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Un grano de trigo 13 страница

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—Deja eso, por favor...

Eladia los desprendió con suavidad, volvió a colocar la manga en su sitio y la acarició, como si cubriera el brazo de una persona, antes de empujar la percha hacia el fondo. Al mirarla, comprendí que aquella ropa estaba allí por alguna razón, y que esa misma razón era la que temblaba en sus ojos.

—Lo siento —ni siquiera sabía lo que sentía, ni por qué mis ojos temblaban como los suyos—. Lo siento mucho, yo...

—No pasa nada —su voz, dulce como nunca, volvió a ser la de siempre cuando cerró el armario—. Ven, anda, vamos a acabar con esto.

La caja de caudales estaba abierta sobre la cama, junto a un fajo de billetes manoseados, de distintos valores. Me parecieron demasiados, pero ella me cogió una mano para ponerlos encima y apretó con las suyas para cerrar mis dedos a su alrededor.

—Toma, ochocientas pesetas. Eso es lo que cuesta, ¿no?

—Sí, pero... Esto es mucho dinero, Eladia, yo sólo necesito quinientas, lo demás...

—Ya —sonrió mientras negaba con la cabeza—. Ya me lo ha contado Paco, que vas a ir andando a todas partes, que no te vas a comprar ni un triste par de medias y que vas a hacer huelga de hambre... Pero así y todo, necesitarás una cama, ¿no? Una mesa, dos o tres sillas, sábanas, mantas y cacharros para guisar. Porque si no comes durante mucho tiempo, te vas a morir, y si te mueres, ya me contarás tú para qué habrá servido todo esto —entonces sonreí yo—. Cógelo, Manolita, no es más que dinero, una mierda... Ya me gustaría a mí que en Yeserías hubiera un cura tan sinvergüenza como el de Porlier, que me casara todos los meses con tu hermano.

Después de decirlo, como si no hubiera nada más que añadir, cerró la caja y volvió a meterla en el armario. No había tenido tiempo de darle las gracias cuando sonó el timbre.

—¡Hostia! —durante un instante se quedó tan paralizada como si hubiera olvidado hasta la manera de respirar—. Será cabrón...

Volvió hacia mí una cara tan blanca como si la sangre hubiera salido huyendo despavorida de sus mejillas, las mandíbulas a cambio apretadas, tan firmes como si fueran de piedra.

—¿Se me ha corrido la pintura de los ojos?

Negué con la cabeza mientras se daba unos golpecitos en los pómulos con las yemas de los dedos hasta que el timbre volvió a sonar, esta vez con más impaciencia, un timbrazo largo al que contestó con un grito después de asomarse a la puerta.

—¡Voooy!

Se acercó a mí, me besó en la mejilla y salió al pasillo a toda prisa para darme instrucciones en un susurro frenético y sereno a la vez, como si su cabeza circulara en una dirección opuesta a la que marcaban sus pies.

—Tú ahora te callas, ¿entendido? Me dejas hablar a mí, me sigues la corriente sin poner caras raras, das las buenas tardes y te esfumas.

Cuando ya había descorrido el cerrojo, se volvió a mirarme durante un segundo, el plazo que necesité para asentir con la cabeza. Luego abrió la puerta y me dejó ver a un hombre inmenso, tan alto que tuve que levantar la barbilla para mirarle a la cara. Su ceño fruncido me persuadió de que me convenía volver a bajarla, y mantuve los ojos fijos en sus descomunales zapatos mientras Eladia sacaba de alguna parte una voz cantarina que no logró encubrir del todo su nerviosismo.

—¡Alfonso! Pero... ¿son ya las siete? ¡Qué barbaridad! Se me ha pasado el tiempo volando. Pasa, por favor, no te quedes ahí —retrocedió unos pasos para franquear la entrada a aquel coloso y me puso una mano en el hombro como si quisiera anunciarme que estaba a punto de entrar en escena—. Esta es Milagros, una costurera que vive aquí al lado. Me está haciendo un traje y ha venido a tomarme las medidas, ¿sabes?

—Mucho gusto —me limité a decir para que él correspondiera con un simple movimiento de cabeza—. Yo ya me voy, Eladia, gracias por todo.

—De nada —me tendió la mano y se la estreché como si acabara de conocerla—. Llámame para la prueba, ¿quieres? Y si te hace falta volver, por lo que sea, déjame recado en la portería.

Mientras salía al descansillo, sentí su mano abierta sobre mi espalda. Las yemas de sus dedos me apretaron ligeramente para esbozar una caricia ambigua, que pretendía echarme de allí pero también protegerme de lo que fuera a pasar detrás de aquella puerta, en unos dominios donde el Cristo que reinaba sobre la mirilla carecía de jurisdicción. Bajé la escalera corriendo, como si escapara de un peligro sin nombre, y al llegar al portal cerré los ojos para respirar el aire de una noche de invierno. La peste del cubo de la basura se mezclaba con el humo de los coches y el lejano tufo de una freiduría para elaborar un aroma cotidiano que siempre me había resultado desagradable. En aquel momento me pareció tan perfumado y balsámico como los vapores de un jarabe medicinal, pero la sensación de peligro no se disipó, el miedo tampoco. El corazón me galopaba en el pecho a un ritmo desenfrenado, más inquietante aún porque era absurdo, incomprensible su agitación en aquel portal iluminado, tranquilo, donde no me acechaba enemigo alguno. Quizás por eso aquel tumulto de latidos no se detuvo cuando salí a la calle. Me acompañó hasta la Puerta del Sol, retumbó entre mis costillas mientras cruzaba la plaza y apenas cedió a las cuchilladas del viento de la sierra que me escoltó de vuelta a casa.

Mi corazón sabía más que yo. Había visto lo que yo no supe ver, había interpretado lo que yo no comprendía, y aunque no quiso compartir su sabiduría conmigo, era mi corazón y no podía ignorarle. Él decretó la tristeza sin condiciones que me recubrió como un manto de musgo frío, húmedo, cuando me encerré en el baño para contar a solas aquellos billetes desgastados, marcados por las huellas grasientas de todos los dedos que los habían tocado, un botín que debería haberme hecho feliz pero acentuó aquella súbita melancolía. Tres años después, cuando la muerte pudo una vez más con tanto amor, la Palmera me contó la historia que mi corazón intuyó, yo no, aquella tarde de marzo de 1944. Para aquel entonces ya le había devuelto casi setecientas pesetas, pero aunque Eladia hubiera vivido para cobrar los veinte duros que le faltaban, nunca habría podido pagar la deuda que contraje con ella aquel día, una moneda con dos caras, el dorso brillante, luminoso, de una generosidad que puso en mis manos más que dinero, el revés siniestro de un conocimiento oculto por las puertas de las casas de la gente. Las pequeñas vilezas individuales engrosaban, día tras día, la vileza colectiva de un país donde se hacía de todo por unos cuantos billetes, pero donde también vivían personas capaces de entregar cuanto tenían sin exigir recibos de ningún tipo. Sentada en el retrete de un piso ruinoso, tras una puerta cerrada sobre la que los nudillos de Pilarín repiqueteaban cada vez con más insistencia, no fui capaz de imaginar las precisas condiciones del pacto que había sometido a la mujer más indómita de cuantas conocía a la oscura voluntad de un hombre gigantesco, pero cuando salí al pasillo para que mi hermana pasara a mi lado como una exhalación, ya había empezado a sospechar que tal vez mis fantasías no fueran tan descabelladas como parecían. Quizás fuera más dulce, más indoloro vivir en el pico de un monte, en una casa sin baño, sin agua, sin luz, que disfrutar de un bienestar que se pagaba en la moneda de la propia dignidad. Antes de comprobar por mí misma la compleja calidad de aquella intuición, conté con la ayuda de un amigo inesperado.

—Espera un momento, Rita...

La Palmera ya se había ofrecido a hablar con Eladia para que me prestara el dinero y ella, después de aprobar con entusiasmo aquella gestión, había añadido que le encantaría ayudarme, aunque no se le ocurría qué podría hacer. A mí tampoco se me ocurrió hasta que la vi con el chaquetón puesto, a punto de marcharse.

—¿Tú no tendrás un libro que se titula Robin no sé qué?

—¿Robin de los Bosques?

—Pues no sé. ¿Ese de que va?

—De uno que roba a los ricos para dárselo a los pobres —terció la Palmera desde el primer peldaño de la escalera—. Lo que nos haría falta aquí, poco más o menos...

—¿Y se hace una casa? —al escuchar aquella pregunta, los dos me miraron con la boca abierta.

—No sé —Paco respondió primero—, yo sólo he visto la película.

—Mujer, una casa se hará, pero...

—No, no... En el libro que yo digo, la casa es lo más importante. Tiene que tratar de alguien que se hace una casa en un monte.

—¡No! —Rita se echó a reír—. No es en un monte, es en una isla desierta. El libro que dices es Robinsón Crusoe.

—Sí, ese... —sonreí al reconocer las dos palabras que habían precedido al silencio en el que Silverio me había besado—. ¿Lo tienes?

—Sí, pero era de mi padre, así que tienes que prometerme que lo vas a cuidar mejor que los zapatos —los levantó en el aire y cerré los ojos para no ver los tacones despellejados, acuchillados por mi torpeza—. No te pongas así, chica, que era una broma.

El domingo siguiente, cuando volví a Cuelgamuros, no había avanzado mucho. Aquel relato cuajado de apellidos extranjeros y barcos que atravesaban océanos remotos para arribar a continentes de los que apenas había oído hablar, me resultaba tan ajeno que estuve a punto de abandonarlo. No era ya que nunca hubiera estado en Inglaterra o en Brasil, sino que en los veintidós años de mi vida ni siquiera había llegado a pisar una playa. Pero Robinsón Crusoe era un náufrago, eso decían las solapas de aquel volumen antiguo y bien cuidado en el que el padre de Rita había escrito su nombre cuando era un muchacho, y yo había tenido bastante con la ría de Bilbao para convertirme en una experta en naufragios. Aun así, no habría seguido leyendo si Silverio no me hubiera enseñado que las islas desiertas también podían existir, para lo bueno y para lo malo, en la cima de un monte. Y que la extravagante historia de aquel náufrago inglés iba a explicar la mía mucho mejor que el cuento de la lechera.

—Bueno, a ver... ¿Dónde quieres la puerta?

Aquel día, los dos lo habíamos hecho todo mucho mejor, aunque a mí me seguían pesando los dos pares de calcetines que llevaba debajo de unas alpargatas corrientes e intentaba ocultar, sin mucho éxito, bajo la falda más larga que tenía. Para compensar aquella calamidad, me pinté los labios de rojo justo después de comulgar y al terminar la misa, cuando le vi venir derecho hacia mí, intenté prevenirle.

—No me mires las piernas, anda —eso fue lo primero que hizo, lo segundo, sonreír—, que estoy horrible...

La primera vez que besé a Silverio, el contacto de mi lengua con la suya trastornó mi carácter y una buena parte de las ideas sobre el mundo que había elaborado a lo largo de mi vida. La segunda vez me besó él, y sus labios actuaron como una garantía de las palabras que habían pronunciado antes, no te desanimes, Manolita, y de las que pronunciarían después de posarse sobre los míos. La tercera vez ni siquiera supe quién había empezado.

—Pero, bueno, ¿y a vosotros no os da vergüenza? —era un chico muy joven, y al mirarle vi sus mejillas ardiendo, un escapulario con una cinta morada sobre la guerrera—. ¡Que acaban de llevarse al Altísimo! Largo de aquí...

Hasta que aquel soldado nos interrumpió, no me pregunté qué estaba haciendo, ni recordé que Silverio nunca me había gustado, ni me esforcé por averiguar cuál de las varias chicas más o menos ridículas y tontorronas que había encarnado desde que entré en Porlier por la puerta de atrás, se besaba con él en el centro de aquella explanada. Pero la benéfica y blanda indolencia que me consintió disfrutar de aquel beso como si fuera el primero, y un simple beso, no resultó lo más extraordinario, ni lo mejor de aquel domingo.

A pesar de la generosidad de Eladia, los filetes empanados, incluso de cerdo, me parecieron un lujo injustificable, así que estuve todo el sábado pendiente de un experimento de doña María Luisa que no había tenido éxito. Las empanadas de pulpo eran tan raras para los madrileños que el jueves se hicieron cuatro y aún quedaban dos en el escaparate. Una se vendió de milagro aquella misma tarde y la otra me la llevé yo, muy rebajada, en una bolsa de papel que me vino muy bien para despistar tres huevos cuando nadie miraba. Al llegar a casa, cogí otro de la despensa para hacer una tortilla de patatas mediana, lo suficientemente grande como para no quedar mal si Lourdes y Julián volvían a invitarnos a comer, lo bastante pequeña como para que no sobrara demasiado si al final comíamos solos al aire libre. En la cesta metí también un mantel, dos tazas de hojalata, dos tenedores, un cuchillo y el Abc que María Pilar se había traído del restaurante la noche anterior. Así, cargada con el equipo de las veteranas, me levanté antes de que amaneciera el día siguiente para irme andando a Moncloa.

—Pero, bueno, menudo festín... —Lourdes se llevó las manos a la cabeza cuando vacié la cesta sobre la mesa—. No deberías haber traído nada, mujer, si tengo yo aquí unas lentejas muy ricas que ha hecho mi madre.

—Pues si no os importa —Silverio la miró, miró a Julián después—, voy a bajar a avisar a Matías para que se venga a comer. Como me ha ayudado tanto estos días...

—Claro, pero dile que se traiga su cuchara, que aquí sólo hay cuatro.

Salió tan deprisa que creí que no le había oído, pero volvió enseguida con un chico alto y muy delgado que enarbolaba una cuchara en el aire como si fuera un gallardete. Tenía una cara curiosa, casi confusa, extranjero el cuello, las mandíbulas, incluso la nariz, de ahí para arriba los ojos oscuros, las cejas pobladas, la frente más bien estrecha y el pelo castaño de un español corriente.

—¡Manolita! —para acabar de complicarlo todo, hablaba con acento ligeramente andaluz—. Ya tenía yo ganas de conocerte...

Matías, o Matthias, Burkhard Rodríguez, hijo de un ingeniero prusiano que encontró trabajo después de la Gran Guerra en la dársena de Puerto Real, y de la hija menor de un bodeguero de Sanlúcar de Barrameda que habría dado cualquier cosa por evitar aquella boda, había empezado a estudiar Arquitectura en el curso 1940-1941. Su padre, socialista, había muerto unas semanas antes del 18 de julio de 1936. La viuda huyó del calor de la capital con su dolor a cuestas justo después del entierro, y pasó la guerra en Puerto Real, donde le quedaban algunos buenos amigos, para volver a Madrid sólo cuando su primogénito se matriculó en la Universidad Central. Allí, en la puerta de un aula, lo detuvieron una mañana de noviembre de 1943 junto con otros miembros de la FUE. Su madre fue a verlo a la Puerta del Sol y le preguntó qué quería que hiciera. Matías sabía que no había vuelto a ver a sus padres desde antes de su boda, y que Queipo de Llano era el principal admirador de la joya de la bodega familiar, un amontillado muy viejo, tan caro que él nunca lo había probado, del que su abuelo le enviaba un par de cajas todos los meses para que nunca lo echara de menos. Por eso le dijo que no hacía falta que hiciera nada. Ella, a pesar de todo, movió los hilos necesarios para que su hijo redimiera condena en Cuelgamuros, trabajando como auxiliar en el estudio que el arquitecto Pedro Muguruza, un buen hombre que no era de los suyos, mantenía abierto a pie de obra. Todo eso lo fui aprendiendo después. El día que le conocí, el placer de la comida le absorbió tan completamente que durante más de un cuarto de hora ni siquiera despegó los labios, y cerró los ojos en cada cucharada para apreciar mejor su sabor hasta que tuvo tiempo de rebañar todos los platos.

—¡Qué rica, Lourdes! Nunca había comido empanada de pulpo.

—Ya, pero no la he hecho yo. La ha traído Manolita.

—¿Y has subido arriba? —me preguntó entonces, con una gran sonrisa—. ¿Te ha gustado el château?

—¿El qué?

—No lo ha visto todavía —le aclaró Silverio—. Ahora subimos.

—Si queréis, voy...

—No, no hace falta —y le interrumpió con tanta urgencia que volvió a sonreír—. Luego te cuento.

La curiosidad me empujó hacia arriba como si estuviera ascendiendo por una escalera ancha, cómoda, pero la transformación de aquella pradera la rebasó con creces para dejarme a so las con un estupor que paralizó a la vez mi mente y mi cuerpo, mis piernas y mi imaginación. Silverio me miraba como si estuviera pendiente de mi opinión, pero yo no podía dársela, ni siquiera podía saber si lo que estaba viendo me gustaba o no, porque no era capaz de interpretarlo. Alguien había barrido el suelo para dejar a la vista un cuadrado de hormigón muy grande, que se elevaba unos centímetros sobre el nivel de la hierba y tenía tres perforaciones equidistantes en cada lado. En el interior de aquella plataforma, ocho estacas de madera, rodeadas a media altura por una cuerda para dibujar un cuadrilátero más pequeño, sobresalían de otros tantos agujeros. Entre dos de las estacas había un espacio abierto, y en el lado que quedaba a su derecha, otra cuerda, sujeta con dos piedras, marcaba sobre el suelo una línea recta que cruzaba el espacio en sus dos terceras partes. Miré todo aquello muy bien mientras buscaba algo que decir, pero no lo encontré. Cuando volví a mirar a Silverio, comprendí que no hacía falta.

—No lo entiendes, ¿verdad? —negué con la cabeza y él sonrió—. Pues va a ser tu casa, así que... Te lo voy a explicar.

Un día, al salir de su cabaña, Robinsón Crusoe se fijó en un tallo verde, frágil, que apenas asomaba de la tierra, muy cerca de la puerta. El cuadrilátero exterior mide ocho por ocho metros, es demasiado grande, pero el interior, el que hicieron para anclar la torre, tiene veinticinco metros cuadrados y esa superficie es asequible... Aquel tallo le resultó familiar, pero no supo explicarse por qué, y se limitó a estudiarlo día tras día hasta que distinguió las yemas de las que brotarían unas hojas muy finas, casi plumas. Matías dice que con vigas de madera tenemos de sobra para levantar un edificio de una sola planta, y como trabaja en el estudio de Muguruza, conoce al hombre de El Escorial que se encarga de vender la tala comunal... Robinsón limpió la tierra que rodeaba aquella planta recién nacida, tan frágil todavía, y buscó la forma de protegerla para ayudarla a crecer. Esa madera sale más barata que la que traen los contratistas, y además, como otros ya han comprado listones en el mismo aserradero, si encargamos ocho vigas cuadradas tampoco llamaríamos mucho la atención... Sólo cuando se alzaba ya unos centímetros sobre el suelo, el náufrago se atrevió a identificar aquella planta como una mata de trigo, y a creer en su suerte. Hay que pedir permiso, claro, aquí hay que pedir permiso para todo, pero don Amós me debe un favor, porque le arreglé un reloj de cuco hace unos meses, y tampoco soy el primero, no me va a negar a mí lo que les ha concedido a los demás... Durante muchas semanas, Robinsón vigiló la planta, la regó, la abonó como pudo, y esperó. Luego, sólo necesitaríamos los ladrillos y aquí mismo hay un horno donde los fabrican, porque hacen falta para construir los chalés de los ingenieros, las casetas de las carreteras, los almacenes de material, ahora ya no hacen tantos como al principio pero allí sigue trabajando gente y algunos son camaradas... Cuando el tallo se elevó y las hojas empezaron a cuajarse de granos verdes, Crusoe rezó a su Dios para que no le enviara a traición un temporal de lluvias torrenciales, y su Dios le escuchó. Ya les he avisado, y me han dicho que harán lo que puedan, decir que una partida ha salido defectuosa, guardarme tres o cuatro de cada hornada, a partir de mañana iré por allí todas las noches, en el rato que tenemos libre después de cenar, para ir escondiéndolos en algún lugar seguro... El sol hizo madurar la espiga, y cuando sus granos estaban dorados, llenos, Robinsón la cosechó con manos temblorosas de emoción. El resto habrá que comprarlos, pero he estado echando cuentas y debo tener ahorradas en el peculio más de doscientas pesetas, porque ya llevo aquí catorce meses y no he gastado casi nada, sólo en picadura... Separó los granos con cuidado, uno por uno, y los sembró en una pequeña parcela que había rodeado con una empalizada de estacas afiladas, lo suficientemente altas como para que ningún animal pudiera traspasarlas. Con eso debería haber de sobra, pero si pasa cualquier cosa, también puedo pedirlo de fiado, porque seis años más aquí no me los quita nadie, para saber eso no necesito ni hacer cuentas... Aquel trigal minúsculo prosperó en una isla tropical tanto como la ambición de su propietario, que después de unos días de descanso se dedicó a fabricar y secar al sol los adobes con los que pensaba construir un horno. He calculado que dentro de un mes, más o menos, estará todo, así que lo primero que voy a hacer es una polea de manivela, para subir los materiales y para que tú sigas usándola después para subir el agua, la compra, lo que haga falta... Y cuando la cosecha estuvo a punto, Robinsón la separó en dos mitades, una para sembrarla y ampliar el trigal, la otra para moler el grano y hacer harina. Matías y yo hemos encontrado un sitio donde se puede salvar el desnivel sin que las cadenas rocen en ninguna roca, y con unas ruedas de hierro de cualquier carretilla vieja, si el padre de Lourdes me dejara fabricar los soportes y las varillas de transmisión en su taller, que me dejará, sólo voy a necesitar que me compres unos metros de cadena corriente en una ferretería, ya te diré el diámetro que hace falta... Y con la harina, un poco de agua y una pizca de la sal que obtenía decantando el agua de mar, Crusoe hizo una masa sin levadura y la dejó reposar mientras encendía el horno. Lo único que no hemos decidido todavía es dónde vamos a poner la puerta, porque lo lógico sería colocarla lo más cerca posible de la polea, tal y como está, ¿ves el hueco?, para que no tengas que cargar peso más de lo imprescindible... Después aplastó la masa para darle forma de tortas y las introdujo en el horno de adobe, teniendo cuidado de que no se quemaran. Pero Matías dice que los tres metros de hormigón que rodean la casa por cada lado serían ideales para hacer un porche con una lona, porque podríamos aprovechar los agujeros de fuera para sujetarla con tres estacas, y que lo mejor sería orientarlo al sur, porque aquí nunca hace mucho calor en verano, pero en otoño y en primavera, cuando salga el sol, será muy agradable estar fuera... Las tortas que salieron del horno de Robinsón, planas y tostadas, eran semejantes al pan ácimo de los judíos, pero estaban muy ricas. El problema es que la polea estará más cerca de la fachada que da al este, y lo que quiero preguntarte es si no te importaría que el porche estuviera a su izquierda, o sea, que no te lo encuentres al entrar y al salir, aunque te haremos un tejadillo sobre la puerta para protegerla de la lluvia, y sobre todo de la nieve, que aquí es peor... Y cuando las probó, el náufrago lloró de alegría, y dio gracias a su Creador por tanta magnificencia. Otra idea de Matías es hacer un tabique que no llegue hasta el techo allí, donde está esa cuerda, ¿la ves...? Desde entonces, Robinsón Crusoe comió pan, pero nunca supo cómo había llegado la primera semilla, un simple grano de trigo, hasta la puerta de su casa. Porque si hacemos la chimenea en el ángulo, aunque el tiro esté en la pared de carga, el fuego calentará el tabique, y como el calor tiende a subir, también pasara por encima, así que si colocas la cama pegada a la pared, te llegará calor por dos vías distintas sin el peligro de dormir al lado de la chimenea, respirando humo... Durante mucho tiempo, mientras comía el pan hecho en su propio horno, con su propio trigo, el habitante de aquella isla desierta repasó muchas veces la disposición de las mercancías que viajaban en la bodega del barco hundido. Así, además, tendrás un dormitorio separado del resto de la casa aunque el tabique no tenga puerta, que según Matías tampoco pasa nada, porque en muchas casas modernas hay tabiques de estos, como biombos, que no se cierran aposta... Hasta que concluyó que aquel grano de trigo se habría pegado por casualidad en el fondo de un saco o de un cajón de los muchos que había transportado desde el barco hasta la isla. Así que, bueno, la chimenea estaría aquí, el tabique iría por allí, el dormitorio tendría unos dos metros por cinco, lo justo para poner una cama de matrimonio y una mesilla en el testero, y lo demás, ya lo ves, sería bastante grande... Y volvió a dar gracias a su Dios, porque el azar que había transportado y sembrado aquel grano de trigo en la puerta de su casa sólo podía interpretarse como un milagro de su Divina Providencia.

—¿Qué? —cuando terminó de hablar, se me quedó mirando—. ¿Te gusta?

—Claro que me gusta. Me encanta, pero... Todo esto va a ser muy caro, Silverio. Va a costar mucho dinero, mucho trabajo, y... —acerqué la cabeza a la suya, cerré los ojos, volví a abrirlos—. ¿Y si luego la que no te gusta soy yo?

—Tú me gustas mucho, Manolita.

—Eso no lo sabes.

—Claro que lo sé —se inclinó sobre mí y nos besamos durante muchos minutos, más de cinco, hasta que sonó la sirena que anunciaba la partida de mi autobús—. Lo sé.

El 15 de mayo de 1944, el hermano pequeño de Julián se ofreció a llevarme a mi nueva casa en la camioneta de la lechería. En Cuelgamuros no se celebraba el día de San Isidro, y cuando llegamos todo el mundo estaba ocupado. Las mujeres que no trabajaban limpiando y cocinando para los trabajadores, se habían montado a las ocho en punto en la camioneta que bajaba todas las mañanas hasta El Escorial para recoger a algunos capataces y obreros libres que vivían en el pueblo. Por eso, cuando Abel aparcó su furgoneta en la colonia, donde terminaba la carretera, sólo la madre de Lourdes y algunas de sus vecinas salieron a darnos la bienvenida.


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 50 | Нарушение авторских прав


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