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Capítulo 7. Cocinando. Nate la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados

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C ocinando. Nate la observaba desde la puerta, con los brazos cruzados. Sabía que eso era lo que Maggie hacía cuando se sentía incómoda o estaba triste por algo.

—¿En qué piensas?

Ella se dio la vuelta, llevándose una mano al corazón.

—No te había oído…

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, claro —contestó Maggie, metiendo una bandeja en el horno—. ¿Has notado el viento chinook?

—¿Qué?

—El viento chinook, que viene de las montañas. Es tan cálido, que derretirá toda la nieve y mañana tendrás que hacer tu excursión sobre el barro —sonrió ella—. A veces sopla durante días, pero cuando deja de hacerlo, es que ha llegado la primavera — «Genial», pensó Nate, haciendo una mueca—. No te duele la cabeza, ¿verdad? Este viento suele provocar dolores de cabeza, especialmente si no estás acostumbrado a los cambios de presión. Si te duele, hay analgésicos en el botiquín.

Sus problemas no tenían nada que ver con el cambio de presión, sino con tener que esconder las razones de su estancia allí sin contarle mentiras. El problema era permanecer concentrado en lo que tenía que hacer sin pensar en ella cada minuto.

Estaba enamorándose de Maggie, y lo sabía. Y sí, empezaba a dolerle la cabeza.

—Estoy bien.

—¡Ah!

El monosílabo dejaba claro que había contestado en un tono demasiado brusco, y Nate intentó suavizar su expresión.

—Pero gracias por preguntar. ¿Cuánto tiempo falta para la cena?

—Una hora más o menos… —murmuró ella, sin mirarlo.

—Bueno, entonces voy a leer un rato.

—¿Nate?

Él se volvió. ¡Qué preciosa era…! Las lágrimas le habían dado un brillo especial a sus ojos, que ahora eran de un azul diferente… Como las tazas que tenía su abuela. «Azul china» se llamaba. Eternos y preciosos, como Maggie. Tenía los labios ligeramente hinchados, y le habría gustado besarlos hasta que los dos se quedaran sin aliento. Le habría gustado subir a la habitación, desnudarla y hacerle el amor sobre ese edredón hecho a mano, hasta que estuvieran envueltos en sombras. Le gustaría decirle la verdad y sentirse liberado. Pero no podía hacer ninguna de esas cosas.

—¿Qué, Maggie?

—Vamos a dar un paseo mientras se termina la cena —dijo ella entonces—. Quiero enseñarte cómo es ese viento de las montañas.

Salir de la casa era seguramente muy buena idea. De no ser así, podría hacer alguna tontería, como besarla de nuevo. O decirle lo que sentía por ella. Ridículo.

 

 

Una vez fuera, bien abrigados, Maggie lo llevó hasta la carretera, asfaltada sólo a trozos. Él era un chico de ciudad; el campo y la simplicidad de la vida al aire libre, eran una revelación para él.

—¿Ves eso? —preguntó ella, señalando un punto luminoso entre un grupo de nubes blancas—. Ése es un arco chinook. Como un arco iris horizontal. He visto la nieve derretirse tan deprisa, que por el ruido, uno juraría que estaba lloviendo.

—Este sitio te encanta, ¿verdad?

—Nunca he estado en ningún otro sitio. Ésta es mi casa.

—Es muy diferente al sitio de donde yo vengo.

—¿Florida?

Nate sonrió. Sólo llevaba en Florida un par de años, y aunque le gustaba mucho, no lo consideraba su casa.

—No, yo nací en Filadelfia, donde aún viven mis padres. ¿Has estado allí alguna vez?

—No, yo no viajo mucho. Pero estuve en Vancouver hace unos años.

Siguieron caminando; el viento movía el pelo de Maggie alrededor de su cara.

—¿No te gusta viajar?

—Jen iba al colegio y durante las vacaciones teníamos clientes en el hostal, así que… Nunca he podido hacerlo.

—Hasta hace un par de semanas… —murmuró Nate—. Y entonces me tuviste que soportar a mí. Lo siento mucho.

—No, por favor… Al contrario —Maggie intentó apartarse el pelo de la cara—. Supongo que tú has estado en todas partes.

—He estado por ahí, sí… En Oriente Medio, en Europa con los marines, por todo el norte de Estados Unidos, pero…

—¿Pero qué?

Nate sacudió la cabeza. Dudaba que ella pudiera entender los sitios en los que había estado o las cosas que había visto.

—Pero no hay nada como la casa de uno… Y además de la casa de mis padres, estar contigo es lo más parecido.

Maggie tragó saliva. No quería darle a esas palabras más importancia de la que tenían, pero…

—¿Y tu casa en Florida?

¿Su casa en Florida? Era un sitio medio vacío, funcional, un lugar para comer y dormir.

—No es un hogar de verdad.

Sabía por el brillo de sus ojos que a Maggie le habría gustado seguir preguntando, pero en lugar de hacerlo puso una mano en su brazo, sin darse cuenta de cómo ese gesto tan sencillo lo emocionaba.

—Entonces me alegro de que estés aquí.

Nate estaba sorprendido. Cualquier otra mujer le habría preguntado si tenía novia o si estaba casado, pero Maggie no lo había hecho. Seguramente había aprendido a aceptar las cosas como eran, sin cuestionarlas. Y casi quería que le preguntase para decirle que no, que nadie podía reclamar su corazón.

Ella se volvió para seguir caminando y Nate tomó su mano.

—Gracias por estar ahí, por escucharme. Me ha ayudado mucho, más de lo que te imaginas.

—Algo está pasando entre nosotros. Los dos lo sabemos.

—Yo… No estoy preparada para eso.

—Lo sé, Maggie, pero no salgas corriendo. Los dos hemos estado dándole vueltas a esto hasta que… Ya no sabemos cómo actuar. Así que voy a decirlo directamente: Me siento atraído por ti. Más de lo que puedes imaginar.

Ella abrió y cerró la boca un par de veces, antes de encontrar palabras.

—Y yo he empezado a confiar en ti, Nate. Y eso me da miedo. No quiero empezar nada. Hay demasiadas razones para no hacerlo.

Nate apretó los labios. Sabía que Maggie confiaba en él cada día más. Y no debería hacerlo. Se sentiría engañada cuando supiera que le había escondido ciertas cosas.

Pero no podía contarle la verdad. No podía decírselo y salir por la puerta cada día, sabiendo lo preocupada que iba a dejarla. Eso era lo último que necesitaba. Sabía que no debería sentir nada por ella, pero al final, la atracción fue demasiado poderosa.

—Lo siento, Maggie. Tengo que hacerlo… —murmuró, inclinándose para besarla.

Y a pesar de sus protestas, a pesar de todas sus razones para no hacerlo, Maggie abrió los labios. El viento soplaba a su alrededor levantando polvo de nieve, y Nate la apretó más, hasta que sus cuerpos estuvieron literalmente pegados el uno al otro.

Allí estaba, haciendo lo que se había prometido a sí mismo no hacer. Supuestamente, además, habían salido a pasear para que eso no ocurriera. Respirando profundamente, la soltó y dio un paso atrás.

—Nate… —protestó ella.

—Eres demasiado vulnerable, cariño. Los dos lo sabemos.

—Creo que soy lo bastante mayor como para saber lo que quiero.

Maggie levantó la barbilla, orgullosa.

Lo deseaba. Su respuesta había dejado claro, que lo deseaba tanto como la deseaba él.

Maggie sostenía su mirada, intentando parecer más fuerte, más decidida de lo que era.

—Pero no creo que lo vieras de la misma forma mañana… —suspiró Nate—. Y no quiero aprovecharme de ti. No quiero hacerte daño, Maggie. Además, estamos en medio de la carretera.

Ella miró a derecha e izquierda, como sorprendida.

—Es verdad, no me había dado cuenta.

Se dieron la vuelta con el viento a sus espaldas, casi empujándolos hacia la casa. Pero cuando llegaron al porche Maggie se detuvo de repente.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con voz trémula.

Nate sabía muy bien lo que quería hacer. Y sabía también que era imposible.

—Sinceramente, no tengo ni idea…

 

 

Maggie canturreaba mientras sacaba la ropa limpia de la cesta, apilándola en dos montones sobre la cama; uno para ella, otro para Nate. Él se había ofrecido a poner la lavadora, pero no le importaba lavar su ropa.

En realidad, era muy agradable hacer eso para otra persona. Maggie pasó la mano por unos vaqueros, recordando cómo la tela se pegaba a sus piernas. Nunca en muchos, muchos años, había sentido tal deseo por un hombre. Y menos por un policía.

No podía creer que se hubiera comportado como lo había hecho durante el paseo. En medio de la carretera, además. Pero en cuanto estuvo entre sus brazos se olvidó de todo. Durante esos minutos olvidó sus miedos, sus reservas, todas las razones por las que Nate no era el hombre adecuado para ella. Él la hacía sentir joven otra vez, llena de vida.

Le preocupaba lo que pasaría cuando volvieran a la casa, pero Nate se había portado como un caballero. Nada de miraditas, nada de besos. Nada.

Y lo echaba de menos.

Quizá hubiera pisado el freno porque ella no le daba razones para seguir adelante, pensó. Y sí, sólo estaría allí durante unos días. Pero Nate la entendía. Y confiaba en él, tanto como para hablarle de su pasado, un tema del que no solía hablar con nadie. Y era siempre él quien daba el primer paso cada vez que se besaban o se tocaban.

¿Y si estaba esperando que fuese al revés?

Maggie tragó saliva. Después de tantos años de celibato tenía miedo. Miedo de parecer boba, de la intensidad de esos momentos de pasión. Miedo de que otro hombre mirase su cuerpo. Ya no era una cría, había tenido una hija, se había hecho mayor.

Y su cuerpo ya no era perfecto.

—¿Maggie?

No pudo evitar que su corazón se acelerase al oír la voz de Nate. ¿Cuándo había empezado a esperar ansiosamente su llegada?

—Estoy aquí.

Aquello era absurdo. Nate sólo era un hombre.

Y ésa, una simple reacción porque estaba a solas con él.

—¿Tienes vendas, Maggie?

Lo había preguntado con toda tranquilidad, pero lo único que ella podía ver era la sangre que salía de un corte en la frente que llegaba hasta la ceja.

—Maggie, vendas…

Ella se puso en acción, corriendo al cuarto de baño para buscar el botiquín. Cuando volvió, Nate estaba sentado en una silla de la cocina, y nerviosa, colocó un paño limpio sobre la herida.

—Sujétalo ahí un momento.

Luego abrió el botiquín, y con manos temblorosas, sacó un frasco de antiséptico. No era nada, sólo un corte, se decía a sí misma. Pero lo único que podía ver era la sangre. ¿Y si tenía una conmoción cerebral? ¿Y si había que darle puntos?

—Mete la cabeza entre las piernas —le ordenó, rezando para que no se marease—. Respira profundamente, Nate. Y aprieta el paño contra la herida.

Mientras iba a buscar un paño limpio, se dio cuenta de algo: En cuanto había visto la sangre, en cuanto vio que estaba herido, sólo podía pensar en él. No en Tom o en Jen. No en el miedo nacido de años de dolor y ansiedad. Sólo en Nate.

Lo que sentía por él era más que deseo, más que atracción física. Nate inspiraba sentimientos que Maggie había pensado que nadie más podría inspirar nunca. De repente, y sin saber cómo, su relación con él se había vuelto más profunda, más honda. Y más complicada.

—Ya estoy bien.

—Incorpórate despacio… Así —Maggie lo ayudó a erguirse en la silla—. ¿La herida sigue sangrando…? —murmuró, mirando el paño—. ¡Nate, es un corte enorme!

—Tengo unos puntos de mariposa en la mochila. Voy a buscarlos.

—No, tú no te muevas de aquí. Dime dónde están.

—No, en serio. Me encuentro mejor.

—¡No digas bobadas! Dime dónde están y yo iré a buscarlos.

—Ya casi ha dejado de sangrar —insistió Nate—. Voy a buscarlos, tú no los encontrarías.

Maggie se quedó inmóvil. ¡Hombres…! ¿Por qué no eran capaces de admitir que necesitaban ayuda?

Cuando Nate salió de la cocina, ella miró el paño lleno de sangre antes de tirarlo a la basura. No había forma de salvarlo. ¿Qué le habría pasado y durante cuánto tiempo habría estado caminando con aquella herida antes de llegar a casa?

—Maggie…

Ella se volvió asustada, y corrió escaleras arriba. ¿Por qué no la había dejado subir a la habitación en lugar de hacerse el machote?

«¡Oh, Nate…!»

Él estaba en la escalera, agarrándose a la barandilla, con un pequeño botiquín en las manos.

—¡Serás tonto! Mira que moverte con la sangre que has perdido… A partir de ahora vas a hacer todo lo que yo te diga.

—Sí, señora.

Maggie lo tomó por la cintura para llevarlo a la cocina, y lo ayudó a sentarse de nuevo.

—Esto no es lo mío. Deberías ir al médico.

—No, nada de médicos. Sólo es una heridita de nada.

—No digas tonterías.

Nate apretó los labios.

—No me gustan los médicos. Y he tenido heridas peores, te lo aseguro. Me han curado enfermeros, colegas, y hasta el líder de una tribu en África.

—Mira que eres cabezota… —suspiró ella—. Respira profundamente… Así, y ahora suelta el aire.

Maggie sacó los puntos de mariposa del botiquín, y leyó las instrucciones antes de aplicarle el primero.

—¿Te hago daño?

—No, no… Estoy bien.

Ella se mordió los labios mientras seguía uniendo los bordes de la herida.

—Pero deberías ir al hospital, en serio.

—No hace falta. Además, puedes poner tus cuidados médicos en la factura… Como un servicio extra.

—No debe de dolerte mucho si puedes hacer bromas.

—Es sólo una herida de nada. Las he tenido mucho peores.

Maggie se preguntó dónde tendría esas cicatrices. Y sintió un sofoco al imaginarse a sí misma tocando su piel, besando la huella de esas heridas.

Pero no podía ser. No debía olvidar que la presencia de las cicatrices era un recordatorio de la vida que llevaba. Y del peligro que eso representaba.

—¿Qué te ha pasado?

Nate se aclaró la garganta.

—Estaba caminando por la orilla de un riachuelo. No sé qué ha pasado exactamente, pero debí resbalarme en el barro y me golpeé en la frente con una piedra, supongo.

Maggie terminó de limpiar la herida y le puso una venda sujeta con esparadrapo. Sí, lo que le había contado tenía sentido. La orilla del riachuelo estaría resbaladiza en aquella época del año, y… Tenía los pantalones manchados de barro.

—Y has venido hasta aquí sangrando.

—Sí. Bueno, me he puesto un guante en la frente para que no sangrara demasiado.

—De todas formas deberías ir al médico. Podrías sufrir una conmoción y habría que vigilarte.

—En ese caso, prefiero que me vigiles tú —sonrió Nate—. Estás muy pálida, Maggie. Deberías tomar una tila.

—Voy a hacerla, sí. Creo que a los dos nos vendría bien. Pero tengo que vigilarte durante las próximas horas.

—No sé cómo darte las gracias. Te debo una.

—No me debes nada… —murmuró ella.

Era el olor de la sangre lo que la tenía tan nerviosa. El olor de la sangre era el olor de la muerte para ella. Pero Nate no lo sabía y no tenía por qué saberlo. Él creía que Tom había muerto en un accidente de trabajo y así era. Pero no había sido un accidente. No, le habían disparado. Y cuando llegaron al hospital estaba en coma. Nunca volvió a recuperar la conciencia y el último recuerdo que le había quedado de él era el olor de la sangre.

Nate abrió los brazos entonces, y sin pensar, Maggie se echó en ellos como si fuera lo más natural del mundo.

Y entonces la sintió bajo sus dedos, dura y fría.

—¡Llevas una pistola!


Дата добавления: 2015-10-31; просмотров: 85 | Нарушение авторских прав


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