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Nota de la autora

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El 25 de junio de 2004, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y la Fundación Contamíname convocaron en Rivas, Madrid, un concierto-homenaje a los republicanos españoles, bajo el lema Recuperando Memoria. Aquel acto, el primero en su especie que se celebraba en España después de treinta años de democracia, supuso un éxito de convocatoria que desbordó los sueños más felices de la organización. Yo, que tuve la suerte de ser invitada a intervenir, acudí en mi propio coche junto con otros escritores participantes, mi marido, Luis García Montero, y mis amigos Benjamín Prado y Ángel González. Antes de llegar al desvío de Rivas, encontramos en la carretera de Valencia un tráfico inusualmente denso para un sábado a media tarde. Al tomar ese desvío, la densidad se había convertido en un tapón. A medida que nos acercábamos al lugar donde iba a celebrarse el concierto, formábamos ya parte de un considerable atasco para el que aún no nos atrevimos a formular una explicación, porque no podíamos creer que todos aquellos coches fueran en la misma dirección que el nuestro. Hasta aquel día, los homenajes a la República a los que habíamos asistido habían sido actos íntimos, envueltos en una penumbra casi clandestina, representativa de la humildad acomplejada y culpable con la que la izquierda había mirado hacia 1931 desde la muerte de Franco. Nada nos había preparado para lo que íbamos a vivir.

Los españoles, ya se sabe, nunca estamos preparados para ser felices. Pero aquella tarde, en un campo deportivo de Rivas, más de treinta mil lo fuimos, y mucho, mientras una infinidad de banderas tricolores de todos los tamaños ondeaban al viento con naturalidad, una alegría que ponía los pelos de punta. Sin tristeza, sin culpa, sin más amargura que la imprescindible, los republicanos celebramos una fiesta, y con ella, el orgullo de pertenecer a la mejor tradición de la historia de este país. En las primeras filas, ochocientos ancianos y ancianas, excombatientes, represaliados, guerrilleros, presos políticos, miraban hacia delante con una mezcla indescriptible de emoción, euforia e incredulidad. Muchos de los participantes agradecimos desde el escenario su coraje y su ejemplo, la determinación de una lucha destinada a conquistar, para los españoles de ayer, un futuro que es el presente de los españoles de hoy. Nunca como entonces percibí que nuestra propia existencia representa la victoria póstuma de los derrotados de 1939, la derrota de quienes provocaron una guerra atroz para ganarla, ocupar el poder durante casi cuarenta años, y disolverse después, como un azucarillo en un vaso de agua, en esa posteridad que pretendieron eterna e imperial. Aquella noche, el homenaje apareció en todos los telediarios. Y algo empezó a cambiar en España.

Desde aquel día, Rivas —una ciudad situada a quince kilómetros de Madrid y cuyo espectacular crecimiento se asentó en la proliferación de cooperativas de viviendas impulsada por los partidos y sindicatos de izquierdas— se convirtió en la casa común de los republicanos de Madrid. El ayuntamiento de esta «inexpugnable aldea gala», gobernada casi ininterrumpidamente por Izquierda Unida en una comunidad autónoma dominada por la derecha, se constituyó en sede y refugio, en patrocinador y soporte de muchas iniciativas que, sin su constante e implicada generosidad, habrían estado abocadas al fracaso. Los republicanos madrileños del siglo XXI nunca podremos saldar nuestra deuda de gratitud con Rivas. La mía se acrecentó decisivamente cuatro años después.

El 14 de junio de 2008, «nuestro» ayuntamiento ofreció otro homenaje a los republicanos españoles. Para aquel entonces, el clima había cambiado tanto que, por la mañana, más de cuatrocientos represaliados por el régimen franquista visitaron por primera vez el Congreso de los Diputados para ser recibidos por el presidente de la Cámara. Después asistieron en Rivas a una comida servida por un centenar de voluntarios, en un polideportivo presidido por el lema de la convocatoria: Homenaje a una generación que luchó por la democracia. Aquel día, en aquel lugar, conocí a Isabel Perales.

Fue después de los postres, cuando nos estábamos despidiendo. Una señora que destacaba por su aspecto, casi tan alta como yo, perfectamente maquillada y muy elegante a los ochenta y un años, se me acercó para hacerme una pregunta. ¿Tú sabes algo de los niños esclavos del franquismo? Le contesté que no, y unos días después se presentó en mi casa a media mañana para contarme una historia terrible. Tenía catorce años cuando el decreto de 23 de noviembre de 1940 permitió a su madrastra, presa en Ventas, solicitar para ella y para su hermana Pilar dos plazas en el colegio bilbaíno de Zabalbide, propiedad de la orden religiosa de los Ángeles Custodios. Todavía tiene las manos deformadas por la sosa con la que lavó durante años en aquel centro al que había acudido con la ilusión de aprender a leer y a escribir.

He contado la historia de Isabel, de su desamparo, de su sufrimiento, de su soledad, y de lo que representó para ella, en aquella implacable desolación, el cariño de una monja llamada Carmen, en una novela que no habría podido escribir sin su tenebrosa revelación de que en la España de la posguerra, los hijos de los presos —las niñas de Zabalbide al menos— estaban sometidos a un régimen de trabajos forzados para redimir las penas de sus padres, el pecado original de ser hijos de rojos. Al margen de esta monstruosidad moral y jurídica, la vida de Isabel, su extraordinaria trayectoria de superviviente, me ha inspirado tanto como la historia que me contó. Ella, que después de trabajar unos años en el servicio doméstico, formó parte durante décadas del mundo del cine español, trabajando primero como doble de luces, más tarde como especialista, por fin como sastra, oficio al que su nombre aparece ligado en los créditos de infinidad de películas, rodadas desde la década de los cincuenta hasta hace pocos años, es una demostración irrefutable del valor de una generación que encontró maneras de salir a flote, de progresar y vivir con dignidad, partiendo de la más despiadada de las penurias.

Esta novela, una vez más, debe mucho a muchas personas. Isabel es la primera de esa lista, y por eso aparece aquí con su propio nombre. Y aunque no tuvo ninguna hermana llamada Manolita, he conservado su apellido, el nombre de la verdadera hermana que la acompañó a Bilbao, el de aquel colegio y otros datos de su biografía, su infancia en Villaverde, su orfandad temprana, la segunda boda de su padre, su pertenencia a la Guardia de Asalto durante la guerra, el carácter de su madrastra y el empobrecimiento radical que la derrota supuso para una familia que, sin ser nunca rica, siempre había vivido bien. También el compromiso político de una mujer que no dejó de militar, de resistir durante toda la dictadura. Desde aquí quiero agradecer una vez más a Isabel todo lo que ha hecho por esta novela, aunque siempre que nos vemos ella insista en darme las gracias a mí por haber atendido a su deseo. «Yo lo único que quiero es que esto se sepa, que se entere la gente...»

Las tres bodas de Manolita tampoco habría llegado a existir sin Juana Doña, sin la conmovedora crónica de su amor por Eugenio Mesón que publicó en 2003, más de sesenta años después de que su marido cayera ante un pelotón en la tapia del cementerio del Este. Querido Eugenio es quizás el testimonio escrito que más me ha emocionado entre todos, y son muchos, los que he conocido a lo largo de los últimos años. Esta historia de amor perfecta, contra la que no pudo nada ni siquiera la muerte, representa además una fuente excepcional para conocer la vida cotidiana de los presos de Porlier y sus mujeres. Cuando encontré en sus páginas la figura de aquel capellán que se forró durante años, organizando cinco «bodas» al día —dos mil pesetas, diez kilos de pasteles, diez cartones de tabaco, una espectacular mina de oro fundada en la desesperación de los presos y sus familias—, supe que algún día escribiría una novela sobre ese tema. Esa novela, que es esta, le debe al libro y a la figura de Juana muchas más cosas. Sobre todas, la declaración final de Manolita, «no me arrepiento de nada», con la que a aquella incansable luchadora le gustaba resumir una existencia que la dictadura franquista pretendió convertir en un calvario sin lograrlo jamás. Este libro es también un homenaje a la resistencia de las mujeres antifranquistas, entre las que la figura de Juana Doña adquirió una dimensión ejemplar. Entre todas las personas que me han ayudado a escribirlo, se cuenta también su hijo, Alexis Mesón Doña, con quien siempre estaré en deuda por su aliento y generosidad.

El tercer volumen de los Episodios de una Guerra Interminable es, como las dos novelas precedentes y las tres sucesivas, una obra de ficción basada en acontecimientos históricos reales. Así, recoge muchas historias que son verdaderas aunque no lo parezcan. Y aunque parezca mentira, es cierto que la cúpula de la Juventud Socialista Unificada de Madrid, diecisiete dirigentes con su secretario general a la cabeza, fueron detenidos por las republicanas tropas del Consejo de Defensa del coronel Casado a partir del 5 de marzo de 1939 y jamás liberados. Los casadistas los trasladaron a Valencia, los encerraron en la cárcel de San Miguel de los Reyes y, cuando la caída de la ciudad era ya inminente, salieron corriendo sin abrir las puertas de sus celdas. Los franquistas se encontraron con un regalo que no esperaban pero supieron gestionar con su proverbial eficacia. Devolvieron a los presos a Madrid, los metieron en Porlier, los juzgaron y fusilaron a quince de ellos el 3 de julio de 1941, por el simple delito de ser quienes eran.

Juana Doña cuenta en Querido Eugenio cómo eran las bodas de Porlier y quiénes fueron sus padrinos en la primera. No cita los nombres de la pareja que hizo aquel papel en la segunda, y por eso me he atrevido a escogerlos. Cuando busqué información sobre los compañeros de expediente de Eugenio, me tropecé con una página web que me pareció conmovedora. José Suárez Montero, en memoria de quien sólo conocí por las cosas que me contaron, y que quisiera que hubieran sido más. Mi abuelo. Allí, un nieto de José Suárez ha publicado los pocos datos y fotografías de su abuelo que ha logrado reunir. No le conozco, no sé quién es, pero cuando leí esta página, pensé que tanto amor merecía una recompensa. Por eso elegí a José Suárez, y a su mujer y tocaya, Josefa, a la que me he tomado la libertad de llamar Pepa, como compañeros de Eugenio y Juani en el cuartucho de Porlier, igual que ellos compartieron su destino en la vida y en la muerte, ellas lo hicieron en la obligación de sobrevivirles.

Pero entre las aportaciones de la realidad a esta novela destaca sobre todas la figura de Roberto Conesa Escudero, a quien el lector ha conocido durante casi todas sus páginas por un mote, el Orejas, también auténtico y muy justificado por la forma y tamaño de tales apéndices. Su nombre, que no significará nada para los más jóvenes, todavía habrá sido capaz de desatar un escalofrío en la nuca de muchos de sus padres.

El comisario Conesa es otro personaje paradigmático del franquismo, la cara siniestra de la moneda, el torturador, y maestro de torturadores, más célebre de la dictadura. Su trayectoria juvenil, como militante antifascista primero y traidor apresurado, contumaz, desde la misma entrada de las tropas franquistas en Madrid, es mucho menos conocida, porque él mismo se ocupó de ocultarla. Yo descubrí su rastro en un libro de Josep Carles Clemente — Historias de la Transición: El fin del apagón (1973-1981) — donde se le cita como delator de Matilde Landa.

Todo lo demás proviene de un extenso e interesantísimo reportaje sobre su vida que Gregorio Morán escribió para Diario 16 y dicho diario publicó en nueve entregas, a finales de marzo de 1977, bajo el título «Superagente Conesa: Esta es su vida». Nunca habría podido acceder al impresionante caudal de información que contiene si mi amigo Miguel Ángel Aguilar, director de Diario 16 por aquellas fechas, no lo hubiera recordado para mí en una comida en la que le conté el proyecto de este libro. No he encontrado ninguna otra fuente relevante sobre Roberto Conesa. El valor de esta se acrecienta, además, porque el auténtico Orejas presentó una demanda por difamación contra Morán y Aguilar, autor y editor de esta muy desautorizada historia de su vida, que no prosperó. Recurrió en varias instancias y perdió en todas ellas, lo cual tal vez no implique una garantía absoluta de autenticidad sin fisura posible, pero sí descarta la falsedad de la información que Gregorio Morán recogió de muchos testigos directos de los hechos de su vida.

He recreado libremente a Conesa en el Orejas, integrando los poquísimos datos de su vida cotidiana que le han sobrevivido en una ficción capaz de sustentarlo narrativamente como personaje. Así, el Orejas que recorre toda la novela no es Roberto Conesa, aunque los hechos decisivos de la trayectoria política y profesional de ambos coincidan. El detalle de que el Orejas amigo de Toñito y asesino de Eladia no tenga apellido me ha permitido adjudicar a Paquita un síndrome, el de la inteligencia límite —cuyo conocimiento debo a mi amiga Eva Ortiz—, que no tenía en realidad, y una amante que era prima de su mujer, entre otras invenciones. Del mismo modo, el reclutamiento y primeros pasos del Orejas en la Brigada Político Social son pura fabulación, una hipotética interpretación del progreso del comisario que puede o no coincidir, en varios puntos o en ninguno, con la realidad. Sin embargo, como ya sucedía en Inés y la alegría, todos los datos que aparecen en el último capítulo, cuyo título está encerrado entre paréntesis —«La trayectoria de un ejemplar servidor del Estado»—, son auténticos. También lo es, para vergüenza nuestra, la Medalla de Oro al Mérito Policial que le concedió Rodolfo Martín Villa y que representa, en mi opinión, un nuevo paradigma, en este caso del turbio espíritu de la Transición.

La vida del auténtico Roberto Conesa Escudero proyecta aún múltiples enigmas de difícil solución sobre la historia reciente de España. El más relevante afecta a la existencia misma del GRAPO, brazo armado del Partido Comunista Reconstituido, una escisión pro china del PCE semejante en su origen e ideario al PC-ml que Conesa infiltró al parecer de arriba abajo. Tal vez, Pío Moa, que llegó a ser nada menos que su secretario general, y tuvo después la extraordinaria fortuna de ser juzgado —por su complicidad en el secuestro de Oriol y Villaescusa— con tal benevolencia que su condena se limitó a un año de cárcel que no tuvo que cumplir, podría escribir un libro para arrojar luz sobre este oscuro asunto. En mi modesta opinión, resultaría más interesante que los que ha publicado hasta ahora.

La verdadera identidad del primer antagonista relevante de Conesa, Heriberto Quiñones, secretario general del PCE clandestino en la España de la inmediata posguerra, representa un misterio aún más intrincado, a estas alturas ya seguramente irresoluble. La biografía de David Ginard i Ferón, Heriberto Quiñones y el movimiento comunista en España (1931-1942), reconstruye hasta donde es posible la trayectoria de un personaje tan enigmático y fascinante como pocos héroes de novelas de aventuras.

El hombre ejecutado y enterrado en Madrid, el 2 de octubre de 1942, bajo el nombre de Heriberto Quiñones González, había nacido en una fecha indeterminada de la primera década del siglo XX muy lejos de Asturias, seguramente en Besarabia, una región de Moldavia que entonces formaba parte de la Rusia imperial. Por tanto, y aunque provenía al parecer de una familia judía, su lengua materna, al menos una de ellas, habría sido el rumano, detalle que ayuda a explicar su extraordinaria facilidad para los idiomas en general, y para el español en particular. Pero, aparte de que nadie sea capaz de aprender español tan deprisa ni tan bien como un rumano, él tuvo ocasión de practicarlo en Argentina, donde trabajó en los años veinte a las órdenes de Victorio Codovila como un jovencísimo agente del Komintern, organización para la que nunca dejaría de trabajar. Después, según algunos investigadores, se instaló en Francia y vivió allí una larga temporada bajo la ficticia identidad de Yefin Granowdisky, con la que cruzó los Pirineos después de su expulsión del territorio francés en octubre de 1930. En España, donde transcurriría el resto de su vida, usó diversos nombres, como José Cavanna García o Vicente Moragues Martorell, hasta que un funcionario del Ayuntamiento de Gijón le regaló, literalmente, una partida de nacimiento que le serviría para fabricar su última y definitiva identidad. Lo fue hasta el punto de que su hija, Octubrina Roja Quiñones Picornell, que nunca tuvo otro apellido, lo transmitió a sus hijos, que a su vez tuvieron otros hijos que siguen apellidándose Quiñones y viviendo en la isla de Mallorca. Ni ellos conocen el verdadero nombre de su abuelo, ni llegó a conocerlo Josefina Amalia Villa, que fue la última pareja sentimental de Heriberto en Madrid.

La muerte de Quiñones, a quien su mano derecha, Luis Sendín, y su secretario de organización, Ángel Cardín, tuvieron que llevar en brazos hasta la tapia del cementerio del Este, porque los torturadores de la Puerta del Sol le habían roto la columna vertebral, y tuvieron que atarlo a una silla para fusilarlo sentado, es tan auténtica como el anuncio

DIRECCIÓN GENERAL DE SEGURIDAD

Para identificar a un hospitalizado desconocido

El día 30 de diciembre último fue recogido en la calle un caballero de unos treinta y cinco años, de buena complexión y pelo castaño, con entradas bastante pronunciadas; viste traje y gabán color café, con espiguilla; sombrero gris y zapatos marrón [sic].

Por haber sido hospitalizado y no tener documentación que lo identifique, se ruega a los familiares, dueños de pensión o casas particulares que hayan notado su falta, se personen en la Inspección de guardia de la Dirección General de Seguridad (Puerta del Sol) a efectos de identificación.

que la Brigada Político Social insertó en el Abc del día 4 de enero de 1942, y al que una señora llamada Mercedes Tenés Guardiola, que alquilaba habitaciones en su piso de la avenida de Felipe II, respondió inmediatamente. Echaba de menos, desde hacía unos días, a uno de sus huéspedes, un viajante de comercio al que ella conocía como Anselmo González Sánchez, uno más entre los innumerables nombres que Quiñones usó antes de gritar ¡Viva la Tercera Internacional! para expirar en tierra ajena, muy lejos del lugar donde nació. Fue un final tan heroico como provisional. Para mis lectores más constantes, añadiré que sólo unos meses más tarde, en marzo de 1943, llegó a Madrid un hombre alto, distinguido y joven aún, todo un señor de aspecto tan impecable como su acento de Pamplona, que se instaló en un chalé confortable, discreto y con jardín, del barrio de Ciudad Lineal. Se llamaba Jesús Monzón Reparaz. Y cuando parecía que todo había terminado, todo volvió a empezar.

Heriberto Quiñones, a quien nunca podremos llamar por otro nombre, fue quien ordenó que dos de las tres multicopistas que habían llegado de América por vía marítima viajaran hasta Madrid, tal y como se cuenta en el primer capítulo de no ficción de Las tres bodas de Manolita. Esta historia, la de su novelesca detención, la de su lugarteniente, Luis Sendín —que provocó la caída porque, desobedeciendo una orden de Heriberto, se negó a abandonar el piso de la calle Santa Engracia donde vivía tan ricamente, con dos hermanas de la JSU que tenían horarios de trabajo opuestos, una diurno, la otra nocturno, que le permitían acostarse con las dos—, y la del sofisticado código que Quiñones impuso a los militantes para traer de cabeza a la policía hasta que se incautaron de las tres maletas que guardaba en una habitación de la casa de doña Mercedes, provienen —¿de dónde si no?— del imprescindible Madrid clandestino. La reestructuración del PCE, 1939-1945, uno de mis libros de cabecera desde hace años.

Desde aquí, aparte de agradecerle una vez más su incomparable y preciosa aportación, quiero animar a Carlos Fernández Rodríguez a que publique su tesis doctoral antes de que se descuajaringue del todo mi ejemplar del libro que entregó como avance, a estas alturas tan machacado, subrayado y lleno de papelitos, que a veces me cuesta trabajo interpretar mis propias notas. Se lo agradecería muchísimo, porque me temo que volveré a necesitarlo.

La historia de la fábrica subterránea de armamento de los Nuevos Ministerios me cautivó desde las páginas de otro libro extraordinario, que suelo recomendar cuando alguien me pregunta qué puede leer para enterarse de lo que pasó en España entre 1936 y 1939. Ronald Fraser, un historiador de primera fila y un excelente narrador, publicó Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española en 1979, después de entrevistar a muchos protagonistas del conflicto que le contaron su experiencia en primera persona y con su propia voz. Entre ellos estuvo Lorenzo Íñigo, a quien el lector ha conocido como jefe y amigo de Silverio en el túnel. Hasta que leí el libro de Fraser —que toma su título del primer verso de un estremecedor poema de Luis Cernuda, «1936», que yo escogí entre todos los inspirados en la guerra de España para leerlo en Recuperando Memoria—, nunca había encontrado en ninguna parte la menor alusión a la admirable fábrica de armamento de Nuevos Ministerios, un nuevo paradigma, en este caso de la ejemplar resistencia que los madrileños opusieron al fascismo. Las razones de este olvido, tan injusto como culpable, son fáciles de entender y explican a su vez, admirablemente, por qué la República fue derrotada en 1939.

Poco tiempo antes de que Ronald Fraser, hijo de británico y norteamericana que nació en la alemana ciudad de Hamburgo, acometiera la escritura de este libro, un muchacho nacido en Valdealgorfa, provincia de Teruel, y recién licenciado en Historia por la Universidad de Zaragoza, tuvo la misma idea. Con su polo Fred Perry y sus bambas de algodón, este animoso jovencito invirtió el verano posterior a su licenciatura en un largo viaje destinado a visitar a personas que habían alcanzado relevancia en los procesos de colectivización agrícola y en los frentes de Aragón durante la guerra. Su intento cosechó el más clamoroso de los fracasos. Los hombres y mujeres que después hablaron con Fraser como cotorras, se negaron en banda a recordar ni un nombre, ni una fecha, ni un detalle, para aquel muchacho de aspecto inofensivo, peligroso sin embargo porque era español. El joven historiador cambió el tema de su tesis y se quedó después con la boca abierta al leer Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, un libro que le enseñó en qué país vivía más y mejor que a ningún otro lector. Aquel joven, hoy célebre, prestigioso historiador, y amigo mío, es Julián Casanova. Cuando decidí que a Toñito y a Silverio también les convenía tener un amigo bueno, inteligente, apasionado, honesto y anarquista, pensé que nadie podría encarnarlo mejor que él. Por eso, el lechero de la calle Tres Peces tiene un mechón blanco en su pelo negro y los rasgos físicos de un catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. Ambos comparten, además, a una mujer encantadora que se llama Lourdes.

En Las tres bodas de Manolita aparecen numerosas personas reales caracterizadas y tratadas como personajes de ficción. Muchas se han desvelado ya. Entre las restantes, quiero proclamar mi predilección por Antonio de Hoyos y Vinent, que ha sido recreado en otras obras literarias antes de ahora desde perspectivas diferentes a la que yo he escogido para mirarle. Luis Antonio de Villena le tomó como modelo en Divino, concentrándose en su etapa de escritor exquisito y decadente, previa al estallido de la guerra, aunque le situó en la cárcel al final de su obra. Juan Manuel de Prada lo retrató en Las máscaras del héroe como a un chequista gordo, indolente y depravado. A mí me enternece sobremanera la doble autenticidad que, como señor y como anarquista, ve Manolita en él, y su radical generosidad, la coherencia que le impulsó a compartir la suerte de sus compañeros, auténtico también en eso y hasta la muerte, en lugar de renegar de su fe, pedir perdón e intentar exiliarse en la Costa Azul, lo cual quizás no le hubiera resultado tan difícil teniendo en cuenta sus orígenes. La comuna de la calle Marqués de Riscal es un escenario luminoso, emocionante, pequeño y grandioso a la vez, en el que quizás no habría reparado si mi amigo Eduardo Mendicutti, a quien debo tantas cosas, no me hubiera sugerido que escribiera sobre el Hoyos revolucionario.

Miguel, el preso que hacía funciones de secretario en la oficina de Cuelgamuros, se convirtió con el paso del tiempo en el padre de mi amiga Azucena Rodríguez. Sus memorias, que tituló El último preso del Valle de los Caídos, porque tuvo que quedarse un día más que sus compañeros para recoger la oficina, me han ayudado tanto como los recuerdos que transmitió a sus hijos para recrear la vida en aquel campo de trabajo. Por lo demás, La verdadera historia del Valle de los Caídos, el libro que Daniel Sueiro publicó en 1976 para reeditarlo, corregido y ampliado, en 1983, y que incluye, entre otros, el testimonio de Miguel Rodríguez, sigue siendo, a mi juicio, la mejor fuente sobre el monumento de Cuelgamuros. Sin embargo, recientemente han aparecido otros dos volúmenes con el mismo título, El Valle de los Caídos, ambos escritos por periodistas, Fernando Olmeda en un caso, José María Calleja en el otro, que también ayudan a comprender la génesis y el desarrollo del faraónico mausoleo que Franco construyó para apuntalar su inmortalidad en un país que se moría de hambre. Una lectura siempre recomendable, por su calidad literaria y la conmovedora autenticidad de la voz narradora, es la novela autobiográfica Otros hombres, en la que Manuel Lamana cuenta la novelesca historia de su fuga de Cuelgamuros, en la que le acompañó Nicolás Sánchez-Albornoz.

Es probable que los lectores que se hayan enfrentado por primera vez a la rutina de un destacamento penal como aquel estén asombrados del relativo bienestar del que disfrutaban los trabajadores penados. Quienes tengan la curiosidad de contextualizar las condiciones de su cautiverio, hallarán en Españoles en el Gulag. Republicanos bajo el estalinismo, el último y excelente libro de Secundino Serrano, un retrato de los campos de trabajo siberianos de Stalin que se puede calcar —ocho horas de trabajo y dos de tiempo libre a diario, jornada semanal de descanso, insignificante retribución económica, pabellones mixtos para parejas, posibilidad de criar a los propios hijos en el campo— de los estatutos de los campos de trabajo franquistas. La única diferencia es que en España no existían los campos mixtos, y a cambio, se toleraba la presencia de las familias de los presos en las condiciones que he descrito en esta novela. Que el Gulag represente hoy un indudablemente merecido sinónimo del infierno, mientras el Patronato de Redención de Penas haya sobrevivido al franquismo como una benévola obra de caridad del régimen, ya es historia. Y nunca mejor dicho.

Quiero agradecer especialmente a mi sobrino y futuro arquitecto, José García Navarrete, la información acerca del proceso que hace posible la construcción de una vivienda sobre una plataforma de hormigón destinada a albergar una torre de transmisiones. Porque si él no me hubiera explicado lo que son las esperas, la casa de Silverio y Manolita se habría hundido sin remedio.

En el primer capítulo de no ficción de Las tres bodas de Manolita, aparece una recién nacida cuyo bautizo propició la refundación de PCE en marzo de 1941. Rosario Tuero, Cheli para los amigos, volvió a Madrid hace unos años desde Cuba, el país al que la llevaron sus padres a vivir de pequeña, su país, y tuve la oportunidad de conocerla cuando aún no sabía cómo iba a contar las historias que confluyen en este libro.

Con todo, entre los personajes muy secundarios de esta novela de Madrid, cuyas tramas argumentales se reparten principalmente entre dos barrios, aquel en el que transcurrió la infancia de mi madre, que vivía en la calle Lope de Vega —muy cerca de Santa Isabel, de San Agustín, de Antón Martín, de la calle Atocha, de la calle León, de la del Prado—, y el que contempló la infancia de mi padre, que vivía en la calle Velarde —muy cerca de la calle Hortaleza, de San Mateo, de la esquina de Fernando VI con Campoamor, de Marqués de Riscal, de Eguilaz, de San Andrés—, mi favorito es sin duda Manuel Rodríguez, que aparece citado una sola vez como dueño de la taberna situada en la esquina de Velarde con Fuencarral, donde Antonio Perales comía todos los días el cocido que le llevaba su hija Manolita.

Porque el tabernero Manuel Rodríguez, que indiscutiblemente existió, es mi bisabuelo.

Entre los modelos que he utilizado para construir a los personajes de esta novela está también Carmen Amaya, o mejor dicho, el papel que interpretó en su debut cinematográfico, que tuvo lugar en una película interesantísima que debería proyectarse en todos los institutos de este país al menos una vez al año, para que sus alumnos entendieran, en poco más de una hora, qué representó en realidad la Segunda República Española.

La hija de Juan Simón, estrenada en 1935, es el mejor ejemplo de la ambición de Filmófono, productora republicana por excelencia. Su fundador, Ricardo Urgoiti, que desde el primer momento tuvo como mano derecha a Luis Buñuel, aspiraba a difundir una nueva moral en películas populares, melodramas y musicales que sirvieran de soporte a estereotipos progresistas, capaces de competir con la polvorienta beatería de los argumentos de Cifesa. El protagonista de la película, Angelillo, es un buen chico que no sabe que ha dejado embarazada a Carmela, a la que ama tiernamente, cuando se marcha del pueblo para huir del paro y buscar un futuro como cantante. En un tablao de Madrid contempla la actuación de una bailaora, Carmen Amaya bailando para Luis Buñuel, que rodó casi todo el metraje aunque no quiso firmar la película, por miedo a desprestigiarse en los ambientes vanguardistas a los que había dejado pasmados en 1929 con Un perro andaluz. Buñuel cedió la autoría oficial a un joven aspirante a director llamado, nada más y nada menos, José Luis Sáenz de Heredia, que con el tiempo firmaría, entre otras muchas películas, Raza —que se estrenó en Madrid el 4 de enero de 1942, el mismo día que el Abc publicó el anuncio destinado a identificar a Heriberto Quiñones— y Franco, ese hombre.

Volviendo a La hija de Juan Simón, la bailaora, al terminar su número, se compadece de la desesperación del joven cantante que no logra triunfar y le ofrece una caña de vino. Al verla, el señorito que paga la juerga se acerca a ella, se pone chulo y le reprocha que quiera invitar a beber a ese desgraciado. Entonces sucede. Carmen Amaya le entrega la caña a Angelillo, se vuelve fieramente hacia su patrocinador, y le dice, en España, en 1935, que su cuerpo es suyo y que ella hace lo que le da la gana. Eladia Torres Martínez habría sido otra si esa secuencia no me hubiera dejado con la boca abierta a tiempo.

Por último, y ya que me he puesto flamenca, quiero recordar aquí a Lola Flores, la más grande, cuya voz —¡ay, pena, penita, pena!— me ha acompañado como una amiga constante desde el verano de 2010, a lo largo de los tres años que he tardado en escribir Las tres bodas de Manolita.

Almudena Grandes

Madrid, octubre de 2013

 


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