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Al escuchar esa explicación, el heredero negó con la cabeza, repartió el vino que quedaba entre su vaso y el de Paco, y este se dio cuenta de que no había sido suficiente.
—Laura le tenía mucho miedo a su padre. Ya sé que parece mentira, pero es verdad. Y, luego, además... —hizo una pausa para mirarle a los ojos y prosiguió en un acento manso, cauteloso—. Tú eres muy joven todavía y a lo mejor no puedes creerlo, pero... a los dos les gustaba mucho esto, comportarse como si fueran adúlteros, tenerse mutuamente en vilo... No sé explicarlo de otra manera —mentía a medias, aunque Silverio nunca le reprocharía que no quisiera pasar de ahí—, pero así eran felices, fueron muy felices... A lo mejor, cuando seas mayor, lo entenderás.
Tienes que prometerme una cosa, Silverio... Cuando lo entendió, todavía no había cumplido treinta años, pero había pasado tres en una guerra y llevaba cinco en la cárcel, una trayectoria idónea para madurar antes de tiempo. Prométeme que no vas a pensar mal de mí... Si aquella noche de 1935 hubiera podido contemplar la escena que fulminó su entendimiento en mayo de 1944, tampoco la habría creído. Sintió que no podría volver a creer en nada, nunca más, hasta que Paco Contreras le dio un abrazo en la puerta de la casa de su padre, y después de estrecharle con fuerza, se separó de él como si acabara de darle un calambre.
—Dime una cosa —por su gesto, parecía importante—. ¿Sigues siendo del Atleti?
Él se echó a reír y respondió con la frase que el propio Paco le había enseñado cuando tenía seis, o siete años.
—Hasta el último aliento.
—¡Así me gusta! —su padrino volvió a abrazarle—. Entonces podemos volver a ir juntos al campo, ¿te parece?
Durante algo más de un año y medio, hasta que Varela se plantó en las puertas de Madrid, Silverio sólo creyó en el Atleti y en el afecto sin nombre de Contreras. Paco cuidó de él igual que si se hubiera comprometido a hacerlo ante una pila bautismal hasta el verano de 1936, cuando se fue de vacaciones a su pueblo, una aldea de Zamora de la que desapareció sin dejar rastro. Silverio intentó animarse pensando que habría logrado escapar a Portugal, pero le echó mucho de menos. Con él perdió, además, la única fuente fiable de la que disponía para descifrar un enigma que le perseguiría durante el resto de su vida.
—¿Y a ti qué te pasa?
Dos semanas después del entierro, subió a casa de los Perales a buscar a Antonio y cuando bajaban tranquilamente por la escalera, Luisi se asomó a la puerta del chiscón, dejó pasar al hombre de sus sueños, trincó a Silverio por el codo y le metió en la portería.
—Tú es que eres marica, ¿o qué? —al fondo, en la butaca donde solía sentarse la señora Luisa, Cecilia hacía que lloraba con la cara tapada, mientras contemplaba la escena por las ranuras de sus dedos—. ¿Te parece bonito lo que le has hecho a la pobre chica?
—¡Silverio! —Antonio gritó desde el portal—. ¿Dónde te has metido?
Él aprovechó la ocasión para zafarse del brazo de Luisi y largarse de allí, pero si su amigo no le hubiera rescatado a tiempo tampoco habría dicho nada, mucho menos la verdad. No podía evitar sentir lo que sentía, aunque ni siquiera se atrevía a pensar en lo que le pasaba. Que desde que descubrió la verdad sobre su padre y su madre, Cecilia, que siempre le había gustado, se había vuelto misteriosamente transparente, inodora, incolora e insípida como el agua. Que no tenía fuerzas para luchar contra las imágenes que le asaltaban a traición y a todas horas, su madre entrando en el piso de Eguilaz con el abrigo desabrochado y esa media sonrisa de niña gamberra que se le pintaba en los labios cuando se divertía, su padre esperándola detrás del escritorio, dos zapatos de tacón volando por los aires, primero uno, después el otro, y un reguero de ropa marcando el pasillo como una fila de miguitas de pan. Que por más que se dijera que se lo estaba inventando, que no podía saber cómo habían sido en realidad las cosas, él sabía que habían sido así y esa certeza le gustaba, le excitaba, le daba calor. Mucho más que su novia.
Por eso había dejado a Cecilia, poniendo como excusa que el trabajo político le absorbía cada día más. Por eso decidió fracasar con las mujeres, esperar a la única, concentrarse en el milagro improbable de llegar a ser algún día un hombre atrapado en una historia feroz, vertiginosa, tan puntiaguda como la que había hecho a su padre feliz, y desgraciado, y más feliz todavía durante tantos años. Y como no podía pensar en el sexo de sus padres, por más que su propio sexo lo hiciera en su lugar, se obligó a pensar en el amor. Así se convirtió en un romántico tan ingenuo, tan candoroso, tan paciente que hasta le daba vergüenza explicarse en voz alta. Prisionero en una paradoja demasiado compleja como para pretender que cualquier otro llegara a entenderla, Silverio cultivaba una inocencia ficticia para protegerse de una perversión real, que era en sí misma inocente, peligrosa a la vez. Mientras tanto, se dejaba llevar por las mujeres que la vida le iba poniendo en el camino, sin tomar jamás la iniciativa, dando lo justo y prometiendo nada. Con eso, y la incomprensible devoción que le inspiraba ese orgullo de hidalgo que debía de haber heredado de su padre, o de su abuelo, o de los dos, Sally Cameron tuvo bastante para convertirse en la más duradera y esforzada de sus amantes.
— Hey, man! —cuando oyó su voz desde debajo de la camioneta a la que le estaba mirando las tripas, creyó que estaba teniendo una alucinación—. Don Quijote proletario, sal de ahí... —llevaba dos meses viviendo en el túnel de los Nuevos Ministerios y hacía más de tres que no la veía—. Come on!
Impulsó hacia atrás el carro sobre el que estaba tumbado y la vio del revés, de abajo arriba, primero los zapatos, luego los tobillos, unos pantalones marrones, una blusa blanca y los brazos abiertos de par en par.
—¡Sally! —ella se le tiró encima a pesar de que estaba lleno de manchas de grasa—. ¿Pero qué haces tú aquí?
Le besó en la boca en lugar de contestarle, mientras dejaba que otra voz conocida se encargara de aquella tarea.
—Para eso estamos los amigos, ¿no?
Cuando se apagó la urgencia del primer beso, apartó un momento la cabeza para comprobar que había acertado, y volvió a celebrar la compañía de la escocesa hasta que los comentarios de los hombres que empezaban a hacerles corro le animó a buscar un lugar más discreto. Antes de pensar cuál podría ser, fue hacia él y le dio un abrazo.
—Joder, macho —Roberto pegó la boca a su cuello para hablarle en un susurro—. Qué tía más pesada... Por no oírla, se da dinero.
Sally Cameron, que era incapaz de entender la palabra «no» en cualquiera de los idiomas que conocía, había ido a la sede de la JSU de Antón Martín cada día, por la mañana y por la tarde, para averiguar el paradero de Silverio. El Orejas lo sabía gracias a Antonio, que se había pasado a verle durante su último permiso, pero intentó desanimarla alegando que su amigo estaba recluido en unas instalaciones estratégicas donde no se admitían visitas de civiles, y ni siquiera lo decía por quitársela de encima, sino porque estaba convencido de que era verdad. Ni él, ni ningún otro dirigente de cualquier organización madrileña, había oído hablar jamás de aquella fábrica subterránea, pero Sally no iba a darse por vencida con tan poco. Después de someterle durante veinte días a la tortura de su inagotable tenacidad, aquella mañana había entrado en su despacho con una sonrisa triunfal, había apoyado las manos en su mesa para inclinarse sobre él como si quisiera asfixiarle entre sus tetas, y había proclamado con un acento casi furioso que el mismísimo Rojo le había confirmado que las visitas al túnel de Nuevos Ministerios no estaban prohibidas. Pobre coronel, pensó Roberto, como si no tuviera bastante con defender Madrid, tener que aguantar a esta, encima... Me ha dicho que no puedo ir de reportera, precisó a continuación, pero sí de particular. Pues entonces voy contigo, concedió él al final, porque tú, otra cosa no, pero particular eres un rato, guapa.
—Y como he pensado que, además, debes estar más salido que el pico de una plancha... —el mecánico asintió sin dejar de reírse mientras el Orejas miraba a su alrededor—. ¿Y dónde se ha metido esta ahora?
Desde aquel día y hasta el fin de la guerra, Sally fue a los Nuevos Ministerios todas las semanas para ver a Silverio, pero ni un solo día dejó de maquinar una manera de desobedecer las instrucciones del coronel Rojo.
—¿Y por qué no se puede contar esto?
Cuando el Orejas la echó de menos, ya había empezado a preguntárselo. Silverio la descubrió a su espalda, la rodeó con sus brazos y no supo darle una respuesta. Voy a presentarte al jefe de la fábrica, a ver qué nos dice. Lorenzo estuvo muy simpático con Sally, pero no les aclaró gran cosa. Él no tenía inconveniente en que hiciera todas las fotos que quisiera, pero dudaba mucho que pudiera publicarlas. Ella le preguntó por qué, él se encogió de hombros y enseguida, a la velocidad precisa para evitar más preguntas, les aconsejó que subieran a la superficie. En la planta baja del Ministerio de Fomento hay algunos cuartos que siguen en pie y resultan muy acogedores. Además, añadió, mirando el reloj, estas no son horas de bombardeos...
Silverio disfrutó mucho de Sally aquella tarde. Disfrutaría de todas sus visitas mucho más que de los encuentros que habían tenido antes, fuera del túnel, porque seguía estando seguro de que la reportera Cameron no era la mujer de su vida, pero en aquella situación, encarnaba a la vez a todas las del mundo y a la única posible. Enseguida descubrió que representaba algo más, una grieta por la que Rafael Aguado iba a volver a colarse en su vida.
—No lo entiendo —Sally fue a su encuentro con una expresión que él nunca había visto—. Mi reportaje no ha pasado censura —la cara de la impotencia, de la derrota de una mujer indoblegable—. ¿Y cuál es el motivo? Para una cosa que funciona bien en la República... ¿No dicen siempre que es injusto que sólo se cuente lo malo? Una fábrica como esta, sin huelgas, sin apagones, con obreros de todos los partidos del Frente Popular trabajando juntos... Y no me dejan publicarlo. ¿Por qué?
Silverio nunca le contó la verdad. Le dolió ocultársela, porque había trabajado mucho, había hablado con trabajadores de todas las especialidades, todos los orígenes e ideologías, había gastado un montón de carretes en retratar por igual hombres y máquinas. Pero no puedo arriesgarme a que se entere, le advirtió Lorenzo, no podemos, insistió, implicándole en aquel plural, porque lo publicaría. Y es lo que se merecen esos cabrones, ni más ni menos, pero tal y como va la guerra, no nos lo podemos permitir.
—Cuando se me ocurrió la idea de aprovechar el túnel, me fui a ver al general Miaja...
Lorenzo hizo una pausa para sacar un pitillo, le ofreció otro, encendió los dos, y a la luz de la llama del chisquero, Silverio vio en sus ojos oscuros la misma sombra de desolación que había enturbiado aquella mañana el verde claro, azulado, de los ojos de Sally.
—Él me escuchó con mucha atención y le gustó la idea, así que le pedí que hablara con el ministro de la Guerra, para informarle de lo que queríamos hacer. Miaja fue, se lo explicó, y Prieto le preguntó quién había sido el demente al que se le había ocurrido esa gilipollez. Cuando me lo contó, le miré a los ojos y le dije, mi general, usted sabe mejor que nadie cómo estamos en Madrid, así que dígame, ¿quién le parece a usted más gilipollas, el ministro o yo? No se lo pensó ni un segundo. Siga adelante, Íñigo, me dijo, tiene usted mi permiso. Así que... —hizo una pausa para tirar la colilla y la pisó con tanta fuerza como si tuviera debajo el cuello de alguien—. Cuando todo estaba en marcha, lo volví a intentar. Ya producíamos obuses más baratos que los que salían de las fábricas oficiales, abastecíamos de sobra a los frentes de los alrededores, y trabajando en condiciones, fabricando balas en lugar de perder el tiempo rellenando casquillos con plomo todos los días, podríamos haber producido armamento para otros frentes, porque no nos afectaban los bombardeos, porque no había huelgas, porque en Madrid no existía la retaguardia y la moral de los trabajadores era muy alta, porque trabajábamos veinticuatro horas al día, sin parar. Pero cuando yo mismo se lo conté a Prieto, se puso como una fiera. Que el gobierno no contemplaba Madrid como sede de una fábrica de armamento, me dijo, que las únicas autorizadas eran la de Barcelona y la de Valencia. Entonces, ¿qué hago?, le pregunté, ¿la desmonto? No se atrevió a decirme que sí, porque eso era lo mismo que regalar la ciudad, pero insistió en que no estaba dispuesto a comprar repuestos ni maquinaria para una fábrica insumisa, eso mismo me dijo, que éramos unos insumisos.
Hizo una pausa para valorar la reacción de Silverio, y él no le defraudó.
—Me cago en todos sus muertos.
—Ya —Lorenzo sonrió—. Yo también he hecho eso un millón de veces, pero no cambia nada... El caso es que a tu novia no le dejan publicar su reportaje porque no quieren que se sepa lo que nos están haciendo.
Para un hombre español nacido en 1917 y apellidado Aguado Guzmán, militar en una organización de izquierdas no era una opción, sino el único destino natural. Eso no impidió que, en 1934, al pasarse a las Juventudes Comunistas, Silverio se sintiera culpable de darle un disgusto a su abuelo. Cuando Paco Contreras le contó lo que había pasado diez años antes, se alineó políticamente con él, con sus padres, para afirmar que Caballero no había sido otra cosa que un colaboracionista con Primo de Rivera. Cuando llegó al frente, el cabo a cuyas órdenes le tocó servir le demostró que tenía camaradas que no merecían ese nombre. Cuando conoció a Lorenzo, se arrepintió de haber pensado siempre mal de todos los anarquistas con la única excepción de su amigo Julián. Y cuando Lorenzo le contó que Indalecio Prieto, el amigo de su padre, el hombre que le había abrazado con lágrimas en los ojos en aquel piso de la calle Eguilaz, el que había cantado la Internacional con el puño en alto en el entierro, era además el responsable de que se recogieran los casquillos de las balas usadas en los frentes de Madrid, supo que la República iba a perder la guerra.
No se esforzó menos por eso. Siguió trabajando con el mismo ahínco y mejores resultados, porque cuando triunfó aquel pronóstico ya conocía la maquinaria del túnel como si fuera una extensión de su propio cuerpo y cada tornillo, cada tuerca, cada palanca, un molde hecho a la medida de sus dedos. Sólo unas semanas antes de que Lorenzo y él se despidieran con un abrazo interminable, entre sollozos tan impropios de su edad como del milagro que habían logrado mantener en pie, vivo hasta el final, Sally le dijo, también llorando, que se marchaba de Madrid.
—Yo ya sé...
Cuando terminó de hipar, se revolvió entre sus brazos en el sofá que alguien había llevado a lo que debería haber sido la conserjería del Ministerio de Fomento, un mueble resistente, ancho y cómodo, que cada trabajador del túnel recubría con su propia manta y, hasta en eso, una admirable disciplina cada vez que tenía visita. Estaba cayendo el sol, y a través de los ventanales, de los agujeros que sus cristales habían creado al estallar, Silverio vio un cielo azulísimo, digno de un verano perfecto que nunca llegaría, rindiéndose poco a poco al cansancio de la luz, los últimos rayos de un sol cumplido envolviendo los contornos de todas las cosas en un vapor sedoso, triste y tierno. Mientras se dejaba envolver por aquella belleza aérea, efímera, capaz sin embargo de prestar a aquel edificio exhausto de bombas la noble apariencia de una ruina clásica, se dijo que no habría podido desear un decorado mejor para una despedida. No sospechaba que aquella tarde tendría que hacer algo más que decir adiós.
—Yo lo sé todo... —volvió a repetir Sally—, pero he pensado...
Se acurrucó entre sus brazos, escondió la cabeza en su pecho y cerró los ojos antes de seguir hablando.
—Esto ya se ha acabado, y ha acabado muy mal, pero si tú quisieras... Si quisieras casarte conmigo, tendrías pasaporte británico y podríamos marcharnos juntos. He hablado en la embajada y me han dicho que sí... En Aberdeen hace mucho frío, pero podríamos vivir en Londres, claro, que allí tampoco... En fin, que si tú quieres...
Levantó la cabeza y le miró. Silverio vio en sus ojos que estaba enamorada, comprendió que él era el destinatario de su amor y le costó trabajo creerlo. Siempre había sabido que su relación con Sally era desigual, que ella tenía mucho más interés en él del que él había llegado a sentir por nadie, pero jamás habría creído que su amante estuviera dispuesta a llegar tan lejos. Hasta aquel momento, él habría definido su relación como un azaroso fruto de la guerra, la catástrofe que había ido tomando por ellos todas las decisiones que les habían llevado hasta aquel atardecer, el admirable cielo que contemplaban juntos, desnudos y abrazados, desde un edificio en ruinas. Al comprobar que estaba equivocado, que aquella mujer tenaz, generosa y completamente loca había abrigado fuerzas, ganas, el deseo suficiente para enamorarse de él en el vértice de la desesperación, se conmovió tanto que la abrazó con todas sus fuerzas y la besó en la boca. Cuando sus cabezas se separaron, la sonrisa radiante que contempló en su rostro le demostró que dejarse llevar por aquel impulso no había sido una buena idea.
Que no podía seguirla, le dijo. Que su deber era quedarse en Madrid, afrontar la suerte de sus camaradas. Que cuando las cosas se tranquilizaran, iría a verla a Aberdeen, a Edimburgo, a Londres, donde hiciera falta. Y ella, tan roja, tan revolucionaria, tan enamorada de él y de los rojos españoles, aguantó el tipo y le dijo que lo entendía, que estaba orgullosa de esa decisión. No esperaba menos de un hidalgo, añadió al final, tragándose las lágrimas, y él se sintió cobarde por no haberle contado la verdad, por no haberse atrevido a decirle que ella no era la mujer que esperaba. Muy pronto tendría motivos para arrepentirse de aquella decisión.
—¡Manitas! —a mediados de junio de 1939, el Orejas llamó con los nudillos a la puerta de su casa—. ¿Cómo estás?
—Estoy —por aquel entonces, esa palabra significaba más que nunca—. ¿Y tú?
El secreto cargado de culpas que el gobierno de la República había decretado sobre el túnel de los Nuevos Ministerios le había favorecido. Cuando excavaron el terraplén, los franquistas hallaron las instalaciones desiertas y ninguna pista sobre la identidad de los trabajadores que habían pasado la guerra bajo tierra. Silverio ni siquiera fue a la cárcel. Soldado raso sin responsabilidades conocidas, cuando el Orejas fue a buscarle acababa de volver a Madrid después de la primera fase de su servicio militar, dos meses de instrucción en un campamento de Guadalajara donde su habilidad como mecánico había brillado lo suficiente como para que le trasladaran.
—Me alegro mucho por ti —Roberto asintió con la cabeza al enterarse de que su amigo había recobrado el oficio de impresor en el Servicio de Publicaciones del Ministerio del Ejército—, sobre todo porque los camaradas están cayendo como chinches, y por eso... Bueno, desde luego puedes decirme que no. No te lo reprocharía, porque tal y como están las cosas... Pero como yo también estoy fuera y era ya el responsable del radio... Me gustaría hacer algo para movilizar a los nuestros, para que sepan que seguimos existiendo, que estamos dispuestos a resistir...
Al despedirse, el Orejas le rogó que tuviera mucho cuidado porque sospechaba que había un traidor entre los trabajadores del túnel. No lo creo, Silverio negó con la cabeza y tanto ímpetu como si pretendiera desprenderla de su cuello, pero su amigo insistió con la misma vehemencia, alegando que entre los hombres de Lorenzo también habían empezado a proliferar las caídas. Cuarenta y ocho horas más tarde, le llevó el texto que debía imprimir, un centenar de octavillas que él mismo recogió a medianoche. Todo salió muy bien, y dos semanas más tarde se arriesgaron a repetir la operación. Silverio siempre recordaría que cuando la policía tiró la puerta de la imprenta, la Minerva todavía no estaba caliente. Le llevaron a una celda de Gobernación donde el Orejas le estaba esperando, y allí pasaron juntos una semana, hasta que Paquita, aquella chica retrasada, tan rara, que siempre había estado loca por Roberto, convenció al facha de su padre para que intercediera por él. Silverio se quedó solo y sin el consuelo de envidiar a su amigo, porque él había tenido su propia oportunidad, una ocasión inmejorable para escapar, y la había desperdiciado.
En los primeros meses de su estancia en Porlier, mientras el destino de España dejaba de ser una incógnita y Francisco Franco el nombre de un general, Silverio imaginó a todas horas cómo sería su vida si estuviera viviendo en Londres, con Sally, y no dejó de reprocharse amargamente aquella equivocación ni un solo instante. Ante él se extendía, en el mejor de los casos, una larga existencia carcelaria, treinta años de encierro y días iguales, una tristeza dolorosa e inútil, formulada en una interminable sucesión de tristes, dolorosas e inútiles jornadas. Ese era el premio que había conquistado su insensatez, aquella absurda fantasía romántica, la maldita herencia de Rafael Aguado y Laura Guzmán. Eso creyó, que la ausencia que había destrozado su infancia iba a arruinar lo que le quedaba de vida, hasta que sucedió algo extraordinario. El 8 de mayo de 1941, contra todo pronóstico, recibió una nueva oferta de matrimonio.
—Me voy a poner celosa, Silverio, cualquiera diría que tienes más novias...
Cuando Manolita Perales le anunció que iban a casarse, no le pidió su opinión y él no quiso pensar, no habría podido. El hacinamiento, el hambre, los piojos, las diarreas, la sed, la suciedad, la pestilencia y el miedo habían suplantado su pensamiento. Algunos días, ya ni siquiera se acordaba de Sally. La nostalgia, la rabia, el arrepentimiento eran lujos que sólo estaban al alcance de los presos afortunados, los que tenían visitas, los que recibían paquetes, palabras de aliento a través de una alambrada, razones para sobrevivir a aquel infierno. Él pertenecía a los otros, a los que no tenían nada, si acaso el deseo de morir durmiendo para acabar de una vez, sin enterarse. Su hermana Marta, cuyo marido se las había arreglado para hacer buenos contactos en el nuevo Régimen, no fue a verle nunca. Al principio, Ernestina le llevaba comida varias veces a la semana, pero en el invierno de 1940, cuando murió su abuelo, Marta le dio quinientas pesetas para que se volviera a su pueblo y vendió la imprenta sin contar con la opinión de su otro heredero. Desde aquel día, Silverio estuvo completamente solo y cansado de pensar. Ponía mucho cuidado en disimular esa debilidad ante sus compañeros, pero a veces, cuando se daba un golpe por azar, se asombraba de no haber perdido la capacidad de sentir dolor. Se masturbaba con frecuencia y un afán casi científico, para medir la intensidad, la velocidad de las respuestas de su cuerpo.
Y entonces llegó Manolita, tan menuda, tan joven, tan desarmada, muy poca cosa para todo lo que tenía dentro. Y llegaron sus paquetes, tan bien escogidos, tan primorosamente preparados, tan elocuentes de su condición de experta en cárceles. Y llegó el día de su boda, aquel vestido tan blanco, aquellos labios pintados, aquellos tacones altos y la confusión, su torpeza, la habilidad con la que aquella jovencita inexperta fue capaz de devolverle el aplomo, la fe, el aprecio por sí mismo y una ilusión vaga, inconcreta, minúscula pero suficiente para que volviera a sentir que estaba vivo. Gracias a ella, Silverio resucitó en el mecánico que arreglaba cualquier cosa con una goma y dos horquillas, en el clandestino que iba a hacer funcionar dos multicopistas aunque fuera lo último que hiciera en su vida, en un hombre que fue feliz en el locutorio de una cárcel durante el verano de 1941 y después desgraciado al asistir a la desesperación de una chica sin suerte, mucho más al perderla.
La secuencia de su suerte y su infortunio deberían haberle dado alguna pista, pero no fue capaz de descifrarla. Sin embargo, cuando volvió a ver a Manolita en la explanada de Cuelgamuros, casi dos años y medio después de marcharse de Porlier, fue muy consciente de lo que sentía, una misteriosa combinación de sensaciones entre las que destacaban dos opuestas entre sí, la alegría y el miedo. Cuando la despidió en la puerta de la camioneta, descubrió que la segunda era más fuerte. Tenía tanto miedo de que no volviera que se embarcó sin pensar en el proyecto de una casa insensata, una isla desierta en el pico de un monte, un hogar confortable en un campo de prisioneros, el château Aguado, como lo llamaba Matías, todo un cañón para matar moscas. Aquella vez no dudó, no se escandalizó, no desautorizó su propia ambición como había desautorizado tantas veces la de su amigo Antonio. Una parte de él sabía lo que estaba haciendo porque al final resultó que era hijo de su madre, una mujer que ya estaba bastante loca por su cuenta antes de volverse loca por un hombre.
—Quiero que me prometas una cosa, Silverio.
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 46 | Нарушение авторских прав
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