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Casa del Templo 20.33 horas 15 страница

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«No es nada», se dijo.

 


Capítulo 41

 

 

Robert Langdon estudió la pirámide de piedra. «No es posible.»

- Un antiguo lenguaje codificado -dijo Sato sin levantar la mirada-.

Dígame, ¿cumple esto los requisitos?

En la recién expuesta cara de la pirámide había una serie de dieciséis caracteres grabados sobre la suave superficie de piedra.

. .

Junto a Langdon permanecía, cual reflejo del sobresalto de éste, un boquiabierto Anderson. El jefe de seguridad observaba los caracteres como si de un teclado alienígena se tratara. -¿Profesor? -dijo Sato-, Supongo que puede usted leer esto, ¿verdad?

Langdon se volvió. -¿Y a qué se debe esa suposición?

- Porque lo han traído a usted hasta aquí, profesor. Lo han elegido. Esta inscripción parece ser un tipo de código, y teniendo en cuenta su reputación, me parece obvio pensar que lo han traído aquí para que lo descifre.

Langdon tenía que admitir que, tras sus experiencias en Roma y París, había recibido una gran cantidad de peticiones para descifrar algunos de los más famosos códigos sin resolver de la historia: el disco de Festos, el código Dorabella, el misterioso manuscrito Voynich.

Sato pasó un dedo por la inscripción. -¿Puede decirme el significado de estos iconos?

«No son iconos -pensó Langdon-, Son símbolos.» Había reconocido de inmediato el lenguaje en el que estaba escrita la inscripción: era un lenguaje en clave del siglo XVII. Langdon sabía muy bien cómo descifrarlo.

- Señora -dijo vacilante-, esta pirámide es propiedad privada de Peter.

- Privada o no, si este código es la razón por la que lo han traído a usted a Washington, no le doy posibilidad de elección. Quiero saber lo que pone.

La BlackBerry de Sato emitió un fuerte pitido. Ella cogió el artilugio de su bolsillo y permaneció largo rato estudiando el mensaje entrante. A Langdon le parecía asombroso que la red inalámbrica del edificio del Capitolio tuviera cobertura incluso allí abajo.

Tras emitir un gruñido y enarcar las cejas, Sato lanzó a Langdon una extraña mirada. -¿Jefe Anderson? -dijo ella volviéndose hacia éste-, ¿Puedo hablar un momento en privado con usted? -La directora le hizo un gesto al jefe de seguridad para que la siguiera y ambos desaparecieron por el oscuro pasillo, dejando a Langdon a solas a la parpadeante luz de la vela de la cámara de reflexión de Peter.

Anderson se preguntó cuándo terminaría esa noche. «¿Una mano cercenada en mi Rotonda? ¿Un santuario dedicado a la muerte en mi sótano? ¿Extrañas inscripciones en una pirámide de piedra?» Por alguna razón, el partido de los Redskins ya no parecía tan relevante.

Mientras seguía a Sato en la oscuridad del pasillo, Anderson encendió su linterna. El haz era débil, pero mejor eso que nada. Sato lo condujo a unos metros del cuarto, fuera de la vista de Langdon.

- Échele un ojo a esto -susurró mientras le tendía a Anderson su BlackBerry.

El jefe de seguridad cogió el aparato y observó la pantalla iluminada.

En ella se veía una imagen en blanco y negro: la de los rayos X de la bolsa de piel que había pedido que le enviaran a Sato. Como en todas las imágenes de rayos X, los objetos de mayor densidad aparecían en un blanco más luminoso. En la bolsa de Langdon sólo un artículo resaltaba por encima de los demás. A causa de su extrema densidad, el objeto brillaba cual deslumbrante joya en medio del oscuro revoltijo de los demás artículos. Su forma era inconfundible.

«¿Ha estado llevando eso encima toda la noche?» Sorprendido, Anderson se volvió hacia Sato. -¿Cómo es que no lo ha mencionado?

- Una muy buena pregunta… -susurró Sato.

- Su forma… no puede ser una coincidencia.

- No -convino Sato, ahora ya con enojo-. Diría que no.

Un leve crujido en el corredor llamó la atención de Anderson. Sobresaltado, apuntó su linterna hacia el negro pasadizo. El débil haz de luz únicamente alumbró un pasillo desierto, con puertas abiertas a cada lado. -¿Hola? -dijo Anderson-. ¿Hay alguien ahí?

Silencio.

Sato, que no parecía haber oído nada, lo miró extrañada.

Anderson permaneció atento un poco más y finalmente lo dejó estar.

«He de salir de aquí.»

A solas en la cámara iluminada por la luz de la vela, Langdon pasó los dedos por los afilados bordes de la inscripción de la pirámide. Sentía curiosidad por saber qué decía, pero al mismo tiempo no quería inmiscuirse en la privacidad de Peter Solomon más de lo que ya lo habían hecho. «Y, además, ¿qué interés podría tener ese lunático en esta pequeña pirámide?»

- Tenemos un problema, profesor -declaró Sato con firmeza a su espalda-. Acabo de enterarme de algo nuevo, y ya estoy harta de sus mentiras.

Langdon se volvió y vio entrar con paso firme a la directora de la OS, con la BlackBerry en la mano y los ojos encendidos. Desconcertado, Langdon miró a Anderson en busca de ayuda, pero el jefe de seguridad permanecia en la puerta, montando guardia con cara de pocos amigos.

Sato se plantó enfrente de Langdon y le puso la BlackBerry delante de la cara.

Extrañado, Langdon miró la pantalla. Mostraba una fotografía en blanco y negro invertido, cual negativo fantasmal. En la foto se veía un batiburrillo de objetos, uno de los cuales brillaba intensamente. Aunque estaba de lado y descentrado, estaba claro que ese objeto más brillante era una pequeña pirámide con vértice.

«¿Una pequeña pirámide?» Langdon miró a Sato. -¿Qué es esto?

La pregunta no hizo sino exaltar todavía más a Sato. -¿Pretende hacer ver que no lo sabe?

Langdon se encendió. -¡No pretendo nada! ¡Nunca había visto esto en mi vida! -¡Tonterías! -espetó Sato, cuya elevada voz resonó por el mohoso aire del lugar-, ¡Lo ha llevado en la bolsa toda la noche!

- Yo… -Langdon se detuvo a media frase.

Bajó lentamente la mirada hacia la bolsa de piel que colgaba de su hombro. Luego volvió a mirar la Blackberry. «Dios mío…, el paquete.»

Miró la imagen más atentamente. Ahora lo veía. Un fantasmal cubo y dentro una pirámide. Con estupefacción, Langdon se dio cuenta de que estaba mirando una imagen de rayos X de su bolsa… y del misterioso paquete con forma de cubo de Peter. El cubo era, en realidad, una caja hueca…, con una pequeña pirámide dentro.

Langdon abrió la boca para decir algo, pero no pudo pronunciar palabra alguna. Sintió cómo el aliento abandonaba sus pulmones ante esa nueva revelación.

Simple. Pura. Devastadora.

«Dios mío.» Volvió a mirar la pirámide truncada que descansaba sobre el escritorio. Su ápice era plano. Un pequeño cuadrado. Un espacio en blanco a la espera simbólica de la pieza final…, la pieza que transformaría la pirámide inacabada en una verdadera pirámide.

Langdon se dio cuenta de que la pequeña pirámide que llevaba en la bolsa no era tal. Era un vértice. En ese instante, se dio cuenta asimismo de por qué únicamente él podía acceder a los misterios de esa pirámide.

«Yo tengo la pieza final.»Y, en efecto, se trata de un… talismán.»

Cuando Peter le dijo a Langdon que el paquete contenía un talismán, éste se rió. Ahora se percataba de que lo que le había dicho su amigo era cierto. Ese pequeño vértice era un talismán, pero no de los mágicos…, sino uno más antiguo. Mucho antes de que los talismanes tuvieran connotaciones mágicas, tenían otro significado: «culminación». La palabra talismán provenía del griego telesma, que significaba «completo», y hacía referencia a cualquier objeto o idea que completaba otra y la convertía en un todo. «El elemento final.» Un vértice, simbólicamente hablando, era el talismán definitivo, que transformaba la pirámide inacabada en un símbolo de completa perfección.

Langdon podía sentir ahora la inquietante convergencia que lo obligaba a aceptar una extraña verdad: exceptuando su tamaño, la pirámide de la cámara de reflexión de Peter parecía transformarse a sí misma, poco a poco, en algo vagamente parecido a la pirámide masónica de la leyenda.

A tenor de la intensidad con la que el vértice brillaba en la imagen de rayos X, Langdon supuso que estaba hecho de metal…, un metal muy denso. Si se trataba de oro macizo o no, eso ya no lo sabía, y tampoco pensaba dejar que su mente cayera en la trampa. «Esta pirámide es demasiado pequeña. El código es demasiado fácil de leer. Y… ¡es un mito, por el amor de Dios!»

Sato permanecía observándolo.

- Para tratarse de un hombre tan inteligente, profesor, esta noche ha cometido unas cuantas estupideces. ¿Mentir a la directora de un servicio de inteligencia? ¿Obstruir intencionadamente una investigación de la CIA?

 

- Puedo explicárselo, si me deja.

- Me lo explicará en el cuartel de la CIA. Queda usted detenido desde este mismo instante.

Langdon se puso tenso.

- No puede estar hablando en serio.

- Absolutamente en serio. Antes le he dejado muy claro lo que estaba en juego esta noche, y usted ha preferido no cooperar. Le sugiero que empiece a pensar en la inscripción de la pirámide, porque cuando lleguemos a la CIA… -levantó su BlackBerry e hizo una fotografía de la inscripción-, mis analistas ya habrán empezado.

Langdon abrió la boca para protestar, pero Sato ya se había vuelto hacia Anderson.

- Jefe -dijo-, ponga la pirámide de piedra en la bolsa de Langdon y cárguela usted. Yo me encargaré de llevarle bajo custodia. ¿Le importaría dejarme su pistola?

Impertérrito, Anderson cruzó la cámara, desabrochó su pistolera y le entregó su arma a Sato, quien inmediatamente apuntó con ella a Langdon.

Langdon se sentía como si estuviera dentro de un sueño. «Esto no puede estar pasando.»

Anderson se acercó a él y le quitó la bolsa del hombro. La llevó hasta el escritorio y la dejó en la silla. Entonces abrió la cremallera y metió la pesada pirámide de piedra dentro de la bolsa de piel, junto con las notas de Langdon y el pequeño paquete.

De repente se oyó un susurro en el pasillo. En la puerta apareció la oscura silueta de un hombre que entró a toda velocidad en la cámara en dirección a Anderson. El jefe no lo vio venir. Un instante después, el desconocido arremetía contra su espalda, empujándolo hacia adelante y haciendo que se golpeara la cabeza contra el borde del hueco de piedra.

El jefe se desplomó encima del escritorio, mandando por los aires huesos y demás objetos. El reloj de arena se hizo añicos en el suelo. La vela también cayó, pero siguió ardiendo.

Sato retrocedió tambaleante en medio del caos y alzó la pistola, pero el intruso cogió un fémur y le golpeó en el hombro con él. La directora soltó un grito de dolor y cayó de espaldas, dejando escapar el arma. El recién llegado la apartó de una patada y se giró hacia Langdon. Era un elegante afroamericano, alto y esbelto, a quien no había visto en su vida. -¡Coja la pirámide! -le ordenó el hombre-. ¡Sígame!


Capítulo 42

 

Estaba claro que el afroamericano que guiaba a Langdon por el laberinto subterráneo del Capitolio era un hombre de poder. Además de conocer todos los corredores y cuartos del lugar, el elegante desconocido llevaba un llavero cuyas llaves abrían todas las puertas cerradas que bloqueaban su camino.

Langdon lo siguió a toda velocidad por una escalera desconocida.

Mientras la subían, sintió cómo la correa de piel de su bolsa se le clavaba en el hombro. La pirámide era tan pesada que Langdon temía que se rompiera.

Los últimos minutos habían desafiado toda lógica, y ahora Langdon actuaba únicamente por instinto. Algo le decía que confiara en ese desconocido. Además de salvarlo del arresto de Sato, el hombre había tomado un gran riesgo para proteger la misteriosa pirámide de Peter Solomon.

«Sea lo que sea ésta.» Si bien la motivación del hombre seguía siendo un misterio, Langdon había vislumbrado un resplandor dorado en su mano: el anillo masónico con el fénix bicéfalo y el número 33. Ese hombre y Peter Solomon eran algo más que amigos. Eran hermanos masónicos del grado superior.

Langdon lo siguió hasta lo alto de la escalera. Una vez ahí, atravesaron otro corredor y luego, tras cruzar una puerta sin señalizar, se metieron en un pasillo de servicio. Corrieron por entre cajas de suministros y bolsas de basura, y salieron finalmente por una puerta que los condujo a un lugar absolutamente inesperado, una especie de lujosa sala de cine. El hombre mayor subió por el pasillo lateral y salió por la puerta principal a un amplio atrio iluminado. Langdon se dio cuenta de que estaban en el centro de visitantes por el que había entrado hacía unas horas.

Desafortunadamente, allí también había un agente del cuerpo de seguridad del Capitolio.

Cuando llegaron a su altura, los tres hombres se detuvieron y se miraron entre sí. Langdon reconoció al joven agente hispano que le había atendido en el control de rayos X.

- Agente Núñez -dijo el hombre afroamericano-. Ni una palabra. Sígame.

El guardia parecía intranquilo, pero obedeció sin rechistar.

«¿Quién es este tipo?»

Los tres se dirigieron a toda prisa hacia el rincón sureste del centro de visitantes, donde había un pequeño vestíbulo con una serie de gruesas puertas bloqueadas por unos postes de color naranja. Las puertas estaban selladas con cinta aislante para que no entrara el polvo de lo que fuera que estuvieran haciendo en el exterior del centro de visitantes. El hombre estiró el brazo y arrancó la cinta de la puerta. Luego cogió su llavero y, mientras buscaba una llave, le dijo al guardia:

- Nuestro amigo el jefe Anderson está en el subsótano. Puede que esté herido. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra.

- Sí, señor -Núñez pareció sentise tan perplejo como alarmado.

- Y, sobre todo, no nos ha visto.

El hombre encontró la llave, la sacó del llavero y la utilizó para abrir el cerrojo. Tras abrir la puerta de acero, le lanzó la llave al guardia.

- Cierre esta puerta y vuelva a poner la cinta lo mejor que pueda. Métase la llave en el bolsillo y no diga nada. A nadie. Ni siquiera al jefe. ¿Le ha quedado claro, agente Núñez?

El guardia se quedó mirando la llave como si le hubieran confiado una valiosa gema.

- Sí, señor.

El afroamericano se apresuró a cruzar la puerta y Langdon lo hizo detrás de él. El guardia volvió a cerrar el cerrojo, y Langdon pudo oír que volvía a pegar la cinta aislante.

- Profesor Langdon -dijo el hombre mientras avanzaban rápidamente por un pasillo de aspecto moderno que se encontraba en construcción-.

Me llamo Warren Bellamy. Peter Solomon es un querido amigo mío.

Sorprendido, Langdon le lanzó una mirada al imponente hombre.

«¿Usted es Warren Bellamy?» Era la primera vez que veía al Arquitecto del Capitolio, pero su nombre sí lo conocía.

- Peter me ha hablado muy bien de usted -dijo Bellamy-. Siento que nos hayamos conocido en estas lamentables circunstancias.

- Peter se encuentra en grave peligro. Su mano…

- Lo sé -el tono de Bellamy era sombrío-, Y me temo que eso no es ni la mitad.

Llegaron al final de la sección iluminada del pasillo, momento en el que éste giraba abruptamente hacia la izquierda. El resto del corredor, allá donde condujera, estaba completamente a oscuras.

- Espere un momento -dijo Bellamy, y se metió en un cuarto eléctrico cercano del que salía una maraña de cables alargadores de color naranja.

Langdon esperó mientras Bellamy rebuscaba en el interior de la habitación. En un momento dado, el Arquitecto debió de encontrar el interruptor de esos cables alargadores, porque de repente se iluminó el camino que tenían ante sí.

Inmóvil, Langdon se lo quedó mirando fijamente.

Washington -al igual que Roma- era una ciudad repleta de pasadizos secretos y túneles subterráneos. A Langdon, el pasillo que tenían delante le recordó al passetto que conectaba el Vaticano con Castel SantAngelo.

«Largo. Oscuro. Estrecho.» A diferencia del antiguo passetto, sin embargo, ese pasadizo era moderno y todavía no estaba terminado. Era una estrecha zona en obras, tan larga que su lejano extremo parecía desembocar en la nada. La única iluminación era una serie de bombillas intermitentes que no hacían sino acentuar la increíble extensión del túnel.

Bellamy ya estaba recorriendo el pasillo.

- Sígame. Vigile con el escalón.

Langdon empezó a caminar detrás del Arquitecto, preguntándose adonde diablos debía de conducir ese túnel.

En ese mismo momento, Mal'akh salía de la nave 3 y recorría a toda prisa el desierto pasillo principal del SMSC en dirección a la nave 5. Llevaba la tarjeta de acceso de Trish en la mano e iba susurrando para sí:

«Cero, ocho, cero, cuatro.»

Otra cosa ocupaba asimismo sus pensamientos. Acababa de recibir un mensaje urgente del Capitolio. «Mi contacto se ha encontrado con dificultades inesperadas.» Aun así, las noticias seguían siendo alentadoras: ahora Robert Langdon ya poseía la pirámide y el vértice. A pesar de la inesperada forma en la que habían sucedido, los acontecimientos se iban desarrollando según lo previsto. Era como si el destino mismo estuviera guiando los hechos de esa noche para asegurarse de la victoria de Mal'akh.


Capítulo 43

 

 

Langdon aceleró el paso para mantener el rápido ritmo de Warren Bellamy mientras recorrían en silencio el largo túnel. Hasta el momento, el Arquitecto del Capitolio se había preocupado más de poner distancia entre Sato y la pirámide que de explicarle a Langdon qué estaba sucediendo.

Éste sentía la creciente aprensión de que las cosas eran más complejas de lo que podría haber imaginado.

«¿La CIA? ¿El Arquitecto del Capitolio? ¿Dos masones del trigésimo tercer grado?»

De repente sonó el estridente timbre del teléfono móvil de Langdon.

Éste lo cogió y, vacilante, contestó. -¿Hola?

Le respondió un inquietante y familiar susurro.

- Parece que ha tenido un encuentro inesperado, profesor.

Langdon sintió un escalofrío glacial. -¡¿Dónde diablos está Peter?! -inquirió. Sus palabras reverberaron en el estrecho túnel. Warren Bellamy se volvió hacia él con preocupación y le indicó que no se detuviera.

- No se preocupe -dijo la voz-. Como le he dicho antes, Peter está en un lugar seguro -¡Por el amor de Dios, le ha cortado la mano! ¡Necesita un médico!

- Lo que necesita es un sacerdote -respondió el hombre-. Pero usted puede salvarlo. Si hace lo que le digo, Peter vivirá. Le doy mi palabra.

- La palabra de un loco no significa nada para mí. -¿Loco? Pensaba que usted apreciaría la reverencia con la que esta noche he seguido los antiguos protocolos, profesor. La mano de los misterios lo ha guiado a un portal: la pirámide que promete desvelar la antigua sabiduría. Sé que está en su poder. -¿Cree que ésta es la pirámide masónica? -inquirió Langdon-. No es más que un trozo de piedra.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

- Señor Langdon, es usted demasiado inteligente para intentar hacerse pasar por tonto. Sabe muy bien lo que ha descubierto esta noche. ¿Una pirámide de piedra… que un poderoso masón… ocultó en el corazón de Washington…? -¡Anda usted detrás de un mito! Sea lo que sea lo que Peter le haya contado, lo ha hecho coaccionado. La leyenda de la pirámide masónica es ficción. Los masones jamás construyeron ninguna pirámide para proteger un saber secreto. Y aunque lo hubieran hecho, esta pirámide es demasiado pequeña para ser lo que usted piensa que es.

El hombre dejó escapar una risa ahogada.

- Ya veo que Peter no le ha contado demasiado. En cualquier caso, señor Langdon, quiera o no aceptar qué tiene usted en su posesión, hará lo que yo le diga. Sé que la pirámide tiene una inscripción. Usted la descifrará para mí. Entonces, y sólo entonces, le devolveré a Peter.

- No sé qué cree usted que revela esa inscripción -dijo Langdon-, pero no será los antiguos misterios.

- Claro que no -repuso el hombre-. Los misterios son demasiado vastos para estar escritos en la cara de una pequeña pirámide.

Esa respuesta cogió desprevenido a Langdon.

- Pero si lo que contiene esa inscripción no son los antiguos misterios, entonces esa pirámide no es la pirámide masónica. La leyenda indica claramente que la pirámide masónica fue construida para proteger los antiguos misterios.

El hombre le respondió en un tono condescendiente.

- Señor Langdon, la pirámide masónica fue construida para preservar los antiguos misterios, pero de un modo que al parecer usted todavía desconoce. ¿No se lo llegó a contar Peter? El poder de la pirámide masónica no es que revele los misterios mismos…, sino que revela el paradero secreto en el que esos misterios están enterrados.

Langdon tardó un segundo en reaccionar.

- Descifre la inscripción -continuó la voz-, y ésta le indicará el escondite del mayor tesoro de la humanidad. -Se rió-. Peter no le confió el tesoro mismo, profesor.

Langdon se detuvo de golpe.

- Un momento. ¿Me está diciendo que esa pirámide es… un mapa?

Bellamy también se detuvo. Parecía alarmado. Estaba claro que ese interlocutor telefónico había dado en el clavo. «La pirámide es un mapa.»

- Ese mapa -susurró la voz-, pirámide, portal, o como quiera usted llamarlo, fue creado hace mucho tiempo para garantizar que el escondite de los antiguos misterios no caía en el olvido…, que no se perdería en la historia.

- Una cuadrícula de dieciséis símbolos no parece un mapa.

- Las apariencias engañan, profesor. En cualquier caso, sólo usted puede leer esa inscripción.

- Se equivoca -le respondió Langdon mientras visualizaba mentalmente la sencilla clave-. Cualquiera puede descifrarla. Es muy simple.

- Sospecho que la pirámide esconde más cosas de las que se ven a simple vista. Y, en todo caso, sólo usted tiene la cúspide.

Langdon pensó en el pequeño vértice que llevaba en la bolsa. «¿Orden del caos?» Ya no sabía qué pensar, pero la pirámide de piedra parecía cada vez más pesada.

Mal'akh presionó el teléfono móvil contra su oreja para oír mejor el sonido de la inquieta respiración de Langdon al otro lado de la línea.

- Ahora mismo tengo cosas que atender, profesor, y usted también.

Llámeme en cuanto haya descifrado el mapa. Iremos juntos al escondite y ahí haremos el intercambio. La vida de Peter…, por la sabiduría de todos los tiempos.

- No pienso hacer nada -declaró Langdon-. Especialmente sin pruebas de que Peter está vivo.

- Le recomiendo que no me desafíe. Usted no es más que una pequeña pieza de un gran mecanismo. Si me desobedece, o intenta encontrarme, Peter morirá. Eso se lo juro.

- Que yo sepa, Peter podría estar ya muerto.

- Está vivo, profesor, pero necesita desesperadamente su ayuda. -¿Qué es lo que quiere? -exclamó Langdon por teléfono.

Mal'akh se quedó un momento callado antes de contestar.

- Mucha gente ha buscado los antiguos misterios y ha debatido sobre su poder. Esta noche, demostraré que los misterios son reales. Langdon se quedó callado.

- Le sugiero que se ponga a trabajar en el mapa inmediatamente -dijo Mal'akh-, Necesito esa información hoy. -¡¿Hoy?! ¡Pero si son más de las nueve! -Exacto. Tempus fugit.


Capítulo 44

 

El editor neoyorquino Jonas Faukman estaba apagando las luces de su oficina de Manhattan cuando sonó el teléfono. No tenía intención alguna de cogerlo a esas horas, hasta que vio el identificador de llamadas. «Espero que sea algo bueno», pensó mientras cogía el auricular. -¿Todavía te publicamos? -preguntó Faukman, medio en serio. -¡Jonas! -La voz de Robert Langdon parecía inquieta-, Gracias a Dios que todavía estás ahí. Necesito tu ayuda.

Jonas se animó. -¿Tienes páginas para editar, Robert? ¿Al fin?

- No, necesito información. El año pasado te puse en contacto con una científica llamada Katherine Solomon, la hermana de Peter Solomon.

Faukman frunció el ceño. «No hay páginas.»

- Buscaba una editorial para un libro sobre ciencia noética. ¿La recuerdas?

Faukman puso los ojos en blanco.

- Sí, claro. La recuerdo. Y mil gracias por eso. No sólo no me dejó leer los resultados de su investigación, sino que decidió que no quería publicar nada hasta no sé qué fecha mágica en el futuro.

- Jonas, escúchame, no tengo tiempo. Necesito el teléfono de Katherine ahora mismo. ¿Lo tienes?

- He de advertirte que pareces un poco desesperado… Es guapa, pero no vas a impresionarla si…

- Esto no es ninguna broma, Jonas, necesito su número de teléfono ahora.

- Está bien…, espera un momento.

Hacía muchos años que eran amigos íntimos. Faukman sabía cuándo Langdon iba en serio. El editor tecleó el nombre de Katherine Solomon en una ventana de búsqueda y empezó a repasar el servidor de correo electrónico de la compañía.


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