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Un grano de trigo 15 страница

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Ni siquiera podía recordar cuándo la había visto por primera vez. Manolita siempre contaba que aquella tarde de primavera de 1934 en que su hermano le llevó a la tienda para que arreglara la registradora, le había visto desmontar la carcasa como si pellizcara sus tornillos con unos dedos mágicos, porque la herramienta que usaba era tan pequeña que ni siquiera asomaba entre sus yemas. El detalle con el que su mujer evocaba aquella escena, le convenció de que aquel día tenía que haber estado allí, pero por mucho cuidado que pusiera en sonreír y asentir con la cabeza mientras la escuchaba, la verdad era que nunca consiguió situarla detrás del mostrador. En aquella época, Manolita tenía doce años pero parecía más pequeña, y aún tenía los rasgos borrosos, intercambiables, de los niños que no llaman la atención ni por su físico, ni por su gracia, ni por su carácter. De eso sí estaba seguro, porque cuando estalló la guerra y su hermano empezó a convocar reuniones casi a diario en el salón de su casa, se fijó en que se había convertido en una mujer sin haber llegado nunca a dar un buen estirón. Y hasta que se la encontró en el locutorio de Porlier, en mayo de 1941, apenas había vuelto a reparar en ella.

Antes de acostumbrarse a mirarla a través de una alambrada, Manolita representaba para él una presencia familiar, tan insignificante a la vez como los muebles que veía todas las tardes en aquella habitación, una chica sin suerte, embutida entre la belleza consumada de su hermano mayor y la explosión que prometía el cuerpo de Isabel. A los cinco años, Pilarín, que corría a sentarse en sus rodillas apenas le veía, para enroscar los brazos en su cuello y ofrecerle matrimonio a cambio de que le rascara la espalda, era mucho más seductora. En aquel cubil de serpientes tentadoras, Manolita parecía una figurante, esa actriz que en todas las compañías de teatro hacía varios papeles pero sólo decía una frase, vestida casi siempre de doncella, señor, la mesa está servida, aunque él llegó a detectar algo más. Mientras la veía deambular por el pasillo, impermeable a la pasión que incendiaba su casa, un mellizo encajado en cada cadera y el gesto perpetuamente hosco que la había convertido en la señorita Conmigo No Contéis, pensaba que quizás se había ganado ese apodo por razones más complejas, más peligrosas que los reproches de su hermano. Nunca se lo dijo a nadie, pero se fue convenciendo poco a poco de que Manolita, ni perezosa, ni egoísta, ni indiferente, era en realidad una facha emboscada, que todas las noches encendía una vela para arrodillarse en el suelo y pedirle a una estampita de la Virgen que Franco llegara cuanto antes a la Puerta del Sol.

Si él hubiera vuelto a pasear por aquella plaza, si hubiera podido volver a su barrio de vez en cuando con un permiso para dormir en su cama, como todos los demás, habría podido ahorrarse una sospecha que después le colorearía las mejillas muchas veces. Pero Silverio, sin haberse movido de la provincia de Madrid en toda la guerra, apenas había pisado las aceras de su ciudad desde el mes de febrero de 1937.

—¡Aguado! —el timbre de aquella voz no le asustó, porque aquel energúmeno sólo sabía hablar a gritos.

—¡Aquí, mi cabo! —contestó sin levantarse.

—Pues mueve ese culo de una vez, ¡coño!

Aquel día, el sector del frente del Jarama ocupado por su compañía estaba tranquilo, pero el cabo les había explicado muchas veces que con independencia de que los fascistas dispararan o no, lo último que había que hacer dentro de una trinchera era levantarse. Aquel animal, que sólo sabía tirar de pistola para imponer disciplina, tenía enfilado a Silverio desde que le vio con un libro de Machado entre las manos. Desde entonces, le arrestaba con el menor pretexto, se burlaba de él ante los demás y no desperdiciaba la ocasión de censurar la blandura de los jefes de un ejército que admitía en sus filas a señoritas aficionadas a la poesía. No sólo era despreciable. También era peligroso, y por eso, aquella mañana, el lector corrió agachado, sorteando cuerpos como un conejo en su madriguera, hasta que lo tuvo delante.

—¿Tú tienes un amigo en la Sexta que se apellida Perales? —le preguntó sin más preámbulos.

—Sí —entonces fue cuando Silverio se asustó—. ¿Qué ha hecho?

—Nada, hombre —aquella bestia sonrió con una esquina de la boca—, pero tienes que venir conmigo. El mando quiere verte.

Le siguió hasta una tienda de campaña donde un comandante, un teniente coronel y el comisario jefe de su sector dejaron de discutir alrededor de un mapa para estudiarle con la expresión propia de los miembros de un tribunal de oposiciones ante un nuevo candidato.

—Vamos a ver... —pero el examen resultó asombrosamente fácil—. ¿Tú eres el que sabe arreglar cualquier máquina con una goma y dos horquillas?

—Bueno, mi teniente coronel, a veces necesito algo más.

—¿Como por ejemplo?

—Pues, no sé, un destornillador o una llave inglesa, según...

—Muy bien, pues ahora mismo te vas a Madrid con el capitán Vélez. Que te lo vaya explicando por el camino.

Silverio Aguado Guzmán era un mecánico sumamente habilidoso y un chico muy inteligente, pero no sabía nada de la guerra. Cuando llegó al frente del Jarama y aprendió que, al cesar el fuego, todos los soldados y hasta los suboficiales tenían que recoger los casquillos desperdigados por el suelo, para llenar con ellos unos sacos idénticos a los que llegaban cada día con balas nuevas, creyó que eso era lo normal, lo que hacía también el enemigo, todos los ejércitos en todos los frentes estabilizados del mundo. Si el capitán que mandaba la compañía de Antonio Perales no hubiera sido el encargado de reaprovisionar aquel sector, tal vez nunca habría llegado a enterarse de la verdad. Pero aquella mañana, a su amigo le había tocado ir a buscar munición y no encontró nada que canjear por los casquillos.

—¿Como que canjear? —miró al capitán y él correspondió con una expresión que no supo interpretar—. ¿Pero eso no se compra?

—Los fascistas, sí —Vélez suspiró—. Nosotros no podemos.

Al principio creyó que era una broma. Todos los días oía hablar del embargo contra la República, de la barrera que las democracias habían levantado para impedir las importaciones de armas del gobierno, de los tanques y aviones bloqueados en la frontera francesa que nunca llegarían a las unidades para las que habían sido comprados, pero el armamento pesado era una cosa, pensaba, y las balas, tan pequeñas, tan baratas, otra muy distinta.

—No te lo crees, ¿verdad? —el capitán lo leyó en sus ojos—. Pues no te preocupes, vas a verlo ahora mismo.

Lo único que vio cuando se bajó del coche fueron las obras de los Nuevos Ministerios, el desolador efecto de los bombardeos sobre los edificios a medio construir, una doble ruina que Vélez atravesó a buen paso. El soldado le siguió en silencio hasta un patio interior que no parecía distinto de los demás, pero al cruzarlo, distinguió al fondo una acumulación vertical de cascotes que no podía ser fruto del azar. Al otro lado de aquella muralla improvisada había una estructura de hierro con cuatro postes alrededor de un hueco cuadrado. En uno de ellos estaba atornillado un botón rojo que el oficial pulsó para desatar de inmediato el ruido inconfundible de un motor asociado a algún tipo de engranaje. Silverio nunca había estado en una mina, pero antes de que la plataforma alcanzara el nivel de sus pies adivinó que iba a viajar hacia el subsuelo en un montacargas semejante a los que usaban los mineros.

—¿Qué es esto, mi capitán? —preguntó de todas formas.

—Ahora, una fábrica subterránea. Antes eran las obras del metro.

A la luz de un farol enganchado a la estructura, Silverio distinguió unas marcas de almagre pintadas en la pared y contó seis, seis metros, antes de que la plataforma se detuviera en un vestíbulo donde un soldado custodiaba una puerta de metal. El capitán Vélez le conocía, y respondió a su saludo antes de traspasar el umbral para conducir al soldado Aguado hasta un lugar extraordinario, el único milagro verdadero que contemplaría en su vida.

A finales de 1936, cuando se cerró el cerco sobre Madrid, el secretario general del sindicato metalúrgico de la CNT de la capital se acordó del túnel de siete kilómetros de longitud que había sido perforado sólo unos meses antes, para conectar la línea de metro que partía de Atocha con la futura estación de los Nuevos Ministerios. Se llamaba Lorenzo Íñigo y sólo tenía veinticuatro años. Después de inspeccionar aquella obra, tuvo también una idea luminosa.

—Fui convenciendo a los dueños de los talleres, uno por uno, de que trasladaran su maquinaria, garantizándoles la propiedad y ofreciéndoles un salario por trabajar aquí, con sus propias máquinas —él mismo se lo explicó al recién llegado, que se limitó a mirar a su alrededor con la boca abierta, disfrutando por anticipado de aquel paraíso terrenal de la mecánica—. Excavamos el terreno por el lado sur para construir una rampa por la que transportamos todo lo que no cabía en el montacargas, y cerramos el paso después con un muro de piedra cubierto por un terraplén. Así entraron aquí los camiones. Y como los huecos de ventilación ya estaban hechos...

La bóveda había sido explanada en el centro para crear una pista por la que circulaban camionetas que trasladaban piezas o materiales de un lugar a otro. Todo lo demás eran máquinas, agrupadas por su naturaleza y perfectamente alineadas contra los muros. Entre ellas, a intervalos regulares, unas paredes de ladrillo delimitaban espacios cerrados que se utilizaban como talleres y dormitorios, porque las normas de aquella fábrica comprometían a los trabajadores a dormir en el subsuelo y salir a la superficie lo menos posible.

—Como comprenderás, a seis metros de profundidad no tenemos ni idea de lo que está pasando arriba, y esto está tan alejado del centro que ni siquiera en la calle se oyen mucho las sirenas. El mecánico que se ocupaba de las reparaciones tuvo mala suerte. Se le ocurrió escaparse para dormir en su casa en el instante en el que estaba comenzando un bombardeo y ni siquiera llegó a salir del recinto. Lo dejaron frito allí mismo. Por eso estás aquí, pero no te voy a obligar a quedarte. En el túnel todos somos voluntarios, así que tú decides.

Silverio miró a su alrededor una vez más antes de fijar la vista en los ojos de su interlocutor.

—Yo me quedaría de mil amores, pero hay un problema —y señaló con el dedo las insignias prendidas en la guerrera de Lorenzo—. Soy comunista.

—Eso me da igual —aquel chico sonrió y abrió un brazo para abarcar el espacio que le rodeaba—. Aquí hay gente de todos los partidos porque no hacemos política. Sólo obuses.

—Cojonudo —Silverio extendió una mano que Lorenzo estrechó con una sonrisa más vigorosa que sus dedos—. ¿Por dónde empiezo?

Ni siquiera preguntó dónde podía dejar el macuto. Con él a cuestas, siguió a su nuevo jefe hasta una pulidora con una palanca atascada que le dio la oportunidad de demostrar sus habilidades, porque no necesitó pedir herramientas para arreglarla. Con las que llevaba en el bolsillo, dentro de un cubilete de caramelos de café con leche, tuvo de sobra.

—Ya está —informó tres cuartos de hora después—. Con este apaño, tira una semana como mínimo. Luego, cuando lleguen los repuestos, sería bueno limar las varillas para...

—Silverio.

—Que no se sobrecargue el eje central, porque el problema ha sido...

—¡Silverio!

Estaba tan absorto mientras dibujaba en el aire el mecanismo que se le acababa de ocurrir que sólo cuando Lorenzo le interrumpió por segunda vez se detuvo a mirarle, y no comprendió la expresión de su rostro.

—No van a llegar nunca. Aquí trabajamos sin repuestos.

Sacudió la cabeza, como si temiera no haber oído bien, pero el fundador de aquella fábrica no se inmutó.

—Así que no hay repuestos —repitió, muy lentamente.

—No.

—¿Y un torno, tenemos?

—Eso sí.

—Pues entonces, habrá que fabricarlo —la sonrisa de Lorenzo se ensanchó—. Ahora, en un momento...

—No. Ahora tienes que ir a mirar una troqueladora que se ha roto esta mañana. Ven, por aquí...

Cuando tuvo un momento libre para fabricar la pieza que necesitaba aquella pulidora, llevaba más de cuarenta y ocho horas bajo tierra y no había llegado a dormir ocho en total. La maquinaria concentrada en aquel túnel llevaba casi cuatro meses funcionando sin interrupción, porque los operarios estaban organizados en tres turnos que se relevaban entre sí para no detener jamás la producción, y hasta los equipos que al llegar eran nuevos se resentían de aquel esfuerzo, por mucho mimo con el que los trataran sus propios dueños. Silverio nunca había trabajado con la intensidad que le exigió el mantenimiento de aquella fábrica singular y subterránea, pero aún se arrepintió menos de haberse quedado. Sabía que en ningún otro lugar habría sido más útil, ni habría tenido la misma sensación de estar haciendo todo lo posible para ganar la guerra, sobre todo después de resolver el misterio que rodeaba a aquel lugar, cuya admirable existencia representaba un secreto aún más incomprensible.

—I can’t believe it...

El día que Sally bajó a buscarle, llevaba viviendo en el túnel casi dos meses y en ese plazo no había visto por allí a ningún civil. Ya había aprendido por qué se recogían los casquillos después de los combates, y que se canjeaban por otros rellenos de plomo gracias a las máquinas que él mismo mantenía en funcionamiento. Aquel constante cambalache de munición le daba la oportunidad de subir a tomar el aire y charlar un rato con Antonio cada dos o tres días, pero aún no sabía que el frente de Madrid era el único sometido a aquella penuria de balas usadas. Eso fue lo primero, pero no lo más importante, que descubrió gracias a Sally Cameron.

—Al principio no me gustabas nada, ¿sabes? —la primera vez que se acostaron juntos, le miró como si no le conociera y se echó a reír—, porque como no pareces español...

—¿Ah, no?

—No, eres demasiado... Rubio no, pero... —asomó la punta de la lengua entre los labios mientras cerraba los ojos, como siempre que necesitaba buscar una palabra—. No pareces gitano.

—Vaya, hombre...

Silverio conocía sus gustos desde el verano de 1936, una de esas sofocantes noches de agosto en las que Antonio y él sacaban a pasear sus impolutos uniformes de pipiolos de retaguardia. Su abuelo se había ofrecido a militarizar la imprenta familiar para impedir que lo movilizaran, y eso hacía su destino aún más humillante que el de su amigo, que al fin y al cabo ocupaba una mesa en Capitanía. Por aquel entonces, los dos estaban convencidos de que la guerra iba a durar un suspiro y de que se la iban a perder, y no envidiaban a nadie tanto como a Puñales, que se había alistado con sus hermanos en un batallón sindical y andaba por la sierra pegando tiros. Allí lo situaban cuando se lo encontraron de madrugada en la plaza de Santa Ana, sentado en un banco con una chica pelirroja, enorme, que le sacaba casi la cabeza, aunque en aquel momento no se fijaron en su estatura. Su pecho proyectaba a la luz de las farolas una sombra tan monumental que ni siquiera la miraron a la cara hasta que Vicente se la presentó.

Sally era escocesa, tenía veintiún años y estaba completamente loca, aunque no tanto como su hermano mayor, Sean Cameron, corresponsal en España de una agencia de noticias británica y otra norteamericana, que la había invitado a pasar el verano en su casa. Los dos tenían previsto celebrar su reencuentro con un largo, soleado y pintoresco viaje por Andalucía, pero cuando estalló el golpe de Estado aún no se habían movido de Madrid. En ese momento, y en lugar de enviarla de vuelta a Escocia por cualquier medio, como habría hecho cualquier persona sensata, a Sean no se le ocurrió nada mejor que pedir una credencial de prensa a su nombre para llevarla consigo a la sierra del Guadarrama, armada con una cámara fotográfica, un corazón inflamado y, eso sí, un español mucho mejor que el suyo. La señorita Cameron había estudiado la lengua castellana en un internado de Surrey donde compartió habitación durante varios años con dos hermanas cordobesas, hijas de un aristócrata, exquisito propietario de una ganadería de reses bravas. Ellas le habían prometido un irresistible programa de fiestas, ferias y capeas si se animaba a visitarlas en una de sus fincas, y cuando llegó a Madrid, nada le apetecía más que cumplirlo. Pero a fines de julio, tan influida por las opiniones de su hermano como por el fervor revolucionario que estimulaba su producción de hormonas en una asombrosa proporción, decidió que sus antiguas compañeras no eran más que unas fachas asquerosas. Y nunca se arrepintió de haber rechazado su oferta.

—Pues qué quieres que te diga... La conocí ahí arriba, hace un par de días. El capitán nos destacó a unos cuantos para volar un puente y cuando quisimos darnos cuenta se había venido detrás. Lo del puente salió bien y en el camino de vuelta empezó a hablar conmigo, a tocarme el pelo, a juntar su mano con la mía para que viera lo blanca que es y a decirme que parezco torero, ya ves... Total, que esta mañana, cuando me han dado permiso, me ha dicho que se venía conmigo a Madrid, y... aquí estamos.

Mientras el Puñales, piel aceitunada y el pelo lacio, tan negro como el ala de un cuervo, iba contándole todo esto, Sally bajaba por la calle de Prado emparejada con Antonio aunque su cabello castaño fuera más claro que el de Silverio, casi rubio en verano. Cuando se separaron, ya empezaba a amanecer pero aún no se había decidido. Besó a los dos en los labios antes de parar un taxi y el Manitas, del que se despidió con un simple gesto de la mano, creyó que nunca la volvería a ver. En septiembre se enteró de que había vuelto a la sierra con Vicente sólo para perderle de vista enseguida. A cambio, cuando su hermano decidió quedarse una temporada en la ciudad, fue a buscar a Antonio a Capitanía, y él pensó que su pelo rojo y sus tetas descomunales la hacían muy indicada para darle celos a Eladia.

—¿Tú quieres que yo te enseñe a una miliciana anarquista peligrosa de verdad?

Estaban los tres sentados en la barra de un café, y Silverio vio cómo relucían los ojos de la reportera mientras un sabor amargo, cuyo origen no logró precisar, le trepaba de pronto por la garganta.

—¿Es famosa?

—Claro, porque es bailaora de flamenco —y por si ese anzuelo fuera poco, lanzó otro más—. Y creo que nadie le ha hecho fotos todavía...

Cuando ella dejó de besar, abrazar y agradecer al soldado Perales aquella oferta por todos los medios aceptables en aquel local, se levantó para ir al baño y Silverio decidió que había llegado el momento de marcharse.

—Pero, bueno... —su amigo le conocía demasiado bien como para dejarle ir sin más—. ¿Y a ti qué te pasa?

—Eso debería preguntártelo yo a ti —le replicó, sacudiendo el brazo para desprenderse de la mano que pretendía retenerle—. Porque no entiendo cómo puedes ir ofreciendo a Eladia por ahí, igual que si fuera un mono de feria.

—¿Un mono de feria? —Antonio se echó a reír—. ¡Vamos, no me jodas! ¿Y para qué se disfraza todas las tardes, si no?

No encontró una buena respuesta para esa pregunta. Tampoco acertó a explicarse por qué el día siguiente, a las siete y media de la tarde, se quitó una bata azul estampada con manchas de todos los colores y anunció a sus compañeros que iba a salir a dar una vuelta. La escena que contempló en el portal del número 19 de la calle Santa Isabel le enseñó, sin embargo, algunas cosas de sí mismo que aún ignoraba.

—Mira, ahí la tienes.

Cuando llegó, Eladia empezaba a subir la cuesta, pero incluso a esa distancia los detalles de su atuendo, la gorra, las botas, el correaje, eran lo suficientemente llamativos como para persuadir a Sally de que no tenía un minuto que perder.

—No dirás que te he engañado, ¿eh? —Antonio se recostó plácidamente contra la fachada mientras su invitada ocupaba el centro de la calle a ciegas, un ojo guiñado y el otro clavado en el visor de su cámara.

—No —respondió ella sin dar importancia a la reacción de su modelo, que frunció el ceño antes de pararse en medio de la acera para calibrar lo que estaba pasando—. Es una maravilla... Maravillosa...

Aunque aquel prodigio apretó el paso, su velocidad no resultó suficiente para detener una hemorragia de instantáneas que sólo cesó con el fin del carrete destinado a inmortalizarla. Cuando llegó a su altura, la fotógrafa ya tenía otro en la mano y sonreía como si se prometiera una sesión más relajada aunque Antonio, que conocía a Eladia mejor que nadie, se apresuró a escoltarla en actitud de alerta.

—Oye, monada... —su enemiga, y el amor de su vida, ni siquiera le miró mientras escogía un tono correcto, incluso cortés, para dirigirse a la escocesa—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro —Sally sonrió para que Antonio se tensara un poco más, y hasta Silverio presintió que aquel acento era un caramelo envenenado—. Pero no te preocupes. Ya te avisaré...

—No, si no es eso —puso los brazos en jarras y avanzó hacia ella muy despacio, contoneando las caderas como si ejecutara un paso de baile—. Es que, estaba yo pensando... —hasta que la tuvo delante, y levantó la barbilla mientras hinchaba el pecho igual que una gallina—. Y tú, ¿por qué no retratas a tu putísima madre?

—Yo... —Sally miró a su alrededor como si acabara de darse cuenta de que estaba perdida en un planeta desconocido—. Pero...

Eladia aprovechó su desconcierto para lanzar un zarpazo hacia la cámara, pero Antonio consiguió agarrarla antes que ella.

—Y a ti... —la bailaora apretó los puños y los levantó en el aire como si pretendiera descargarlos sobre el salvador de su rival, que ya no lo parecía tanto, porque había usado la cámara como punto de apoyo para empujar a Sally hacia atrás con mucha más fuerza de la necesaria para protegerla.

—A mí... —Antonio sonrió, se acercó a Eladia, pegó la cabeza a la suya como si estuviera a punto de besarla—. ¿Qué?

En ese momento, todo cesó. Silverio fue más consciente de la parálisis que congeló a los tres personajes de aquella escena que de haberla provocado él mismo. Sally le miraba, la cámara entre las manos, la cara todavía pálida del susto, con una expresión de perplejidad absoluta y desprovista de matices, pero el rostro de Eladia reflejaba un estupor distinto, animado por una luz de reconocimiento, un indicio de complicidad que él nunca había visto en aquellos ojos. Antonio se mostró indeciso durante un instante. Luego se echó a reír, y su carcajada devolvió el movimiento a las dos mujeres que le acompañaban, para lograr a cambio que Silverio dejara de aplaudir.

—Te ha gustado, ¿eh? —le preguntó entonces, intentando aprovechar la situación para enlazar la cintura de Eladia, sin conseguirlo.

—Pues sí —él respondió en voz alta y tampoco comprendió la serenidad que desprendía su voz—, porque a mí también me ha tocado mucho los cojones este safari, ya te lo dije anoche. La próxima vez que esta quiera hacer fotos exóticas, llévala a la Casa de Fieras, mejor.

Giró sobre sus talones sin detenerse a apreciar el efecto de su declaración y empezó a subir la cuesta a buen paso, pero no tan deprisa como Eladia, que se paró un instante a su lado para ponerle una mano en el hombro y mirarle mientras asentía con la cabeza. Hasta aquel momento, él había estado seguro de que el motivo de su reacción habían sido los celos, pero en las chispas de sus ojos percibió el rastro de un orgullo tan feroz que sobrepasaba el nivel de su propia indignación. No llegaron a cruzar ni una palabra, porque ella volvió a ponerse en marcha enseguida para coronar la cuesta casi corriendo, sólo unos segundos después de haberse detenido. En ese brevísimo plazo, Silverio se reconcilió íntimamente con su amigo. Esos pocos segundos bastaron para darle la oportunidad de comprender por qué Antonio el Guapo había perdido el seso por aquella mujer, y si hubiera podido estar a solas con sus pensamientos un rato más, quizás habría llegado incluso a envidiar el grado de enajenación que tanto le había asombrado hasta aquel momento. Pero Eladia no era la única mujer capaz de correr que había en la calle Santa Isabel aquella tarde.

—Un momento —antes de que alcanzara la de Atocha, Sally le cortó el paso con las mejillas coloreadas por la carrera, los ojos muy abiertos—. Así que tú también eres español, ¿eh?, a pesar de las pecas... —él no se molestó en contestar mientras ella señalaba a su cara—. Un hidalgo.

—No —a eso sí respondió, porque aquella palabra le tocó los cojones todavía más que la sesión fotográfica—. No soy hidalgo, soy impresor. Y tengo mucho trabajo, así que si no te importa...

Cruzó Antón Martín esquivando los coches sin volver la cabeza, aunque ella no dejó de llamarle desde la esquina donde la había dejado plantada. Cuando volvió a ponerse la bata, no podía imaginar que el rasgo más acusado de su carácter fuera la tenacidad. A la mañana siguiente, el chaval que atendía el mostrador entró en el cuarto de la Minerva para anunciarle que tenía una visita y tampoco se le ocurrió que pudiera ser ella.

—Salud —pero ahí estaba, con la cámara colgando del cuello y una libreta en la mano derecha—. He venido a entrevistarte. Creo que eres muy interesante, ¿sabes?, para el público británico. El hidalgo impresor. El orgullo del proletario. Nosotros no...


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 54 | Нарушение авторских прав


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