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Capítulo 83 2 страница. Para entonces, todo el mundo lo miraba.

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Para entonces, todo el mundo lo miraba.

Tal y como le habían advertido, el gran consumo de esferoides y hormonas le cambió no sólo el cuerpo, sino también la voz, que se volvió un inquietante susurro, lo que lo hacía todavía más misterioso. Esa suave y enigmática voz, combinada con su nuevo cuerpo, su riqueza y la negativa a hablar de su misterioso pasado, terminaba por conquistar a las mujeres que conocía. Se entregaban a él sin reservas, y él las satisfacía a todas: de las modelos de visita a las islas para una sesión fotográfica, a nubiles universitarias norteamericanas de vacaciones, pasando por las solitarias esposas de sus vecinos, o incluso algún joven ocasional.

«Soy una obra maestra.»

Al pasar de los años, sin embargo, las aventuras sexuales de Andros empezaron a perder emoción. Y lo mismo sucedía con todo lo demás. La suntuosa cocina de la isla perdió su sabor, los libros su interés, e incluso las deslumbrantes puestas de sol que podía ver desde su villa comenzaron a parecerle insulsas. ¿A qué se debía? No había cumplido los treinta y ya se sentía viejo. ¿Qué más le quedaba por hacer? Había esculpido su cuerpo hasta convertirlo en una obra maestra; se había educado a sí mismo y había nutrido su mente con cultura; vivía en el paraíso, y tenía el amor de todo aquel que deseaba.

Y, sin embargo, por increíble que pareciera, se sentía tan vacío como cuando estaba en la prisión turca.

«¿Qué es lo que me falta?»

Obtuvo la respuesta unos meses después. Andros estaba solo en su villa, cambiando distraídamente de canal en medio de la noche, cuando de repente dio con un programa acerca de los secretos de la francmasonería. No era un documental muy bueno, y ofrecía más preguntas que respuestas, pero Andros no pudo evitar sentirse intrigado por la plétora de teorías conspiratorias que rodeaban la hermandad. El narrador iba describiendo leyenda tras leyenda.

«Los francmasones y el Nuevo Orden Mundial…»

«El Gran Sello masónico de Estados Unidos…»

«La logia masónica P2…»

«El secreto perdido de la francmasonería…»

«La pirámide masónica…»

Andros se incorporó, sobresaltado. «Pirámide». El narrador empezó a contar la historia de una misteriosa pirámide de piedra cuya inscripción encriptada prometía otorgar un saber perdido y un inconmensurable poder. A pesar de su aparente inverosimilitud, la historia trajo a su mente un lejano recuerdo… de una época mucho más oscura. Andros recordó lo que Zachary Solomon había oído de su padre acerca de una misteriosa pirámide.

«¿Es posible?» Andros se esforzó para recordar los detalles.

Cuando el programa terminó, salió al balcón para dejar que el aire fresco le aclarara las ideas. Empezó a recordar más cosas, y a medida que todo iba volviendo a él, tuvo la sensación de que quizá detrás de la leyenda se ocultaba una verdad. Y si ése era el caso, Zachary Solomon - aunque muerto hacía mucho- todavía tenía algo que ofrecerle.

«¿Qué tengo que perder?»

Tan sólo tres semanas después, tras planear cuidadosamente el momento oportuno, Andros se encontraba delante del invernadero de la finca que los Solomon tenían en Potomac. A través del cristal pudo ver a Peter Solomon charlando y riendo con su hermana, Katherine. «No parece que les haya costado demasiado olvidarse de Zachary», pensó.

Antes de ponerse un pasamontañas en la cabeza, Andros tomó un poco de cocaína. Era la primera que probaba desde hacía mucho. Sintió el familiar subidón y la ausencia de miedo. Sacó una pistola, abrió la puerta con una vieja llave y entró.

- Hola, familia Solomon.

Lamentablemente, la noche no fue como Andros había planeado. En vez de obtener la pirámide a por la que había ido, le dispararon una perdigonada y tuvo que huir por el césped cubierto de nieve en dirección al bosque. Para su sorpresa, tras él fue Peter Solomon, en cuya mano pudo vislumbrar además el brillo de una pistola. Andros corrió hacia los árboles y cogió un sendero que seguía el borde de un profundo barranco.

Abajo, el ruido de una cascada resonaba en el límpido aire invernal. Pasó por delante de un grupo de robles y dobló un recodo hacia la izquierda.

Segundos después, el repentino final del sendero hizo que tuviera que detenerse en seco, escapando por poco de la muerte.

«¡Dios mío!»

A unos pocos metros tenía la pendiente del barranco, bajo la cual se podía ver el río congelado. En la roca que había a un lado del camino, una torpe mano infantil había tallado una inscripción:

. .

 

Al otro lado del barranco el sendero continuaba. «¡¿Dónde está el puente?! -El efecto de la cocaína se le había pasado-, ¡Estoy atrapado!»

Dejándose llevar por el pánico, Andros se volvió para recorrer de vuelta el sendero, pero se encontró de cara con Peter Solomon, que permanecía de pie ante él, sin aliento y con una pistola.

Andros miró el arma y retrocedió un paso. La caída que tenía detrás era de al menos quince metros y daba a un río cubierto de hielo. La neblina de la cascada que los rodeaba le había helado hasta los huesos.

- El puente de Zach se pudrió hace mucho -dijo Solomon, jadeante-.

Él era el único que venía hasta aquí. -Solomon mantenía la pistola sorprendentemente firme-, ¿Por qué mató a mi hijo?

- No era nadie -respondió Andros-, Un drogadicto. Le hice un favor.

Solomon se acercó, apuntando la pistola directamente al pecho de Andros.

- Quizá yo debería hacerle a usted el mismo favor -su tono era especialmente virulento-. Mató a mi hijo de una paliza…, ¿cómo puede un hombre hacer algo así?

- Los hombres hacen cosas impensables cuando están al límite. -¡Asesinó a mi hijo!

- No -respondió Andros, acalorándose-. Usted asesinó a su hijo. ¿Qué tipo de hombre deja a su hijo en prisión cuando tiene la opción de sacarlo de ahí? ¡Usted asesinó a su hijo! No yo. -¡No sabe nada! -exclamó Solomon, con dolor en la voz.

«Está equivocado -pensó Andros-. Lo sé todo.»

Peter Solomon se acercó todavía más, estaba apenas a cinco metros, con la pistola en alto. A Andros le ardía el pecho, y podía notar que estaba sangrando profusamente. La calidez se extendía hasta su estómago.

Miró la caída por encima del hombro. Imposible. Se volvió hacia Solomon.

- Sé mucho más de lo que piensa -susurró-. Sé que no es usted el tipo de persona que asesina a sangre fría.

Solomon dio un paso adelante y lo apuntó con el arma.

- Se lo advierto -dijo Andros-, si aprieta ese gatillo, lo atormentaré el resto de su vida.

- Ya lo hace.

Y tras decir eso, Solomon disparó.

Mientras conducía a toda velocidad de vuelta a Kalorama Heights, el que se llamaba a sí mismo Mal'akh reflexionó acerca de los milagrosos acontecimientos que lo salvaron de una muerte segura en lo alto de aquel barranco helado. Lo transformaron para siempre. El disparo apenas resonó un instante, pero sus efectos reverberarían durante décadas. Su cuerpo, antaño bronceado y perfecto, estaba ahora lleno de cicatrices de aquella noche…, cicatrices que ocultaba bajo los símbolos tatuados de su nueva identidad.

«Soy Mal'akh.»Ése fue siempre mi destino.»

Había atravesado el fuego, había sido reducido a cenizas, para finalmente volver a emerger, transformado una vez más. Esa noche daría el último paso de su largo y magnífico viaje.


Capítulo 58

 

El explosivo Key 4 había sido desarrollado por las fuerzas especiales para abrir puertas cerradas con el mínimo daño colateral. Consistente básicamente en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil, se trataba en realidad de un pedazo de C-4 comprimido hasta formar láminas del grosor de un papel para poder así insertarlo en las jambas de una puerta. En el caso de las de la sala de lectura de la biblioteca, el explosivo había funcionado a la perfección.

El agente Turner Simkins, jefe de la operación, pasó por entre los escombros de las puertas y examinó la enorme sala octogonal en busca de algún movimiento. Nada.

- Apaga las luces -dijo Simkins.

Un segundo agente encontró el panel de interruptores y sumió la sala en la oscuridad. Al mismo tiempo, los cuatro hombres se pusieron sus cascos de visión nocturna y se ajustaron los visores a los ojos. Permanecieron inmóviles, inspeccionando la sala de lectura, que ahora veían en luminiscentes formas verdes.

La escena siguió siendo la misma.

Nadie se movió en la oscuridad.

Seguramente los fugitivos iban desarmados, y sin embargo el equipo había entrado en la sala con sus fusiles en alto. En la oscuridad, sus armas de fuego proyectaban cuatro amenazadores haces de luz láser. Los hombres los apuntaban en todas direcciones, buscando en la negrura: el suelo, lo más alto de las paredes, los balcones. A menudo, la mera visión de un arma con punto de mira láser en la oscuridad era suficiente para provocar una rendición inmediata.

«Al parecer, esta noche no.»

El agente Simkins levantó la mano y les hizo un gesto a sus hombres.

Silenciosamente, éstos se dispersaron. Mientras avanzaba con cautela por el pasillo central, Simkins se llevó la mano al visor y activó la última adición al arsenal de la CIA. Hacía años que existían los visores termales, pero recientes avances en miniaturización, sensibilidad diferencial e integración dual habían facilitado la aparición de una nueva generación de equipos que proporcionaban a los agentes una visión que rayaba lo sobrehumano.

«Podemos ver en la oscuridad. Podemos ver a través de las paredes. Y ahora… podemos ver además el pasado.»

Los equipos de visualización termal se habían vuelto tan sensibles a los cambios térmicos que no sólo podían detectar la ubicación actual de una persona, sino también sus ubicaciones anteriores. Con frecuencia, la capacidad de ver el pasado había demostrado ser la más valiosa de todas.

Y esa noche, una vez más, estaba demostrando su valía. El agente Simkins examinó las señales térmicas que había en una de las mesas de lectura. Las dos sillas de madera aparecían en su visor con un color rojizo-purpúreo, lo que le indicaba que esas sillas estaban más calientes que las otras de la sala. La lámpara de la mesa emitía un color naranja. Estaba claro que los dos hombres habían estado sentados a esa mesa, pero la pregunta ahora era saber qué dirección habían tomado.

Encontró la respuesta en el mostrador central que rodeaba la gran consola de madera del centro de la sala. En ella podía ver el brillo de una fantasmal huella carmesí.

Con el arma en alto, Simkins se dirigió hacia el armario octogonal, apuntando su punto de mira láser a su superficie. Lo rodeó hasta que vio una abertura a un lado. «¿De verdad se han encerrado dentro de un armario?» El agente examinó el reborde que había alrededor de la abertura y vio otra huella brillante. Alguien se había cogido a la jamba mientras se metía en la consola.

El silencio había terminado. -¡Señal térmica! -exclamó Simkins, apuntando hacia la abertura-. ¡Convergencia de flancos!

Sus dos flancos se acercaron por lados opuestos, rodeando la consola octogonal.

Simkins se acercó a la abertura. A tres metros de distancia pudo ver que dentro había una fuente de luz. -¡Hay luz en la consola! -gritó, esperando que el sonido de su voz convenciera al señor Bellamy y al señor Langdon de que salieran del armario con los brazos en alto.

No pasó nada.

«Está bien, lo haremos del otro modo.»

Al acercarse a la abertura, oyó un inesperado zumbido que provenía de su interior. Parecía una maquinaria. Se detuvo, intentando imaginar qué podía hacer un ruido semejante dentro de un espacio tan pequeño. Se acercó más y pudo oír unas voces por encima del ruido de la maquinaria.

Entonces, justo cuando llegó a la abertura, las luces del interior desaparecieron.

«Gracias -pensó, ajustándose el casco de visión nocturna-. La ventaja es nuestra.»

Ya en el umbral, Simkins miró por la abertura. Lo que vio dentro no se lo esperaba. La consola no era tanto un armario como el techo elevado de una empinada escalera que descendía a una habitación inferior. El agente apuntó su arma hacia la escalera y empezó a bajarla. El zumbido de la maquinaria se iba haciendo más fuerte a cada peldaño que descendía.

«¿Qué diablos es este sitio?»

La habitación que había debajo de la sala de lectura era un espacio pequeño y de aspecto industrial. El zumbido que oía provenía efectivamente de una maquinaria, pero no estaba seguro de si estaba encendida porque Bellamy y Langdon la habían activado o porque permanecía siempre en funcionamiento. En cualquier caso, no importaba. Los fugitivos habían dejado sus reveladoras señales térmicas en la única salida de la habitación: una gruesa puerta de acero en cuyo teclado numérico se podían ver claramente cuatro marcas relucientes sobre las teclas. Una franja anaranjada brillaba alrededor de la puerta, indicando que al otro lado las luces estaban encendidas.

- Echad la puerta abajo -dijo Simkins-, Es por donde han escapado.

A sus hombres les llevó ocho segundos insertar y detonar una lámina de Key 4. Cuando el humo se hubo disipado, los agentes se encontraron ante un extraño mundo subterráneo conocido allí como «las estanterías».

La biblioteca del Congreso tenía kilómetros y kilómetros de estantes, la mayoría de ellos bajo tierra. Las interminables hileras daban la impresión de ser una especie de ilusión óptica «infinita» creada con espejos. Un letrero indicaba:

 

ENTORNO DE TEMPERATURA CONTROLADA

MANTENGAN ESTA PUERTA CERRADA EN TODO MOMENTO

 

Al cruzar las puertas destrozadas, Simkins notó aire fresco. No pudo evitar sonreír. «¿Puede ponerse más fácil la cosa?» Las señales térmicas en los entornos de temperatura controlada se veían cual erupciones solares. Efectivamente, en su visor apareció un brillante manchón rojo sobre un pasamanos que había más adelante y al que Bellamy o Langdon debían de haberse cogido al pasar.

- Podéis correr -susurró para sí-, pero no podéis ocultaros.

Mientras Simkins y su equipo avanzaban por el laberinto de estanterías, se dio cuenta de que la balanza estaba tan inclinada a su favor que ni siquiera necesitaba el visor para seguir a su presa. Bajo circunstancias normales, ese laberinto de estanterías hubiera sido un digno escondite, pero para ahorrar energía, las luces de la biblioteca del Congreso funcionaban con sensores de movimiento, y la ruta de huida de los fugitivos estaba iluminada como si de una pista de aterrizaje se tratara. Una estrecha y serpenteante guirnalda de luces se perdía en la distancia.

Todos los hombres se quitaron los visores y el equipo se puso a seguir el rastro de luz, que iba de un lado a otro por un laberinto de libros aparentemente interminable. Pronto Simkins empezó a ver luces parpadeantes ante sí. «Nos estamos acercando.» Apretó todavía más el ritmo, hasta que de repente oyó pasos y una respiración jadeante. Entonces vio a uno de los objetivos. -¡Contacto visual! -exclamó.

La desgarbada figura de Warren Bellamy debía de ir a la cola. El atildado afroamericano avanzaba tambaleante junto a las estanterías, obviamente ya sin aliento. «De nada sirve, señor.» -¡Deténgase, señor Bellamy! -exclamó Simkins.

Bellamy siguió corriendo, doblando esquinas y zigzagueando por entre las hileras de libros. A cada giro, las luces se ibun encendiendo. -¡Derríbenlo! -ordenó Simkins.

El agente que portaba el rifle no letal apuntó y disparó. Al proyectil que salió volando por el pasillo y se envolvió alrededor de las piernas de Bellamy se lo apodaba «cuerda boba», pero de boba no tenía nada. Ese «incapacitante» no letal era una tecnología inventada en los laboratorios nacionales Sandia, y consistía en una pegajosa hebra de poliuretano que se volvía sólida al entrar en contacto con el blanco, creando una rígida red de plástico que se enroscaba en las rodillas del fugitivo. El efecto en un objetivo móvil era el mismo que el de insertar un palo en los radios de una bicicleta en movimiento. Las piernas del hombre quedaban inmovilizadas a media zancada, salía despedido hacia adelante y caía finalmente al suelo. Bellamy resbaló otros tres metros por un pasillo a oscuras antes de detenerse del todo.

- Yo me encargo de Bellamy -gritó Simkins-. ¡Id a por Langdon! Debe de andar por delante de… -El jefe de equipo se interrumpió al ver que las estanterías de libros que tenía enfrente permanecían a oscuras. Estaba claro que nadie más iba corriendo por delante de Bellamy. «¿Está solo?»

El Arquitecto seguía boca abajo, respirando con dificultad, con las piernas y los tobillos envueltos en un plástico endurecido. Simkins se acercó y le dio media vuelta con el pie. -¡¿Dónde está?! -inquirió el agente.

A Bellamy le sangraba el labio por culpa de la caída. -¿Dónde está quién?

El agente Simkins levantó el pie y colocó su bota encima de la inmaculada corbata de seda de Bellamy. Luego se inclinó, aplicando una ligera presión.

- Créame, señor Bellamy: no quiere jugar a esto conmigo.


Capítulo 59

 

 

Langdon se sentía como un cadáver.

Yacía echado en posición supina con las manos sobre el pecho, en la más absoluta oscuridad, encerrado en el más reducido de los espacios.

Aunque Katherine estaba por encima de su cabeza en una posición similar, Langdon no podía verla. Mantenía los ojos cerrados para así no comprobar, siquiera fugazmente, la aterradora situación en la que se encontraba.

El espacio en el que se hallaba era pequeño.

Muy pequeño.

Sesenta segundos antes, mientras las puertas dobles de la sala de lectura se venían abajo, él y Katherine habían seguido a Bellamy dentro de la consola octogonal y habían descendido un tramo de escaleras por el que se accedía a la inesperada habitación que había debajo.

Langdon se dio cuenta inmediatamente de dónde estaban. «El corazón del sistema circulatorio de la biblioteca.» De un modo parecido a la sala de equipajes de un aeropuerto, la sala de distribución contaba con numerosas cintas transportadoras que tomaban distintas direcciones.

Como la biblioteca del Congreso estaba repartida en tres edificios distintos, muchos de los libros que la gente solicitaba en la sala de lectura tenían que ser trasladados de uno a otro. Y eso se hacía mediante un sistema de cintas transportadoras que formaban una red subterránea de túneles.

Bellamy cruzó la habitación en dirección a una puerta de acero. Insertó su tarjeta de acceso, pulsó una serie de botones y la abrió. El espacio que había detrás estaba a oscuras, pero al abrirse la puerta, se activaron los sensores de movimiento y las luces se encendieron con un parpadeo.

Cuando Langdon vio lo que había más allá, se dio cuenta de que se encontraba ante algo que muy poca gente llegaba a ver nunca. «Las estanterías de la biblioteca del Congreso.» De repente se sintió animado por el plan de Bellamy. «¿Qué mejor lugar para ocultarse que un laberinto gigante?»

Pero Bellamy no los llevó hacia las estanterías. En vez de eso, apoyó un libro en la puerta para mantenerla abierta y se volvió hacia ellos.

- Me hubiera gustado poder explicarte muchas más cosas, pero no tenemos tiempo. -Le dio a Langdon su tarjeta de acceso-. Necesitarás esto. -¿No vienes con nosotros? -preguntó Robert.

Bellamy negó con la cabeza.

- Nunca conseguiréis escapar a no ser que nos separemos. Lo más importante es mantener la pirámide y el vértice a salvo.

Langdon no veía otra salida aparte de la escalera que subía a la sala de lectura. -¿Y adonde vas a ir tú?

- Yo haré que me sigan hacia las estanterías, así los alejaré de vosotros -dijo Bellamy-. Es lo único que puedo hacer para ayudaros a escapar.

Antes de que Langdon pudiera preguntar adonde se suponía que irían él y Katherine, Bellamy empezó a retirar una caja de libros que había encima de una de las cintas transportadoras.

- Tumbaos en la cinta -dijo-. Mantened las manos pegadas al cuerpo.

Langdon se lo quedó mirando fijamente. «¡No lo dirás en serio!» La cinta transportadora recorría una corta distancia en la habitación y luego desaparecía por un oscuro agujero que había en la pared. La abertura parecía suficientemente grande para una caja de libros, pero no mucho más.

Langdon volvió la cabeza hacia las estanterías.

- Olvídalo -dijo Bellamy-. Las luces se activan con sensores de movimiento. Es imposible esconderse ahí. -¡Señal térmica! -oyeron que gritaba alguien arriba-, ¡Convergencia de flancos!

Katherine tuvo más que suficiente. Se subió inmediatamente a la cinta transportadora. La cabeza le quedó a apenas unos centímetros de la abertura en la pared. Cruzó los brazos sobre el cuerpo, como si fuera una momia dentro de un sarcófago.

Langdon estaba paralizado.

- Robert -lo instó Bellamy-, si no lo quieres hacer por mí, hazlo por Peter.

Las voces del piso de arriba se oían cada vez más cerca.

Moviéndose como si estuviera en un sueño, Langdon se acercó finalmente a la cinta transportadora. Dejó la bolsa encima y luego se subió él, colocando la cabeza bajo los pies de Katherine. Notó en la parte posterior de la cabeza la fría y dura goma de la cinta. Se quedó mirando el techo y se sintió como un paciente de un hospital preparándose para una resonancia magnética.

- Mantén tu móvil encendido -dijo Bellamy-. Alguien te llamará dentro de poco… y te ofrecerá ayuda. Confía en él.

«¿Alguien me llamará?» Langdon sabía que antes Bellamy había estado intentando localizar en vano a alguien y que le había dejado un mensaje en el contestador. Y que hacía apenas unos minutos, mientras bajaban por la escalera de caracol, Bellamy finalmente lo había localizado y habían hablado brevemente y en voz baja.

- Seguid la cinta hasta el final -dijo Bellamy-. Y saltad rápidamente antes de que dé la vuelta. Utiliza mi tarjeta de acceso para salir. -¡¿Salir de dónde?! -inquirió Langdon.

Pero Bellamy ya estaba accionando las palancas. De repente, todas las cintas transportadoras cobraron vida y, tras una leve sacudida, Langdon advirtió que el techo que tenía encima comenzaba a moverse.

«Que Dios se apiade de mí.»

Antes de internarse por la abertura de la pared, Langdon volvió un momento la cabeza y pudo ver cómo Warren Bellamy se dirigía a toda prisa hacia las estanterías y cerraba la puerta tras de sí. Un instante después, la biblioteca engulló a Langdon y todo quedó en total oscuridad…, justo cuando un pequeño y brillante láser rojo empezaba a bajar la escalera.


Capítulo 60

 

 

La mal pagada guardia de seguridad de la compañía Preferred Security volvió a comprobar la dirección de Kalorama Heights en su hoja de llamadas. «¿Es aquí?» El camino de entrada con verja que tenía delante pertenecía a una de las fincas más grandes y tranquilas del barrio, y le parecía extraño que el 911 hubiera recibido una llamada urgente para que acudiera alguien.

Tal y como era habitual con las llamadas sin confirmar, el 911 se había puesto en contacto con la compañía de seguridad local antes de molestar a la policía. La guardia solía pensar que el lema de la compañía -«Tu primera línea de defensa»- bien podría cambiarse por «Falsas alarmas, bromas, mascotas perdidas y quejas de vecinos pirados».

Esa noche, como siempre, la guardia había llegado sin más información acerca del supuesto problema. «Por encima de mi salario.» Su trabajo era simplemente aparecer con la luz de la sirena amarilla encendida, evaluar la propiedad e informar de cualquier cosa inusual que viera.

Normalmente, algo inocuo había hecho saltar la alarma y ella utilizaba su llave maestra para volver a apagarla. Esa casa, sin embargo, estaba en silencio. No sonaba ninguna alarma. Desde la carretera todo parecía oscuro y tranquilo.

La guardia llamó al interfono de la puerta de la verja, pero no obtuvo respuesta. Tecleó su código maestro para abrirla y aparcó en el camino de entrada. Dejando el motor en marcha y la luz de la sirena encendida, se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre. Nadie le contestó. No veía ninguna luz ni movimiento alguno.

Siguiendo a regañadientes el procedimiento habitual, encendió su linterna para inspeccionar el perímetro de la casa y comprobar que no hubieran forzado alguna puerta o ventana. Al doblar la esquina, una larga limusina negra pasó por delante de la casa, aminorando la marcha antes de proseguir su camino. «Vecinos fisgones.»

Poco a poco, fue revisando la casa, pero no vio nada fuera de lugar.

Era más grande de lo que había imaginado, y para cuando llegó al patio trasero, estaba temblando de frío. Obviamente no había nadie dentro. -¿Central? -llamó desde su radio-. Estoy en Kalorama Heights. No parece haber ningún problema. He terminado de inspeccionar el perímetro. Ninguna señal de intrusos. Falsa alarma.


Дата добавления: 2015-10-26; просмотров: 125 | Нарушение авторских прав


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