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Un grano de trigo 9 страница

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—¿Por qué me miras así?

—¿Yo? —y se apresuraba a bajar la cabeza—. Te miro como siempre.

—No seas insolente conmigo, Eladia. Ten cuidado, o te vas a arrepentir.

Pero él no podía mancharla. Podía pegarle, podía insultarla, podía atarla, obligarla a andar a gatas o eyacular encima de su cara, y ella seguiría emergiendo igual de limpia, igual de íntegra, de todos los frutos podridos de su imaginación. El amor de Eladia era mayor que la perversión de Garrido, aquella adicción que le esclavizaba como una necesidad, las cadenas que no podía romper sin ser desdichado y que tampoco le hacían feliz, porque vivía su relación con ella como un secreto infame, un peligro, una amenaza. El día en que alguien se entere de lo que hacemos aquí tú y yo, tu novio va al paredón, ¿está claro? Al escucharle, ella veía en sus ojos una luz casi suplicante, que la persuadía de que la única felicidad a la que él podía aspirar estaba fuera de su alcance. Ella jamás se sometería por su propia voluntad, nunca se ofrecería como un regalo. Garrido podía jugar a poseerla, podía imponerle el ritual de la posesión, pero ella jamás le pertenecería, y los dos lo sabían igual de bien. Por eso, a veces se le escapaban aquellas miradas que traicionaban lo que estaba pensando, menuda vida de mierda te has buscado, pobre imbécil... Y si Antonio no hubiera pasado por la suya, si no le hubiera enseñado lo que eran la paz, la alegría, el placer, tal vez habría llegado a apiadarse de él. Pero todo en ella, lo que hacía, lo que pensaba, lo que sentía, era obra del amor de Antonio, y por eso acabó odiándole con todas sus fuerzas.

A medida que pasaba el tiempo, cada vez le costaba más trabajo complacerle. La conquista de la técnica la dejó a solas con una realidad en la que aquel hombre disponía de ella como si fuera un objeto, y la pericia con la que logró no parecer otra cosa, lejos de ayudarla a soportarlo, la hizo más consciente del papel que representaba. Eladia descubrió entonces, como Fernanda una vez, que pese a la tradición familiar ella no valía para ese oficio, y el teniente coronel, que no era tonto, tampoco tardó mucho en darse cuenta. Sus exigencias evolucionaron al mismo ritmo que la conciencia de su presa, y llegó un momento en el que ya no le bastó con poseer el cuerpo de Eladia. Aspiraba a poseer también su espíritu y ella lo adivinó a tiempo, pero nunca se descompuso. Aprendió a reflejar la pasión de su amante, a mirarle como él la miraba, a fingir, más que placer, una turbulencia oscura y poderosa, destinada a sugerir que él había despertado en ella una pasión perversa, una ansiedad secreta que residía en regiones de sí misma que nunca había visitado antes de conocerle. Cuando él se ponía el abrigo para marcharse, se quedaba sentada en el suelo, las manos abandonadas sobre el regazo, mirándole como a un dios mientras calculaba qué iba a hacerse para cenar, pero no olvidaba extender un brazo en su dirección con un gesto patético, como si pretendiera rozarle con la punta de los dedos antes de perderle. No se movía hasta que dejaba de oír el eco de sus pasos por la escalera. Luego se levantaba de un salto, abría los grifos de la bañera, encendía el fogón y se sentía ridícula, pero nada peor. No se arrepintió, no pensó en huir, nunca perdió el norte porque sabía lo que estaba haciendo y por qué, para qué lo hacía. Eladia Torres Martínez tenía un plan, y estaba dispuesta a llevarlo a cabo a cualquier precio.

—Jacinta, tengo que hablar contigo —cuando llegó el momento, no le tembló la voz—. Después del último pase, en el vestuario.

A principios de 1947, ya había reunido una cantidad más que suficiente. En eso tampoco se parecía al resto de las chicas del tablao. Antes de la guerra, ya era la que más ganaba y la que más ahorraba, no porque le gustara tener dinero, sino porque no se le ocurría en qué gastarlo. No era caprichosa ni presumida, no le gustaban las joyas y la miraban demasiado por la calle como para que la preocupara salir con unos zapatos y un bolso de distintos colores. Lo único que le gustaba era Antonio y mientras pudo, se gastó el sueldo en él, con una sola excepción.

En marzo de 1944, pidió un anticipo para darle a Manolita las ochocientas pesetas que costaba un Libro de Familia falso. Era mucho dinero, pero no le pesó desprenderse de él. Creyó que no lo echaría de menos, porque Antonio, el preso mejor alimentado de Yeserías, seguía esperando un juicio cuya demora parecía conectada con el curso de la guerra mundial. Tres años más tarde, aunque todos sus cálculos hubieran fallado, el éxito que Manolita había obtenido con aquel préstamo le garantizó que aún se podría comprar cualquier cosa con dinero, en la trastienda de los comercios y en la del Estado. Con esa convicción se reunió con Jacinta, y fue derecha al grano.

—Quiero que Antonio se fugue del campamento ese en el que está.

—¿Ah, sí? ¿Y a mí qué me cuentas?

—Todo. Te lo cuento todo porque quiero que me ayudes a organizarlo.

Jacinta volvió a mirarla, negó con la cabeza, le pegó un empujón a los trajes que dividían la habitación en dos y se dedicó a recorrerla de punta a punta, como si la inutilidad de aquel paseo la compensara por los gritos que no podía dirigir a la mujer que le sonreía desde el centro de la habitación.

—Sí, hombre, tú no sabes lo que dices, esto era lo que me faltaba por oír, pues sí que están las cosas...

—Venga ya, Jacinta —Eladia la dejó cansarse, y sólo intervino cuando sospechó que se estaba aburriendo de andar—. Lo hacéis todas las semanas.

—¿Que lo hacemos...? —se sentó en una butaca, encendió un cigarrillo y se lo fumó casi entero antes de reunir la calma suficiente para terminar las frases que empezaba—. No, hija, eso no es así. Todas las semanas se fugan presos de los destacamentos, es verdad. Todas las semanas y hasta todos los días, porque no hay guardias suficientes para vigilarlos a todos, así que con pillar a uno distraído y echar a andar... Pero fugarse es una cosa, y llegar a alguna parte otra muy distinta —hizo una pausa para mirar a Eladia, y al comprobar que seguía sonriendo, atacó con más fuerza—. Todos los días detienen a presos que se han fugado el día anterior, ¿y sabes lo que pasa? Que los vuelven a juzgar y les echan otro montón de años encima, así que...

—Porque no lo hacen bien. Porque no tienen documentación, ni dinero, ni medios de transporte, ni ropa adecuada, ni un lugar donde esconderse.

—Efectivamente —Jacinta aprobó con la cabeza—. Porque hacerlo bien es casi imposible.

—No. Hacerlo bien es muy caro, pero yo tengo dinero —y durante un instante los ojos de Eladia brillaron más de la cuenta—. Llevo años ahorrando para sobornar a funcionarios, para comprar billetes de tren, para alquilar un piso, para pagar a un guía. Todo se compra y se vende, ya sabes...

—Menos el cariño verdadero —completó la cantaora con un suspiro.

—Ahí lo tienes.

—¡Ay, Eladia, Eladia! Podrías haberlo pensado antes. Tantos años tratándole como a un perro para esto... —se levantó, fue hacia ella, le dio un abrazo—. Voy a ver qué se puede hacer. Pero no me metas prisa, ¿eh? Hacerlo bien cuesta dinero pero, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo.

Eladia le prometió que sabría esperar, pero no llegó a cumplir del todo su palabra. La perspectiva de volver a ver a Antonio, de regresar al cuerpo que sabría borrar el tacto, y el olor, y el sabor de Garrido de su piel, de su memoria, endureció todavía más las condiciones de su trato. Las visitas del teniente coronel ya no eran tan regulares como al principio, y a temporadas llegaban a escasear, pero de vez en cuando, por motivos a los que ella no podía anticiparse, su pasión reverdecía y se hacía más exigente, más áspera, más compleja. Si le dejaba adivinar que algo era distinto, no podría saber qué, pero sí quién estaba inspirando aquel cambio. Por eso, se obligó a reaccionar como una amante celosa, y le preguntaba si había encontrado a otra que le gustara más que ella, para que la cara de Garrido resplandeciera de satisfacción en cada retorno. Así, aparte de proteger su plan, logró sentirse cada vez peor.

—¡Eladia! —Jacinta resoplaba cada vez que la abordaba en el pasillo.

—Ya, ya lo sé... Pero no puedo más, te juro que no puedo más.

La cantaora le daba ánimos e información con cuentagotas. Él ya lo sabe, están pensando cómo se puede hacer, todavía no han tanteado a ningún funcionario... Y pasó el invierno, y llegó la primavera, más tarde el calor. Cuando empezó a refrescar por las noches, Jacinta fue a buscarla.

—A ver, ¿dónde está ese dineral que tenías ahorrado?

Tras una larga negociación, había llegado a un acuerdo con su partido. Con el dinero de Eladia escaparían cuatro presos, pero Antonio tendría un plan de fuga exclusivo. Viajaría a Madrid en tren con un documento falso, pasaría la noche en un piso franco, y al atardecer del día siguiente se montaría en un expreso con destino a Jaén. Allí tomaría un autobús hasta Martos y alguien le recogería y le llevaría al monte, a un campamento guerrillero.

—Pero... —la sonrisa de Eladia se congeló al escuchar este epílogo—. A donde yo quiero que vaya es a Francia, no a Jaén.

—Ya lo sé —Jacinta siguió sonriendo, sin embargo—. Pero si va derecho a los Pirineos mientras su foto esté en todas las comisarías, lo más fácil es que le cojan antes de pasar. Eso también ocurre todas las semanas. Como la frontera está cerrada, tienen que ir monte a través, y como no conocen el terreno, antes de contactar con el guía acaban metiendo la pata, preguntando a alguien, bajando a un pueblo... Es más seguro esconderlo en el interior una temporada, hasta que se olviden de él, y que lo intente cuando mejoren las condiciones. Ahora que, si tú no quieres...

—No, no. Yo lo que quiero es lo mejor para él.

Eso fue lo único que quiso hasta la víspera de la fuga de Antonio, pero sólo porque no se le ocurrió que al día siguiente pudiera querer algo más.

—Enhorabuena —Jacinta le dio dos besos cuando se encontraron en el pasillo de los camerinos.

—Gracias, compañera —ella la abrazó y le susurró una pregunta al oído—. ¿Dónde está?

La cantaora negó con la cabeza y se escabulló sin responder, pero Eladia se vistió a toda prisa para irse a aporrear la puerta de su camerino como si estuviera ardiendo el edificio entero.

—¿Pero tú te has vuelto loca o qué?

—No puedes hacerme esto —Eladia empujó la puerta como si quisiera derribarla y la dueña del camerino no tuvo más remedio que abrirla.

—Claro que puedo —luego volvió a cerrarla, echó el pestillo, cruzó los brazos y le dirigió una mirada severa—. Puedo, y debo. Tú quieres que esto salga bien, ¿no? Pues lo mejor es que no sepas dónde está.

—No, eso no puede ser, porque yo... Tú siempre has querido saber cómo le salvé la vida a Antonio, ¿verdad? Pues siéntate, que te lo voy a contar...

Cuando Eladia concluyó su relato, Jacinta decidió olvidar lo que sabía. Media hora después, Carmelilla de Jerez salió al escenario con una bata de cola de color verde botella con lunares negros, grandes y, alrededor de los ojos, un cerco rojizo que el maquillaje no había logrado tapar del todo. Las huellas del llanto no la perjudicaron, porque aquella noche volvió a bailar como si saliera de la tierra. Después, hizo exactamente lo mismo, de la misma forma y en el mismo orden, que cualquier otra noche.

—Hasta mañana, Palmera —Paco seguía acompañándola, aunque viviera sola y a dos pasos del tablao. Ni siquiera a él le contó que aquella noche iba a dormir con Antonio.

Subió las escaleras con el corazón en la boca, pero el exhaustivo control sobre sí misma que había adquirido en los últimos tiempos, le permitió llegar hasta arriba sin ningún rasgo visible de agitación. Sacó un fajo de billetes de uno de los cajones de su cómoda, lo metió en una bolsa que tenía preparada, y volvió a bajar con la misma impasible serenidad. Antes de salir, se escondió en el portal y entreabrió la puerta para mirar a la derecha, después a la izquierda. Eran las cuatro menos cuarto de la mañana, y no vio a nadie. Sin embargo, el sereno seguía apostado en la esquina del pasaje Matheu desde donde la veía entrar en su casa todas las noches.

José Sansegundo López se lo debía todo al Orejas, el camarada que le había encargado que vigilara a Eladia después de ofrecerle un trabajo tan valioso como un seguro de vida. Los dos se habían conocido en el salón de Santa Isabel 19, y por eso, Sansegundo no se extrañó de verle en el velatorio de su suegro. Vamos a hacernos un favor el uno al otro, Pepe, por los viejos tiempos... Se lo llevó aparte y le preguntó si le interesaba ocupar el puesto que el difunto había dejado vacante. ¿Por qué pones esa cara? En Sol, cerca de aquí, y sin cansarte... ¿No te conviene? Claro que sí, Roberto, admitió, me conviene mucho, pero con mis antecedentes... ¿Tus antecedentes?, el Orejas sonrió. ¿Tú qué te crees, que soy tonto? Tenemos un contacto en la Brigada de Investigación Social. No es de los nuestros, pero le gusta el dinero y sabe cobrar sin hacer preguntas. Ya le he hablado de ti y tu expediente no está en ningún archivo, puedes estar seguro...

En octubre de 1947, Sansegundo llevaba más de cuatro años trabajando como sereno en la abigarrada retícula de callejuelas donde estaba incrustada la calle de la Victoria. Vigilar a Eladia no era su único cometido. El Orejas le había encargado que le tuviera al corriente de los pasos de otros enemigos del Partido, pero ninguno de aquellos traidores potenciales trasnochaba tanto como la bailaora. Desde que la seguía, jamás había vuelto a salir. Aquella noche lo hizo, y tan pronto que no le dio tiempo a acabarse el pitillo que encendió al verla entrar.

Veinte minutos después, volvía a pasear su chuzo y su manojo de llaves por su circuito habitual, satisfecho de comprobar que nadie le había echado de menos. Eladia no estaba lejos. Sin bajarse del taxi, la había visto salir de otro y abrir con llave un portal en la calle Fernando VI. No se encendió ninguna luz en los pisos altos pero tampoco averiguó nada más y volvió a su rutina murmurando que había hijos de puta con suerte. Estaba tan seguro de que Eladia había ido hasta allí a follar con uno de ellos, que estuvo a punto de irse derecho a casa, pero era un buen militante. Así que se acercó a la tienda de los Garbanzos, escribió una nota y la metió por debajo de la puerta.

Aquella mañana, el Orejas llegó a su despacho más tarde de lo habitual. La noche anterior se había entretenido con un detenido y Paquita no quiso despertarle para darle el papel que había traído Chata. Cuando lo leyó, eran más de las once y media, pero no perdió el tiempo. Seguía sabiéndolo todo de aquel recluso, hasta el número que tenía asignado en un destacamento que construía carreteras en la provincia de Soria. En el Ministerio de Justicia le confirmaron que, en efecto, Antonio Perales García faltaba de su puesto desde el recuento de la mañana anterior. Colgó el teléfono sólo para volver a descolgarlo, ya sabe que no me gusta molestarle, mi teniente coronel, pero tenemos novedades y no son agradables...

A las doce y media de la mañana del viernes 10 de octubre de 1947, Alfonso Garrido tocó el timbre del bajo derecho de un edificio situado en la esquina de Fernando VI con Campoamor, y conoció a una anciana que vivía con siete gatos. En el bajo izquierda, Eladia masticaba la inmortalidad mientras los dedos de Antonio recorrían su espalda lentamente. Los dos habían aprendido a la vez que las resurrecciones eran más felices que los nacimientos y estaban igual de asombrados por la intensidad que concentraba y expandía cada segundo para convertirlo en una razón para vivir, para morir después de haber vivido. El último fue idéntico a todos los que se habían repetido desde que volvieron a estar juntos, el mejor que habían probado jamás. Después, sonó el timbre de la puerta.

—Vístete —Eladia reaccionó primero.

—Pero —su amante todavía posó en su cuello el último de una larga cadena de besos— ¿qué...?

—Vístete, Antonio, corre.

Cuando terminó de decirlo, ya se había levantado. Como si una voz instalada en su cabeza le explicara exactamente lo que tenía que hacer, abrió su bolsa, sacó una bata, se la puso y atravesó el pasillo descalza, para no hacer ruido. No necesitó abrir completamente la mirilla para reconocer una nariz, una boca, el cuello de un uniforme, y volvió corriendo al dormitorio.

—Tienes que irte, Antonio, ahora mismo, corre, tienes que irte...

El timbre sonaba sin interrupción, y Eladia volvió a salir al pasillo, carraspeó, improvisó una voz serena y somnolienta mientras pensaba a una velocidad que la habría admirado si hubiera sido capaz de prestar atención a su pensamiento.

—¡Ya va! Menudo escándalo... ¿Quién es?

Y pensó que Garrido iba armado, que si no le abría, tiraría la puerta abajo, que si encontraba el cerrojo echado, dispararía contra la cerradura, que en ese caso entraría con la pistola en la mano y que eso no le convenía.

—Abre la puerta, Eladia.

—¡Alfonso! —descorrió el cerrojo y empezó a entretenerle—. ¿Pero qué haces tú aquí?

—Abre la puerta o la tiro ahora mismo.

—Dos minutos. Espera dos minutos, que me dé tiempo a vestirme...

—¡Eladia!

Volvió corriendo al dormitorio, vio cómo la miraba Antonio mientras se ponía la americana y sonrió como una tonta antes de regañarse a sí misma por perder el tiempo en sonrisas. Después cogió el dinero, se lo puso en la mano y le echó de la habitación.

—Vete —le iba diciendo mientras le empujaba por el pasillo—, vete ahora mismo, corre, vete y no te preocupes por mí, ya nos veremos...

—No —él se volvía a mirarla a cada paso, y ella sentía que esas miradas se clavaban en su pecho como puñales—, vístete y vete...

—¡Que no!

Aquella vivienda tenía dos puertas. Una daba al portal del edificio, la otra a un patio trasero con el que comunicaban tres locales comerciales. Uno de ellos era el motivo de que el PCE hubiera alquilado aquel bajo dos años antes. El dueño de aquella cestería a la que los clientes entraban desde la calle Campoamor era camarada y muy mayor. Él mismo fabricaba los objetos que vendía y no tenía dependientes. Por eso, sus vecinos no se extrañaban de que cerrara la tienda de vez en cuando, para ofrecer una salida segura a cualquier clandestino en apuros. Antonio lo sabía. El chico que le había llevado hasta allí, le había dado instrucciones y dos llaves, una para abrir la puerta que comunicaba la cestería con el patio, la otra para salir del local por Campoamor si la policía montaba guardia en Fernando VI. Eso mismo le había contado Jacinta a Eladia, y ella no vaciló ni un instante.

—Vete, Antonio —abrió la puerta que daba al patio—. Yo no estoy presa, no me he fugado, pero no pueden encontrarme contigo. Hazme caso, por lo que más quieras. Lo mejor para los dos es que te vayas.

Al otro lado del pasillo, el hombro del teniente coronel Garrido cargó contra la puerta principal, y ambos lo oyeron.

—Te quiero, Eladia —la emoción esmaltó sus ojos, y ella se sintió afortunada pese a todo—. Te quiero, te quiero, te quiero...

—Y yo te quiero a ti —rozó su cuello con los labios mientras le empujaba hacia el patio—. Te quiero más que a mi vida.

—No me digas eso, por favor —Antonio se sacó una pistola del bolsillo y se la dio mientras Garrido cargaba por segunda vez—. No me digas eso.

—Vete, Antonio.

Cogió la pistola con la mano derecha, cerró la puerta con la izquierda y volvió al dormitorio. Desde allí, oyó cómo cedía la cerradura de la entrada principal, y algo más.

—Tú quédate aquí —el teniente coronel se dirigió a alguien mientras avanzaba por el pasillo—. Prefiero entrar solo.

Eladia comprendió en ese momento el significado de lo que acababa de decir, y en qué consistía querer a alguien más que a su propia vida.

—Cierra la puerta.

Garrido entró con la mano derecha sobre la culata de su arma, pero ella ya le estaba apuntando.

—He dicho que cierres la puerta.

El teniente coronel la miró un momento, el preciso para que ella calculara que Antonio habría podido entrar en la cestería, que quizás había tenido tiempo incluso para echar la llave desde dentro.

—No te tengo miedo, Eladia.

Ella estudió sus ojos un momento y sonrió.

—¿No? Pues deberías, porque esta pistola no es de juguete, ¿sabes?

Era una Luger, un modelo semejante al que ella había visto durante la guerra, así que apostó a que se cargaría de la misma manera y acertó. La primera bala produjo un chasquido al entrar en la recámara y las cejas de Garrido se fruncieron, aunque después se esforzó en sonreír.

—Ya lo veo, y por eso deberías soltarla antes de hacerte daño.

—Yo no voy a hacerme daño —Eladia dejó escapar una risita, mientras calculaba que Antonio estaría saliendo ya a la calle Campoamor—. Lo que voy a hacer es matarte, fascista hijo de puta.

Los dos sonrieron a la vez al escuchar aquella frase, y él la complació con el comentario que ella había buscado al pronunciarla.

—No tengo ganas de jugar ahora, Eladia... —se paró a pensar, dio un taconazo en el suelo, la miró con un gesto de impotencia—. Por el amor de Dios, esto es ridículo. Te estás buscando una ruina sin necesidad.

—¿Sin necesidad? —ella sonrió, y a Antonio ya no le faltaría mucho para doblar la esquina, para llegar a Génova, para salvarse—. No entiendes nada, Garrido. No puedes entenderlo, porque a ti nadie te ha querido nunca como quiero yo a ese hombre. Siempre he pensado que no eres más que un pobre imbécil, ¿sabes?, tantos años creyéndote el amo, mientras te conformabas con las migas de un pastel que sólo se ha comido otro —aquel comentario le enfureció tanto que dio un paso hacia ella, pero Eladia alargó el brazo para detenerle con la pistola por delante—. No des un paso más, porque no quiero disparar antes de tiempo. Necesito explicarte por qué vas a morir. Sé la clase de cabrón que eres, y no voy a arriesgarme a que me arranques la piel a tiras, a que me rompas todos los huesos para sacarme una confesión. Para mí, eso sería peor que morir. Así que prefiero matarte, y matarme después.

En ese momento, Alfonso Garrido comprendió que Eladia hablaba en serio. En ese momento, y Antonio estaría ya bajando hacia Colón, sus ojos reflejaron la misma luz que paralizó a Trinidad cuando era una niña de doce años. La situación del teniente coronel era distinta. Él no ganaba nada quedándose quieto, y por eso desprendió el corchete que cerraba la tira de su cartuchera, cogió su pistola y afianzó sus dedos en ella, pero no pudo sacarla de su funda. Antes de intentarlo, había recibido un tiro en la garganta, otro en el cuello, otro en la clavícula. Eladia avanzó hacia él mientras disparaba a quemarropa, para no errar el tiro, pero le había matado con la primera bala.

Antonio no oyó el sonido de ninguna. Cuando Garrido se desplomó en el suelo, estaba comprando el Abc en un quiosco de la calle Almagro. A despecho de los cálculos de Eladia, al salir a Génova había cruzado la plaza de Alonso Martínez sin ninguna razón especial, excepto que su tren no saldría de Atocha hasta las ocho en punto, y lo único que le sobraba era tiempo. Habían pasado más de ocho años desde la última vez que paseó por su ciudad, y ya que no podía pasar con Eladia las horas que tenía por delante, se propuso aprovechar la oportunidad, pero no la disfrutó. Fue hasta el Retiro por el camino más largo y no dejó de pensar en ella ni un instante.

A las seis y media de la tarde, le dolían tanto los pies que se sentó en un banco de la calle Alfonso XII para hacer tiempo. Allí, tan cerca, volvió a verla subiendo la cuesta de Santa Isabel, pisando como si las baldosas de la acera se disolvieran de placer bajo sus pies, y se arrepintió de haberle abierto la puerta, de haberla metido en su cama y, sobre todo, de haberle dado la pistola. Intentó tranquilizarse recordando de qué clase de mujer estaba enamorado. Eladia era muy rápida, muy lista, y tan guapa que cualquier hombre se lo pensaría dos veces antes de disparar contra ella. Si había podido usar su pistola para huir, la habría limpiado antes de tirarla a una papelera, y de lo contrario, no la habrían pillado con ella encima. Por si acaso, había dejado encajadas en el marco, pero abiertas, las dos puertas de la cestería. Eso también había sido una temeridad, aunque estaba dispuesto a afrontar las consecuencias. Estaba dispuesto a dar, a hacer, a asumir cualquier cosa por Eladia. Por eso se había asustado tanto al escuchar que ella le quería más que a su vida.

A las ocho menos veinte, se caló el sombrero, entró en el vestíbulo de la estación y se dirigió a la consigna. Abrió una caja, sacó una maleta y dejó en su lugar dos pares de llaves, las del piso y las de la cestería, y una nota para que alguien fuera a cerrar las puertas de la tienda. Después subió al tren en un vagón de primera clase y le advirtió al revisor que no tenía ganas de cenar. Estaba muy preocupado y seguro de que no pegaría ojo, pero llevaba dos noches seguidas durmiendo a ratos, y mientras el traqueteo del tren empezaba a mecerle, cerró los ojos. A las cinco y media de la mañana, cuando el revisor le despertó, ya había llegado a Linares-Baeza. El único contratiempo del viaje fue el frío que pasó hasta que llegó el tren de Jaén y después, hasta que a las nueve y media cogió la camioneta que le dejaría en Martos. Allí, todo se torció.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 35 | Нарушение авторских прав


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