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N ate, aburrido, cambiaba de un canal a otro sin interesarse por nada. No había mucho que hacer allí por las tardes. A finales de Marzo, tan al norte, se hacía de noche muy temprano y después de cenar lo único que podía hacer era ver la televisión o subir a su cuarto.
Debería estar arriba, trabajando, pero se había quedado en el salón por si acaso a Maggie le daba por entrar.
Tenía que hacerle preguntas cuyas respuestas podían llevarlo en la dirección correcta. Por no mencionar cuánto había disfrutado del pequeño coqueteo en la cocina. En realidad, hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer.
Maggie entró entonces con una bandeja.
—He pensado que te apetecería tomar un café. Y prometo no romper más tazas.
—Muchas gracias —sonrió Nate—. ¿Vas a quedarte conmigo?
—Si quieres…
Él la miró a los ojos. Eran cálidos y amistosos… Pero en ellos había algo más. Quizá una tímida invitación, quizá curiosidad.
—Me gustaría, sí —dijo, sonriendo—. Aquí todo es tan silencioso que la compañía me vendría bien.
Maggie se sentó en uno de los sillones. Normalmente no se sentaba con los clientes, pero normalmente los clientes no aparecían por allí durante los meses de invierno. Además, ella estaba acostumbrada a tener parejas que iban a pasar un fin de semana romántico o familias…
Pero Nate estaba solo. Y había visto que no llevaba alianza.
—Podrías contarme qué se puede hacer por aquí…
Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Sólo quería información. Después de lo que había pasado en la cocina temía que la conversación fuera más personal.
—Hay excursiones a las montañas y muchas actividades de invierno —Maggie cruzó la piernas, poniendo la voz de guía turística que solía adoptar con sus clientes—. Y a dos horas de aquí tienes un par de ciudades grandes con tiendas, museos… Lo que quieras.
—Me refería al pueblo. ¿Qué se puede hacer sin tener que usar el coche?
—Pues… La verdad es que no hay mucho que hacer.
—Entiendo…
Nate tomó un sorbo de café.
Maggie tenía unos esquíes de Tom y hasta unos viejos patines de hockey. Llevaban quince años en el cobertizo, pero no había tenido valor para tirarlos. Y si Nate podía usarlos para pasar un buen rato, ¿por qué no?
—Conservo algunas cosas de mi marido. Botas para la nieve, esquíes de travesía…
—No hace falta. Si me dices dónde puedo comprar todas esas cosas…
Ella asintió con la cabeza.
—Entiendo que no te sientas cómodo con las cosas de Tom.
—No, no es eso. Es que pensé que a ti no te gustaría prestármelas.
Nate estaba mirándola fijamente. No sonreía, pero su expresión no era antipática. No, empezaba a entender que lo que antes había tomado por cierta frialdad era una madura aceptación de las cosas.
Aunque era demasiado joven para eso. Demasiado joven… Para todo. Ella había estado casada, había criado a su hija, sabía qué esperar de la vida y lo había aceptado. Nate, sin embargo, tenía toda la vida por delante.
Pero cuando lo miraba a los ojos, como en aquel momento, todo eso dejaba de tener importancia. A pesar de no conocerse de nada, tenía la impresión de que se parecían. Había algo en él que eliminaba la diferencia de edad.
—En el cobertizo no le valen a nadie para nada. No me importa que las uses, de verdad…
—En ese caso… Te lo agradecería mucho, Maggie.
Había usado su nombre de pila otra vez, y eso la hacía sentir como si estuvieran atravesando la barrera entre cliente y propietaria. Como si fueran otra cosa. Lo cual era ridículo, claro.
Maggie se sirvió un poco más de café. Se alegraba de que Nate fuera a usar las cosas de su marido. Le había costado muchos años olvidar a Tom, aunque la pena no había desaparecido del todo. Ni el sentimiento de culpa por haber seguido adelante con su vida.
Jennifer asomó la cabeza en el salón en ese momento.
—Me había parecido oler a café…
Maggie se alegró de la interrupción.
—Tendrás que ir a buscar una taza a la cocina.
Su hija salió corriendo, como solía hacer.
—Tiene mucha energía —comentó Nate.
—Tiene dieciocho años —le recordó ella.
—Lo dices como si tú fueras una anciana.
Maggie soltó una carcajada.
—Bueno, estoy más cerca de serlo de lo que tú crees.
Nate dejó la taza sobre la mesa y apoyó los codos en las rodillas.
—De eso nada. Tú no eres mayor.
El pulso de Maggie se aceleró. ¿Mayor para qué, para él? Quizá Nate tuviera costumbre de tontear con las mujeres, quizá fuera algo que hacía sin darse cuenta.
—Soy lo bastante mayor como para tener una hija adolescente de la que preocuparme.
Jen apareció de nuevo con su taza y se sirvió un café, sin percatarse de la tensión que había en el ambiente.
—Ya he terminado el trabajo de Historia. Se está imprimiendo ahora mismo.
—Muy bien —sonrió Maggie.
—Las vacaciones habrían sido mucho más divertidas si hubiera podido salir, en lugar de estar aquí encerrada escribiendo sobre la guerra de 1812.
—¿Qué se puede hacer aquí para pasarlo bien? —preguntó Nate.
—Pues…
Jen vaciló, mirando a su madre.
A lo mejor empezaba a entender que lo que había hecho era muy serio. Y que a un policía no le gustaría nada, pensó Maggie.
—Salir con gente de mi edad y esas cosas —dijo su hija por fin—. La verdad es que aquí no hay mucho que hacer. Sólo podemos ir a la tienda.
—¿La tienda?
—De alimentación —contestó Maggie por ella—. Los chicos del pueblo se reúnen allí para tomar refrescos y charlar. Aquí ni siquiera tenemos un cine.
—Entonces debe de ser muy aburrido.
—Sí, bueno… La verdad es que me alegro mucho de que Jen vaya al colegio en Edmonton. Allí hay muchas cosas interesantes.
Su hija levantó la cabeza, sorprendida por tal declaración. Pero era verdad. Sabía que en Edmonton habría más peligros para una adolescente y le gustaría estar a su lado para protegerla, pero también oportunidades de ver museos, ir al cine, al teatro…
Maggie fue a tomar la jarra de la leche y comprobó que estaba vacía.
—Voy a buscar más. Vuelvo enseguida.
Nate esperó hasta que salió del salón para mirar a Jennifer.
—Tengo la impresión de que tu madre y tú acabáis de tener una conversación silenciosa…
—Sí, bueno… ¿Cómo lo sabes?
—Yo también tengo una madre. Una que veía más de lo que yo creía.
—Mi madre lo ve todo… —suspiró Jen.
—¡Ah! Entonces yo tenía razón. Parece que detrás de esto hay una historia. ¿Te has metido en algún lío?
La chica apretó los labios.
—Eres policía. Si me hubiera metido en algún lío, no te lo contaría precisamente a ti, ¿no?
Nate asintió con la cabeza. Cuando levantaba la barbilla con ese gesto obstinado se parecía mucho a su madre.
—No estoy aquí para detenerte, ya veces, una persona imparcial viene muy bien.
—¿Por qué no le preguntas a mi madre?
—Porque te estoy preguntando a ti. O quizá porque a lo mejor me hice policía para ayudar a la gente.
Jen miró su taza, nerviosa.
—El año pasado me metí en un lío…
—¿Qué clase de lío?
—Me pillaron con drogas —contestó ella.
—¿Estabas fumando algo?
Nate tuvo cuidado de preguntar con suavidad, sin censura.
—No… Bueno, ya había probado un porro o dos, como todo el mundo, pero no me gustaron. Y yo no las vendía ni nada.
—No las usabas y no las vendías. ¿Entonces se las pasaste a alguien?
—Algo así.
—¿Te pillaron cuando hacías de mensajera?
—Sí… —suspiró Jen—. Sé que está mal, pero sólo era marihuana. Mi madre se puso como una loca y luego me envió a Edmonton. Según ella, me vendría bien un cambio de ambiente.
Evidentemente, a Jen no le gustaba que la hubiese mandado a Edmonton, pero su trabajo no consistía en poner paz entre Maggie y su hija. Cinco minutos más, y podría conseguir lo que necesitaba: Una identificación.
—¿Para quién lo hiciste, Jen? ¿Para un novio? ¿Alguien te amenazó si no lo hacías?
La chica negó con la cabeza.
—No, no, Pete no era mi novio. Es… La persona a la que todo el mundo le pide cosas. Los sábados, cuando no puedes ir a Sundre, vas a ver a Pete y él tiene de todo.
Nate apretó los dientes. Marihuana, cannabis… Parecía algo sin importancia, pero podía ser el principio del fin para muchos adolescentes.
—¿Alcohol y drogas blandas? —preguntó, como con cierto desinterés.
Seguramente la gente de allí consideraba a Pete Harding una simple oveja negra, pero era mucho más.
Eso si era el hombre al que le habían enviado a buscar.
—Empezó siendo algo divertido, pero luego me daba miedo y ya no sabía cómo decir que no —siguió contándole Jennifer—. Pero la verdad es que me alegro de que me pillaran, porque ahora todo ha terminado. Yo no quería darle ese disgusto a mi madre… —de repente, la chica lo miró con expresión asustada—. No vas a decirle nada, ¿verdad? Ahora que mi madre y yo no discutimos casi nunca…
—No te preocupes, no voy a decir nada.
—¿Seguro?
—Seguro. Como te he dicho antes, mi trabajo consiste en ayudar a la gente.
Ayudar a la gente consiguiendo la información necesaria, se recordó a sí mismo.
—Bueno, además tú eres de Estados Unidos y no tienes jurisdicción aquí, ¿no?
Nate tragó saliva. Había ciertas cosas que no le gustaba hacer aunque fuera su trabajo. Mentir, por ejemplo. Pero se recordó a sí mismo que había un propósito tras sus mentiras.
—Claro que no.
—Mi madre… No quiero volver a darle otro disgusto.
Jen era una buena chica, aunque se hubiera metido en aquel lío, y decía mucho de ella que estuviera preocupada por Maggie. Pero quien a él le preocupaba era Pete.
—¿Ese Pete es de aquí?
—No, vino a vivir aquí hace un par de años. Pero no le hace daño a nadie, sólo vende la marihuana para las fiestas y eso.
—¿Cuántos años tiene?
—No lo sé, es mayor. Como unos cuarenta o así.
Nate escondió una sonrisa. A los dieciocho años todo el mundo te parecía muy mayor, claro. Pero Maggie tenía esa edad y no lo era. Recordaba cómo la había oído contener el aliento cuando besó su dedo… No, Maggie no era nada mayor.
Entonces oyó pasos desde la cocina y supo que no podría seguir haciendo preguntas.
—¿Quieres un consejo?
—Sí.
—Aprende de tus errores, Jen. Sé que lo que te pasó es una experiencia que no te gustaría repetir.
—¿No vas a contárselo a mi madre?
—No —contestó Nate—. Pero a lo mejor a ella le gustaría saber que estás decidida a no darle más disgustos. Sería una forma de volver a ser amigas, ¿no?
—No lo sé. Me lo pensaré.
Maggie entró en el salón y acarició el pelo de su hija.
—He puesto tus cosas en la secadora. Y he colgado tu jersey para que se seque.
—Gracias.
De repente, Nate entendió lo que había estado dando vueltas en su cabeza durante las últimas semanas. Echaba de menos su casa. Echaba de menos a alguien que estuviera ahí para él cuando tuviese problemas, como Maggie estaba para Jennifer. Alguien a quien le importase de verdad. Y a pesar de lo complicado de aquel viaje, se alegraba de haber terminado en Mountain Haven.
A la mañana siguiente hacía tanto frío, que Maggie tuvo que soplarse los dedos para sujetar la llave. Tardó un momento, porque la cerradura estaba oxidada por el agua y la falta de uso, pero por fin logró abrir la puerta del cobertizo.
—Entra si te atreves —le dijo, con una sonrisa.
—¿No te conté que había estado en los marines?
—¿Y qué?
—¿Después de eso crees que me da miedo un simple cobertizo? —rio Nate.
—¿No te dan miedo las arañas?
Él soltó una carcajada.
—Sí consiguen atravesar esta parka merecen darme un picotazo.
Nate tuvo que agachar la cabeza para entrar en el cobertizo mientras Maggie esperaba en la puerta. Su sentido del humor era una sorpresa muy agradable.
—¿Encuentras algo que te guste?
—Sí, espera un momento.
Oyó ruido en el interior, y al acercarse para mirar, vio que él estaba inclinado y la postura destacaba un trasero más que tentador. Aquel hombre empezaba a resultar irresistible, pero tenía que mantener la cabeza sobre los hombros.
—¡Allá van!
Maggie se apartó cuando unas botas negras de esquí aparecieron volando por la puerta. Luego apareció Nate, con telarañas en la parka.
—Ya te dije que había arañas.
—No importa, nos hemos hecho amigos.
Tenía en una mano un par de esquíes de travesía, y en la otra los dos bastones.
—¿Te has probado las botas?
—A ver… Son del cuarenta y tres. Supongo que me quedarán bien.
—No sé cómo te apetece salir a dar un paseo. Con este viento, debe de haber casi diez grados bajo cero.
—Así te dejaré en paz un rato.
Maggie sonrió.
—Los clientes del hostal Mountain Haven no tienen que dejar en paz a su propietaria.
—Eso lo dices ahora, pero te advierto que soy horrible cuando me aburro. Insoportable.
En realidad, sería más fácil para ella si Nate no estuviera en el hostal las veinticuatro horas del día. Nunca había tenido esa sensación de intimidad con un cliente, y le resultaba muy… Inquietante.
—No puedo enganchar esto —dijo él.
Maggie se inclinó para mostrarle cómo enganchar las botas en el arnés, y al hacerlo, Nate se inclinó también. Estaban demasiado cerca, su cuerpo bloqueando el viento, dándole calor. Cada vez que estaban juntos experimentaba una sensación extraña. Era un hombre guapísimo, alto, fuerte… Y encantador. ¿Cómo iba a inmunizarse contra él?
—Creo que ya está. A ver, intenta caminar.
Nate dio un par de pasos adelante… Y cayó de bruces al suelo.
—¿Necesitas ayuda? —rio Maggie.
—¿Ayuda de una pequeñaja como tú? —preguntó él desde el suelo, cubierto de nieve—. Venga, ríete. Seguro que tú tampoco puedes tenerte de pie.
La verdad era que sí podía hacerlo. Solía hacer esquí de travesía… Hasta que conoció a Tom y se quedó embarazada de Jennifer. Pero ese primer invierno habían ido a dar muchos paseos con los niños.
Maggie se volvió para cerrar la puerta del cobertizo. No había sabido apreciar lo que tenía, y cuando quiso darse cuenta, Tom había muerto y estaba sola otra vez, responsable de un adolescente y una niña pequeña.
—Gracias por los esquíes —dijo Nate—. Tiene que ser divertido ir a dar un paseo deslizándose con esto.
—Puedes dejarlos en el porche cuando termines.
—¿Maggie?
Ella levantó la mirada.
—¿Sí?
—¿Seguro que no te importa que los use? No quiero recordarte cosas que te duelan.
—No pasa nada. Ahí guardados no le sirven a nadie, no te preocupes —Maggie intentó sonreír—. Voy a hacer la comida y luego tengo que llevar a Jen a la estación de autobuses.
—Vas a echarla de menos.
—Sí, claro. Aunque nos peleamos mucho —Maggie sacudió la cabeza—. Pero creo que está mejor donde está.
Lo último que Jen necesitaba, era volver a casa por el momento. Se aburriría, y tarde o temprano, querría volver a salir con los mismos amigos de antes.
Había podido sacarla del apuro la primera vez, pero si había una segunda, no sería lo mismo, y aunque se sentía sola sin ella, sabía que había tomado la mejor decisión para su hija.
—Tiene que volver a Edmonton, así que voy a hacer lo que hacen todas las madres: Forrarla de comida.
Maggie intentó sonreír, pero no le salió.
—Puede que creas que Jen no te lo agradece, pero así es. Y cuando sea mayor seguramente te lo dirá.
Ella tenía sus dudas.
—¿Tú te llevas bien con tus padres?
—Sí, muy bien —contestó él—. Mi madre habría preferido que eligiera una profesión segura como mis hermanos, pero… En fin, la pobre se preocupa mucho por mí. Pero incluso cuando estaba en el extranjero con los marines, me mandaba paquetes de comida. Lo único malo de vivir en Florida es que ellos viven en el norte, así que no nos vemos muy a menudo.
—Parece que tuviste una infancia estupenda.
—Yo diría que una infancia normal.
Maggie tragó saliva. Nate nunca entendería su vida. Él tenía hermanos, padres, una familia. La única familia que ella había conocido eran Mike y Jen.
—¿Y tú? ¿Dónde están tus padres?
Maggie subió al porche y apoyó los esquíes en la pared.
—En un panteón, al lado de mi marido —respondió antes de abrir la puerta.
Дата добавления: 2015-10-31; просмотров: 118 | Нарушение авторских прав
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