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Por una fracción de segundo, Langdon esperó que ésa no fuera la llave correcta. Al volver a intentarlo, sin embargo, la cerradura cedió y Anderson pudo abrir la puerta.
La gruesa puerta se abrió con un chirrido y una ráfaga de aire húmedo invadió el pasillo.
Langdon miró hacia la oscuridad, pero no podía ver absolutamente nada.
- Profesor -dijo Anderson, volviéndose hacia Langdon mientras buscaba a tientas un interruptor-, respondiendo a su pregunta, la primera «S» de SBS no hace referencia al Senado, sino a «sub». -¿Sub? -preguntó Langdon, desconcertado.
Anderson asintió y encendió el interruptor de la luz. Una solitaria bombilla iluminó una escalera exageradamente pronunciada que descendía hacia la más absoluta negrura.
- SBS es el subsótano del Capitolio.
Capítulo 33
El especialista en seguridad de sistemas Mark Zoubianis se iba hundiendo cada vez más profundamente en su futón mientras observaba con el ceño fruncido la información que aparecía en el monitor de su portátil.
«¿Qué maldita clase de dirección es ésta?»
Sus mejores herramientas parecían ser absolutamente ineficaces para acceder al documento o desenmascarar la misteriosa IP de Trish. El programa de Zoubianis llevaba diez minutos intentando en vano penetrar la red de firewalls. No había demasiadas esperanzas de que lo consiguiera.
«No me extraña que paguen tan bien.» Estaba a punto de probar un nuevo programa y enfoque cuando sonó el teléfono.
«Por el amor de Dios, Trish, he dicho que te llamaría yo.» Silenció el partido y contestó al teléfono. -¿Sí? -¿Mark Zoubianis? -preguntó un hombre-. ¿Del 357 de Kingston Drive, en Washington?
Zoubianis advirtió voces apagadas de fondo. «¿Un teleoperador durante las eliminatorias? ¿Es que se han vuelto locos?»
- Deje que lo adivine: me ha tocado una semana en Anguila.
- No -respondió la voz sin el menor atisbo de humor-. Seguridad de sistemas de la Agencia Central de Inteligencia. Nos gustaría saber por qué está intentando usted acceder a una de nuestras bases de datos clasificadas.
Tres pisos por encima del subsótano del Capitolio, en los amplios espacios del centro de visitantes, el guardia de seguridad Núñez cerró las puertas principales como cada noche a esa hora. Al recorrer de vuelta la extensa superficie de mármol, se puso a pensar en el hombre vestido con el abrigo militar y los tatuajes.
«Lo he dejado entrar.» Núñez se preguntó si al día siguiente seguiría conservando el empleo.
Mientras se dirigía hacia la escalera mecánica, oyó que alguien aporreaba la puerta principal. Al volverse, Núñez pudo ver a un afroamericano ya mayor que golpeaba el vidrio con la palma abierta y le hacía señales para que le abriera.
Núñez negó con la cabeza y señaló su reloj.
El hombre volvió a aporrear la puerta y se colocó debajo de la luz. Iba inmaculadamente vestido con un traje azul y tenía el pelo gris muy corto.
A Núñez se le aceleró el pulso. «Joder.» Incluso a esa distancia, había reconocido al hombre. Corrió hacia la entrada y abrió la puerta.
- Lo siento, señor. Entre, entre, por favor.
Warren Bellamy, el Arquitecto del Capitolio, cruzó el umbral y le dio las gracias a Núñez con una cortés inclinación de la cabeza. Bellamy era ágil y esbelto, de porte erecto y poseedor de una mirada penetrante que transmitía la seguridad de un hombre en pleno control de su entorno.
Durante los últimos veinticinco años había desempeñado el cargo de supervisor del Capitolio. -¿Puedo ayudarlo en algo, señor? -preguntó Núñez.
- Sí, gracias -Bellamy pronunció sus palabras con seca precisión. Procedía del nordeste y se había licenciado en una universidad de la Ivy League: su dicción era tan exacta que casi parecía británica-. Me acabo de enterar de que esta noche ha tenido lugar un incidente. -Parecía altamente preocupado.
- Sí, señor. Ha sido… -¿Dónde está el jefe Anderson?
- En el sótano, con la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA, Inoue Sato.
Los ojos de Bellamy se abrieron de par en par. -¿Está aquí la CIA?
- Sí, señor. La directora Sato ha llegado casi inmediatamente después del incidente. -¿Por qué? -inquirió Bellamy.
Núñez se encogió de hombros. «No se lo iba a preguntar.»
Bellamy fue directamente hacia la escalera mecánica. - ¿Dónde están?
- Han bajado al sótano. -Núñez fue detrás.
Bellamy se volvió con una expresión de alarma en el rostro. -¿Al sótano? ¿Por qué?
- No lo sé…, lo he oído por la radio.
Bellamy aceleró el paso.
- Lléveme con ellos ahora mismo.
- Sí, señor.
Mientras los dos hombres cruzaban a toda prisa el amplio vestíbulo, Núñez vislumbró el gran anillo de oro que Bellamy llevaba en la mano. El guardia de seguridad cogió su radio. -Alertaré al jefe de su llegada.
- No -dijo Bellamy con un destello en los ojos-. Preferiría que no me anunciara.
Núñez había cometido algunos errores esa noche, pero no avisar a Anderson de la llegada al edificio del Arquitecto sería el último. -¿Señor? -dijo, inquieto-. Creo que el jefe Anderson preferiría… -¿Es usted consciente de que el señor Anderson trabaja para mí? -repuso Bellamy.
Núñez asintió.
- Entonces creo que él preferiría que obedeciera mis órdenes.
Capítulo 34
Al llegar al vestíbulo del SMSC, Trish Dunne se sorprendió. El invitado que la esperaba no tenía nada que ver con los librescos doctores vestidos de franela que solían visitar ese edificio, dedicados a la antropología, la oceanografía, la geología y demás campos científicos. Al contrario, el doctor Abaddon tenía un porte casi aristocrático con su traje de corte impecable. Era alto, de torso robusto, rostro bronceado y cabello rubio perfectamente peinado. Parecía alguien -pensó Trish- más acostumbrado al lujo que a los laboratorios. -¿El doctor Abaddon? -preguntó Trish, ofreciéndole la mano.
El hombre parecía vacilante.
- Lo siento, ¿usted es…?
- Trish Dunne -contestó ella-. La asistente de Katherine. Me ha pedido que lo acompañe al laboratorio.
- Oh, ya veo -el hombre sonrió-. Encantado de conocerla, Trish. Disculpe mi desconcierto. Creía que esta noche Katherine estaría sola. -Empezó a cruzar el vestíbulo-. Soy todo suyo. Indique usted el camino.
A pesar del rápido restablecimiento del hombre, Trish advirtió una cierta decepción en sus ojos, y empezó a sospechar cuál debía de ser el motivo del secretismo de Katherine acerca del doctor Abaddon. «¿Un romance en ciernes, quizá?» Katherine nunca hablaba de su vida social, pero su visitante era atractivo y apuesto, y aunque era más joven que ella, resultaba obvio que provenía del mismo mundo de riqueza y privilegios.
En cualquier caso, estaba claro que la presencia de Trish no formaba parte del plan que el doctor Abaddon tenía en mente para esa noche.
Al verlos aparecer, el solitario guardia del puesto de control que había en el vestíbulo se quitó rápidamente los auriculares. Trish pudo oír el rumor de la retransmisión del partido de los Redskins. El guardia sometió al doctor Abaddon a la habitual rutina del detector de metales y la tarjeta identificativa temporal. -¿Quién gana? -preguntó afablemente el doctor Abaddon mientras extraía de sus bolsillos el teléfono móvil, algunas llaves y un encendedor.
- Los Skins de tres -dijo el guardia, impaciente por volver a las eliminatorias-. Es un partidazo.
- El señor Solomon llegará en breve -le dijo Trish al guardia-, ¿Sería tan amable de enviarlo al laboratorio en cuanto llegue?
- Así lo haré. Y gracias por el aviso. Haré ver que estoy ocupado. -El guardia se lo agradeció guiñándole el ojo cuando pasaron por delante.
Trish no había hecho únicamente el comentario en beneficio del guarda, sino también para advertir al doctor Abaddon de que no era ella la única intrusa en su noche privada con Katherine. -¿De qué conoce a Katherine? -preguntó Trish con la mirada puesta en el misterioso invitado.
El doctor Abaddon soltó una risita ahogada.
- Oh, es una larga historia. Trabajamos en algo juntos.
«Comprendido -pensó Trish-. No es cosa mía.»
- Son unas instalaciones formidables -dijo Abaddon, mirando a su alrededor mientras recorrían el enorme pasillo-. Nunca había estado aquí.
Su aire despreocupado fue volviéndose más afable a cada paso, y Trish advirtió que se iba fijando absolutamente en todo. Bajo la brillante luz del pasillo, también pudo darse cuenta de que el bronceado de su rostro parecía falso. «Extraño.» En cualquier caso, mientras avanzaban por el desierto pasillo, Trish le ofreció una sinopsis general del propósito y la función del SMSC, incluidas las naves y su contenido.
El visitante parecía impresionado.
- Parece que este lugar alberga un auténtico tesoro oculto de obras de incalculable valor. Debería haber guardias apostados por todas partes.
- No hace falta -dijo Trish, señalándole la hilera de objetivos de ojo de pez que había en el techo-. Aquí la seguridad está automatizada. Se graba cada centímetro del lugar las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, y este pasillo es la espina dorsal de las instalaciones. Es imposible entrar en ninguna de las naves que dan a él sin una tarjeta de acceso y un número identificativo.
- Eficiente uso de las cámaras.
- Toquemos madera. Nunca hemos tenido un robo. Aunque claro, tampoco es éste el típico museo que atrae a los ladrones; en el mercado negro no hay mucha demanda de flores extintas, kayaks esquimales o cadáveres de calamares gigantes.
El doctor Abaddon soltó una risita ahogada.
- Supongo que tiene usted razón.
- La mayor amenaza para nuestra seguridad son los roedores y los insectos.
Trish le explicó cómo el edificio del SMSC prevenía las plagas congelando todos los residuos. Asimismo, el edificio contaba con una característica arquitectónica peculiar a la que llamaban «zona muerta»: un inhóspito compartimento situado entre la doble pared que envolvía todo el edificio como si de una cubierta se tratara.
- Increíble -dijo Abaddon-. ¿Y dónde está el laboratorio de Katherine y Peter?
- En la nave 5 -dijo Trish-, Al fondo de este pasillo.
En un momento dado, Abaddon se detuvo de golpe y se volvió hacia la pequeña ventana que tenía a la izquierda. -¡Dios mío! ¿Qué es esto?
Trish se rió.
- La nave 3. La llaman la «nave húmeda». -¿Húmeda? -dijo Abaddon con la cara contra el cristal.
- Hay casi doce mil litros de etanol líquido ahí dentro. ¿Recuerda el calamar gigante que he mencionado? -¡¿Ése es el calamar?! -El doctor se apartó momentáneamente del cristal con los ojos abiertos de par en par-. ¡Es enorme!
- Una hembra de Architeuthis -dijo Trish-, Mide más de doce metros.
Aparentemente embelesado por el calamar, el doctor Abaddon parecía incapaz de apartar los ojos del cristal. Por un momento, ese hombre adulto le recordó a Trish a un niño absorto ante el escaparate de una tienda de animales, deseando poder entrar a ver un cachorro. Cinco segundos después, Abaddon seguía mirando embobado por la ventana.
- Está bien, está bien -dijo finalmente Trish, riéndose mientras insertaba su tarjeta de acceso y tecleaba su número identificativo-. Vamos, le enseñaré el calamar.
Al entrar en la tenuemente iluminada nave 3, Mal'akh fijó su atención en las paredes en busca de cámaras de seguridad. La gordinflona asistente de Katherine se puso a parlotear acerca de los especímenes que había en la nave. Mal'akh no le prestó atención. No le interesaban lo más mínimo los calamares gigantes. Sólo quería utilizar ese espacio oscuro y privado para solucionar un problema inesperado.
Capítulo 35
La escalera de madera que descendía al subsótano del Capitolio se encontraba entre las más empinadas que Langdon hubiera recorrido nunca.
Se le había acelerado la respiración y sentía agarrotados los pulmones. El aire allí era frío y húmedo, y no pudo evitar recordar otra escalera parecida: la que años atrás lo había conducido a la necrópolis del Vaticano. «La ciudad de los muertos.»
Anderson iba delante con la linterna. Sato seguía de cerca a Langdon, a quien a veces empujaba con sus pequeñas manos. «Voy tan de prisa como puedo.» Langdon respiró profundamente, intentando ignorar la estrechez del espacio. En esa escalera apenas había sitio para sus hombros, y la bolsa de piel iba rozando la pared.
- Quizá debería haber dejado su bolsa arriba -comentó Sato.
- Voy bien -respondió Langdon, sin intención alguna de quitarle la vista de encima. Pensó entonces en el pequeño paquete de Peter: era incapaz de imaginar cuál podía ser su relación con algo que hubiera en el subsótano del Capitolio.
- Sólo unos escalones más -dijo Anderson-. Ya casi hemos llegado.
- El grupo se había internado en la oscuridad, más allá del alcance de la bombilla solitaria de la escalera. Cuando Langdon descendió el tramo final, advirtió que el suelo era de tierra. «Viaje al centro de la Tierra.»
Sato lo hizo detrás de él.
Anderson levantó la linterna y examinó el entorno. El subsótano no era tanto un sótano como un corredor extraordinariamente estrecho y perpendicular a la escalera. Anderson iluminó primero el lado derecho y luego el izquierdo, y Langdon pudo ver que el pasadizo apenas medía unos quince metros de largo y que a ambos lados había una hilera de pequeñas puertas de madera. Esas puertas estaban tan pegadas unas a otras que los cuartos que hubiera detrás no debían de hacer más de tres metros de ancho.
«Una mezcla entre unos trasteros Acme y las catacumbas de Domitila», pensó Langdon mientras Anderson consultaba el plano. La pequeña sección que reproducía el subsótano estaba señalizada con una «X», lugar en el que se encontraba el SBS-13. Langdon no pudo evitar darse cuenta de que el trazado era idéntico al de un mausoleo de catorce tumbas: siete criptas frente a otras siete, una de las cuales estaba vacía para dar cabida a la escalera por la que habían descendido. «Trece en total.»
. .
Supuso que los teóricos norteamericanos defensores de la conspiración del número «trece» harían su agosto si supieran que había exactamente trece trasteros bajo el Capitolio. A algunas personas les parecía sospechoso que en el Gran Sello de Estados Unidos hubiera trece estrellas, trece flechas, trece escalones, la pirámide, trece rayas en el escudo, trece ramas de olivo, trece letras en «annuit coeptis», trece letras en «e pluribus unum», etcétera.
- Parece que está abandonado -dijo Anderson, enfocando con el haz de luz la cámara que tenían justo delante.
La gruesa puerta de madera estaba completamente abierta. La linterna iluminó una estrecha cámara de piedra -de unos tres metros de ancho por unos nueve de profundidad-, que parecía más bien un pasillo hacia la nada. La cámara no contenía más que un par de destartaladas cajas de madera y un arrugado papel de embalaje.
Anderson iluminó la placa de cobre que había sobre la puerta. Estaba cubierta de verdete, pero la numeración todavía era visible:
SBS IV
- SBS-4 -dijo Anderson. -¿Cuál es el SBS-13? -preguntó Sato, cuyo aliento formó unas leves volutas de vaho en el frío aire subterráneo.
Anderson apuntó con el haz de luz el fondo sur del corredor.
- Ahí abajo.
Langdon contempló el estrecho pasadizo y se estremeció. A pesar del frío rompió a sudar ligeramente.
Al avanzar por delante de la falange de entradas, el grupo advirtió que todos los cuartos tenían el mismo aspecto; las puertas estaban entreabiertas y las cámaras parecían haber sido abandonadas hacía mucho. Cuando llegaron al final, Anderson giró a la derecha, levantando la linterna para poder ver el SBS-13. El haz de luz, sin embargo, se vio obstaculizado por una gruesa puerta de madera.
A diferencia de las demás, la puerta que daba al SBS-13 estaba cerrada.
Esa última puerta tenía exactamente el mismo aspecto que las otras: gruesas bisagras, tirador de hierro, y una placa de cobre con estrías verdes.
Los siete caracteres de la placa eran los mismos que había tatuados en la palma de Peter.
SBS XIII
«Que la puerta esté cerrada, por favor», pensó Langdon.
Sato no vaciló.
- Intente abrir la puerta.
El jefe de seguridad se sentía intranquilo, pero estiró el brazo, cogió el grueso tirador de hierro e intentó abrirla. El tirador no se movió. Iluminó entonces la gruesa y anticuada cerradura con la linterna.
- Inténtelo con la llave maestra -indicó Sato.
Anderson probó la llave de la puerta principal del edificio, pero ni siquiera entraba. -¿Me equivoco -dijo Sato con sarcasmo-, o el jefe de seguridad debería tener acceso a todos los rincones de un edificio en caso de emergencia?
Anderson dejó escapar un suspiro y se volvió hacia Sato.
- Señora, mis hombres están buscando la llave de repuesto, pero…
- Dispare a la cerradura -dijo ella, señalando con un movimiento de la cabeza la cerradura que había debajo del tirador.
A Langdon se le aceleró el pulso.
Anderson, cada vez más intranquilo, se aclaró la garganta.
- Señora, preferiría esperar que nos dijeran algo sobre la llave de repuesto. No estoy seguro de sentirme cómodo reventando… -¿Quizá se sentiría usted más cómodo en prisión por obstruir una investigación de la CIA?
Anderson se la quedó mirando, incrédulo. Tras una larga pausa, le dio la luz a Sato y desabrochó su pistolera. -¡Espere! -dijo Langdon, incapaz de permanecer más tiempo callado-.
Piénselo un momento. Peter prefirió renunciar a su mano derecha antes de revelar lo que pueda estar detrás de esa puerta. ¿Está segura de que quiere hacer esto? Abrir esa puerta supondría cumplir las exigencias de un terrorista. -¿Quiere volver a ver a Peter Solomon? -preguntó Sato.
- Claro que sí, pero…
- Entonces le sugiero que haga exactamente lo que su captor pide. -¿Abrir un antiguo portal? ¿Acaso cree usted que éste es el portal?
Sato iluminó la cara de Langdon con la linterna.
- Profesor, no tengo ni idea de qué hay detrás de esa puerta. Pero tanto si se trata de un simple trastero como de la entrada secreta a una antigua pirámide, tengo intención de abrirla. ¿Ha quedado claro?
Langdon entornó los ojos, cegado por la luz, y finalmente asintió.
Sato bajó el haz de luz y lo redirigió a la antigua cerradura de la puerta. -¿Jefe? Adelante.
Todavía contrario al plan, Anderson cogió muy, muy lentamente su pistola, mirándola con inseguridad. -¡Oh, por el amor de Dios! -Con un rápido movimiento, las pequeñas manos de Sato le arrebataron la pistola a Anderson, dejándole a cambio la linterna encima de la palma-. Ilumine la maldita puerta.
Sato manejaba el arma con la seguridad de alguien entrenado en su uso: en unos segundos le había quitado el seguro a la pistola, la había amartillado y estaba apuntando la cerradura con ella. -¡Espere! -gritó Langdon, pero fue demasiado tarde.
Retumbaron tres disparos.
Langdon tuvo la sensación de que le habían explotado los tímpanos.
«¡¿Es que se ha vuelto loca?!» En ese espacio tan reducido, los disparos habían sido ensordecedores.
Anderson también parecía agitado. Un ligero temblor sacudía la mano con la que sostenía la linterna e iluminaba la puerta tiroteada.
La cerradura había quedado hecha trizas, y la madera que la rodeaba, completamente destrozada. Ahora la puerta estaba entreabierta.
Sato extendió el brazo y la empujó con la punta de la pistola. La puerta se abrió del todo, dejando a la vista la negrura que había detrás.
Langdon miró en su interior pero no pudo ver nada en la oscuridad.
«¿Qué diablos es ese olor?» Del cuarto emanaba un olor fétido e inusual.
Anderson se acercó e iluminó el suelo, recorriendo cuidadosamente toda la extensión del árido suelo de tierra. El cuarto era como los otros: un espacio estrecho y largo. Los muros eran de una roca rugosa que le daba a la cámara el aspecto de una antigua celda de prisión. «Pero ese olor…»
- Aquí no hay nada -dijo Anderson, iluminando el resto del suelo de la cámara. Finalmente, al llegar al fondo del cuarto, alzó el haz de luz para enfocar el muro más lejano de la cámara-. ¡Dios mío…! -exclamó.
Todos dieron un respingo al verlo.
Langdon se quedó mirando fijamente el recoveco más profundo de la cámara.
Horrorizado, advirtió que algo le devolvía la mirada.
Capítulo 36
¿Qué diablos…? -tartamudeó Anderson en el umbral del SBS-13, y retrocedió un paso.
Langdon también reculó, y con él Sato, sobresaltada por primera vez en toda la noche.
La directora apuntó la pistola al muro del fondo y le hizo una seña a Anderson para que volviera a iluminarla con la linterna. Anderson levantó la luz. A esa distancia el haz era tenue, pero suficiente para iluminar la forma de un pálido y fantasmal rostro cuyas vacías cuencas les devolvían la mirada.
«Una calavera humana.»
La calavera descansaba encima de un desvencijado escritorio de madera que había al fondo de la cámara. Junto a ella se veían dos huesos humanos y una serie de objetos meticulosamente dispuestos, como si de un santuario se tratara: un antiguo reloj de arena, un frasco de cristal, una vela, dos platillos con un polvo blancuzco y una hoja de papel. Apoyada contra la pared, junto al escritorio, se podía ver la temible forma de una larga guadaña. La curva de su hoja resultaba tan familiar como la de la misma muerte.
Sato entró en el cuarto.
- Bueno… Parece que Peter Solomon oculta más secretos de los que yo imaginaba.
Anderson asintió, acercándose a ella.
- Esto sí que es tener un cadáver en el armario. -Levantó la linterna e inspeccionó el resto de la cámara-. ¿Y ese olor? -añadió, arrugando la nariz-, ¿Qué es?
- Azufre -respondió Langdon sin alterar la voz-. Debería haber dos platillos sobre el escritorio. El de la derecha con sal. Y el otro con azufre.
Sato se volvió hacia él con expresión de incredulidad. -¿Cómo diantre sabe eso?
- Porque, señora, hay cuartos exactamente iguales que éste en todo el mundo.
Un piso por encima del subsótano, el guardia de seguridad Núñez acompañaba al Arquitecto del Capitolio, Warren Bellamy, por un largo pasillo que recorría toda la extensión del sótano oriental. Núñez hubiera jurado que acababa de oír tres disparos, sordos y subterráneos, allí abajo.
«No puede ser.»
- La puerta del subsótano está abierta -dijo Bellamy, divisando con los ojos entornados una puerta que permanecía entreabierta a lo lejos.
«Una noche realmente extraña ésta -pensó Núñez-. Nadie baja nunca hasta aquí.»
- Averiguaré qué está pasando -dijo mientras cogía su radio.
- Regrese a sus obligaciones -le ordenó Bellamy-. Ya puedo seguir solo.
Núñez se volvió hacia él, intranquilo. -¿Está seguro?
Warren Bellamy se detuvo y colocó una firme mano sobre el hombro de Núñez.
- Hijo, hace veinticinco años que trabajo aquí. No creo que me pierda.
Capítulo 37
Mal'akh había visto unos cuantos lugares espeluznantes en su vida, pero pocos se podían comparar con el sobrenatural mundo de la nave 3. «La nave húmeda.» Parecía que un científico loco se hubiera hecho con el control de un supermercado y hubiera llenado todos los pasillos y los estantes de la enorme nave con especímenes de todas las formas y todos los tamaños. Como si de un cuarto oscuro fotográfico se tratara, ese espacio estaba envuelto en la neblina rojiza de la «luz de seguridad» que provenía de los estantes e iluminaba desde abajo los contenedores repletos de etanol. El olor clínico de los productos químicos conservantes era nauseabundo.
- En esta nave hay más de veinte mil especies -le explicó la rolliza chica-. Peces, roedores, mamíferos, reptiles.
- Todos muertos, ¿no? -preguntó Mal'akh, impostando un tono de nerviosismo en su voz.
La chica se rió.
- Sí, sí. Muertos del todo. He de admitir que cuando empecé a trabajar aquí tardé al menos seis meses en entrar a esta nave.
Mal'akh podía entender la razón. Allí donde mirara había especímenes de formas de vida muertas: salamandras, medusas, ratas, bichos, pájaros y otras cosas que no sabría identificar. Por si esa colección no era suficientemente inquietante, la neblina roja de la luz de seguridad que protegía a esos especímenes fotosensibles de la exposición prolongada a la luz hacía que el visitante tuviera la sensación de encontrarse dentro de un gran acuario en el que criaturas sin vida se hubieran congregado para observarlo desde las tinieblas.
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