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Donna Alward
1º Serie Circle M
La mejor unión (01.08.2007)
Título Original: Hired by the Cowboy (2007)
Serie: 1º Circle M
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 2132
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Connor Madsen y Alexis Grayson
Argumento:
Ambos resolverían sus problemas con aquel matrimonio temporal…
Alexis Grayson sabía muy bien cómo cuidar de sí misma, pues llevaba haciéndolo toda la vida. Y seguiría haciéndolo por mucho que ahora estuviese embarazada y sola. Sin embargo, el guapísimo vaquero Connor Madsen parecía haberse empeñado en cuidarla y a cambio Alexis podría ayudarlo… necesitaba una esposa temporal y ella necesitaba un lugar donde vivir hasta que naciera el bebé.
Pero en cuanto Alexis empezó a conocer bien a aquel hombre valiente y honrado, se preguntó si no habría cometido el mayor error de su vida. Porque aquella esposa de conveniencia quería ahora un matrimonio de verdad.
Capítulo 1
—¿Señorita? Despiértese. ¿Puede oírme?
Alex escuchó primero una voz profunda y, poco a poco, comenzó a recuperar la visión.
—Oh, gracias a Dios. ¿Está bien?
Confundida, Alex miró para ver de dónde venía la voz. Esforzándose por enfocar la vista, se encontró de frente con el par de ojos marrones más hermosos que había visto jamás. Eran impresionantes, oscuros y con vetas doradas, grandes y rodeados de espesas pestañas.
Se dijo que los hombres no deberían tener ojos tan hermosos y, de pronto, se dio cuenta de que el propietario de aquellos ojos la sujetaba en sus brazos.
—¡Oh, cielos!
El extraño la sujetaba de un brazo y de la espalda para ayudarle a levantarse.
—Despacio. Se ha desmayado.
«¿De veras? No me había dado cuenta. Estaba demasiado inconsciente», pensó responder Alex. Pero se contuvo al ver preocupación sincera en la mirada de su interlocutor.
Él se aseguró de que Alex se mantuviera estable sobre sus pies antes de soltarla y se quedó cerca, como si no confiara en que pudiera sostenerse.
—Lo siento mucho —se excusó ella, sacudiéndose los pantalones y evitando mirarlo. Aunque sólo lo había visto un segundo, su imagen se le había quedado grabada. No sólo sus ojos, también su cabello moreno, sus labios y su figura vestida con un traje gris.
Alguien con el aspecto de aquel hombre no encajaba en su mundo, pensó ella, y siguió sin mirarlo, avergonzada. No levantó la vista más allá de sus zapatos… de cuero marrón, relucientes, sin una mota de polvo ni de tierra. Los zapatos de un hombre de negocios.
—No tiene nada que sentir. ¿Seguro que está bien?
Ella se inclinó para tomar su bolso. La primera vez que había intentado hacerlo, todo había comenzado a darle vueltas y se le había nublado la visión. Así que se agarró al banco para sujetarse, por si acaso. Con horror, se percató de que se le había caído el zumo de manzana y que estaba chorreando por toda la calzada. Agarró la botella del suelo y miró a su alrededor, buscando un cubo de la basura.
—Estoy bien —respondió, y lo miró por fin a la cara. Se sorprendió al verlo realmente preocupado. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por ella. Era un extraño, pero la expresión de su cara demostraba que le importaba cómo estuviera ella—. Aún no le he dado las gracias por impedir que me cayera.
—Se puso blanca como la nieve.
Alex echó un rápido vistazo alrededor. Los viandantes que podían haber visto lo sucedido ya se habían ido y todos seguía su curso normal; nadie reparaba en ellos. Un rostro más entre la multitud. Eso es lo que ella era. Pero ese hombre… El señor desconocido se había percatado de su malestar y se había acercado para ayudarla.
—Estoy bien. Gracias por su ayuda. Sólo necesito sentarme un momento —dijo ella, a modo de despedida.
Con galantería, el extraño se echó a un lado para dejarle pasar y, cuando Alex se hubo sentado, se sentó también.
—¿Necesita un médico?
Alex se rió. Claro que lo necesitaba. Pero un médico no podía curar su problema.
—No.
La respuesta de Alex fue definitiva y, por el gesto que puso él, estuvo claro que había entendido el mensaje. Sin embargo, se sintió culpable por haber sido tan brusca.
—Pero gracias de nuevo, señor…
—Madsen. Connor Madsen —se presentó él, y le tendió la mano.
Ella estrechó su mano. Era cálida y sólida y un poco ruda. No eran las manos de un banquero, como había creído. Eran manos de trabajador. Manos sólidas.
—Alex —se presentó ella.
—¿Sólo Alex?
—Sí, sólo Alex.
Estaban a comienzos del mes de junio y hacía mucho calor. Alex notó cómo su camiseta de manga larga le asfixiaba y se pegaba incómoda a sus pechos. ¿Y por qué diablos se había puesto vaqueros en un día como aquél? Una ola de calor a comienzos del verano no era algo tan poco común y la temperatura no hacía más que acentuar su dolor de cabeza y su sensación de mareo.
Había elegido las ropas que llevaba porque no le había quedado otro remedio, así de sencillo. Los pantalones cortos le quedaban demasiado apretados y, al menos, con los vaqueros podía respirar.
Un pesado silencio cayó entre ellos y el mundo amenazó con tambalearse de nuevo para Alex. La sensación pasó poco a poco, mientras respiraba despacio y profundamente.
—Por el amor del cielo —murmuró ella.
Él rió, con un sonido tan masculino que un extraño oleaje recorrió el estómago de Alex.
—¿Así que sólo Alex? Intrigante. ¿Tus padres querían un hijo? —preguntó él, comenzando a tutearla.
—Seguramente —respondió Alex, sin poder creer que el desconocido siguiera ahí todavía. Después de todo, a pesar de haber caído desmayada en sus brazos, no había hecho nada para incitarlo. Por otra parte, su comentario educado no había hecho más que despertar en ella una antigua sensación de tristeza ante todo lo que tenía que ver con sus padres—. Mi nombre completo es Alexis McKenzie Grayson.
—Es un nombre muy largo para alguien tan pequeño como tú —señaló él, con mirada cálida.
—Alex por Graham Bell y MacKenzie por el primer ministro, ¿sabes? ¿Planeas emplearlo para el informe médico por si me vuelvo a desmayar?
Él rió y negó con la cabeza.
—Tienes mucho mejor aspecto. Pero se te cayó el zumo. ¿Quieres que te traiga algo fresco para beber? —se ofreció, dirigiendo su mirada a la tienda que había detrás de ellos.
El estómago de Alex rugió ante el sólo pensamiento de una bebida dulce y gaseosa. Apretó los labios.
—¿Estás hambrienta? Hay un puesto de perritos calientes un poco más abajo.
Alex se puso de pie, intentando tomar un poco de aire fresco y tratando de sacarse de la cabeza la imagen de un grasiento perrito caliente. Pero se levantó demasiado rápido, le bajó la presión sanguínea y su visión se nubló de nuevo.
Él la sujetó al instante, pero la bolsa de papel que Alex llevaba en la mano se le cayó al suelo, con todo lo que contenía.
Tomándola de las muñecas, le ayudó a sentarse.
—Pon la cabeza entre las piernas —ordenó él con tono calmado.
Por alguna razón, Alex obedeció.
—Lo siento mucho —se disculpó ella minutos más tarde, después de incorporarse, evitando mirarlo a los ojos y sintiendo el peso del silencio entre ellos. Se había caído no sólo una vez, sino dos, enfrente de su Caballero Andante particular. Que, por cierto, resultaba un poco molesto de ver ahí sentado, tan perfecto, tan calmado.
Esperaba que él se disculpara y se fuera a toda prisa pero, en lugar de eso, se arrodilló y comenzó a recoger lo que se había caído al suelo.
Cielos. Alex se sintió humillada por completo cuando su «salvador» se detuvo con el frasco de vitaminas para embarazadas en la mano y la miró a los ojos, como si ya lo comprendiera todo.
—Felicidades.
Alex esbozó una débil sonrisa. Él no sabía nada. No tenía por qué saber que su vida se había puesto patas arriba después de aquel test de embarazo que había dado positivo hacía sólo unas pocas semanas.
—Gracias.
Él la observó con detalle y volvió a sentarse a su lado.
—No pareces contenta. ¿No lo tenías planeado?
Alex pensó que debía terminar la conversación en ese mismo momento. Después de todo, aquel hombre no era más que un extraño.
—No es asunto tuyo.
No tenía por qué hacerle partícipe de sus problemas personales. Eran cosa suya y ella sola los resolvería. De una forma u otra.
—Te pido disculpas. Sólo quería ayudar.
Ella agarró el frasco de vitaminas y lo metió en su bolso.
—Nadie te pidió ayuda.
—No, no me pediste ayuda. Pero yo te la he ofrecido de todas formas.
Lo cierto era que nadie más parecía estar dispuesto a ayudarla. Estaba sola, casi sin trabajo y embarazada. Nadie la esperaba en casa. Casa… Hacía mucho tiempo que no tenía un verdadero hogar. Demasiado tiempo. Cinco años, para ser exactos. Cinco años era demasiado tiempo para estar de un lado para otro.
En ese momento, estaba durmiendo en el suelo de la casa de un amigo. Su espalda se resentía cada mañana, pero era lo mejor que podía hacer mientras tanto. Se dijo a sí misma que encontraría una solución. Siempre lo había hecho, desde que se había quedado sola y sin un penique a los dieciocho años.
Connor tenía un rostro amistoso y era la primera persona que parecía interesarse por ella. Tal vez, por ello, Alex se decidió a responderle.
—Sí, este bebé no estaba planeado. Ni mucho menos.
—¿Y el padre?
—Como si no existiera —replicó ella, mirando hacia otro lado.
—¿Entonces estás sola? —quiso saber él, tras observarla pensativo durante unos segundos.
—Amarga y completamente —confesó ella, sin poder evitar un tono de desesperación en su voz. Al darse cuenta, quiso ser fuerte y no quejarse por lo que no podía cambiar. Así que volvió a hablar con un tono más firme y seguro—: Pero me las arreglaré. Siempre lo he hecho.
Connor se inclinó hacia delante en su asiento, apoyando los codos sobre las rodillas.
—¿Tu familia te ayudará?
—No tengo familia —contestó ella con rotundidad, para impedir que siguiera ahondando en ese tema. No tenía a nadie. Todos aquéllos que realmente le importaban se habían ido. A veces conseguía olvidarse, pero en aquel momento, embarazada y sin perspectivas de futuro, se sintió más sola y aislada que nunca.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó Connor tras un largo silencio, y sonrió con amabilidad—. ¿Quieres un té o algo?
El corazón de Alex se estremeció ante aquel extraño que le mostraba tanta generosidad.
—No te preocupes. Estoy bien.
—Hazme ese favor. Aún estás un poco pálida. Me harás sentir mejor.
Era una oportunidad que no debía rechazar. La vida social de Alex no era demasiado activa.
—Un té puede sentarme bien. Gracias —replicó, y se colgó el bolso al hombro—. ¿Adónde vamos, Connor Madsen?
—Hay un pequeño café a la vuelta de la esquina.
—¿Invitas a todas las chicas ahí o qué?
—No creo que haya invitado a ninguna antes, de hecho —respondió Connor, ajustando su paso al de ella.
—Pues yo no soy una chica fácil.
—¿Vienes conmigo o no? —dijo él, y se quitó la chaqueta del traje para doblarla sobre su brazo—. Si te soy sincero, no paso mucho tiempo en la ciudad abordando a chicas. Ni haciendo ninguna otra cosa.
Connor vestía una camisa blanca que remarcaba sus anchos hombros, con pantalones ajustados a una esbelta cintura. Alex no creía que hombres tan atractivos existieran, y ahí estaba ella, yendo a tomar té con uno. Uno que la había visto desmayarse.
—Si no eres de la ciudad, ¿de dónde eres? —preguntó ella, tratando de enfocarse en conversación superficial.
—Tengo un rancho que está a dos horas al noroeste de aquí.
—Ah —dejó escapar ella, y pensó que, al menos, no tendría que preocuparse por volver a verlo. Lo recordaría como un sueño bizarro. Un caballero de reluciente armadura—. ¿Es éste el sitio?
—Así es.
Connor abrió la puerta para ella, mostrando sus buenos modales, y la acomodó en una silla, antes de ir a pedir las bebidas.
Estaba en un café de moda que no parecía ser del estilo de ninguno de los dos. Alex imaginaba a su acompañante como el visitante actual de la cafetería local, tomando café solo en una taza blanca mientras una camarera de mediana edad le recitaba el menú del día. A pesar de su apariencia, tenía la impresión de que Connor no se sentía del todo cómodo con un traje.
El lugar tampoco era el tipo de sitio que Alex frecuentaba. Solía comprar café de una máquina expendedora o tomarlo de detrás de la barra del bar donde trabajaba. Aunque no había tomado mucho café en las últimas semanas.
Enseguida, Connor regresó a la mesa con dos tazas humeantes… una de menta poleo y otra de café solo. Alex se sintió agradecida porque él hubiera elegido una infusión de hierbas para ella, en atención a su embarazo.
—Gracias por el poleo. Es un detalle.
—Tengo que admitir que le pedí a la camarera algo sin cafeína. Y el poleo puede ser relajante —replicó él, y le ofreció algo más, envuelto en papel—. Te he traído unas galletas, por si tienes bajo el azúcar.
Alex se preguntó por qué aquel hombre parecía saber tanto sobre el embarazo, mientras desenvolvía las galletas y probaba un bocado. Sabían bien. Dio un sorbo al poleo y se sintió mejor.
—Gracias. Nos sentará bien.
—Me alegro. No me gustaría que volviera a repetirse lo de antes —señaló él, relajándose.
Alex se rió un poco.
—Tendrás que pensar en algo para abordar a tu próxima damisela en peligro.
Connor tomó un pequeño trago de su café, que parecía estar muy caliente.
—Me pareció que lo necesitabas. Además, mi abuela me desollaría vivo si no ayudara a una dama en apuros.
—Creí que la caballerosidad había desaparecido.
—Pues no —dijo él, con una breve sonrisa—. Además, así puedo demorarme.
—¿Cómo?
—Tengo una reunión a mediodía. Y preferiría no ir.
—¿Por qué? —preguntó ella, fijando en él sus ojos.
—Bueno, es una historia muy larga —contestó él, evitando mirar a su compañera de mesa—. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué planes tienes para el bebé?
Alex tomó otro trago de su infusión para calmar la ansiedad que sentía en el estómago.
—Pues nuestros planes están bastante abiertos. Estoy trabajando, por el momento. Intentando pensar qué haré después. Es un empleo temporal.
—No eres de por aquí. Lo noto en tu acento.
—No. De Ottawa.
—Me pareció escuchar un acento del este —afirmó él, con una sonrisa—. Pero hay tanta gente de fuera viviendo aquí… ¿Llevas mucho tiempo?
—Llevo aquí tres semanas, dos días y veintidós horas —respondió ella—. Trabajo en el pub Pig's Whistle por el momento.
Alex sabía que tendría que encontrar algún trabajo donde no hubiera tanto humo. Pero las propinas eran buenas y le costaría mucho encontrar un jefe tan comprensivo como Pete había sido con ella.
Connor no necesitó saber nada más para darse cuenta de lo que ella estaba pensando. Era un trabajo sin futuro. No podría sustentar con él al bebé.
Cuando Connor frunció el ceño, Alex se sintió como si no hubiera pasado alguna prueba. Lo que era ridículo. Porque no se conocían y no volverían a verse, así que lo que él pensara no debía importarle nada. Ella se estaba esforzando en buscar una solución. Que no la hubiera encontrado todavía no significaba que nunca lo haría. Diablos, llevaba años saliendo del paso sola. Su situación actual iba a necesitar un poco más de esfuerzo, eso era todo.
Era hora de terminar la velada, decidió Alex, y puso a un lado su taza de poleo.
—Escucha, gracias por ayudarme y por la infusión. Pero tengo que irme.
Alex se levantó para irse y él también se puso en pie, buscando en su bolsillo.
—Toma —le dijo, tendiéndole una tarjeta de visita—. Si necesitas algo, llámame.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Connor dio un paso atrás ante el agresivo tono que ella había empleado.
—Me gustaría ayudarte, si puedo. Vivo en el rancho Windover, al norte de Sundre.
Alex no tenía ni idea de dónde estaba Sundre y no tenía ninguna intención de descubrir las maravillas del rancho Windover, así que pensó que no había nada de malo en responder a su invitación de forma educada. Se guardó la pequeña tarjeta blanca en el bolsillo del pantalón.
—Gracias. Fue un placer conocerte, Connor.
Alex le tendió la mano y él la estrechó con firmeza.
Ella lo miró a los ojos. En otro tiempo, en otro lugar, pensó. Quizás, en otras circunstancias hubiera querido conocerlo mejor. Tenía tan mala suerte que, precisamente, había ido a desmayarse delante del hombre más atractivo que había visto en mucho tiempo.
Y era el colmo de la ironía conocer a alguien como Connor cuando era obvio que ella no estaba disponible. Estaba segura que el hecho de estar embarazada de otro hombre la colocaba en la lista de mujeres no deseables.
—Adiós —murmuró, separando su mano de entre las de él.
Alex salió del café a toda prisa pero no sin antes ver la comprensiva y amable mirada que él le había dedicado al despedirse.
Capítulo 2
—¿Has leído el periódico de hoy? —preguntó Connor a su abuela con agitación. Johanna Madsen lo miró con calma por encima de sus gafas y movió los ojos de forma afirmativa. No tenía ni un solo cabello fuera de su sitio, con un peinado retirado del rostro, sobre los hombros.
—Sí, querido, claro que lo he leído.
Connor comenzó a recorrer de nuevo el elegante salón con inquietud, sintiéndose encerrado entre los muebles clásicos y los caros adornos. Tenía la cabeza a punto de explotar. ¿Cómo podía ella estar ahí sentada, tan tranquila? Lo que pasaba era terrible. Podía ser el fin de Windover.
—La última vez, casi perdimos el rancho. Esto será su sentencia de muerte, abuela Johanna.
—Oh, estás enojado —replicó ella con una breve débil sonrisa—. Nunca me llamas abuela Johanna, a menos de que estés disgustado conmigo.
—Como quieras —dijo Connor, y se detuvo para mirar a su abuela frente a frente—. Quiero saber qué vas a hacer para ayudarme a conservar nuestro legado.
Su abuela rió sin muchas fuerzas y Connor se quedó en espera de una respuesta.
—¿Nuestro legado? Apuesto a que llevas todo el día dándole vueltas al tema.
Nada más lejos de la realidad. Durante unas horas aquella tarde, Connor se había olvidado de sus problemas y se había concentrado en otra cosa. En una chica menuda con cabello negro como el azabache e impresionantes ojos azules. ¿Dónde estaría? Deseó que estuviera bien. Se había desmayado a tiempo para que él la ayudara, mientras que nadie más había parecido prestar atención.
Incluso en un mal momento como el que había pasado, aquella chica sabía mantener su sentido del humor. La admiraba por eso. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que no le iban bien las cosas. Y que el padre desapareciera así…, pensó, frunciendo el ceño. No sentía ninguna compasión por los cobardes. Un hombre de verdad debía estar ahí para enfrentarse a las circunstancias.
Y eso era lo que Alex parecía hacer. Connor había percibido en ella una gran fuerza y tozudez en lugar de desesperación y autocompasión.
Y por qué, se preguntó, estaba pensando en ella, cuando tenía sus propios problemas. Debería concentrarse en convencer a su abuela para que le diera luz verde para acceder a los fondos que estaban reservados para él.
—¿Connor?
—Sí —replicó él, volviéndose para mirar a aquella mujer que tanto se parecía a su padre. La encontró con un aspecto preocupado y sin la sonrisa habitual que solía curvar sus labios—. Mira, sabes tan bien como yo por qué he venido. Han impuesto un bloqueo a las exportaciones de carne. Igual que la vez anterior, sólo que ahora nos costará más convencer al resto del mundo de que nuestra carne es segura. Mientras tanto, tengo un rebaño que crece y que no puedo sacrificar, pero debo alimentarlo y cuidarlo de todas maneras.
—¿Y quieres el dinero?
—Falta casi un año para que sea mi cumpleaños. ¿No puedes dármelo un poco antes?
Johanna lo miró con sus ojos azules, afilados como los de un halcón, y dejó descansar sus manos en el regazo. Manos que habían trabajado duro durante toda la vida pero que, entonces, parecían delicadas y mostraban un conjunto de anillos preciosos.
—No, nieto mío. No puedo hacer eso. El testamento de tus padres deja muy claro que ese dinero no debe entregársete hasta que cumplas treinta años.
Connor maldijo y Johanna levantó una ceja sin perder sus ademanes elegantes. La miró con desafío y ella sostuvo la mirada.
Diablos. Era una mujer fuerte. Demasiado fuerte. Había vivido su vida. Había llevado el rancho. Sabía lo que eran los malos tiempos. Tras jubilarse, había elegido un lugar cómodo con vistas a la montaña en el que descansar. Pero no había perdido ni una gota de su fuerza.
—Abuela, no podré hacerlo. No sin dinero.
—Eres hijo de tu padre. Sí puedes.
—Él nunca tuvo que enfrentarse a una situación así —afirmó Connor, sabiendo que era cierto.
La última vez que les había pasado algo parecido, casi se habían arruinado. Pero, entonces, no les quedaba ninguna reserva. La única manera de mantener el rancho funcionando era con dinero contante y sonante. Y estaba claro que su abuela no iba a darle nada. No podría salvar Windover, pensó Connor, y apretó los dientes con frustración.
—Legalmente, no puedo darte el dinero, Connor, ya lo sabes. Lo haría si pudiera —señaló su abuela, suavizando su mirada—. A mí tampoco me gusta ver que Windover lo pasa mal. Significa tanto para mí como para ti. Y tú lo sabes.
Connor lo sabía. Su abuela había pasado toda su vida de casada allí. Allí había nacido su hijo y había visto crecer a sus nietos.
—Sólo trato de encontrar una salida, pero todas parecen estar bloqueadas —replicó él, pasándose la mano por el cabello con exasperación.
—Existe otra manera, ¿recuerdas? —apuntó Johanna.
Connor pensó que su abuela estaba bromeando.
—La otra forma en la que puedo reclamar ese dinero es si me caso. ¡Abuela, ni siquiera salgo con nadie! ¿Qué quieres que haga? ¿Poner un anuncio en el supermercado? ¡Tal vez quieres que encargue una novia en Internet!
Johanna se encogió de hombros, impasible ante su sarcasmo:
—Las novias por encargo existían en el pasado, como bien sabes —señaló ella, y se levantó de su silla, mostrando su esbelta y alta figura, con cierto aire regio y algo de travesura en sus ojos—. Te sugiero que te pongas manos a la obra, mi niño.
—¿Manos a la obra? ¿Haciendo qué?
—¡Pues cortejando a una mujer, por supuesto! —exclamó ella, lanzándole un guiño.
Cortejar. La palabra sonaba tan antigua como lo que significaba, se dijo Connor, mientras conducía hacia la autopista. Cortejar. Como si tuviera tiempo de enamorarse de una mujer, engatusarla para que se casara con él y celebrar la ceremonia antes de que los bancos le reclamaran sus préstamos. Además, no conocía a ninguna que estuviera soltera.
En su entorno, todos se conocían desde siempre. La mayoría de las mujeres del pueblo que conocía estaban casadas o camino del altar. No se le ocurría nadie con quien pudiera casarse. Y si se corría la voz de que estaba buscando esposa con urgencia, todos se reirían de él. ¿Y qué mujer encajaría en su vida, de todas maneras?
Ninguna. Lo más sencillo sería buscar otro camino.
Debería de haber dinero del gobierno, ayudas para los ganaderos afectados. Al menos, así no tendría que escoger mujer. Pero el cheque del gobierno no sería suficiente para cubrir la creciente avalancha de gastos que se le venían encima.
Podría vender la parcela de la parte sudoeste del rancho.
Sólo pensar en dividir su tierra y deshacerse de aquel espectacular pedazo le causó una sensación física de dolor en el estómago.
Su padre nunca habría dividido el rancho y Connor sabía que él tampoco sería capaz de hacerlo. Incluso en los años de la depresión económica, cuando los granjeros dejaban sus tierras para buscar trabajo, los Madsen se habían quedado en su rancho y lo habían sacado adelante. Era lo que se decía.
De pronto, echó de menos el sonido de la voz de su padre y su fuerza. Oh, qué no daría por tenerlo a su lado entonces, se dijo, con toda su sabiduría, para sentarse con él en la cocina y pensar en algo. Unidos, Connor, Jim y su padre, habrían diseñado un buen plan. Pero entonces estaba él solo frente a todo.
Subió la radio para ahogar el ruido de los truenos. Había sido un día pesado y caluroso. La lluvia refrescaría las cosas y, con un poco de suerte, no llegaría a granizar. Iba a necesitar todo el grano que pudiera reunir porque, aunque no pudiera vender sus reses, tenía que seguir alimentándolas.
Connor suspiró, jugueteando con su corbata con una mano mientras la otra sujetaba el volante. Se había puesto el traje para encontrarse con los banqueros. Y también para impresionar a su abuela, tenía que admitirlo. Sin embargo, no había funcionado en ninguno de los dos casos.
Lo que le hizo volver a considerar la idea de cortejar a una mujer.
El matrimonio era para toda la vida. O, al menos, eso pretendía él hacer del suyo. Y, como tal, no debía ser abordado a la ligera. Sería un tremendo error buscar a alguien y casarse con ella por necesidad. Quería estar enamorado de su esposa. Quería que fuera alguien a quien amar y honrar, alguien con quien formar una familia. No quería sentirse presionado. Quería hacerlo a su tiempo, cuando llegara el momento.
Tenía que haber una salida, pensó. Una manera de salvar el rancho. Sus padres habían sido muy listos al dejarle la herencia bajo las condiciones que lo habían hecho. Había en esa herencia suficiente dinero para mantener las cosas a flote hasta que encontrara una forma de reestructurar el negocio y lograr que se mantuviera solo. Pero ¿qué podía hacer para acceder al dinero?
«Te sugiero que te pongas manos a la obra, mi niño».
Las palabras de su abuela repiquetearon en sus oídos mientras se dirigía al norte. Lo que necesitaba era una solución práctica. Algo fácil y simple. Algo que tuviera sentido. Lo que necesitaba era dejar de preocuparse y actuar.
Entonces, recordó a Alex y sintió envidia por su optimismo, cuando le había dicho que conseguiría salir del bache, que siempre lo había hecho. Incluso en un momento tan malo como el que parecía estar pasando, embarazada, sola y sin hogar. Había mostrado tener una fe intrínseca en que las cosas saldrían bien al final.
De pronto, una idea sacudió sus pensamientos y lo conmocionó tanto que casi se salió de la carretera, al mismo tiempo que un relámpago pareció partir el cielo frente a él.
Alex. Él necesitaba una esposa. Ella necesitaba un hogar durante un tiempo y recursos. Podían ayudarse el uno al otro. Al estrechar su mano aquel día, había sentido una conexión entre ellos y, de pronto, supo que podía tener sentido. Estaba seguro de que podían hacerse amigos. Él podía hacerle un favor y ella podía ayudarle a salvar el legado de su familia.
Recordó que, al despedirse, le había dado una tarjeta de visita.
También recordó que ella le había preguntado por qué razón iba a llamarle y supo que era una mujer demasiado independiente como para confiar en un extraño.
Pero, tal vez, si Alex supiera que Connor necesitaba su ayuda tanto como ella necesitaba la de él…
Entonces, Connor cambió de sentido y tomó la autopista de nuevo de vuelta a la ciudad. El corazón le latía con aprensión y excitación.
¿Cómo se propone matrimonio a alguien que has conocido hace sólo unas horas?
* * *
El teléfono sonó al mismo tiempo que Alex salía del baño, con un pantalón corto de franela y una camiseta. Respondió, esperando que fuera alguien preguntando por sus compañeros de piso. Pero era del bar. Le pedían que sustituyera a Peggy, que había dejado el trabajo sin avisar.
Alex miró hacia la ventana. La lluvia golpeaba los cristales. Caminar hasta allí sería un infierno, aunque estaba sólo a unas manzanas de distancia. Pero era dinero extra… y las propinas siempre eran mejores por la noche.
Con un suspiro, aceptó y se cambió de ropa. Se puso sus vaqueros y una camiseta blanca que tenía el dibujo de un cerdo boxeador. Se recogió el cabello en una coleta de caballo. Se detuvo un momento, mirando cómo los relámpagos parecían rasgar el cielo en dos. Si no fuera porque necesitaba el dinero…
Pero sí lo necesitaba. Así que tomó su paraguas de detrás de la puerta y caminó hasta el bar bajo la lluvia.
El interior del bajo estaba nublado por el humo y, durante un instante, Alex pensó en los efectos que podría tener para su bebé y para ella el ser fumadores pasivos. Pero era el único trabajo que tenía y no podía permitirse dejarlo mientras buscaba otra cosa. Tenía que comer. Tenía que pensar cómo iba a poder mantenerse y cuidar de un bebé. Se colocó un delantal negro en la cintura, agarró una bandeja vacía y comenzó a limpiar mesas y a tomar pedidos.
Eran sólo las nueve cuando Connor entró.
La puerta sonó al abrirse como hacía cientos de veces durante la noche pero, por alguna razón, Alex levantó la mirada hacia ella en ese instante. Cuando él entró, se sacudió el agua de su abrigo y buscó dentro del bar, su corazón dio un brinco. Estaba claro que había ido allí buscándola.
Cuando sus ojos se encontraron en la estancia llena de gente, Alex supo que así era. Connor sonrió, una sonrisa capaz de derretirla. Los hombres que sabían sonreír así eran muy peligrosos. Y lo último que ella necesitaba era que alguien como Connor Madsen la distrajera de sus obligaciones.
Él se acercó entre la gente.
—Hola —saludó Connor a gritos para hacerse oír entre el barullo de gente y la música country—. ¿Podemos hablar?
—¡Eh, Alex! ¡La mesa diez quiere otra ronda! ¡No te pagamos para que te quedes ahí parada toda la noche! —le gritó Pete, el encargado y dueño del bar.
Alex asintió con la cabeza. Pete podía sonar malhumorado, pero ella sabía que tenía un corazón de oro. Además, cuidaba de ella. Era una de las razones por las que se había quedado con él tanto tiempo.
Alex miró a Connor y se excusó:
—No puedo hablar ahora. Estoy trabajando.
—Es importante.
—También lo es mi trabajo —contestó ella, y se giró hacia la barra para servir la ronda de cervezas.
Él la sujetó del brazo:
—Si te importa el futuro de tu bebé, tendrás que escucharme.
Aquello consiguió captar la atención de Alex, que lo miró fijamente, con curiosidad:
—Bien. Pero no ahora. En otro momento, cuando no tenga que ir llevando cervezas de un lado a otro.
—¿A qué hora terminas?
—A la una.
—¿De la mañana?
—Sí —respondió ella, riéndose ante la expresión de incredulidad de Connor—. Me quedan cuatro horas más de estar de pie.
Connor la siguió hasta la barra. Pete le hizo un gesto a Alex para saber si aquel hombre la estaba molestando, pero ella le respondió que «no» con la cabeza.
—Volveré y te acompañaré hasta casa. De veras necesito hablar contigo.
Ella suspiró:
—Bien. Pero por el momento me estás haciendo perder propinas, por si no te habías dado cuenta. Tengo que seguir trabajando. No me darán muchas propinas si continúas siguiéndome por todo el bar.
Dicho aquello, Alex se dirigió a la mesa diez, con una sonrisa fingida, disculpándose por el retraso con las cervezas. Cuando se dio la vuelta, él se había ido.
A la una en punto, despidieron al último cliente y Alex cerró la puerta con llave. Pete le echó un vistazo mientras comenzaba a prepararlo todo para la mañana siguiente:
—Vete a casa, yo terminaré aquí. Es el segundo turno doble que haces esta semana. Tienes un aspecto terrible.
—Vaya, gracias, Pete —replicó ella, aliviada pero nerviosa al mismo tiempo. Si se iba en ese momento, Connor podía estar esperándola fuera. Si no salía, lo más probable era que él se cansara de esperar. Por una parte, tenía ganas de verlo y de saber qué era tan importante. Por otra, sabía que lo más seguro era que no fuera nada bueno. No necesitaba más complicaciones, ya había demasiadas en su vida—. ¿Mañana a las cuatro? —preguntó a Pete al despedirse, tomando su paraguas.
—Sí. Buenas noches, cariño. Cerraré detrás de ti.
Cuando salió, Connor estaba fuera, de pie bajo una farola. Ya no llevaba corbata y tenía un aspecto desarreglado y sexy. Ella tragó saliva. Había estado sola el tiempo suficiente como para aprender a seguir sus instintos. Y, en aquel momento, su intuición le decía que no estaba en peligro de muerte. Pero, por la manera en que su cuerpo reaccionó al verlo, supo alto y claro que estaba ante otro tipo de peligro.
Debió haberse dado la vuelta y entrado de nuevo en el bar. Eso pensó, justo cuando escuchó el cerrojo cerrarse tras ella.
Podría manejar la situación, se dijo Alex.
—Mi madre solía advertirme de que no hablara con extraños en la calle de noche.
Connor se giró. Llevaba un ramo de rosas color limón en las manos.
—Entonces, supongo que está bien que estemos bajo la luz de la farola y que ya nos hayamos presentado antes. Sin embargo, no puedo hacer nada para que no sea de noche.
Dicho aquello, le tendió las rosas y Alex las tomó, demasiado estupefacta como para hacer otra cosa. ¿Cómo se las habría arreglado para encontrar un ramo de flores después de las nueve de la noche?, se preguntó.
Pero, lo que más le preocupaba era el porqué. ¿Qué era tan importante que necesitaba que él la «sobornara» con rosas?
Una señal de alarma se disparó dentro de la cabeza de Alex. No tenía ni idea de qué quería conseguir Connor pero seguro que se trataba de algo grande. Sólo había recibido flores una vez en su vida antes de aquello. También habían sido rosas, pero de color rosado. Y la tarjeta que llevaban rezaba: Gracias por los recuerdos.
—Gracias —dijo ella—. Pero no entiendo qué puede ser tan importante como para que pienses que tienes que impresionarme con rosas. Aunque son preciosas —admitió, oliendo los capullos amarillos.
Alex rió para sus adentros, recordando haber leído en alguna parte que las rosas amarillas significan amor no correspondido. Y aquello era lo que menos necesitaba ella en el mundo.
—Es mejor que vayas al grano —sugirió Alex—. Pronto dejaré de estar impresionada por este ramo.
—Tengo una proposición que hacerte.
Alex comenzó a caminar y él siguió su paso, a su lado.
—¿Qué tipo de proposición?
—Quiero que te cases conmigo.
Entonces, Alex sintió que sus pies se congelaban y se detuvo en seco en medio de la acera. ¿Qué había dicho? ¿Qué tipo de broma cruel era aquélla? ¿Es que le daba pena por estar embarazada? Podía agarrar su compasión y…
Levantó la cabeza y lo miró, con la barbilla muy alta:
—Creo que no te he escuchado bien.
—Quiero que te cases conmigo —repitió Connor, tras tomarla de los brazos y colocarse frente a ella. Entonces, soltó una carcajada de sorpresa—. No pretendía decírtelo así, pero ya está dicho.
Quería que se casara con él. Los ojos de Alex lo examinaron con aire sospechoso. ¿Qué diablos? Debía de estar loco. Le estaba pidiendo que se casara con él en medio de la calle, a la una y veintidós de la madrugada.
—Te he conocido hace menos de doce horas. Estás mal de la cabeza. Buenas noches, Connor —dijo Alex, y se giró para irse.
—Espera.
La desesperación que impregnó el tono de voz de Connor la hizo detenerse:
—¿Esperar qué? No puedes estar hablando en serio.
—Lo estoy. Y te lo explicaré si me escuchas.
Connor tenía el traje bastante desarreglado y, por el aspecto de su pelo parecía que hubiera estado tirándose de él durante toda la tarde. A pesar de lo que le decía la lógica, Alex cedió. Él la había ayudado antes y se sentía en deuda.
—Te doy cinco minutos.
—Vayamos dando un paseo.
Hombro con hombro, se encaminaron calle abajo. El tiempo había refrescado mucho y el aire estaba húmedo tras la violenta lluvia de la tarde. Alex comenzó a tiritar. Con galantería, Connor se quitó la chaqueta y se la colocó a ella sobre los hombros. Al menos, por sus actos parecía que era un caballero.
—He ido a ver a mi abuela hoy. Tengo una herencia pero no puedo acceder a ella hasta que cumpla treinta años.
—¿Tanto? Pensé que la edad legal para ser titular de tu propio dinero era la mayoría de edad.
—Mis padres lo establecieron de esa manera. Tengo veintinueve años. Pero necesito el dinero ahora.
—No veo qué tiene que ver eso conmigo —señaló ella, y continuó caminando, mirando al frente. Sabía que si lo miraba a él, sucumbiría a sus encantos.
Alex sabía lo que era ser engañada por un par de hermosos ojos oscuros. Y había aprendido la lección: no tropezaría con la misma piedra.
—Déjame que te explique. Hay una cláusula que dice que puedo tener acceso al dinero si me caso.
—Ya me doy cuenta —afirmó ella, aunque no era cierto.
—Creo que mi madre y mi padre lo hicieron así para asegurarse de que sería lo suficientemente mayor como para no derrochar el dinero pero que, si me casaba antes, la herencia nos sería de ayuda a mi mujer y a mí.
—Es lógico.
—¿No vas a ponérmelo fácil, verdad?
Alex sintió cómo clavaba en ella sus ojos, pero no quiso mirarlo.
—No te conozco, Connor. Pero te dije que te escucharía y lo haré.
—Mira —comenzó él, poniendo una mano sobre el brazo de ella para que se detuviera—. Si no consigo algo de dinero pronto, perderé el rancho. Ese rancho ha pertenecido a nuestra familia durante más de cien años.
—¿Y por qué está en problemas? —preguntó Alex.
Lo último que necesitaba era un hombre que no supiera ocuparse de sus propios asuntos, pensó. Ella ya metía la pata bastante sola. Pero, al menos, había cometido sus propios errores. Y los había arreglado sola. Sin embargo, se sorprendió a sí misma al darse cuenta de que se sentía intrigada y se preguntó por qué aún no le había dicho a aquel hombre que se fuera a freír espárragos. Se sentía en deuda con él por la caballerosidad que le había mostrado cuando la había ayudado a mediodía. Se sentía cautivada por la forma en que la había invitado a una infusión de poleo y se había preocupado por ella.
—Ha brotado una nueva epidemia que afecta al ganado vacuno. Todas mis reservas las gasté en salir de la última epidemia. Pero ahora la historia se repite… hay nuevos casos en el norte. Va a afectar a toda la industria ganadera. Pero yo tengo que alimentar a mi rebaño. Muchos ranchos se hundirán. Y yo me niego a que Windover sea uno de ellos.
Alex lo había leído en el periódico y sabía que la situación era tan grave como él la pintaba. No se trataba de que Connor no supiera llevar su negocio. Era una situación por completo fuera de su control.
—Tú necesitas una forma de ocuparte del bebé y de ti misma. Te estoy hablando de un acuerdo que nos puede beneficiar a ambos. Te casas conmigo, yo puedo acceder a mi dinero y Windover sobrevive a la crisis. Después de que nazca el niño y tú te encuentres con fuerzas, podrás hacer lo que quieras. Y yo me aseguraré de que tengas dinero en tu cuenta corriente todos los meses.
—¿Un matrimonio de conveniencia?
Connor suspiró y la miró a los ojos. Sí, Alex había tenido razón. Una mujer podría perderse en aquellos ojos de chocolate y acabar haciendo cualquier locura por él.
—Sí. No será un matrimonio tradicional. Tampoco esto es lo que yo había planeado para mí. Créeme, he agotado todas las posibilidades que tenía. Si lo miras de forma práctica, yo consigo lo que necesito y tú consigues algo de ayuda. Los dos estamos necesitados y podemos ayudarnos el uno al otro. Eso es todo.
—El matrimonio no es un acuerdo de negocios.
Alex se dio cuenta de que su comentario lo había tomado por sorpresa. Podía sonar extraño, viniendo de una mujer que no tenía casa, soltera y embarazada. Lo más probable era que él se sintiera conmocionado si supiera cómo entendía ella el matrimonio y el amor. Pero no pensaba contárselo, claro que no.
—Lo sé. Se supone que el matrimonio se basa en el amor y en el compromiso para siempre. Y yo quiero hacerlo algún día. Quiero tener una esposa que me ame como yo a ella. E hijos de los dos. Una pareja con quien compartir los buenos y los malos momentos. Con honor y con fortaleza, sabiendo que eres más fuerte siendo dos que estando solo.
Alex pensó que se encontraba ante un hombre devastadoramente atractivo, con unos valores tradicionales. Aquello era algo muy poco común.
—Seré un instrumento para tus fines —afirmó ella, atragantándose con las palabras, y siguió caminando.
—Eso suena muy frío —replicó Connor con amabilidad—. Nos ayudaríamos el uno al otro. Yo quiero vivir el final feliz del que te he hablado… y supongo que tú también. Algún día. Ahora tenemos que hacer lo necesario para sobrevivir. Espero que lleguemos a ser amigos.
Amigos. Aquello sonaba peligroso, se dijo Alex, mientras sus pisadas chapoteaban sobre el pavimento mojado. Lo que le proponía era ultrajante. Humillante.
—Creo que estás loco —señaló ella, y se detuvo frente a una pequeña casa amarilla—. Gracias por acompañarme.
—Alex, por favor, no lo rechaces todavía, ¿de acuerdo? Piénsalo. Sé que no suena romántico. Pero sé práctica y fíjate en los hechos. Tú tendrías seguridad para tu hijo y para ti y un lugar cómodo en el que vivir durante el resto de tu embarazo. Yo me ocuparía de cubrir tus necesidades, te lo prometo.
Alex se quitó la chaqueta de Connor y se la entregó.
—¿No tienes novia a la que proponérselo?
—No —respondió él, tajante—. Piénsalo hasta el lunes. Volveré a la ciudad ese día. Si te tomas algo de tiempo para meditarlo, te darás cuenta de que me ayudarías muchísimo. Lo menos que yo podría hacer sería devolverte el favor.
Era demasiado práctico. Demasiado perfecto y demasiado conveniente. Los planes perfectos siempre acababan derrumbándose y dejándola sola entre los escombros, pensó Alex. Si había aprendido algo de la experiencia, era eso.
—No tengas demasiadas esperanzas —dijo, sin mirarlo, y se metió dentro de la casa, cerrando la puerta tras ella.
Capítulo 3
Alex estaba cerrando la cremallera de su mochila cuando oyó cómo la puerta de un coche se cerraba de un golpe.
No podía ver el vehículo pero, con un escalofrío, su intuición le dijo que era él antes de mirar por la mirilla de la puerta. Seguro que se trataba de una gran ranchera. Se puso la mano en el pecho, tratando de calmar su latido acelerado. Llegaba pronto. Había esperado verlo en el bar más tarde. Eran apenas las diez y estaba claro que no había olvidado dónde vivía ella.
Abrió la puerta de casa sin darle tiempo a llamar. Connor se detuvo de forma abrupta y ambos quedaron mirándose. Alex no supo qué decir y, mientras el silencio crecía entre ellos, se sintió más y más incómoda. Se mordió el labio inferior mientras él permanecía quieto, con el solo movimiento de su pecho al respirar. Parecía que estaba esperando a que ella hablara primero, antes de hacer nada. Ofrecerle la mano parecería una tontería, y darle un beso en la mejilla, demasiado presuntuoso, se dijo ella. Así que se metió las manos en los bolsillos.
Connor tenía un aspecto muy diferente al del viernes anterior. Para bien. Sus vaqueros gastados dejaban adivinar unas piernas largas y musculosas y su camiseta negra acentuaba el ancho de su espalda. Su cabello estaba un tanto desarreglado y encrespado. Sus brazos estaban morenos por el sol, ligeramente peludos y con fuertes muñecas. Cuando se percató de que ella los estaba mirando, escondió las manos en los bolsillos.
—Buenos días —saludó él, sin poder quitar la vista de los labios de Alex, que ella no dejaba de mordisquearse.
—Has llegado muy de repente —dijo Alex con tono abrupto, sintiéndose muy afectada por tenerlo allí delante.
—Tengo que estar de vuelta a la hora de comer.
Vaya, aquello sí que era romántico, se burló Alex para sus adentros, mientras apoyaba su peso en una cadera. Se sintió como si Connor la estuviera presionando para que le diera una respuesta porque tuviera prisa por volver con sus vacas. De pronto, dudó sobre la decisión que había tomado. Las cosas iban demasiado deprisa. Hacía una semana, su única preocupación era pagar su parte del alquiler. Aquel día, estaba considerando la posibilidad de mudarse a una granja en mitad de ninguna parte y de casarse con un hombre que ni siquiera conocía. Era surrealista.
—No quiero presionarte —afirmó él, y esbozó una sonrisa amistosa.
—¿Crees que porque me sonrías voy a seguirte como una tonta? —le increpó ella, mirándolo enojada—. Tendrás que hacer algo más que mostrarme tus blancos dientes para convencerme.
Connor dio un paso atrás.
—Te ruego que me disculpes —dijo él, avergonzado. Era una situación ridícula. Alex sonrió y lo miró con un guiño.
—Es lo menos que puedes hacer.
Cuando Connor se dio cuenta de que ella estaba bromeando, sus ojos se inundaron de calidez y una tímida sonrisa asomó a sus labios.
—No importa. Estoy preparada —señaló ella, y salió al porche, dejando la mochila junto a la puerta.
—¿Quieres decir que vas a hacerlo? —preguntó él con la boca abierta.
Alex siguió sonriendo. Se alegraba de que él no hubiera estado seguro de cuál iba a ser su decisión. Eso facilitaría el camino para lo que tenía que decirle a continuación.
—Bueno, no del todo.
—No te entiendo. O vienes o no —dijo Connor, apoyando su brazo derecho en la barandilla del porche.
Alex se humedeció los labios sin estar segura de cómo empezar.
—No estoy segura de que sea buena idea casarnos. Apenas nos conocemos —observó, armándose de valor para mirarlo a los ojos—. Por lo que a mí respecta, eres un vaquero en busca de un objetivo fácil.
Connor se quedó quieto. Ni se rió ni sonrió, sino que se tomó el comentario de forma muy seria.
—¿Eso es lo que crees?
—No —admitió ella—. Pero esto no es demasiado ortodoxo, no lo podemos negar.
—Es un trato de negocios, nada más. Tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti.
Él lo hacía parecer sencillo cuando no lo era en absoluto. Para Alex, lo que estaba en juego era su futuro y el de su bebé. Ella, que no había confiado en nadie durante años, estaba considerando de pronto la posibilidad de depender de un extraño para obtener seguridad. No tenía nada de sencillo. Pero lo estaba considerando, sobre todo porque no tenía demasiadas alternativas.
—Lo que quiero decir es que todo está pasando demasiado deprisa —comentó ella, tras dar un paso atrás para aumentar la distancia entre ambos.
—Lo sé. Por eso, este fin de semana se me ha ocurrido una idea. ¿Por qué no hacemos un periodo de prueba primero? Vienes a Windover y te quedas unos días antes de tomar una decisión. Si decides que no te interesa, te traeré de vuelta aquí.
Al decir aquello, Connor vio cómo la preocupación cedía en el rostro de Alex y supo que había tenido una buena idea.
—Creo que es un buen plan —respondió ella, y suavizó su mirada, dedicándole una sonrisa llena de sinceridad.
—Por supuesto, no deseo encadenarte allí si te va a hacer desgraciada durante los próximos… ¿cuántos meses?
—Seis meses.
¿Estar encadenada al lugar? Aquello no le preocupaba ni la mitad de lo que le preocupaba estar encadenada a él, pensó Alex. Y serían más de seis meses. Cuando el bebé naciera, necesitaría algún tiempo para recuperarse y para pensar qué haría después.
—¿Cuánto tiempo de prueba? —quiso saber ella de pronto, pues sabía que Connor tenía prisa y no quería sentirse presionada para tener que decidir en cuarenta y ocho horas o algo así.
—No lo sé. No más de una semana.
—De acuerdo. Una semana está bien —asintió ella, sintiéndose más tranquila.
Alex levantó la mochila y se sorprendió cuando él la agarró de su espalda, para llevársela.
Había olvidado sus modales galantes, lo que no era fácil, ya que Connor estaba demostrándolos de forma constante. Le resultaba difícil acostumbrarse a tratar con un hombre amable. No era a lo que estaba acostumbrada.
—Gracias.
—¿Dónde tienes el resto?
—Eso es todo —contestó ella, mirándose a los pies.
—¿Esto es todo lo que tienes? —inquirió él, y se detuvo frente a su ranchera—. ¿No tienes una maleta?
—Esto es todo —repitió ella de manera tajante. No quería meterse en una discusión sobre por qué su vida podía caber dentro de una bolsa. Algún día se establecería y encontraría algo permanente. Entonces, tendría las cosas que necesitara para su propia casa, como siempre había deseado.
Él se quedó sin palabras, abrió la puerta del coche para ayudarla a sentarse y dejó la mochila en el asiento de detrás.
Alex sintió cómo su estómago se revolvía nervioso. Aquello era una locura. ¿Qué estaba haciendo? No sabía nada de él.
Connor se subió al asiento del conductor y arrancó el motor, mientras ella se abrochaba el cinturón de seguridad. Al menos, había tenido la precaución de informarse sobre él en el pueblo. El sábado había ido a la biblioteca y a la zona de Internet, para buscar información sobre aquel hombre y su rancho.
Había descubierto con sorpresa que existían bastantes datos sobre el tema y había leído con fascinación un artículo sobre Connor y sobre su interesante familia. Su padre había sido un hombre de negocios destacado en la industria de la carne y el rancho había florecido bajo su dirección. Los Madsen habían sido sus dueños desde hacía unos cien años. Al saberlo, entendió mejor por qué Connor estaba tan decidido a sacarlo adelante.
También había leído una entrevista reciente que Connor había concedido para hablar sobre las innovaciones en ganadería. Al estudiar la fotografía que aparecía en la revista, pensó que no parecía un loco peligroso. Tenía veintinueve años y era muy atractivo, además de inteligente y respetado.
Mientras Connor se concentraba en conducir la ranchera, Alex siguió pensando. Le hubiera gustado encontrar datos más personales, algo más sobre su vida. ¿Dónde estaba su familia? Él sólo le había hablado de su abuela. ¿Y cuáles eran sus intereses y sus hobbies? La única forma en la que podría averiguarlo era hablando con Connor en persona. No estaba segura en absoluto de que fuera a casarse con él. Eso la ataría a él durante los próximos meses. Tenía que tener en cuenta a su bebé. Tenía que hacer lo mejor para su hijo.
Alex se tocó el vientre al mismo tiempo que una canción country comenzó a sonar en la radio. Era muy pronto para sentir los movimientos del bebé, pero su figura había cambiado y su cintura comenzaba a denotar el embarazo. Tenía un bebé ahí dentro. No había planeado ser madre aún y menos sola. Pero estaba unida a ese pequeño ser que crecía dentro de ella y sabía que, pasara lo que pasara, quería ser una buena madre. ¿Cómo iba a serlo si ni siquiera podía permitirse encontrar un lugar donde vivir?
Se quedó mirando por la ventana, mientras la ciudad quedaba atrás. Un periodo de prueba le vendría bien. Al menos, le dejaba una salida.
Un camino largo y recto, sin asfaltar, los condujo hasta una casa de dos pisos de color blanco y con ventanas azules.
Alex se quedó mirándola, sin saber qué pensar. No había vecinos. Volvió a mirar bien. Un momento. A lo lejos, sobre una loma, parecía haber algo que podía ser una casa. La tierra que los rodeaba era marrón y verde, salpicada de unos pocos árboles. Prácticamente vacía. Aislada.
Detrás de la casa había edificaciones de varios tamaños. Alex, como buena chica de ciudad, no tenía ni idea de para qué servían, aparte de para el ganado. Había otra ranchera frente a un establo blanco. También había tractores. No los pequeños que había estado acostumbrada a ver en Ontario. Sino auténticos monstruos pintados de verde y amarillo. Le haría falta una escalera para subirse a ellos.
Connor aparcó frente a la casa y paró el motor.
—Aquí estamos —dijo, rompiendo el silencio.
—Es enorme —comentó ella—. El cielo… parece interminable.
—Hasta que miras hacia allá —afirmó Connor, poniéndose a su lado y señalando hacia el oeste.
Alex reprimió un grito de admiración. Se había concentrado tanto en la casa que no había reparado en el paisaje. Ante sus ojos se expandía una vista de las Montañas Rocosas que le quitó el aliento. Estaban lejos pero lo suficientemente cerca como para poder admirar sus diferentes tonalidades, oscuras en los cañones y más claras en los picos, coronados con nieve a pesar de que ya estaban en junio.
Дата добавления: 2015-10-31; просмотров: 141 | Нарушение авторских прав
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