Читайте также: |
|
Los acontecimientos que se desencadenaron a partir de aquel momento marcarían para siempre el carácter de Silverio Aguado Guzmán, pero él nunca logró recordarlos en orden, con la serenidad con la que evocaría después otros hechos trascendentales de su vida. El cuerpo de su madre olía a carne quemada pero en una esquina de su rostro, el amasijo de bultos carbonizados, sanguinolentos, que ofrecía una gama completa de tonos entre el rosa claro y el negro, sobrevivía aquel lunar que ella resaltaba con un lápiz marrón. Su hijo tuvo la certeza de que hasta sin aquella pizca de su personalidad la habría reconocido, pero todo lo demás era dudoso, una borrosa sucesión de imágenes difuminadas, temblorosas, que se desvirtuaron mucho antes de convertirse en recuerdos, porque se agitaban ya en él, con él, cuando su cuerpo se dobló por la acción de una náusea violentísima. Vomitó sobre las baldosas de la sala 3 B, y el ayudante del forense volvió a decirle que no se preocupara. En algún momento, él pensó que aquel chico no sabía decir otra frase, pero no supo si eso fue antes o después de que le hiciera una pregunta, ¿la conoce? Sí, es mi madre, son mi padre y mi madre, respondió. Aquella fórmula le pareció tan extraña que añadió otra más corriente, son mis padres, y aquel plural, después de tantos años, le resultó más raro todavía.
Luego hizo muchas cosas, no dejó de hacerlas durante largas horas, pero siempre las recordaría como si le hubieran pasado a otro, un desconocido con su rostro y con su cuerpo, el fruto de un estupor tan puro que logró sacarle de sí mismo, mantenerse intacto en su interior mientras un doble repentino, repentinamente eficaz, tomaba decisiones para las que él no estaba preparado. Camilo le preguntó cómo quería organizarlo todo y no lo sabía. Por eso no contestó, pero su silencio no llegó a inquietar a aquel joven de bata blanca cuya prioridad parecía consistir en privarle de toda preocupación, porque no sólo no repitió aquella pregunta, sino que la contestó él mismo unos segundos después. ¿Los llevamos a Eguilaz número 6, principal derecha? Silverio no conocía a nadie que viviera en aquella dirección, ni siquiera sabía que existiera esa calle, pero al volverse vio una caja de cartón, una cartera de hombre abierta entre las manos de Camilo. Le preguntó si eran las cosas de su padre y él contestó que sí, que de su madre no había quedado nada. Silverio retuvo esa frase en la memoria porque antes de salir del Anatómico Forense ya había adivinado hasta qué punto era errónea. De su madre le quedarían siempre demasiadas cosas, tantas que no podría resolverlas en su vida.
Nunca llegó a saber qué había pasado, cómo, cuándo, por qué sus padres escogieron rehacer su vida sin él, sin su hermana, aunque se fue enterando de detalles sueltos, fragmentos de un relato que jamás lograría completar del todo, una asombrosa historia que aquella misma noche empezó a generar otras muchas historias asombrosas. La primera comenzó en su propia voz, que dispuso el traslado de los cadáveres a una casa desconocida pero se acordó de pedir un margen de una hora para avisar a sus familiares, y continuó en los dedos que sostenían una pluma de laca negra y baquelita verde, estilizada y elegante, ajena y propia, con la que firmó un montón de formularios, el último un recibo de la cartera que se guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, al lado de la suya y de aquella pluma tan bonita. En otros bolsillos repartió un mechero, unas gafas, una cédula personal, una nuez y dos juegos de llaves.
—No quiero saber nada —después de escucharle, su abuelo se secó los ojos y no volvió a llorar—. Ni se te ocurra traerla aquí, no quiero verla —se levantó, le miró y él sintió que no le conocía—. No deberías llevarlos a ninguna parte. Deberías dejar que se pudrieran en medio del campo, porque eso es lo que se merecen, que se los coman los buitres —y mientras le dejaba solo, murmuró algo más—. Una ingrata sinvergüenza y un hijo de la gran puta, eso es lo que son...
Si Silverio hubiera tenido la oportunidad de alimentar su propio rencor, quizás todo habría sido distinto. Si no le hubieran dejado a solas con los cuerpos de su padre y de su madre, tal vez su reacción habría sido más semejante a la de su abuelo, a la de su hermana, a la de su tía. Ninguno de ellos quiso acompañarle a la calle Eguilaz, como si todos supieran lo que él ignoraba, lo que Laura no había querido contarle aquella tarde que pasaron juntos, merendando en una terraza del paseo del Prado.
—Marta lo sabía —le confirmó Ernestina unos días después—. Tu madre habló con ella hace un par de años, porque era la mayor, porque iba a casarse. Le parecía que por eso lo entendería mejor y que su boda era una buena ocasión para que volvierais a ver a vuestro padre. Pero tu hermana opinó lo mismo que tu abuelo, que si Laura había vuelto con Rafa no se merecía nada, y él menos, que no tenía derecho a perdonarle después de lo que os había hecho, que ella no quería volver a verle en su vida, en fin...
—¿Y yo qué? ¿Conmigo no pensaba hablar?
—Pues... —Ernestina sonrió—. Supongo que sí, pero tú no le preocupabas, Silverio. Ella sabía que no eres como tu hermana. No sé decirte por qué, yo no he tenido hijos, pero te conocía bien, desde luego, porque has hecho exactamente lo que tu madre esperaba que hicieras.
Cuando los insultos de su abuelo, aquella maldición abrupta e incompleta, le paralizaron en la trastienda de la imprenta, Silverio notó que alguien le tocaba en un brazo y se asustó. Al volverse, descubrió a Ernestina, vestida de luto, con un pañuelo negro en la cabeza. Salieron juntos a la calle y sólo allí le anunció que iba a acompañarle. Después, en el taxi, le explicó a un conductor que tampoco sabía cómo llegar, que Eguilaz era una calle pequeñita, que estaba entre Sagasta y Luchana.
—Alguien tenía que estar al corriente, ¿no? —añadió después, en un susurro—. Por si algún día pasaba lo que acaba de pasar...
Ante el portal encontraron una pequeña multitud, dos docenas de personas que fumaban y charlaban para hacer tiempo hasta que el taxi se paró ante ellos. Silverio comprendió que le estaban esperando, y experimentó una extrañeza tan profunda que hasta le inspiró los síntomas de una borrachera ficticia, su cabeza flotando como si acabara de separarse de su cuello mientras aquellos hombres y mujeres a quienes no conocía de nada le abrazaban y le besaban con ojos húmedos de pena auténtica. Volvió a sentir que aquello no podía estar pasándole a él, sino a otro, otro hijo de otros padres diferentes, hasta que distinguió, tras el hombro de una mujer muy perfumada, una presencia que parecía llegar desde otro mundo, un lugar que sí le pertenecía, el aroma del chocolate y los picatostes de los domingos en un piso grande, bonito, luminoso, de la calle Preciados.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó cuando llegó a su lado, y Silverio asintió, porque le recordaba. Había engordado, ya no llevaba bigote, era más viejo y parecía más cansado, pero seguía siendo el mismo que le dejaba comerse las patatas fritas cuando su padre le llevaba a tomar el aperitivo, el que traía unos pasteles riquísimos cuando su madre le invitaba a comer, el que los domingos, si había suerte, se lo llevaba al Metropolitano a ver jugar al Atleti.
—Claro que me acuerdo —su cómplice de antaño empezó a sollozar y se abandonó entre los brazos de Silverio, obligándole a retroceder un par de pasos para equilibrar su peso y no caerse, pero aquel esfuerzo rescató un nombre propio de un lugar de su memoria que no había visitado en mucho tiempo—. Tú eres Paco —y al pronunciarlo sintió que volvía a ser uno solo, él y su doble, Silverio Aguado Guzmán, huérfano de padre y madre—, Paco Contreras.
—Sí... —él se rehízo lo justo para mirarle y darle la razón con la cabeza—. Yo era el mejor amigo de tu padre.
Entonces llegaron los coches fúnebres. Silverio se lanzó sobre las escaleras, subió mirando los dos manojos de llaves que llevaba en el bolsillo, y después de estudiar la cerradura del principal derecha, escogió dos. La primera no abrió, la segunda sí, y mientras Ernestina pasaba a su lado a toda prisa, él se quedó parado un instante con los pies sobre el felpudo, indiferente a la cola que se estaba formando a su espalda.
Aquel había sido un día frío, lluvioso, pero la lámpara encendida sobre el escritorio, en un gabinete con la puerta abierta, parecía desmentir el cielo blanco de una noche de perros. Pero, Rafa, ¿otra vez? Eres peor que los niños, te lo digo en serio... Su padre era muy despistado. Todos los días perdía algo, la cartera, las llaves, las gafas, y todos los días su mujer lo encontraba antes que él mientras le regañaba por dejarse las luces encendidas, las puertas de par en par. Silverio lo había olvidado, pero lo recordó en el umbral de una casa que tenía todas las persianas levantadas, los visillos entreabiertos, las cortinas replegadas sobre los muros para que el sol entrara hasta el centro del pasillo en días templados y felices, o como una contraseña, un indicio conmovedor e irremediable de lo que ya no volvería a pasar en su interior. La pantalla de aquella lámpara esparcía una luz cálida, dorada como un tesoro lejano, un espejismo que apenas duró un instante, el que Ernestina tardó en encender los apliques del pasillo, aunque Silverio alcanzó a interpretarlo. Aquel podría haber sido el momento del rencor, de la amargura de un niño condenado a vivir exiliado de la luz, pero esa rabia no llegó a nacer, no tuvo tiempo. Durante muchas horas, Silverio estuvo solo, rodeado de gente y solo, en una casa que aún se aferraba a la vida, pero no encontró un momento para dejar de amar a su madre, para empezar a odiar a su padre, porque esa tentación no resistió la competencia de otras sensaciones, la fantasía de imaginar a Laura riendo siempre, cantando y bailando sola mientras Rafael la miraba desde una butaca, imágenes de una felicidad verdadera y ficticia que le reconfortaba en contra de sus propios intereses mientras seguía llegando gente, y más gente que insistía en decirle que le acompañaba en el sentimiento, como si eso fuera posible aquella noche en la que ni siquiera él podía entender lo que sentía.
Sólo una cosa escapó a su confusión. A las siete de la mañana, la luz entraba a chorros en el comedor donde reposaban los ataúdes de sus padres. Ernestina se le acercó para sugerirle que convendría bajar un poco las persianas, y él le dijo que no, pero aceptó una segunda sugerencia. Deberías ir a casa, a lavarte un poco y ponerte un traje, le había dicho, sólo faltan tres horas para el entierro.
La imprenta estaba cerrada, pero en aquel piso oscuro como una cueva no había nadie. Él tampoco permaneció allí mucho tiempo. El traje que había estrenado en la boda de Marta se le había quedado pequeño antes de que tuviera ocasión de volver a ponérselo, pero su madre se había empeñado en comprarle otro, por si las moscas, le había dicho, un traje siempre viene bien... Al quitarle la etiqueta, comprobó que ya no podía llorar más, pero el agotamiento que secó su llanto no le nubló la vista al estudiar su aspecto en la luna del armario. Estaba viendo algo que no había visto nunca, y aún no era la orfandad. Veinticuatro horas antes, al vestirse con su ropa de todos los días, no se le había ocurrido mirarse en ningún espejo, pero si lo hubiera hecho, habría visto a un adolescente, casi un niño, cargado todavía con el blando peso de su niñez. Después de vestirse para enterrar a sus padres, lo que contempló fue la imagen de un adulto. En una sola noche, se había convertido en un hombre, y se dio cuenta. Luego pensó que los hombres no necesitan juguetes.
Volvió a la calle Eguilaz llevando consigo una bolsa de papel por cuyo contenido ni siquiera Ernestina le preguntó. Cuando llegaron los empleados de la funeraria, les pidió que levantaran un momento la tapa del ataúd de su padre. Creyeron que quería besarlo, pero ni siquiera se inclinó sobre él. Las personas que le rodeaban vieron que dejaba algo junto al cuerpo y nadie le dio importancia. Nadie excepto Paco Contreras, que reconoció aquel viejo autobús de la línea México-Cuernavaca y comprendió lo que significaba. Por eso, cuando llegó el momento, trató a Silverio como a un hombre.
—Me imaginaba que estarías aquí.
La aguda insistencia de los timbrazos que le despertaron incrementó su desorientación para provocarle una sensación peculiar. Al abrir los ojos, creyó que había tenido una pesadilla, pero miró a su alrededor y sólo reconoció el aroma de una almohada impregnada con el perfume favorito de su madre. Pensó que seguía soñando, que despertarse tras una pesadilla formaba parte de la propia y verdadera pesadilla, pero el timbre volvió a sonar y se incorporó, extendió los brazos para palpar los límites del lugar donde se encontraba, su mano derecha encontró algo que parecía una perilla, oprimió el botón, se encendió una luz y por fin comprendió que todo era verdad. Estaba viviendo una pesadilla y acababa de despertarse en la cama de sus padres.
—¡Voy! —gritó mientras buscaba sus zapatos.
Después del entierro había vuelto solo a la calle Eguilaz. Necesitaba habitar esa casa a la que nunca había sido invitado, recorrer despacio todos los cuartos, abrir los armarios, los cajones, sentarse en un sofá, coger un vaso y beber agua del grifo. Durante un par de horas no hizo nada más, nada menos que eso, extrañar algunos objetos, estremecerse al reconocer otros, contemplar su propio rostro adolescente en una fotografía enmarcada e imágenes de todas sus edades en otras sueltas, guardadas en una caja, revisar papeles, documentos, mirar, pensar, tratar de comprender. Había dejado el dormitorio para el final. Aquel cuarto le daba miedo, pero no encontró allí nada temible ni desagradable, sólo una cama grande, dos mesillas de madera y mármol, un reloj de pulsera, muy bonito, sobre una de ellas. Se sentó en la cama para mirarlo, comprobó que era de hombre, se lo puso y sólo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba. Llevaba despierto más de veinticuatro horas. Se tendió sobre la colcha, cerró los ojos y sintió frío. No va a ser más que un momento, se dijo a sí mismo mientras se quitaba la chaqueta y abría la cama para acostarse vestido en ella. Se quedó dormido casi al instante y durmió muchas horas, hasta que el timbre de la puerta le despertó.
Al salir al pasillo, le sorprendió la oscuridad. Se preguntó qué hora sería, recordó que tenía un reloj y comprobó que eran las ocho y media. El timbre sonó otra vez antes de que tuviera tiempo de preguntarse de qué día, y cuando abrió la puerta se encontró a Paco Contreras, con una bolsa de papel en una mano y una bandeja de pasteles en la otra.
—También me he imaginado que no habrías comido —respondió sin que él le hubiera preguntado nada—, y que podríamos cenar aquí, los dos juntos.
—O sea, que es de noche... —Paco asintió—. El entierro ha sido esta mañana —volvió a asentir—. Me he quedado dormido, ¿sabes?, he debido dormir un montón.
—Has hecho muy bien.
El amigo de su padre sonrió, y él retrocedió para dejarle entrar.
—Es verdad que no he comido —reconoció mientras cerraba la puerta—. Y anoche tampoco cené, así que...
Fue al baño, se lavó la cara, y al entrar en la cocina encontró la mesa puesta, una hogaza de pan, una tabla con embutidos, un cucurucho de papel repleto de calamares fritos y dos botellas de un Rioja tinto, muy bueno y bastante famoso. Paco señaló una silla con la mano mientras abría la primera, y Silverio recuperó una confidencia remota e infantil, la voz de su padre diciendo que, si le hubieran bautizado, aquel hombre habría sido su padrino.
—¿Quieres vino? —mientras elevaba el vaso hacia él, aquel recuerdo le reconfortó—. ¿Cómo estás?
—Mal —le respondió, y apuró el vaso, y pidió otro—. Muy mal, porque... Es que ni siquiera puedo estar triste, ¿sabes? —sus ojos se llenaron de lágrimas mientras lo decía—. Me gustaría, pero como no sé nada... No sabía nada, y... No lo entiendo. Estoy hecho una mierda, la verdad.
Paco Contreras era periodista, encargado de la crónica de espectáculos en dos o tres diarios y alguna radio. Por eso, él la vio primero, su rostro enmarcado como un retrato por la ventanilla de un cine de la Gran Vía. Se llamaba Dolores, estaba más cerca de los treinta que de los veinte, y reunía la lozanía de una juventud todavía plena con una misteriosa madurez de mujer baqueteada por la vida, un cansancio prematuro por las cosas que alentaba en el rictus amargo de unos labios rotundos, rotundamente pintados. No estaba buena, precisó. Estaba buenísima, pero de una manera tan poco convencional que para explicarlo tuvo que ponerse lírico, evocar el atractivo de una flor oscura, aterciopelada pero espinosa, que prometiera un sabor intenso, tan amargo como el que dejan en el paladar los licores fuertes. Era puro truco, sólo maquillaje, pero eso no lo descubriría él, sino su amigo Rafa, que tuvo más y mucha menos suerte con ella.
—Una noche, fui al cine y no la encontré. Un acomodador me contó que la habían echado de la noche a la mañana. Ahí podía haberse terminado todo, pero me la tropecé por la calle un mes y medio después...
Era muy temprano y llevaba la cara lavada, pero tenía una sombra violácea bajo los párpados, tan tenue que hasta le favorecía, los labios enrojecidos de tanto mordérselos. El empresario la había echado porque no había querido acostarse con él, resumió. Lo que tú necesitas es un abogado, chica, Contreras fue igual de conciso, y yo tengo un amigo que te representaría sin cobrarte un céntimo. Dolores no tuvo tiempo para dudar, él no se lo concedió, podemos ir ahora mismo, si quieres, trabaja aquí cerca...
—Yo lo que quería era tirármela, como comprenderás, pero aquella misma mañana me di cuenta de que los tiros no iban por ahí. Cuando salimos del despacho, me tendió la mano, me dio las gracias con mucha formalidad y se me escurrió enseguida, diciendo que tenía prisa. No conseguí que me diera una cita ni señas donde buscarla, así que me dediqué a otras cosas, y no volví a pensar en Dolores hasta que tu padre me preguntó si me molestaría mucho que tuviera algo con ella.
»En cualquier otro momento no habría pasado nada. Un año, incluso seis meses antes, el abogado se habría acostado con su clienta una vez, o dos, o ninguna, para matar el gusanillo o ni siquiera, pero en la primavera de 1924, los arrumacos de Dolores, irresistible en la distancia corta, insípida en la larga, pillaron a Rafa en muy mal momento. Y no te lo vas a creer, pero la culpa, en el fondo, fue de Primo de Rivera.
»Tu padre estaba, literalmente, hasta los cojones. Y con razón. La indignidad de que los socialistas colaboráramos con una dictadura que había ilegalizado a todos los demás partidos de izquierdas nos había partido en dos mitades, y nosotros estábamos en la de los encabronados, desde luego. Pero para tu abuelo, Largo Caballero era Dios, y lo que decía iba a misa, cuando acertaba y cuando se equivocaba. En el 24 se equivocó, y así empezó todo. Largo aceptó la oferta del general, tu padre tomó la palabra en el Comité de Madrid, tu abuelo le replicó, y se lió una bronca monumental. Laura se puso de nuestra parte y su padre renegó de ella. Esa ya no es mi hija, dijo delante de todo el mundo. A tu madre le dolió mucho, claro, y a partir de ahí, las cosas sólo podían ir a peor.
Silverio Guzmán era muy orgulloso. Su yerno, más todavía. Laura, atrapada entre dos fuegos, intentó mediar entre dos hombres que tenían muchas cosas en común, pensando que su condición de compañeros de partido a la fuerza pesaría más que su enemistad política. Ella también se equivocó, porque nunca pudo concebir que un amigo de Largo Caballero y un amigo de Indalecio Prieto pudieran llegar a odiarse tanto. Volvió a equivocarse al calcular que le resultaría más fácil conseguir que Rafa diera su brazo a torcer, porque no sabía que cuando empezó a pedirle algún gesto de reconciliación, la taquillera más seductora de la Gran Vía ya se pintaba los labios sólo para él. Y así consiguió que su marido cerrara el círculo de las equivocaciones.
—Cuando me dijo que se iba de casa, no me lo podía creer. Tú a lo mejor no te acuerdas, pero yo, que nunca me he casado, ni ganas, solía decirle a tu padre, mira, Rafa, si alguna vez me ves con una y la misma cara que se te pone a ti cuando vas con Laura por la calle, haz el favor de avisarme para que empiece a arreglar los papeles... Eran la pareja ideal, y te lo digo de verdad, no porque hayan muerto. También se lo dije a tu padre cuando dejó a tu madre, y que la iba a cagar. Cuatro meses después, él me citó en una terraza de Rosales para tomar el aperitivo y me dijo eso mismo, Paco, la he cagado...
Durante los tres años siguientes, todo lo que hizo Rafael Aguado fue buscar desesperadamente la manera de volver con su mujer. Ella no se lo puso fácil. Cuando Paco Contreras reunió el valor suficiente para hacerle una visita, sólo después de comprobar que don Silverio estaba trabajando en la imprenta, ni siquiera salió a verle al descansillo de la escalera. Ernestina le echó de allí sin contemplaciones, aunque unos días después recibió una nota de Laura por correo. «Déjalo, Paco», decía. «Para mí, Rafa no está solamente muerto. A estas alturas, ya se lo han comido entero los gusanos.» Su marido leyó esas palabras y sonrió. Cuando su amigo le preguntó si le molestaría explicarle por qué, volvió a sonreír y dijo, bueno, ha contestado, ¿no? Si de verdad no quisiera nada conmigo, no habría escrito esta nota. Luego anunció que iba a aceptar la oferta que el PSOE acababa de hacerle.
—Tu padre sabía que le convenía marcharse de Madrid por algún tiempo para neutralizar la influencia de tu abuelo, y se fue a vivir a Marruecos, con la misión de reactivar la organización en el Protectorado. A mí me pareció una locura, sobre todo porque seguía llevándose a tiros con la dirección, pero él lo tenía todo muy bien pensado. No era un puesto cómodo, porque se pasaba la vida viajando de una ciudad a otra, no era un puesto lucido, porque no se salía en los periódicos, y sobre todo, era un puesto muy peligroso, porque los moros habrían podido cargárselo en cualquier momento, así que nadie lo había querido. Al aceptarlo, tu padre quedaba como un socialista ejemplar, un hombre dispuesto a purgar sus pecados, evitaba que tu abuelo le fuera a Laura con el cuento de que si le habían visto aquí o allí, bebiendo, o comiendo, o corriéndose una juerga, y de paso, la tenía con el corazón en un puño, sin saber si estaba vivo o muerto.
Aquel puesto estaba además muy bien pagado, y Rafa necesitaba el dinero. Antes de romper con su suegro, su ideología le había costado ya una ruptura con sus padres y siempre había vivido con lo justo. Don Silverio, pese a reprocharle a toda hora sus orígenes burgueses y sus estudios universitarios, tenía mucho más dinero que él. Para impedir que Laura dependiera económicamente de su padre, Rafa le enviaba a Paco Contreras cada mes, desde Tetuán, un sobre con más de la mitad de su sueldo y una larga carta destinada a su mujer. Él reenviaba aquellas misivas para recibir otra a vuelta de correo. Laura le devolvía las cartas de Rafa y se quedaba con el dinero, pero a partir del tercer envío, el periodista se dio cuenta de que la solapa del sobre procedente de Marruecos volvía siempre arrugada, con pliegues o pequeñas roturas que no tenía al llegar a sus manos. Tu madre las abría con vapor, le contó a Silverio, las leía y volvía a recomponer el sobre con pegamento. Así estuvieron las cosas hasta que Rafa volvió a Madrid, sano y salvo, en el invierno de 1926.
—Pero tu madre era dura de pelar, y todavía tuvo que cortejarla durante casi un año. Al principio, ni siquiera consentía en verle. Era yo quien le llevaba el dinero, y tu padre esperaba en la calle para verla salir del café donde hubiéramos quedado. Hasta que empezó a ir él en persona. La primera vez, Laura salió huyendo. La segunda, cogió el dinero sin decir nada. La tercera, empezaron a hablar. Y luego...
Al llegar a ese adverbio de tiempo, Paco Contreras miró a su ahijado, volvió a llenarle el vaso y se encogió de hombros. Silverio comprendió que para su interlocutor la historia terminaba en ese punto, justo en el comienzo de la única parte que a él le interesaba. La ruptura y la reconciliación de sus padres había sido sólo asunto suyo, de Rafa y de Laura, pero la decisión de mantener su relación en secreto, como una aventura, un amor clandestino, peligroso y emocionante, le había cortado en dos, abandonándole en una orfandad sin respuestas después de haberle robado a su propio padre durante la mitad exacta de su vida. Te voy a decir una cosa, conseguiría arrancarle a Ernestina unos días después, tu madre estaba loca por tu padre, eso es verdad, pero también estaba bastante loca por su cuenta... Paco, que la había querido y la había perdido, que también se sentía huérfano de su mejor amigo, fue menos tajante, más piadoso.
—Ella decía que era mejor esperar a que os hicierais mayores... Era difícil, Silverio, eso es verdad, porque vosotros vivíais con vuestro abuelo, que seguía odiando a Rafa, que le habría odiado aún mucho más si hubiera sabido que tu madre había vuelto con él. Reconstruir su vida, volver a montar una casa, llevaros allí, os habría costado a todos una ruptura completa con don Silverio, que al fin y al cabo os había acogido, había cuidado de vosotros durante muchos años y te iba a dejar en herencia la imprenta...
Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 50 | Нарушение авторских прав
<== предыдущая страница | | | следующая страница ==> |
Un grano de trigo 16 страница | | | Un grano de trigo 18 страница |