, y a otra cosa...

Ella no cedió, porque estaba segura de que su abuela vería, comprendería, la ampararía. Pero su abuela vio, comprendió, y renegó por igual de sus ojos y de su entendimiento.

—¡Ay, por Dios, pero qué chiquillos sois! Trinidad, parece mentira... ¿Tú te crees que estas son horas de jugar? Dame el cuchillo, Lali, y a la cama, todos a dormir, que es tardísimo, vamos...

Aquella noche la niña no pegó ojo, pero tampoco logró creer del todo en lo que había pasado. Su abuela siempre había sido una señora madura, discreta, con recursos para mantener su casa, que salía poco a la calle y no daba que hablar. Desde que Trinidad vivía con ellas, había cambiado, iba vestida de una manera ridícula y se pintaba más, pero la mujer que Lali recordaba no podía haberse disuelto así como así. Por eso, a la mañana siguiente, intentó hablar con ella como si aquel hombre no estuviera delante.

—Abuela, lo he estado pensando y quiero irme a vivir con la tata —Eladia cerró los ojos, los apretó muy fuerte, encogió los hombros como si el techo fuera a caérsele encima—. Ella me lo ofreció. Seguro que le parece bien.

—Ni hablar —Trinidad se levantó, se acercó a ellas.

—No estoy hablando contigo. Estoy hablando con mi abuela —pero Eladia no intervino, no respondió, no les miró, y Trinidad se acercó un poco más.

—Pues yo sí hablo contigo y te digo que ni lo sueñes. Tú no vas a moverte de esta casa —y una sonrisa esquinada se atravesó entre sus labios—. Tengo grandes planes para ti, y además, es ley de vida. ¿Quién nos va a mantener, si no, cuando seamos mayores?

Antes de contestar, Lali le sostuvo la mirada mientras un demonio que ya nunca la abandonaría le inspiraba las palabras que necesitaba.

—Tu puta —e hizo una pausa, como si quisiera regodearse en sus palabras— madre.

Trinidad le dio un golpe con el dorso de la mano y la tiró contra una esquina. Lali se chupó la sangre que le había brotado de la comisura de los labios y se marchó a la calle. Durante los tres años siguientes, el orden de su vida se intensificó hasta convertirse en una nueva rutina. Su abuela le daba dinero a escondidas, le decía a qué hora tenía que irse, a qué hora le convenía volver, y nunca mencionaba los motivos. Mientras se convertía en la belleza que había presentido Fernanda, en el polvo mortal de necesidad que había olido Trinidad, Lali dormía por las mañanas en una habitación fortificada, vagabundeaba por Madrid todas las tardes, y hacía guardia por las noches con un cuchillo entre las manos. Se acostumbró a que los hombres silbaran al verla, a que los coches frenaran en seco para dejarla pasar, a que los desconocidos la abordaran para ofrecerle lo que quisiera, como quisiera, cuando quisiera, pero no vaciló. Se había hecho amiga de los golfos más violentos de su barrio, les había enseñado que podía ser tan valiente como ellos y se sentía más segura en la calle que en casa. Su vida no le gustaba, pero era capaz de vivirla porque al cumplir trece años se había juramentado consigo misma y estaba dispuesta a respetar aquella promesa por encima de todo. Durante mucho tiempo, Eladia Torres Martínez estuvo segura de que nunca, jamás, volvería a querer a nadie.

Ya tenía veintisiete cuando se arrodilló en el suelo de un despacho del Ministerio del Ejército, en una mañana de abril tan luminosa que el sol entraba hasta el centro de la habitación mientras el teniente coronel Alfonso Garrido eyaculaba en su boca. Comercio, recordó, negociación que se hace comprando y vendiendo géneros y mercancías.

—Ya puedes levantarte —el militar volvió a su escritorio, abrió una carpeta, sacó un papel mecanografiado con una firma autógrafa al pie—. Siéntate, por favor. Vamos a ver qué pone aquí... — y empezó a leer—. Aval presentado por don Alfonso María Garrido Fernández, teniente coronel del Ejército de Tierra, condecorado con tal y tal medalla, destinado en tal y tal sitio, a favor de Antonio Perales García, condenado a muerte por el delito de rebelión militar en consejo de guerra celebrado en Madrid, el día tal de tal... Es esto lo que quieres, ¿no?

—Sí —todavía tenía la boca impregnada del sabor de su semen, pero no le tembló la voz—, eso es lo que quiero.

—Muy bien, pues... Vamos a negociar —y le dedicó una gran sonrisa—. Porque no voy a arriesgar mi prestigio por una triste mamada, como comprenderás.

Aquella mañana, Eladia Torres Martínez no fue consciente de que en las condiciones de aquel trato se cruzaban los dos hombres que habían marcado su destino. Aquella mañana incumplió su promesa más antigua, yo no, jamás, yo nunca, jamás, yo no, nunca jamás, porque antes había incumplido la más reciente, no volveré a querer a nadie nunca más, un propósito que quizás habría permanecido intacto si el hermano de Garrido no hubiera hecho una oferta tan generosa por su virginidad. Pero cuando salió del Ministerio del Ejército no pensó en eso, ni en el instante en el que toda su furia, la rabia acumulada durante años, cobró sentido.

—Vámonos ya, niña, que estoy hecho pedazos.

—Calla, Palmera, que no me dejas oír.

Él tuvo la culpa, por empeñarse en arrastrarla al palacio de su amigo después del último pase. Ella también estaba cansada, agotada de prohibirse a sí misma pensar en Antonio, harta de luchar contra su propio olfato, su propia piel y la memoria de aquel error gigantesco, la incomparable dulzura que sólo unas noches antes, cuando la probó por primera vez, le había parecido tan pequeña, un placentero accidente que sin embargo crecía en cada minuto para desbordar todo lo que creía, lo que sabía, lo que quería. Porque no quería volver a verle pero le veía en todas partes, su rostro pintado en los techos, en las paredes, en cada esquina del cielo azul que la saludaba por las mañanas, en cada matiz de la oscuridad que la despedía por las noches, en el interior de sus párpados cuando cerraba los ojos. Hasta allí dentro, como grabado a fuego veía su rostro, su cuerpo en el de todos los hombres con los que se cruzaba y en ninguno, porque no lograba compararle con otro. Tampoco quería volver a tocarle, pero le tocaba al tocarse, al peinarse, al ponerse las medias, como si los dedos de Antonio hubieran suplantado a sus dedos de antes, como si nunca más pudiera recuperar una sensibilidad genuina, ajena a la fantasmal tiranía de su amante de una noche, aquella catástrofe que la perseguía desde dentro de sí misma como un enemigo imposible de combatir. Por eso estaba tan cansada, porque después de hacerlo entre sus brazos, no había vuelto a dormir bien, porque apenas comía y estaba pálida, marchita, poseída al mismo tiempo por una fuerza oscura, una energía desconocida, tan absorbente que apenas logró ofrecer resistencia cuando la Palmera la vio salir del camerino y se la quedó mirando como si no la conociera.

—Vente conmigo a casa del marqués, anda, y así te distraes.

Hoyos le había invitado a una reunión y él no había entendido bien de qué clase de reunión se trataba. Al llegar, le extrañó no ver coches aparcados, ni escuchar música a través de las ventanas, pero aún le sorprendió más que la puerta estuviera cerrada. Llamó al timbre y no acudió el portero, sino Narciso, uno de los nuevos protegidos de su amigo, un chico muy guapo al que ni siquiera se llevaba a la cama. Él les guió por una escalinata poco iluminada, sin los candelabros que chisporroteaban en las grandes fiestas. Aquella noche, todas las luces ardían en la biblioteca, pero él las contempló sin inmutarse. Eladia, en cambio, se empapó de aquella luminosidad nueva, deslumbrante, hasta que sus ojos la reflejaron como dos espejos frente a las llamas.

—Ha pasado el tiempo de las componendas —Hoyos, alto y magnífico, estaba de pie, hablando con una voz grave, potente, impregnada de la fe que le había convertido en otro hombre—, y no podemos ceder ni un milímetro a la ofensiva de la reacción. Este mundo viejo e injusto, caduco, ha de perecer, sucumbiendo al empuje de la razón del pueblo. La revolución es nuestro deber y nuestro horizonte, porque sólo después de arrasar hasta la raíz esta realidad odiosa, sobre la tierra quemada brotará la esperanza de una vida mejor.

—¡Joder! —cuando estallaron los aplausos, la Palmera movió la cabeza con un gesto de desaliento—. Menudo coñazo, si lo llego a saber...

—Que te calles, Palmera.

Después del marqués, tomaron la palabra otros hombres y algunas mujeres que hablaron peor que él, pero siempre de lo mismo, revolución, revolución, revolución, destruir, arrancar, remover la tierra para sembrar un mundo mejor. Eladia, asombrada primero, conmovida después, se entregó a la emoción de aquellas voces puras, ingenuas en su insobornable pureza, hasta que sintió que su cuerpo se convertía en una caja de resonancia, un fragmento de una máquina tan vasta como la Humanidad, un engranaje destinado a albergar, a acrecentar y extender las palabras que estaba escuchando. La Palmera se asustó al mirarla, al verla tan viva otra vez, repentinamente recobrada de la herida de aquel amor que se negaba a admitir por razones que él no comprendía, como no comprendía casi nada de lo que hacía aquella chica a la que ya quería como si nunca hubiera tenido más hermanos.

—No sé por qué pones esa cara de Juana de Arco, hija mía, porque, total, todos dicen lo mismo y tampoco hay quien entienda...

—¿Que no? —Eladia se volvió a mirarle como si la hubiera ofendido—. Yo sí les entiendo, Palmera. Les entiendo de sobra.

A tomar por culo el mundo, eso fue lo que entendió tan bien aquella noche. A tomar por culo las putas, los que explotan a las putas, las dueñas de los burdeles y sus clientes, todo y todos ellos, mi madre, mi abuela y Trinidad, los hombres como él, las mujeres como ellas, a tomar por el culo de una vez y para siempre. Si se hubiera levantado a decirlo en voz alta, la habrían aplaudido tanto como a los demás. No lo hizo, pero tampoco ocultó su emoción, y asintió, y aplaudió, y gritó, hasta que se levantó de la silla convertida en una mujer distinta de la que había llegado hasta allí. A partir de entonces, pocas cosas asombrarían a la Palmera tanto como su vehemencia.

—Verás, Eladia, es que yo creo que el anarquismo no te va a sentar bien, porque... A tomar por culo todo, pues muy bien, yo estoy de acuerdo, pero ¿por qué no te haces de los del requesón? Los comunistas son más ordenados, más disciplinados, a ti te convendría más...

—No quiero nada con el requesón, Palmera.

—Eso ya lo sé —el hombre que la conocía mejor que nadie sonreía—. Con el requesón lo quieres todo, hasta casarte y tener hijos, mira lo que te digo.

—¿Ah, sí? Pues si yo quisiera...

—Eso es lo que no entiendo, que no quieras.

Él no podía entenderlo, ni siquiera ella lo entendía muy bien, pero todas las niñas del mundo que escondían cada noche un cuchillo debajo de su almohada tenían que ver con Antonio, con un futuro en el que ningún hombre, ninguna mujer pudiera explotar a sus semejantes, un mundo distinto donde el amor no fuera ya una debilidad, el arma más poderosa de los explotadores. Eso sentía Eladia, y que ella no podía amar porque odiaba demasiado, porque antes de entregarse a aquel hombre tenía que resolver sus cuentas con el odio, echarlo fuera, desprenderse del peso que le encogía el corazón y le impedía confiar en nadie, aquel estigma que la obligaba a sospechar de cualquiera, que la impulsaría a recelar también de él, de sus sentimientos, de sus intenciones, para arruinarlo todo aunque ninguno de los dos lo mereciera. Eso esperaba ella de la revolución, que barriera de la faz de la tierra su infancia y a todos sus habitantes, que allanara los montes, que colmara las hondonadas, que creara un planeta plano, un tablero igual para todos los jugadores, el escenario donde no existirían más las putas ni sus hijos, donde todos los niños tendrían padre y todas las niñas podrían dormir a oscuras con la puerta abierta, donde una mujer como ella podría abrazar cada noche a un hombre como Antonio Perales sin ver al mirarle a un chulo en potencia. Sólo allí, sólo entonces, podría ir hacia él y decirle la verdad, que le quería, que al cumplir trece años se había jurado a sí misma no volver a querer a nadie nunca más y había fallado, que él la había hecho fracasar y que su amor había crecido más y más mientras lo negaba, mientras intentaba arrancárselo sin lograr otra cosa que despedazarse por dentro, destrozarse poco a poco sin pausa y sin piedad, sin alcanzar tampoco a rozarlo con los dedos, tan profundo estaba, tan hundido en el centro de sí misma. Hasta ese momento, ella no podría vivir con Antonio sin contarle la verdad, sin torturarse pensando que él ya la conocía. Hoyos tenía razón, había pasado el tiempo de las componendas. Mientras tanto, estaba mejor sola.

Eladia lo esperaba todo de la revolución, pero lo que llegó fue la guerra, una guerra larga y cruel con su incesante cosecha de cadáveres, chicos como Antonio, de su barrio, de su edad, volviendo a casa muertos, día tras día. La soledad dejó de ser entonces una compañía agradable, su amor, una debilidad que no podía permitirse, y la revolución, la prioridad. Que no lo maten, eso era lo único que importaba ya, que no lo maten, lo único que era capaz de pensar, que no lo maten... Antonio no murió, pero ella tampoco encontró la manera de reconstruir todo lo que había roto, una estrategia para liberarle, para liberarse a sí misma de aquel trato que se había convertido en una jaula sin puertas, de barrotes tan apretados que nunca la dejarían escurrirse entre ellos. Y le acechaba en secreto, vigilaba su casa, preguntaba por él, le veía volver del frente, su ceño cada vez más grave, su cuerpo más delgado, su expresión un poco más trágica en cada permiso, y era incapaz de hablarle, de tocarle, de pedirle perdón. No sabía cómo hacerlo, no lo supo hasta que una noche de invierno de 1938, el azar fue piadoso con ella, y fue cruel.

Cuando lo descubrió al otro lado de la puerta de aquella taberna, percibió su desprecio y se sintió despreciable. Ya no esperaba la revolución, ni siquiera la victoria, pero comprendió a tiempo que ninguna derrota sería peor que aquella. Antonio estaba en la calle, sucio, quebrantado, herido, con el frío de todas las noches que había dormido al raso pintado en la cara, y la miraba. Eladia se vio a través de sus ojos, con su uniforme de miliciana de opereta, un vino en la mano y un hombre sonriente a cada lado, le vio negar con la cabeza, marcharse despacio, y supo que ya no bastaría con conjurar su muerte a todas horas. Vivir con su desprecio no merecía la pena. Por eso, aquella noche no durmió y a la mañana siguiente fue a buscarle. No sabes nada de mí, le dijo entonces. Se lo contaría casi todo un año después, cuando otro golpe de Estado, aquí me tienes, Eladia, haz conmigo lo que quieras, le dio la oportunidad de ser feliz como nunca, bailando en el filo de un cuchillo afilado.

—Mi madre y mi abuela eran putas, por eso las tres nos apellidamos igual —estaban en la cama, él la abrazaba, y sus brazos no se aflojaron, su sonrisa no cedió, sus ojos no se ensombrecieron—. Ahora ya lo sabes.

—Te quiero, Eladia.

Esa fue la primera vez que Antonio le dijo que la quería, y ella percibió un crujido imposible, el silbido metálico de una coraza que se resquebrajaba, una grieta en un muro, la sonrosada blandura de algo nuevo y tierno filtrándose por debajo para asomar a la luz. En los treinta y dos días que duró aquella fiebre, una epidemia de inmortalidad tan sólida que podía tocarse, comerse y beberse como si fuera una cosa, Eladia se resignó al amor, la maldición que había convertido a su abuela en un títere desvencijado, y descubrió que estaba equivocada. Su amor no la hizo más débil, sino mucho más fuerte, más valiente y poderosa, más entera, capaz de soportar cualquier desgracia. Cuando detuvieron a Antonio, le había dicho muchas veces que le quería, y había probado el efecto mágico de aquella bendición sobre su espíritu. Cuando hizo por él, por su vida, lo que nunca jamás iba a hacer en la suya, salió del Ministerio del Ejército pisando con fuerza, con la espalda tiesa y la cabeza muy alta. Al salir a la calle, le compró a una pipera un caramelo de menta y paró un taxi. Aquella mañana, entró sonriendo en el locutorio de Yeserías.

—¡Qué contenta estás hoy, Eladia! Me gusta mucho verte así.

—Te quiero mucho, Antonio —y ni siquiera aquel día fue más verdad que otras veces—. No sabes cuánto te quiero.

Antonio Perales García tampoco llegó a saber nunca cómo había conseguido que le conmutaran una sentencia de muerte por treinta años de reclusión. Que le concedieran la redención de pena antes de que hubiera tenido tiempo para pedirla, no fue mérito de Eladia, sino de su nuevo dueño, que prefirió mandarle cuanto antes lo más lejos posible de Madrid.

—Pero... —la primera vez que recibió aquella orden, no la entendió—. ¿Por qué quieres que me vista de miliciana?

Garrido se las arregló para mirarla desde muy arriba, con un aire displicente, cargado de superioridad, aunque estaba sentado en una butaca y ella de pie, en la mano la botella de la que acababa de servirle una copa.

—¡Ah! —y hasta se tomó la molestia de sonreír—. ¿Y desde cuándo tengo que darte yo explicaciones sobre lo que quiero y lo que dejo de querer?

—No, no —Eladia se apresuró a humillar la voz, y la barbilla—, si no es eso. Es sólo que... Me extraña.

—Pues... —Garrido se relajó—. La naturaleza humana es tan inescrutable como los caminos del Señor. A muchos hombres les excita la lencería negra y digamos que yo soy más original —cuando la vio alejarse, añadió algo más—. Y, hablando de lencería, nada de ropa interior, ¿eh? Vamos a hacerlo bien.

Cuando abrió el paquete, le temblaban las manos, porque ya sabía lo que iba a encontrar. En las tiendas no se vendían disfraces de miliciana, así que Garrido había conseguido ropa usada, auténtica, unos pantalones, una camisa, unas botas, un cinturón que alguna vez había llevado una mujer de verdad, de su misma talla. Mientras se la ponía, Eladia pensó en aquella extraña compañera sin nombre y sin memoria que seguramente habría muerto de hambre, de tuberculosis o contra la tapia de un cementerio, sin sospechar el extraño vínculo que las uniría al otro lado del tiempo y la derrota. En cada visita del militar, antes de ponérsela, acariciaba esa ropa y sentía una extraña ternura, la tentación de imaginarla, de adjudicarle una cara, un acento, una forma de andar. Y al salir del dormitorio, vestida, armada y entera, lo hacía también por ella, para poder recordarla en la hora de su venganza.

Aprendió a dosificar la sumisión y la rebeldía en la exacta proporción que a él le permitía follársela como si en cada polvo volviera a ganar la guerra entre sus piernas. Descubrió sus gustos muy deprisa, y cómo darle cuerda para acortársela después, al ritmo que más le convenía, pero eso no fue lo único que él le enseñó. Mientras duraba su juego, el teniente coronel podía llegar a ser brutal, pero antes y después era un hombre educado, mucho más amable que Trinidad, y a veces, después de recobrarse de la furia con la que la insultaba, con la que la zarandeaba y la tiraba al suelo, se la quedaba mirando con un vestigio de aquella devoción casi virginal que ella había contemplado tantas veces desde el escenario del tablao. Eladia sospechaba que Garrido sentía por ella algo más que el mecanismo que activaba sus erecciones, una pasión confusa, imperdonable, en la que la limpieza de un enamoramiento juvenil coexistía con una excitación sucia y culpable, la sangre hirviendo a borbotones entre sus sienes mientras ella le apuntaba con una pistola descargada y le decía, te voy a matar, fascista hijo de puta, antes de comprobar que no tenía balas y arrastrarse por el suelo para besarle los pies, para rogar por su vida. En la segunda mitad de los años cuarenta, Madrid estaba lleno de mujeres guapas, jóvenes, antiguas anarquistas, socialistas, comunistas que habrían estado dispuestas a hacer ese papel a cambio de sobrevivir, o ni siquiera eso, sólo por comer caliente todos los días, pero a Garrido no le satisfacía ninguna otra. Garrido la quería a ella, la quería por completo, en propiedad y para siempre. Eladia lo sabía, y a veces, no conseguía ocultarlo.


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