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El 15 de mayo de 1944, cenó a toda prisa y subió corriendo hasta la que a partir de aquella noche sería también su casa. Mientras caminaba hacia la puerta le llamó la atención el silencio, al empujarla, el resplandor de muchas velas encendidas que no parecían colocadas al azar. Iluminaban a Manolita, que le esperaba de pie, ante una manta tendida en el suelo, cerca de la chimenea. Llevaba puesto el abrigo aunque estaba descalza. Aquel detalle le sugirió que estaba asistiendo a alguna clase de representación, pero no se atrevió a imaginar su argumento.
—Prométeme que no vas a pensar mal de mí...
Cuando lo hizo, ella avanzó hacia él, dejó caer el abrigo y le enseñó su cuerpo desnudo a la luz de las llamas. Él sintió muchas cosas a la vez, pero todas eran la misma emoción, una intensidad que le invadió por completo para acariciarle por dentro y por fuera, implicando a su corazón, su memoria, tanto como a su sexo y su piel. Sólo tenía una hora y media, pero en ese plazo volvió a nacer. Su renacimiento fue tan absoluto que ni siquiera necesitó hablar, compartirlo con aquella chica que nunca le había gustado hasta que se abrió el abrigo como Laura Guzmán habría abierto el suyo tantas veces, en el pasillo de un piso de la calle Eguilaz. Manolita le miraba, le tocaba como si se diera cuenta de que estaba pasando algo que no comprendía, algo que estaba en ella y muy lejos a la vez, y tampoco habló, no hasta el final, cuando dijo exactamente lo que tenía que decir.
—¿Sabes que eres el segundo hombre que me ve desnuda? —todavía estaban tumbados sobre la manta, pero en lugar de esconderse, se incorporó para mirarle a los ojos mientras se lo contaba—. El primero fue Jero, el panadero tonto de la calle León, ¿te acuerdas de él? —él asintió con cautela, ella sonrió—. Al principio me daba un pistolín si le enseñaba las tetas, pero como fue subiendo los precios... No te lo vas a creer, pero en Porlier, cuando iba a verte y metía los dedos en la alambrada para tocarte sin tocarte, siempre me acordaba de él y me daba mucha rabia.
—Qué bien, qué suerte he tenido —él la abrazó, la besó—. Si algún día vuelvo a verle, le daré las gracias por ser tan cabrón.
Eso fue todo. Ninguno de los dos necesitó decir nada más para justificarse, para explicarle al otro o a sí mismo lo que había pasado antes, lo que iba a pasar después. Silverio volvió al campamento con la piel erizada, marcada en cada poro por la herencia de aquel placer complejo, que saciaba y alimentaba su deseo a partes iguales, una avidez que se apoderaría por completo de cada minuto del día siguiente para llegar a la noche intacta y aún más poderosa. No sabía lo que esperaba, pero al descubrir a Manolita vestida sintió una punzada de decepción que no sobrevivió a la peculiar, elocuente sonrisa que le dio la bienvenida.
—Ven aquí, anda, que me da vergüenza hablarte de lejos.
Él se acercó, se sentó en una silla, y en ese instante, Manolita se levantó de la que ocupaba para sentarse a horcajadas encima de él.
—Primero tienes que decirme si te gustó lo de ayer —él asintió, se rió, ella rodeó su cuello con los brazos para hablarle al oído—. Ya me lo había parecido, por eso... Es que me he acordado de una cosa que hacía Martina... —se enderezó, le miró, sonrió—. Pero hoy es todavía mucho más importante que me prometas que no vas a pensar mal de mí...
Aquella frase se convirtió en un sinónimo de viejas persianas levantadas, visillos que al abrirse dejaban entrar el sol hasta el pasillo y la contraseña de una felicidad rotunda e improbable, un amor tan difícil que sólo podía crecer de hora y media en hora y media, tan fácil que cada noche le sobraba tiempo para imponerse por sí mismo, sin contrapartidas, sin deudas, sin condiciones.
—Yo no sé lo que me pasa, de verdad. A mí esto no me pega nada, pero es que no puedo parar, ni siquiera cuando estoy dormida. Anda, que si te cuento lo que soñé anoche... Lo que no sé es qué vas a pensar de mí.
Así, en el lugar menos propicio, Silverio Aguado Guzmán descansó de la tarea de compararse a todas horas con su padre, de comparar a todas las mujeres con su madre, y ya no volvió a acordarse del color del pasaporte de Sally Cameron, ni de su propia derrota.
—Le he pedido a Lourdes que invite a Isa a comer, porque... ¿Has visto que buen día hace? Pues se me ha ocurrido... Pero prométeme que no vas a pensar que soy una... Bueno, igual un poco puta sí que me estoy volviendo, ¿no?, porque... ¿A que no parezco yo? Al final, mira por dónde, he salido a mi padre. No te rías, que lo digo en serio.
En invierno y en verano, en días de lluvia y de sol, con temperaturas frías y sofocantes, dentro y fuera de la casa, embarazada y sin esperar a nadie más que a él, Manolita le miraba, sonreía, le daba la risa, se ponía colorada y, sin más herramientas que su cuerpo, inventaba mecanismos capaces de suspender el tiempo y la historia, de desmentir la cárcel y la muerte, de disolver las sentencias de jueces que no la conocían y de convertir el placer, las caricias, los besos, en una barricada.
—¡Ay, ay, ay! Yo me estoy volviendo loca, Silverio. Para bien, no te digo que no, pero estoy como una jaula de grillos. Me pasan unas cosas que hasta me da vergüenza contártelas... El caso es que yo te pediría... No, no, déjalo, que después de lo de ayer, a ver qué vas a pensar de mí.
Así, Silverio Aguado Guzmán, trabajador penado del destacamento penitenciario del monasterio de Cuelgamuros, se convirtió en un hombre libre rodeado de esclavos. Sus guardianes, sus jefes, sus compañeros lo ignoraban, pero él sabía que aunque no pudiera decidir dónde quería vivir o para quién quería trabajar, aunque no tuviera derecho a cobrar por su trabajo ni a expresar sus ideas en voz alta, su destino y su uniforme, su número de expediente y su condena carecían de poder para someterle. Mientras estaba abajo, recordando el ángulo exacto de los muslos de su mujer, riéndose solo y poniendo mucho cuidado en no accidentarse, porque durante los primeros días, la novedosa sensación de ser feliz le había costado varios dedos machacados, él sabía la verdad y que su trabajo no implicaría sumisión, renuncia alguna, mientras siguiera existiendo una isla desierta, una casa en el monte, una mujer, un amor en el que atrincherarse y resistir.
—Hay que ver... ¡Qué cabeza tengo! No me lo creo ni yo, pero esta mañana, en el trabajo, me he acordado de lo del domingo pasado, lo que hicimos en la poza, ¿te acuerdas?, lo he visto como si fuera una película y me ha dado un... No sé cómo llamarlo, pero me he mareado y todo, te lo juro. Y tú estarás pensando... Mira, no quiero ni saberlo.
Así, a ratos, sin contar con el festín semanal de los domingos, pasó el tiempo como si no pasara. Nació una niña, después un niño, el frenesí de los primeros meses se remansó para volver a aflorar con la violencia de un torrente subterráneo, y Silverio ni siquiera necesitó pararse a pensar que estaba absolutamente ligado a Manolita, que era incapaz de concebirse a sí mismo, de concebir su vida sin esa mujer. Aquel sentimiento era tan fuerte que a veces la perspectiva de su verdadera libertad le daba miedo, y aunque se escandalizara de su pensamiento, al acercarse el final de su condena empezó a preguntarse si en Madrid lograrían ser tan felices a tiempo completo como lo habían sido en Cuelgamuros de hora y media en hora y media. La oferta de don Amós resolvió todas sus dudas.
—No.
—No, ¿qué? Si ni siquiera me has dejado que te explique...
—No voy a trabajar en un monumento llamado el Valle de los Caídos por mi propia voluntad.
—Pues otros lo hacen.
—Ya, pero yo no.
Ninguno de los dos dijo más, pero después de medirse con los ojos un buen rato, el jefe de su destacamento se empeñó en ir a hablar con su mujer. Estaba seguro de que ella, con ese sentido común propio de su género, sabría apreciar una oferta tan ventajosa, pero Manolita le decepcionó en la misma medida en la que alimentó el orgullo de su marido, un hombre que sólo volvió a sentirse preso cuando se despidió de ella en la puerta de una casa a la que nunca volvería.
—No te desanimes, Manolita.
—¿Yo? —ella se rió, le abrazó un poco más fuerte—. ¿De qué? Con lo guapo que estás detrás de una alambrada...
La última estación del expediente penitenciario de Silverio Aguado Guzmán fue la cárcel de Yeserías, tres meses largos como años enteros hasta que un funcionario entró en su celda, pronunció su nombre y añadió tres palabras, a la calle. Por aquel entonces, abril de 1950, habían pasado casi once años desde que aquel prisionero pisó una calle de su ciudad por última vez. La certeza de que estaba a punto de volver a hacerlo le inspiró una urgencia tan irreprimible que casi pasó de largo por la garita.
—¡Eh, tú! Ven aquí, que tienes que firmar —un funcionario le reclamó con acento airado y él retrocedió con una sonrisa en los labios, porque su abogado debía de haberse enterado antes que él y Manolita estaba en la verja con los niños, esperándole—. Aquí, y aquí... —siguió el rastro del dedo de aquel hombre—. Y espérate un momento, que te voy a dar tus cosas.
Un cinturón acartonado. Un monedero del que ni siquiera se acordaba. Un mechero barato, que le había regalado Sally. La pluma de su padre. Un cubilete de caramelos de café con leche lleno de...
—¿Y esto qué es? —el funcionario que anotaba la descripción de los objetos devueltos le miró con extrañeza mientras lo agitaba en el aire igual que un sonajero.
—Mis herramientas. ¿Puedo irme ya?
—Cuando firmes el recibo.
Cruzó el patio tan deprisa como podía hacerlo sin correr, mientras su mujer avanzaba hacia él con los brazos abiertos.
—¿Y usted adónde va, señora? —el guardia de la puerta extendió el suyo para cortarle el paso—. ¿Qué quiere, quedarse dentro?
—Uy, no, perdone, son los nervios...
Después le miró, le sonrió y le esperó tan cerca como se lo consintió aquel hombre. Tenía los pies juntos y los ojos húmedos, aunque al colgarse de su cuello se estaba riendo a la vez. Sólo mientras la abrazaba, Silverio aceptó que estaba fuera, que podía ir a donde quisiera. Había pasado tanto tiempo encerrado que durante un instante sintió algo parecido a un mareo, pero Manolita le sostenía y no le soltó.
—Vives en la calle de San Andrés. En el número 26, segundo exterior derecha. Tengo los balcones reventando de geranios. ¿Te acuerdas de los esquejes que cogí antes de marcharme de casa? —él asintió con la cabeza y dejó de verla bien—. ¿Te apetece andar un poco, coger el tranvía? Los taxis están carísimos, pero hoy merece la pena. ¿Qué quieres hacer?
—Te quiero a ti.
—Ya lo sé, tonto.
Luego añadió que prefería andar un trecho. Hacía un día frío y luminoso, gobernado por un sol radiante que no calentaba, pero creaba un benévolo espejismo de calor. El suelo frío de la acera también le pareció caliente, tan blando como si estuviera recubierto de espuma, y todo más bonito, la ciudad, los edificios, los rostros de sus hijos.
—Dime una cosa, papá...
Llevaba a Laura en brazos, y lejos del Guadarrama tenía la sensación de hacerlo por primera vez.
—¿Qué? —por eso la apretó contra sí y la besó en el pelo muchas veces.
—¿Es verdad lo que dice mamá? ¿Que vas a vivir con nosotros, pero durmiendo, y desayunando, y todo, y todo, todo el rato?
—Sí, es verdad —ella separó la cabeza para mirarle, le cogió la cara con una mano y levantó las cejas—. ¿Qué pasa, no te gusta la idea?
—Sí, sí me gusta, pero es que... Es muy raro, ¿no?
Silverio Aguado Guzmán sonrió, volvió a besar a su hija y no le llevó la contraria.
(Un final: La trayectoria de un ejemplar servidor del Estado)
Roberto Conesa Escudero nace en Madrid en 1917.
Respecto a sus orígenes, sólo podemos conjeturar que no debe pertenecer a una familia acomodada, porque empieza a trabajar a los quince años como chico de los recados en una tienda de ultramarinos situada en la calle del General Lacy, una bocacalle de Méndez Álvaro próxima a la glorieta de Atocha, en un barrio popular, y por entonces no demasiado boyante, del centro de la ciudad. Cabe suponer, por el carácter de tal empleo, que el domicilio familiar no estaría muy distante de su lugar de trabajo.
Tampoco se tienen noticias de los inicios de su militancia política, aunque se sabe con certeza que en su adolescencia se afilia a la Juventud Socialista Unificada, organización a la que sigue perteneciendo en el Madrid republicano hasta el final de la guerra. Muchos años después, cuando se hace famoso, numerosos socialistas y comunistas madrileños de su edad le reconocen como un militante más entre los que frecuentaban la sede de su organización, situada en la calle del General Oraa.
A pesar de la curiosa insistencia con la que el callejero madrileño, tan prolífico en nombres de generales, marca sus primeros años, ninguno de sus conocidos recuerda haberle visto con uniforme militar. Teniendo en cuenta el papel que está llamado a desempeñar en la historia del franquismo, la ausencia de información acerca de su participación directa en el conflicto parece indicar que esta no llega a producirse. Esto no significa que el joven Roberto, a quien su edad habría librado de la movilización forzosa en 1936, se desentienda de su organización. Al contrario, resulta verosímil suponer que sigue estrechamente vinculado a la dirección de la JSU en la retaguardia porque, de lo contrario, no habría podido entregar, en el plazo de un mes y medio, a la responsable del PCE y a la cúpula de la propia JSU.
No existen datos acerca de las circunstancias en las que Roberto Conesa entra en contacto con la policía franquista, que no lleva ni una semana operando en Madrid cuando recibe el primer regalo de su nuevo confidente. Sin embargo, considerando su militancia en una organización del Frente Popular, y la tenebrosa fama cosechada por los represores del bando vencedor en los territorios ocupados con anterioridad, no parece muy probable que acuda a ofrecerse por su propia voluntad. Resulta más verosímil pensar que, tras ser detenido, se anima a vender información a cambio de su libertad. En cualquier caso, a partir de ese momento, su vida cambia radicalmente.
El chico de los recados de la tienda de la familia Arranz, conocida en el barrio por el mote de «los Garbanzos», contrae pronto matrimonio con la hija de su antiguo patrón, Francisca. Es un buen partido, porque su padre se convertirá pronto en un pequeño potentado que triplica su negocio, gracias a dos nuevos ultramarinos, en una ciudad que se muere de hambre. Tan súbita prosperidad sólo se explica por las excelentes relaciones que Arranz mantendría con los vencedores, amistad utilísima para su flamante yerno. A la inversa, sin duda, el tendero sale perdiendo. En un río tan revuelto como el Madrid de la primera posguerra, emparentar con un rojo, por muy arrepentido y chivato que se haya vuelto, representa un riesgo considerable que, quizás, los Arranz sólo afrontan porque no pueden evitarlo. Quizás el amor de Francisca consolida la salvación de su novio.
Aunque Dios no quiere bendecir su unión con ninguna descendencia, el Régimen sí sabe recompensar la abnegación del recién casado, que se muda con su mujer a un barrio mucho más caro, más seguro también para él, tras ingresar en la Brigada Político Social —cuerpo represor por excelencia del nuevo régimen— en el mismo año de su fundación, 1941. Naturalmente, no se conocen las circunstancias que permiten que Roberto Conesa deje de ser un simple confidente para convertirse en agente de la ley, pero sí su domicilio, situado en un ático del número 48 de la calle Narváez, en el distrito de Salamanca, la más significativa y clamorosa «zona nacional» de la capital.
Para Roberto Conesa es muy importante mantenerse lejos de su antiguo barrio y esquivar los encuentros casuales con viejos conocidos. Por una parte, no le conviene nada que sus compañeros de la Brigada descubran que ha formado parte de la Antiespaña durante la guerra civil. Por otra, la ocultación de su identidad resulta esencial para su trabajo, porque su primera especialidad en la policía política son las infiltraciones. Su trayectoria como militante de la JSU le ha permitido mantener el contacto con los comunistas madrileños, a quienes va diezmando implacablemente a lo largo de los años cuarenta. Aunque hay constancia de que ya entonces interviene en los interrogatorios, aliñados con eficaces sesiones de tortura, que se producen en los sótanos de Gobernación, debe escoger muy bien a los detenidos a quienes les enseña la cara. Quienes ya lo conocían, sólo deben tener el dudoso placer de volver a verle cuando su muerte está decidida de antemano, porque de lo contrario no habría logrado sobrevivir a las misiones que sus superiores le encomiendan muy pronto.
Se sabe que Conesa cruza los Pirineos tres veces en la primera mitad de los años cuarenta, para intentar infiltrarse en la organización guerrillera sostenida por la dirección del PCE en Toulouse. Según el testimonio que aportan algunos supervivientes, al menos una de ellas tiene lugar en 1942. El 7 de noviembre de ese año, el policía franquista, que habría desempolvado su identidad juvenil para entrar en Francia como un exiliado comunista, es el responsable de la detención y posterior ejecución de diez guerrilleros españoles que planeaban la voladura de una fábrica de material de guerra nazi en la localidad de Fumel, en el departamento de Haute-Garonne. A lo largo de su vida, a Conesa le gusta alardear de esta experiencia y presumir de que tuvo que salir a tiros de Toulouse. Es probable que no exagere, porque los riesgos que corre en Francia son muy graves. Un encuentro casual podría haber arruinado su cobertura en un instante aun cuando la guerra mundial hubiera impedido el contacto entre los comunistas españoles a ambos lados de los Pirineos, pero no es así. Los del exilio cruzan la frontera con la misma frecuencia con la que lo hacen quienes han conseguido huir del monte, de la cárcel o de los destacamentos penales, tejiendo una red que resulta mortal para la mayoría de los infiltrados franquistas. Entre ellos se cuenta un policía que, al parecer, trabaja codo a codo con Conesa en uno de sus viajes. Se apellida Otero y es ejecutado por los guerrilleros en cuya organización logra infiltrarse.
Con la victoria aliada, se acaban las excursiones por el extranjero y Roberto Conesa vuelve a concentrarse en los comunistas del interior. Después de participar, en 1942, en la caída de la dirección de Heriberto Quiñones, tiene un papel estelar en la desarticulación de la presidida por Agustín Zoroa en 1945. Pero muy pronto comprueba que, a pesar de las torturas —en el caso de Quiñones tan salvajes que le rompen la columna vertebral, y tienen que atarlo a una silla para ejecutarlo en la tapia del cementerio del Este—, los fusilamientos masivos y los infiltrados que mantiene en su organización, los comunistas se han vuelto a recuperar. Formula entonces la tesis de que la anatomía de los grupos clandestinos es semejante a la de las lagartijas. Si sólo les cortan la cola, se reproducen una y otra vez. Es imprescindible cortarle la cabeza al PCE. Y él mismo decide asumir en persona esa tarea.
En el otoño de 1946, Roberto Conesa Escudero ingresa en la organización clandestina del Partido Comunista de España. El celo con el que ha ocultado su pasado, su obsesión por no ser fotografiado, el cambio de barrio, de circuitos, de costumbres, y el hermetismo en el que ha sabido envolverse como en una capa desde el final de la guerra, revelan al fin su admirable utilidad. Probablemente, sus años de militancia en la JSU le resultan provechosos, quizás su experiencia francesa también lo sea. El caso es que permanece en la clandestinidad, como un militante modélico, hasta que en mayo de 1947, él mismo provoca una caída que le permite experimentar un nuevo sistema.
Conesa, que se las arregla para no despertar sospechas entre sus «camaradas», desarticula la cúpula de la organización, pero se detiene en los eslabones inferiores. Escarmentado por tantos éxitos clamorosos que después resultan no haberlo sido tanto, en esta ocasión deja cabos sueltos, rabos de lagartija a través de los que pretende llegar, una vez más, a la cabeza del Partido. Esta ha desaparecido en la consabida tapia, pero después de unas semanas, afloran aquí y allá militantes de base a los que la policía ni siquiera ha molestado. Solos y perdidos, desconectados de cualquier estructura, se dedican a buscar información y se van enterando poco a poco de que en la calle San Bernardo existe una chocolatería donde sus camaradas vuelven a reunirse. La dueña de este establecimiento se llama Pilar C., ha pertenecido al Partido y se dedica a ayudar a los presos políticos. Es una mujer muy hermosa —«como una modelo de Rubens, pero sin grasa», en las felices palabras de un pintor español y comunista que frecuenta el local en aquella época—, pero su marido, también camarada, no debe tenerla muy contenta, porque muy pronto estrena amante. Este, por supuesto, es un hombre bajito, poco agraciado, pero generoso y muy divertido, que se llama Roberto Conesa.
No se sabe si Pilar llega a conocer la verdadera identidad del policía, ni si monta el negocio por sugerencia suya o por su propia iniciativa, pero a pesar de la oscuridad que sigue envolviendo esta etapa, parece que actúa de buena fe y que su culpabilidad se extingue en el adulterio. En todo caso, la chocolatería de San Bernardo representa una fecunda fuente de información para Conesa hasta que el marido de su amante, ignorante siempre de su infidelidad, empieza a sospechar a cambio de su lealtad. Él mismo recomienda al conocido como «grupo de San Bernardo» que abandone el local. Es una medida bienintencionada pero inútil. Conesa ya lo sabe todo, y cuando le viene bien, octubre de 1952, los manda detener en una cafetería de la calle Alcalá.
Con este nuevo éxito comienza la década más comprometida y menos brillante de la trayectoria policial de Roberto Conesa Escudero. Seis años después de haber logrado infiltrarse personalmente en el PCE, y tras haber alternado asiduamente con sus militantes, el policía está quemado para el trabajo callejero. No le queda más remedio que recluirse en los sótanos de la Puerta del Sol, y quizás por eso, no comprende muy bien los cambios que se están produciendo en la superficie.
En 1953 comienzan las negociaciones para la instalación de bases norteamericanas en España, un proceso que en realidad comporta el perdón de los aliados hacia el régimen presidido por el único amigo del eje Roma-Berlín que sigue en el poder después de 1945. Una de las condiciones que Estados Unidos impone para sentarse a negociar es que el franquismo se lave la cara, que renuncie a la simbología y parafernalia fascista que ha constituido su seña de identidad política. Evidentemente se trata de una transformación cosmética, superficial, como Franco se apresura a garantizar a los falangistas que se sienten traicionados por él una vez más. Hay que cambiarlo todo para que nada cambie o, en un lenguaje menos solemne, conviene levantar un poco el pie del pedal, lo justo para engañar a los norteamericanos. El problema de Conesa es que el pie que oprime ese pedal es precisamente el suyo y le gusta pisarlo hasta el fondo.
La oposición clandestina también ha empezado a cambiar, y él tampoco es capaz de asimilarlo. Acostumbrado a reclutar confidentes entre los prisioneros que no resisten sus torturas, su mentalidad está anclada en la lógica de la guerra civil. Sin embargo, en la revuelta estudiantil de febrero de 1956 se enfrenta por primera vez a un nuevo modelo de militante subversivo. Los calabozos se le llenan hasta los topes de jóvenes que no han hecho la guerra, que estudian en la universidad, que han crecido en el seno de familias burguesas y que, en muchos de los casos, son hijos de héroes de la Cruzada o nietos de los ideólogos del Movimiento Nacional.
Aquella novedad le desorienta completamente. Después de que sus superiores le adviertan que es imprescindible tratar a los detenidos con guante blanco, comprueba que aquellos niños bien, cultos, educados, políglotas y seguros de sí mismos, no sólo no se dejan impresionar por sus técnicas, sino que se comportan con la certeza de que, de un momento a otro, una llamada de algún viejo amigo de su familia va a ordenar su puesta en libertad. Así es en muchos casos. En otros, Conesa hace el ridículo. El escritor Jesús López Pacheco recuerda años después que tiene que morderse los labios para no reírse mientras un policía bajito, radicalmente despistado, le propone trabajar para él como confidente. No lo consigue ni en su caso ni en ningún otro. De hecho, después de haber desarmado con tanta facilidad las direcciones comunistas en los años cuarenta, Conesa ni siquiera llega a enterarse de que todos aquellos jóvenes de buena familia han sido reclutados por Jorge Semprún —nieto, por cierto, de don Antonio Maura—, en su condición de dirigente clandestino del Partido en Madrid. Aquella es la nueva cabeza de la serpiente a la que jamás logrará degollar, y que duplica su testuz en 1957 con la llegada de Francisco Romero Marín.
La trayectoria de estos dos clandestinos modélicos revela hasta qué punto los dirigentes del PCE han evolucionado hacia la perfección. Jorge Semprún, que vuelve a Madrid en 1953, pasa los años más felices de su vida en su ciudad natal, hasta que en 1962 la dirección de su Partido le retira del cargo contra su voluntad. La situación más comprometida que tiene que resolver en una década de trabajo clandestino consiste en que, al poco tiempo de llegar, entra a tomarse una caña en uno de esos bares de tapas que le gustan tanto y asiste en silencio a una discusión sobre el juego del Real Madrid entre el dueño del bar y algunos parroquianos. Cuando el primero le pregunta ¿y qué opina usted de Di Stefano?, no sabe qué decir. Al preguntar quién es Di Stefano, todos los clientes del local se le quedan mirando con la misma extrañeza. Semprún comprende que debe ponerse al día en la Liga española de fútbol y, cumplido ese requisito, no vuelve a sentirse en peligro nunca más.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 50 | Нарушение авторских прав
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