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Un grano de trigo 12 страница

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—¿Republicano? —pregunté, muy sorprendida.

—Sí —Lourdes se echó a reír—. Es que le hemos dicho que Julián era de Azaña, así que cuando le conozcas, ándate con ojo, porque como se entere de que es anarquista, para qué queremos más...

—Vete a saber —su marido le llevó la contraria con suavidad—. Tu padre es un buen hombre.

En aquella comida aprendí muchas cosas, pero la más importante fue que acababa de arribar a un mundo extraño, como un islote que se hubiera desprendido de la tierra firme para navegar a la deriva, una comunidad donde las cosas no eran lo que parecían y que tampoco se parecía a ningún otro lugar donde yo hubiera estado antes. Cuelgamuros era un rompecabezas defectuoso, formado por demasiadas piezas que nunca encajarían por más que las hubieran acoplado a martillazos para fundar en el mismo espacio una cárcel y una obra pública, un campo de trabajos forzados y una oportunidad de escapar de la miseria, un proyecto de reeducación que funcionaba en más direcciones de las previstas y un negocio redondo para empresarios bien relacionados, un monumento al fascismo y un nido de antifascistas que trabajaban hombro con hombro con quienes, como el padre de Lourdes, habían acudido a la llamada de su Caudillo con el corazón atiborrado de propaganda y de gratitud, buenos hombres que no habían sido de los nuestros, pero que en muchos casos tampoco eran ya exactamente de los suyos.

Cuelgamuros tenía sus propias reglas, distintas de las elaboradas por el Patronato de Redención de Penas, y las mujeres de los presos no cabían en ninguna, pero estaban allí desde el verano de 1942, cuando una chica que llegó en el autobús de las visitas, plantó una tienda de campaña en el monte, frente al barracón donde dormía su marido, y se negó a marcharse. El Cuelgamuros de las mujeres también era un poblado complejo, con normas propias y dos versiones, la colonia de los hombres libres, casas humildes pero bien construidas, situadas cerca de una fuente de agua potable y de un lavadero, provistas de cocinas de carbón y luz eléctrica desde la puesta del sol hasta las once de la noche, y lo que se llamaba el campamento por llamarlo de alguna manera, un puñado de casuchas que apenas tenían cuatro paredes y un techo. Allí, por no haber, ni siquiera había cimientos, y sin embargo, en cada anochecer se llenaban de muchas cosas, tantas que compensaban el vacío que dejaban los hombres al marcharse.

—Yo estoy en medio —me explicó Lourdes, mientras comía con Julián de un solo plato, una sola cuchara que usaron por turnos equilibrados al principio, después, cuando ya se podían contar las judías que flotaban sobre la loza, más parcos y tramposos, porque él tomaba las legumbres de una en una, y ella las alternaba con cucharadas de caldo—, con un pie en la colonia y otro aquí. Cuando esto esté mejor, me gustaría mudarme, pero de momento, duermo abajo y vengo sólo por las tardes, y los domingos, claro, aunque siempre podré irme a casa de mis padres cuando empiecen las heladas, y traerme de allí la comida y el pan. Pero las que no pueden hacer eso lo pasan fatal, sobre todo en invierno. Lo aguantan, claro, porque sus pueblos están muy lejos. Si no se hubieran venido, nunca verían a sus maridos, pero tú vives a dos pasos...

—Ya, pero mi vida en Madrid también es dura —al decirlo, sonreí sin saber por qué—. No tengo muchas cosas que echar de menos.

No tendría muchas, sino muchísimas, buenas y hasta malas, la gente, las aceras, el bullicio, las tiendas, el alumbrado, el ruido, los lavabos, los grifos, los serenos, los carros de los basureros, las terrazas, los bares, los escaparates, los mercados, los teléfonos, el metro... Todo eso me iba a faltar pero en ese momento no lo creí, porque ya no tenía frío, porque podía hablar con Lourdes como si fuera una vieja conocida de Porlier, porque su compañía, la de Julián, habían disipado mi confusión, aquella mezcla de miedo y de vergüenza que ya no me impedía mirar a Silverio y a él le permitió mantener sus ojos en los míos mientras me hablaba.

—De todas formas, en verano da gusto vivir aquí. No hace demasiado calor, refresca por las noches y hay muchas pozas para lavar, y para bañarse. A tu hermana le sentará bien.

—Sí, seguro que se le abre el apetito.

Después de decir eso, Julián nos miró, miró hacia la cama y volvió a mirarnos, pero fue su mujer quien nos señaló un camino para dejarlos solos.

—Bueno, pues ya que estás tan decidida... ¿Le has enseñado tu sitio a Manolita, Silverio? —él negó con la cabeza y ella empezó a recoger los platos—. Llévala ahora, todavía tenéis tiempo. Yo voy a avisar a Mariluz, para que se lo explique todo cuando bajéis...

Porque antes había que subir, dejar atrás las últimas casas, coronar una cuesta suave pero muy larga, subir todavía más para bordear por la izquierda un peñón de granito, y seguir subiendo. El último repecho era el peor, porque ascendía muchos metros en muy poca distancia, y aunque alguien había labrado la roca para crear una serie de espacios donde poner los pies, aquellos peldaños eran demasiado toscos e irregulares como para considerarlos una escalera. La recompensa, a cambio, era espectacular.

—Todos los domingos, después de comer, subo hasta aquí —Silverio miró a su alrededor y abrió los brazos—. Es lo más parecido a estar libre que he sentido en cinco años.

Una pared rocosa, ligeramente cóncava y no tan alta como para tapar el sol del mediodía, le daba la espalda al norte para abrigar una pradera natural donde había crecido una milagrosa encina rodeada de pinos. Desde allí, sólo se veía la inmensidad del cielo, las montañas, y a lo lejos, las obras de la basílica, tan diminutas e inocentes como un juego de construcciones. Las rocas que se habían desprendido del monte habían sido acarreadas para levantar un muro que ocultaba los tejados del campamento aunque estuvieran muy cerca, justo debajo de nosotros. Aquel era el sitio de Silverio, y era muy hermoso.

—Antes de que empezaran a construir el monasterio, al principio de todo, el jefe del puesto de la Guardia Civil de El Escorial vino por aquí. Le habían encargado que buscara un sitio alto, llano, para instalar una torre de transmisiones, y como debía de ser bastante bruto, decidió que este era perfecto —hizo una pausa para mirarme, y me di cuenta de que estaba esperando a que me riera, pero no pude complacerle porque no entendía el chiste—. Una torre de transmisiones aquí, ¿te das cuenta?, con ese pedazo de peña ahí encima... Total, que limpiaron el terreno, hicieron la tapia y empezaron la obra, pero enseguida llegaron las constructoras y los ingenieros pararon aquel disparate. Al final, pusieron la antena en ese cerro, ¿lo ves? —seguí la dirección de su índice para descubrir a mi espalda una torre de metal en una cota despejada, más alta que el lugar donde estábamos, y ante ella, a un soldado que debía estar viéndonos tan bien como nosotros le veíamos a él—. Por eso, la escalera está a medio hacer, sin embargo...

Le seguí hasta una pequeña calva y descubrí que el suelo allí era gris. Pensé que era roca, pero Silverio limpió una esquina de la mezcla de pinaza y tierra que lo había cubierto con el tiempo para mostrarme un agujero redondo, profundo, con una expresión de júbilo a la que tampoco supe cómo responder.

—¿Lo ves?

—Sí —asentí con la cabeza sólo para moverla en sentido contrario un instante después—. Lo veo, Silverio, pero no te entiendo. Es que yo... Yo también debo ser bastante bruta, ¿sabes?, y no sé nada de antenas, ni eso.

—Esto es hormigón, Manolita —lo golpeó con el tacón de su bota, como si quisiera probarme su dureza—, y las perforaciones son los huecos para los pilares, con sus esperas y todo. Llegaron a cimentar, ¿lo entiendes? —volví a asentir sólo por no darle un disgusto—. Aquí arriba se podría hacer una casa de verdad, mucho mejor, más sólida que las de abajo...

Después de decir eso, siguió hablando. Durante más de media hora habló y habló sin tropezarse en ninguna palabra, moviéndose alrededor de aquel suelo de hormigón como si bailara al ritmo de una música que sonaba sólo en su cabeza para impulsarle a abrir las manos, a mover los brazos, a girar alrededor de sus talones mientras sus dedos levantaban en el aire las cuatro esquinas de una casa imaginaria. Yo, sentada en una piedra, le miraba, le escuchaba como una niña boba o muy pequeña escucharía un cuento de hadas, iba la lechera al mercado con un cántaro de leche, hasta que la misma música, una melodía enigmática, muda y armoniosa, brotó dentro de mí. No tenía ni idea de lo que significaban las palabras que iba diciendo, pesos, arrastres, estructuras, troncos de árbol en lugar de vigas de hierro, y por aquí, y por allí, ¿lo ves?, me decía, ¿lo ves?, pero asentía con la boca abierta hasta que lo vi, empecé a verlo y ni siquiera sabía lo que estaba viendo, pero lo vi. Sucumbí al delirio benéfico y templado que levantaba del suelo los pies de aquel chico tan inteligente que lo tenía todo pensado, tan paciente que había analizado los problemas muchas veces, tan habilidoso que había hallado más de una solución para cada uno, hasta que a mí también me entraron ganas de bailar. Por eso me levanté, me acerqué a él como si hubiera contagiado su ingravidez a mis piernas, y me volqué entera en cada punto que señalaba, el cielo, el suelo, el viento del norte, y la lechera caminaba hacia el mercado por un camino liso, cada vez más llano, porque Silverio fulminaba, una por una, las piedras en las que mis pies no tropezarían, y esto ya lo he hablado con uno de los aparejadores de abajo, y el padre de Lourdes opina que sí aguantaría, y un capataz me dijo que le parecía asombroso que nunca hubiera estudiado nada de esto, pero es que él nunca ha estado preso, claro, no sabe la cantidad de tiempo que tenemos los presos para pensar...

Lo que más me asombró aquella tarde no fue aquel proyecto, ni siquiera el talento de Silverio, su seguridad, el aplomo con el que dibujaba muros en el aire. Lo más asombroso para mí fue sentir que nadie, ni siquiera Dios, tenía poder para apretar, para ahogarme, mientras estuviera con él allí arriba. No tenía mucho donde comparar, no había sido feliz demasiadas veces en mi vida, pero en la casa imaginaria que habité durante treinta, quizás cuarenta minutos, lo fui tanto, tan completamente, que la sensación llegó a marearme.

—Y si este sitio es tan maravilloso —le pregunté cuando aún podía recelar de mi suerte—, ¿cómo es que nadie se ha hecho una casa aquí?

—Porque no saben. No tienen imaginación, no confían en sí mismos y no han leído Robinsón Crusoe —en aquel momento, nuestras cabezas estaban tan cerca que creí que iba a besarme—. ¿Tú has leído Robinsón Crusoe?

—No. Sólo los Episodios Nacionales, algunos muchas veces.

—Da igual —entonces me besó.

Mientras sus labios se posaban en los míos, sonó una sirena en algún lugar, por debajo de nuestros pies. Parecía un signo del universo, un clamor de la tierra que se resquebrajaba de emoción, pero era sólo el aviso de que los autobuses para Madrid saldrían media hora después, la señal de que el hombre al que estaba besando era un preso, el lugar donde nos besábamos, una colonia penitenciaria, y sin embargo, ni siquiera aquella oscura evidencia logró arruinar lo que me estaba pasando.

—Tenemos que irnos pitando —aún me abrazaba y me besó en los labios otra vez—, o te vas a quedar aquí antes de tiempo.

—Hay que ver —murmuré, mientras mis brazos se resignaban a soltarle.

—¿Qué?

—No, nada, nada...

Hay que ver lo mal que atino con el tiempo, era la frase que había estado a punto de escapar de mis labios antes de que descubriera que bajar por aquel simulacro de escalera era mucho peor que subirla.

—¿Y aquí no podrías poner una barandilla?

Se rió y estuve a punto de resbalar al escucharle. No me contestó porque controlaba los tiempos mucho mejor que yo y sabía que no teníamos plazo ni para eso. Bajamos la cuesta muy deprisa, y apenas se detuvo cuando una mujer salió a nuestro encuentro. Era muy bajita, tan menuda que de lejos parecía una niña de doce años, pero a pesar de su aspecto, y de que su edad rozaba a duras penas una década más de la que aparentaba, ella había sido la pionera, la novia que llegó un domingo en el autocar con una vieja tienda de camuflaje, y la plantó en el monte, y allí se quedó. No voy a marcharme, le dijo con una sonrisa al capataz que había subido con la intención de echarla, y él se quedó tan perplejo que no halló una manera de llevarle la contraria. Desde entonces era la encargada de las mujeres, no tanto una jefa como una experta en vivir en Cuelgamuros.

—Manolita, ¿verdad? —su casa estaba pintada de blanco y una hilera de macetas de geranios adornaban la fachada como un zócalo de llamas rojas y rizadas—. Yo soy Mariluz, bienvenida.

—Muchas gracias —le tendí la mano pero ella me cogió de los hombros para plantarme dos besos, igual que había hecho Lourdes antes—. Qué...

—Nada —Silverio me interrumpió antes de que pudiera alabar sus flores—. Ve contándoselo por el camino porque si no, va a perder la camioneta.

Cuando llegamos abajo, atravesó la explanada corriendo para pedirle al conductor que me esperara. Yo le seguí tan deprisa como me lo consintieron los tacones y me monté en el autocar con el motor ya en marcha. Sólo entonces me acordé del paquete que llevaba en el bolso, y lo busqué para tirarlo por la ventana de la primera fila de asientos.

—Es un bocadillo de queso —le grité a Silverio—. Me lo había traído para comer, por si no querías saber nada...

Él se agachó para recogerlo, y mientras el conductor empezaba a dar la vuelta, sonrió y gritó a su vez.

—Confía en mí, Manolita.

Una hilera de sonrisas me escoltó y me bendijo al mismo tiempo hasta que gané el fondo del autocar. Todas las mujeres sentadas cerca de aquella ventanilla y las que mejor oído tenían entre las demás, celebraron nuestra despedida con la misma complicidad, a medias romántica, a medias maternal, que yo había recibido y entregado tantas veces en las colas de las cárceles. Como había llegado tan tarde, tuve que ocupar el peor sitio, en el centro de la última fila, a la derecha de una anciana tan flaca que me dio miedo aplastarla en una curva, a la izquierda de una campesina colorada y lo suficientemente gorda como para aplastarme a mí sin pretenderlo, pero cuando cerré los ojos y acomodé la nuca en el borde del respaldo, me quedé dormida casi en el acto. Antes de que la espuma sonrosada de una fatiga tibia y confortable triunfara sobre el último resquicio de la vigilia, pensé que todo aquello era un disparate, una locura, una fantasía sin pies ni cabeza hecha a la medida de la chica más ridícula y tontorrona del mundo, porque sólo a ella, a mí, se le ocurriría la barbaridad que estaba a punto de hacer, dejar un trabajo fijo, un piso ruinoso pero medianamente confortable, una ciudad grande y llena de oportunidades, para irse a vivir al pico de un monte. Ese pensamiento, lejos de inquietarme, me arrulló como una nana infantil, una canción familiar, mil veces repetida. En el verano de 1941 había tenido tiempo para aprenderme de memoria todos los versos de aquella letanía y a no hacerles ni caso, así que sólo volví a abrir los ojos cuando la mujer gorda y la anciana flaca entre las que me había encajado, se levantaron para bajarse en Moncloa.

—¿Qué tal te ha ido? —cuando llegué a casa, María Pilar sonrió, sin sospechar la efímera condición de su alegría.

—Muy bien, pero tenemos que hablar de dinero.

La cola de los paquetes no había cambiado. Ante la fachada trasera de la cárcel de Porlier, una pequeña multitud de desconocidas avanzaba despacio con una caja de cartón entre las manos, la misma gama de actitudes, de expresiones, que yo había visto en otros rostros cada tarde, mientras fui la Manolita, una más entre todas. Jóvenes y maduras, alguna anciana, alguna niña, las menos caminaban con la vista fija en una acera que tenía el ingrato don de reflejar las preocupaciones como un espejo. Las demás seguían hablando como cotorras, intercambiando recetas, direcciones, remedios caseros, tú abrígale bien, ponle tres mantas encima y que lo sude... El funcionario que atendía detrás de la ventanilla tampoco había cambiado. Su bigote seguía siendo igual de negro, sus dientes tan amarillos como cuando me cacheó por primera vez. No te desanimes, Manolita.

—Nombre —ni siquiera me miró mientras hacía una nueva rayita en el libro de actas que usaba como inventario.

—No, yo no traigo ningún paquete —levantó la cabeza, las cejas fruncidas de extrañeza—. He venido a hablar con usted. ¿Se acuerda de mí?

Me miró con más atención, sin atreverse a avanzar una respuesta, y me apresuré a ponérselo fácil.

—Yo me casé aquí dos veces, en 1941, con un preso que se llama Silverio Aguado Guzmán, aunque todos le llamaban el Manitas porque es muy habilidoso. ¿De él sí se acuerda?

Hice una pausa para mirarle y me estrellé con un gesto de piedra, un rostro tan inexpresivo como una máscara, pero Mariluz también me había prevenido contra eso. A algunos no les gusta que se lo recuerden, porque tienen miedo. Están pringados en un asunto ilegal y no se fían de nadie, pero si el que te toca es de esos, baja la voz y explícate deprisa. En cuanto oiga hablar de dinero, ya verás cómo cambian las cosas.

—Ahora está en Cuelgamuros y me gustaría irme a vivir allí, con él. Sé que el capellán hace muchas obras de caridad, y si pudiera hacerme un certificado de matrimonio, yo haría una donación —volví a mirarle para comprobar que Mariluz tenía razón—. Pagaría lo que me pidiera, puede usted estar seguro.

—Espera por aquí cerca —respondió en un susurro—. Cuando se acabe la cola, hablamos.

Quedaban siete mujeres y calculé que no tendría que esperar más de un cuarto de hora, pero cuando volví al mostrador, negó con la cabeza.

—En Padilla esquina con Torrijos hay una taberna con azulejos en la fachada —murmuró antes de cerrar la ventanilla—. Espérame allí, no tardo nada.

Estuve casi media hora sentada en un banco hasta que le vi aparecer, vestido de paisano y mucho más tranquilo, casi sonriente.

—¿Por qué no has entrado? Aquí hace frío.

—Bueno, yo... No estoy acostumbrada a entrar sola en los bares, ¿sabe? Además, no tengo sed, ni dinero para gastarlo alegremente.

—Pues eso es un problema, porque lo que quieres no sale barato... Entra, anda. Yo voy a tomarme una cerveza, tú puedes pedir un vaso de agua.

Nos sentamos en una mesa del fondo, lejos de la ventana, y todavía me preguntó de parte de quién venía. Cuando pronuncié el nombre de Mariluz, asintió con la cabeza, y me informó de unas condiciones que ya conocía, con una sola excepción que valía diez duros.

—Pero Mariluz me dijo... —él no me dejó acabar la frase.

—Ya, pero desde que nos mandó a la última, han pasado casi seis meses y el precio ha subido. Está todo por las nubes, ya sabes.

Era un trato sencillo. Por ochocientas pesetas, una cantidad que en mi caso representaba el sueldo de casi ocho meses, él me entregaría un Libro de Familia auténtico, relleno fraudulentamente con mis datos y los del que sería mi marido por obra y gracia de la firma que el capellán de la cárcel estamparía en la página correspondiente.

—Las partidas de nacimiento te las puedes ahorrar —sonrió con la misma condescendencia casi paternal con la que me había animado a pedir un vaso de agua—, porque, total, con que me apuntes en un papel los datos de los dos y qué día queréis que ponga que os habéis casado... El lunes que viene, aquí mismo, a las siete en punto, me traes ese papel y treinta duros de señal. Por menos de eso, el páter no descuelga el teléfono, así que no te descuides.

Confía en mí y no te desanimes, Manolita... Me marché a casa andando, más por ahorrarme el metro que para seguir el ritmo de la lechera del cuento, y no tropecé con ninguna piedra. El reencuentro de mi boca con la de Silverio, tan breve, tan leve, tan emocionante, me había devuelto a aquella ansiedad que no conocía antes de besarle por primera vez. Entre dos besos, había llegado a olvidar que la naturaleza de la ambición es la insaciabilidad, desear más, siempre más, temer cada vez más lo que más se desea. Aquel abismo rojizo, absorbente, se extendió sobre las calles como una alfombra de colores intensos, una marea espesa que me llamaba, y me asustaba, y volvía a llamarme, susurrando mi nombre como la fórmula de una promesa incumplida mientras yo avanzaba haciendo equilibrios sobre la punta de un pie. Frente a ese vértigo hirviente, frente al hielo que lo acechaba, ochocientas pesetas no eran nada, un poco de dinero solamente. Y al llegar a casa con los pies dos veces machacados, por los tacones del día anterior y por el peso del cántaro que había paseado por medio Madrid, reproduje para María Pilar un cálculo poderoso, la compleja secuencia aritmética que iba a permitirme triunfar, comprar una casa con las ganancias de unos litros de leche.

—Yo tengo ahorrados casi diez duros y le puedo pedir a la encargada un anticipo de veinte más sobre el sueldo de marzo. Con eso, y unas pesetas que pida prestadas, tengo para la señal. No podré ayudarla con los gastos de la casa, pero como ahora usted trabaja y gana más que yo, si reduzco mis gastos al precio del autobús de los domingos, y no me compro nada, y voy y vengo andando al trabajo todos los días, podré ahorrarme casi entero el sueldo de abril. Eso haría, en total, unas doscientas sesenta, con suerte doscientas setenta pesetas. Si usted me prestara un poco del dinero que le han pagado por redimir pena, llegaríamos a las trescientas, y todavía podría trabajar en mayo, por lo menos un par de semanas. Con eso, y lo que me liquiden...

—Te seguirían faltando casi quinientas —concluyó ella—, casi el doble de lo que tendrás si haces todo eso que dices.

—Sí —admití, con un buen humor para el que no tenía motivo—. Esas también voy a tener que pedirlas prestadas.

—¿Y quién te va a prestar a ti quinientas pesetas, criatura?

Era una buena pregunta. Tan buena que cuatro días después, antes de apoyar el dedo en el timbre de la puerta de Eladia, el Sagrado Corazón de Jesús que coronaba la mirilla desde un óvalo esmaltado en colores feos, chillones, me miró con los ojos de mi madrastra, y casi pude ver su altiva sonrisa de gran señora de pacotilla en la mansedumbre de los labios rosados, perfilados y llenos como los de una muñeca, que brillaban más de la cuenta en aquel mal retrato de un hombre barbudo.

—Ya he hablado con ella —la tarde anterior, al salir del trabajo, me encontré a la Palmera en la puerta del obrador—. Ve a verla mañana a estas horas, pero no tardes, que luego tiene que hacer.

Eladia seguía viviendo a dos pasos del tablao, en el mismo piso que había compartido con Toñito. No quería hacerla esperar, así que hice un dispendio y cogí el metro hasta Sol, pero para recorrer los dos pasos mal contados que separaban la calle Carretas de la de la Victoria, tuve que imponer mi voluntad a la de mis nervios, que estrujaban mi estómago como las manos de una lavandera experta retorcerían una sábana recién lavada. Bobadas, había dicho Paco muy tranquilo, en la merienda de emergencia a la que había invitado también a Rita, le pides el dinero a tu cuñada, y andando... Aquella palabra me extrañó tanto que le pregunté a quién se refería. Él me contestó con otra pregunta, ¿cuántas cuñadas tienes tú, a ver?, y mientras me explicaba que Eladia era la estrella del espectáculo, la que ganaba más y la que gastaba menos, porque sólo salía de casa para ir a trabajar o a Yeserías, intenté hacerme a la idea de aquel parentesco. El viernes, cuando llamé al timbre de su puerta, no lo había logrado todavía.

Si en el mundo existían dos clases de mujeres, las que podían entrar en una cárcel para acostarse con un preso sin desentonar, y las que no, la novia de Toñito y yo seguíamos estando en los extremos opuestos del planeta. Más allá de la República, de la guerra, de la derrota y hasta de aquel uniforme de miliciana que le sentaba tan bien como los trajes de faralaes, quinientas pesetas seguían siendo un dineral y Eladia, la diosa plebeya que reventaba cada tarde las aceras de la calle Santa Isabel, un modelo de perfección tan inalcanzable que no admitía imitaciones. Si hubiera tenido algo que apostar, me lo habría jugado a que saldría de aquella casa con las manos vacías y habría perdido. Cuando me abrió la puerta estaba recién peinada, maquillada y vestida como si la hubiera sorprendido a punto de salir, pero era la misma mujer que cinco años antes había venido a decirme, con la cara lavada y un pañuelo en la cabeza, que mi hermano estaba bien porque estaba con ella.

—Entra, corre, no tenemos mucho tiempo...

No se paró a besarme. No me dio un abrazo, ni me preguntó cómo estaba, ni me dijo que se alegraba de verme pero eso no me sorprendió, porque Eladia siempre sería Eladia, tan tierna como el borde de un adoquín. Y sin embargo, algo en ella, por encima de la fugaz sonrisa de sus labios pintados o el decidido repiqueteo de sus tacones sobre las baldosas, me transmitió sin palabras el calor de una bienvenida.

Antes de entrar en su dormitorio, se volvió a mirarme y me di cuenta de que estaba nerviosa. Después, sin perder un segundo, abrió el armario, apartó las perchas con las dos manos y sacó una pequeña caja de caudales de su escondite. Ese era el objeto de mi visita y la solución a todos mis problemas, pero ni siquiera me volví a mirar qué hacía con ella. Oí a mis espaldas el tintinear de un llavero, el chasquido de una lengua de metal que encajaba en el hueco de una cerradura, el ruido que hizo al girar hasta que los vástagos que sostenían la tapa se movieron dentro de sus bisagras, pero no vi nada de eso. Una manga larga de tejido desgastado, su color ya impreciso por el paso del tiempo pero tan familiar, tan inconfundible como la voz de un ser querido que ha estado ausente muchos años, me reclamó desde una percha. Me acerqué un poco y tiré del puño para contemplar el resto de la prenda, una blusa abierta que dejaba ver unos pantalones del mismo color, doblados con cuidado sobre el travesaño. Alrededor del gancho, un pañuelo rojo abrigaba el cuello de madera igual que habría adornado alguna vez el de una mujer, pero incluso sin la minuciosa perfección de ese detalle, habría identificado sin vacilar lo que estaba viendo, un error monstruoso, peligroso, tan imposible como si la Tierra se hubiera desprendido de su eje para empezar a girar al revés, a su aire. Era un uniforme de miliciana, y los ojos de aquel Cristo tan feo que había en la puerta, me miraron a su través para hacerme tiritar de frío y de calor, mientras mis dedos lo tocaban con el mismo respeto, el mismo temor con el que habrían tocado una mortaja.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 32 | Нарушение авторских прав


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