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Un grano de trigo 20 страница

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Paco Romero Marín, no en vano apodado «el Tanque» —mote cuya paternidad adjudican algunas fuentes a Dionisio Ridruejo—, sigue viviendo en Madrid hasta su única detención, en abril de 1974. Hasta entonces, trabaja en la clandestinidad durante diecisiete años ininterrumpidos, y aunque la policía le sigue de cerca, escapa a tiempo de todas las trampas. Sus amigos temen por él porque, lejos de aceptar la plácida monogamia que garantizaría su seguridad, practica una peligrosa promiscuidad sexual, y no elige a sus amantes entre las camaradas. Le gusta ligar en la calle, cambia de pareja con frecuencia y las simultanea más de una vez. Sin embargo, sabe escoger a sus mujeres, porque ninguna le denuncia. Y cuando por fin le echan el guante, le condenan a treinta años, pero sólo cumple dos, porque se beneficia de la amnistía de 1976. A Roberto Conesa no le debe de gustar nada enterarse.

Tampoco le habían gustado los detenidos de 1956, entre quienes se cuentan personajes que alcanzarían después tanta relevancia en los ámbitos de la política y la cultura españolas como Javier Pradera, Enrique Múgica, Ramón Tamames, Gabriel Elorriaga o Fernando Sánchez Dragó. Todos ellos perciben en Roberto Conesa una hostilidad que brota de un profundo complejo de inferioridad. El policía, poderoso pero inculto, alude con rencor en los interrogatorios al nivel de vida y los estudios universitarios de sus prisioneros. Quizás por eso no les pierde de vista.

Conesa es muy listo y poco inteligente. Su astucia se desarrolla con brillantez al nivel del suelo, pero su débil capacidad de reflexión no es capaz de elevar su pensamiento hacia las agudezas de la política. Por aquel entonces, esta se centra en una difícil negociación que dará sus frutos en 1959, cuando el presidente Eisenhower visite Madrid para proporcionar a Franco el respaldo internacional que ha perseguido obsesivamente desde que los aliados ganaron la guerra mundial. Aquel encaje de bolillos resulta demasiado sutil para un perro de presa que sólo recibe información desde abajo, gracias a los confidentes que mantiene infiltrados en la oposición clandestina. Así se entera de que un grupo de dieciocho jóvenes españoles, entre los que se encuentran varios de sus detenidos del 56, asiste en el verano del año siguiente al VI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes en Moscú, y no pierde el tiempo. A su regreso, los hace detener, y entre diciembre de 1957 y enero de 1958, impulsa un expediente que representa el mayor error de su carrera. A pesar de que dispone de pruebas contundentes, fotografías que muestran a los detenidos en la capital soviética, posando entre otros comunistas tan jóvenes y sonrientes como ellos, aquella causa permanece estancada en un juzgado hasta que en octubre de 1958, aprovechando la muerte de Pío XII, se archiva para que todos los detenidos sean puestos en libertad sin cargos.

Este fracaso hace muy incómoda la posición en la Brigada de Roberto Conesa, cuya imagen deja de ser la de un agente celoso e incansable para convertirse en la de un fanático gilipollas, que no se ha enterado de que hay que dejar de tocarles los cojones a los norteamericanos, además de a algunas ejemplares e influyentes familias del régimen que ya sufren bastante con la desgracia de tener un hijo comunista. Nuestro hombre decide entonces poner tierra por medio aprovechando sus propios contactos. En 1954 ha formado parte de la escolta del tenebroso dictador dominicano Leónidas Trujillo en su visita oficial a España, entablando con él cierta amistad. A ella recurre en el invierno de 1958, rogando a Trujillo que solicite a Franco el envío de un experto para perfeccionar su policía política. Conesa permanece en Santo Domingo dos años, adiestrando a los hombres que en 1956, bajo tutela de la CIA, torturaron y ejecutaron a un famoso republicano, el dirigente del PNV en el exilio Jesús Galíndez. A juzgar por los hechos de sus discípulos —que intensifican un terror ya insoportable hasta impulsar el asesinato del dictador en mayo de 1961—, hace un buen trabajo antes de regresar, en 1960, a una España que está volviendo a cambiar, pero esta vez a su favor.

Los primeros años de la década no le resultan sin embargo propicios. Al poco tiempo de su regreso, muere su mujer. Simultáneamente se agrava la úlcera de estómago que padece desde hace algunos años y que ya no dejará de torturar al torturador. Conesa decide entonces dejar al PCE por imposible. Acierta al diagnosticar que la desarticulación del partido más poderoso de la oposición clandestina es una tarea superior a sus posibilidades. ETA, cuyo primer atentado se produce en 1961, y sobre todo, un grupo de disidentes comunistas decididos a escindirse para fundar un nuevo partido pro chino, le ayudan a reorientar con éxito su carrera profesional.

La relación de Roberto Conesa Escudero con el Partido Comunista Marxista-Leninista, fruto de dicha escisión, que se apunta en 1962 para consumarse dos años después, convierte al antiguo especialista en el PCE en un experto en las pequeñas organizaciones comunistas que empiezan a proliferar a la izquierda del gran Partido en los años sesenta, por su discrepancia con la política de reconciliación nacional impulsada por la dirección de este. Algunos de sus compañeros y confidentes cuentan después que Conesa tiene al PC Marxista-Leninista infiltrado desde el primer momento y al más alto nivel. Eso, y que dichas siglas se nutran fundamentalmente de españoles que han emigrado por razones económicas o políticas, explica que el policía se dedique a pasear por Europa durante la década prodigiosa. Ginebra, Bruselas, París y Luxemburgo se convierten en estaciones de paso para el rey de las cloacas de la Puerta del Sol, por donde sólo asoma ya de vez en cuando. No necesita más porque tiene su descendencia asegurada. En aquellos calabozos mandan ahora sus cachorros, entre quienes pronto destaca Luis Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, policía, torturador y asesino, dispuesto a mancharse las manos de sangre para complacer a su maestro, que tiene mejores planes para sí mismo.

A estas alturas, en las esferas de la alta política se han acabado ya las contemplaciones. Por una parte, la alianza con los norteamericanos, que cuentan con cuatro bases militares en suelo español, es definitivamente sólida. Ningún exceso policial puede hacerla peligrar, sobre todo cuando a la izquierda del PCE brotan grupos, como el FRAP, que abrazan la lucha armada dos décadas después de que el Partido renunciara a ella. Paradójicamente, en este momento, ETA resulta una bendición para la Brigada Político Social en general y, en particular, para Roberto Conesa, que tiene sin embargo juicio suficiente como para no meterse en ese jardín. Escoge otros caladeros más fáciles, más cómodos y, sobre todo, más propicios para su éxito personal.

Entonces empiezan a pasar cosas raras. En la primavera de 1966, el consejero eclesiástico de la embajada española en Roma, monseñor Ussía Urruticoechea, es secuestrado por una misteriosa organización presuntamente anarquista, autodenominada Grupo Primero de Mayo, que al reivindicar su captura exige libertad para los presos políticos, así, en general. El 3 de mayo, el diario Madrid publica un extracto de un artículo aparecido en la prensa italiana que dice literalmente: «Este caso no parece que vaya a tener una solución en breve tiempo. En varios sitios se afirma que el gobierno franquista conoce muchos más detalles de los que hace creer». Unos pocos días después, Roberto Conesa viaja a Roma y rescata a monseñor Ussía en una operación tan fácil y limpia que se diría que, sencillamente, ha ido a buscarlo. Al ser liberado, el obispo declara, muy tranquilo: «Siempre estuve seguro de que no me harían nada». Y el agente más famoso de la Brigada Político Social ofrece su primera rueda de prensa, en la que no deja entrar ninguna cámara.

La feliz resolución de secuestros misteriosos se convierte en la palanca que propulsa hasta la gloria a Roberto Conesa, ascendido a comisario en marzo de 1973 de acuerdo con el escalafón, después de que su expediente sufra una curiosa alteración que adelanta en dos años, hasta la inverosímil fecha de agosto de 1939, su ingreso en la Policía. Al parecer, el ya comisario Conesa desempeña un papel determinante en la liberación de Baltasar Suárez, director del Banco de Bilbao, secuestrado en mayo de 1974 por un extrañísimo Grupo Antifascista Revolucionario Independiente (GARI), que cobra un elevado rescate del que nunca se vuelve a saber nada. Quizás por eso en este caso no hay rueda de prensa, ni con cámaras ni sin ellas. Después, el GARI se desarticula solo y, eso sí, con un montón de millones que jamás aparecen.

Contra todo lo que parece lógico, sensato, justo y hasta higiénico, la llegada de la democracia no supone ningún contratiempo para Roberto Conesa Escudero, que alcanzará la cumbre de su carrera dos años después de la muerte de Franco, gracias a otra prodigiosa resolución de un secuestro, doble en este caso.

En enero de 1977, el Grupo Revolucionario Antifascista Primero de Octubre —obsérvense las coincidencias de esta marca con la de los secuestradores de monseñor Ussía, otro Grupo que también recurrió a una fecha para bautizarse, y con la que reivindicó el secuestro del director del Banco de Bilbao, un tercer Grupo que se bautizó con los mismos adjetivos en orden inverso—, más conocido como GRAPO, secuestra a Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado, y al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar.

Esta acción llama poderosamente la atención de la opinión pública por dos razones. La primera es que los dos secuestrados desempeñan cargos de altísimo rango institucional. La segunda es la inoportunidad de aquel secuestro desde el punto de vista de los intereses de la izquierda. Enero de 1977 es un mes negro para el Partido Comunista de España. En sólo una semana, pistoleros fascistas asesinan a cinco abogados en un despacho laboralista de CC.OO. en la calle Atocha, y a un manifestante llamado Arturo Ruiz. Otra chica, Mari Luz Nájera, muere en una manifestación de protesta por la muerte de este último celebrada al día siguiente, porque un antidisturbios le tira un bote de humo en plena cara, a muy corta distancia. Que en este momento, mientras sale a la luz la profunda relación entre los pistoleros ultras que campan a sus anchas y la policía, un grupo izquierdista secuestre nada menos que a Oriol y a Villaescusa, resulta incomprensible. Como otras acciones de los GRAPO, aquella tuvo el resultado de equilibrar una sangrienta balanza, sugiriendo que la policía tenía motivos para actuar como lo hacía. Otras veces sus atentados producirían el efecto aún más contradictorio de enardecer los ánimos de los golpistas repartidos entre la extrema derecha y el Ejército.

En febrero de 1977, el ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, reclama a Roberto Conesa —que había sido nombrado jefe superior de policía de Valencia por su antecesor en el cargo, Manuel Fraga Iribarne, en junio de 1976— y le encarga que se ocupe del doble secuestro. Es una buena idea, porque el comisario libera a los secuestrados el día 11, con tal facilidad que ni siquiera tiene que tirar las puertas de las viviendas donde permanecen recluidos. Tampoco es preciso disparar un tiro, aunque un agente deja escapar uno de manera involuntaria y sin necesidad, puesto que tanto Oriol como Villaescusa están solos, cada uno en un piso vacío. A pesar de lo sencillo que le resulta convertirse en un héroe nacional, Conesa pasa entonces de comisario a superagente, y toca al fin el cielo con las manos.

En la rueda de prensa que se ofrece con posterioridad, se sienta al lado del ministro Martín Villa y posa con naturalidad ante las cámaras mientras sus superiores anuncian su inminente condecoración. Todas las imágenes que se conservan de Conesa proceden de esta rueda de prensa y de un par de entrevistas que concede en los días inmediatos.

Pero, igual que las polillas que se acercan demasiado a una llama terminan quemándose, la gloria de Conesa resulta efímera. Después de recibir la Medalla de Oro al Mérito Policial de manos de Rodolfo Martín Villa en julio de 1977, su estrella se va apagando lenta e inexorablemente. Pronto es apartado de los cargos de responsabilidad y la jubilación le llega sin haber vuelto a desempeñar ningún papel relevante.

Roberto Conesa Escudero muere en Madrid el 27 de enero de 1994, en plena jornada de huelga general contra el proyecto de reforma laboral emprendido por el gobierno socialista que preside Felipe González.

Sus necrológicas recogen el dato de que ningún miembro del gobierno asistió a su entierro. Pero en ninguna aparece el mote con el que Roberto Conesa, alias «el Orejas», fue conocido en su barrio durante su infancia y su juventud.

 


IV


Дата добавления: 2015-11-13; просмотров: 33 | Нарушение авторских прав


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