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CAPÍTULO 23

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  1. Capítulo 1
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  3. Capítulo 1
  4. CAPÍTULO 1
  5. Capítulo 1
  6. Capítulo 1 1 страница
  7. Capítulo 1 5 страница

 

Mientras notaba cómo la sangre de Holloway le empapaba el vestido, Norah se preguntaba por qué su vida se había convertido en un caos. Su cabeza aún no había asimilado sus nuevos sentimientos hacia Pierce, y ahora él podía estar muerto.

—Si vuelves a llorar, tendré que dejarte inconsciente otra vez.

A pesar de que estaba débil a causa de la pérdida de sangre, Holloway aún la sujetaba con mano de hierro.

Al poco de separarse de Pierce, Norah había intentado escapar, pero él se había dado cuenta de sus intenciones y la había golpeado con la culata de la pistola en la cabeza. No sabía cómo se las había apañado para volver a subirla al caballo, pero al despertar, ahí estaba, con las muñecas atadas y la cabeza confusa.

—Ya estamos a punto de llegar —dijo Holloway con el tono ligero de quien pasea por el bosque—. El reverendo Howdy ya debe de haber llegado.

Norah ahogó un nuevo gemido. De pronto, le parecía imposible conservar la esperanza. Sus ojos se nublaron a causa de las lágrimas y los cerró para borrar la visión de la vieja iglesia que había aparecido ante ellos.

—Me costó una buena cantidad de libras conseguir esa licencia especial de matrimonio. Sé buena y ayúdame a desmontar. Que Howdy vea que te casas conmigo por voluntad propia —Holloway ahogó una risita, provocándose un ataque de tos que amenazó con tirarle del caballo. Cuando se recuperó, había palidecido aún más y la mancha de sangre en su hombro había crecido.

Norah lo miró con los ojos entrecerrados. Aprovechó ese breve momento de debilidad para observar lo que había a su alrededor. Árboles y más árboles. La esperanza renació en su pecho, frágil como el latido del corazón de un gorrión. Sin duda, en ese estado Holloway no podría seguirla.

—Ha tardado usted una eternidad. Ya estaba a punto de irme —dijo una voz imponente a sus espaldas—. ¿Es esta la palomita reacia? No parece demasiado contenta de estar aquí.

Norah se volvió hacia el que supuso que era el reverendo Howdy. Era un hombretón de unos cincuenta años, con el pecho como un barril, ojillos inquietos y una cara llena de cicatrices. Ese tipo era cualquier cosa menos tranquilizador. Pero si comprendiera. Si le dejara explicarse…

Norah sintió que su esperanza se desvanecía cuando oyó que Holloway amartillaba el arma a sus espaldas.

Cinco minutos después, estaba casada.

 

Pierce se debatía en medio de una pesadilla. Quería despertar, pero había algo que se lo impedía. Y luchaba, luchaba contra la oscuridad que le invadía. En su sueño, estaba de nuevo en aquella maldita isla. Sus captores volvían a buscarle otra vez. Su cuerpo se estremecía, casi esperando los golpes. Pero no era él quien los recibía.

Gritó al ver que era Norah la que recibía los golpes por él. Gritó otra vez, y otra. No podía cansarse de gritar, no podía evitar gritar.

El súbito dolor en el costado izquierdo estuvo a punto de sacarlo de su sueño. Había voces a su alrededor, pero no podía salir de su sopor para ver de quién se trataba.

—Si no despierta pronto, quizás sea demasiado tarde para hacer algo.

Pierce conocía esa voz, pero, antes de poder identificarla, la oscuridad le envolvió de nuevo.

Ahora Norah le gritaba algo, pero él no podía oírla. Gimió otra vez mientras trataba de estirarse para alcanzarla.

—Tenemos que atarle a la cama, o se le volverá a abrir la herida.

Esa maldita voz no le dejaba oír lo que decía Norah.

Ahora casi podía escucharla.

—Un momento, parece que está volviendo en sí.

Un último esfuerzo, casi podía tocarla. Con un gemido, lo recordó. “Vive por mí”, había dicho. Él se lo había prometido. Le había jurado que iría a buscarla.

Se revolvió de nuevo en la cama, mientras unas manos fuertes le sujetaban.

—Maldita sea, pesa como un toro —dijo una voz que reflejaba un obvio esfuerzo.

—Me temo que estás perdiendo tu buena forma, amigo.

—Podéis soltarle, parece que ahora está más tranquilo —dijo una voz femenina.

Una mano eficiente le alzó un párpado y se encontró con una mirada castaña muy familiar.

—Bienvenido al mundo de los vivos, socio.

Pierce gruñó una respuesta que ni siquiera él mismo sabía qué quería decir.

—Ummm… tan tierno como siempre.

—Haz algo útil, Endor, ve a buscar a Arianne —dijo Edward.

—A sus órdenes, doctor Jameson.

Endor se marchó con su gracia acostumbrada. Pierce lo siguió con la mirada todavía medio borrosa mientras se preguntaba qué diablos hacía tanta gente en su dormitorio. Sus ojos se pasearon por la habitación y se dio cuenta de que decididamente ese no era su cuarto, y esa no era su cama.

La cara preocupada de Arianne entró en su campo de visión. Le sorprendió verla tan pálida y preocupada.

—¿Recuerdas algo de lo que ocurrió en el bosque? —su voz sonaba tensa, parecía a punto de estallar en llanto.

Pierce frunció el ceño, o al menos lo intentó. ¿El bosque? De pronto lo recordó todo.

Tristan y Edward tuvieron casi que sentarse encima para evitar que se levantara.

—Dejadme ir, malditos. Ese cabrón tiene a Norah —su voz casi se quebró en un sollozo de dolor e impotencia.

Se debatió un par de segundos más y desistió al fin, estaba demasiado débil para seguir luchando.

Arianne se sentó en la cama y le tomó la mano con fuerza.

—Norah está casada, Pierce.

Pierce no podía creer lo que ella decía. Era imposible. Su Norah no podía estar casada con Holloway. Cerró fuertemente los ojos, como si así pudiera borrar la realidad.

—¿Cómo? —preguntó al fin, con la voz rota.

—Hemos recibido la visita de un tal reverendo Howdy. Traía un mensaje de Holloway, y una copia de su acta de matrimonio.

—¿Es legal? —una leve esperanza brilló un instante en sus ojos verdes.

Los ojos de Arianne se borraron por las lágrimas, pero no apartó la mirada de él.

—Me temo que es legal, querido amigo.

—Pero, ¿dónde están? Ese reverendo debe de saberlo. Hay muchas formas de anular un matrimonio como ese. Edward podrá hacer algo.

—Howdy solo nos ha dicho que la última vez que los vio fue hace seis días, que iban rumbo a la costa, no sabía más —intervino Edward, con la cara pálida y las ojeras marcadas por la tensión—. El muy cretino me felicitó por la buena suerte de mi hermana. Según él, Holloway no la trata tan mal como otros esposos que él conoce.

Pierce cerró los ojos unos instantes. Había algo que no le cuadraba. Un detalle muy importante que se le escapaba. Se suponía que Edward estaba en Francia, en su luna de miel. ¿Qué diablos hacía allí?

—¿Cuánto tiempo llevo en esta cama?

—Te encontramos en el bosque hace una semana. Había signos de lucha y mucha sangre

Sangre.

—Holloway estaba herido, le di a ese hijo de puta.

Los ojos de Pierce brillaban ahora con una fuerza cercana al frenesí.

—Le di, estoy seguro. Estaba en el suelo cuando…

El recuerdo del sabor de los besos de Norah le asaltó a traición, haciéndole cerrar los ojos.

—¿Estás seguro de que estaba herido? —Intervino Tristan, ya a medio camino de la puerta—. Iré a buscar a Howdy, me temo que ese cretino olvidó darnos ciertos detalles importantes.

Tristan iba a salir cuando se dio de bruces con Endor, que volvía agitando un sucio papel entre sus manos. Su entusiasmo y su radiante sonrisa parecían fuera de lugar, al menos hasta que les leyó el contenido de la nota.

 

Norah escurrió el trapo empapado por enésima vez. Se preguntó si sus esfuerzos servían de algo. Holloway volvió a revolverse en sueños. Maldecía de nuevo, pero sus palabras eran apenas inteligibles. Hacía dos días, sus maldiciones eran bien claras e iban dirigidas a Pierce y a su hermano. Ahora Holloway solo farfullaba. Sus escasos momentos de lucidez los dedicaba a amenazarla.

—Si yo muero, tu novio irlandés morirá en la horca por asesinato, querida. Y yo me reiré desde el más allá.

Y reía de una manera que le ponía los pelos de punta. Y esas palabras. Siempre esas palabras. Solo por eso Norah rezaba porque Holloway no muriera. No podía morir.

Colocó el paño empapado en la frente sudorosa de Holloway. Esta vez él no intentó quitársela de encima. Norah había aprendido muy pronto que era mejor mantenerse apartada de sus manos, sus codos, sus puños, sus pies. Las marcas que festoneaban su cuerpo eran un mudo testigo de su agresividad.

Aprovechando que ahora él parecía dormir, volvió a repasar la carta que pensaba enviar a su hermano si lograba que alguien se la llevara.

En ella no se atrevía a preguntar por Pierce, tenía miedo de saber la verdad, si él había muerto no le quedarían fuerzas para seguir luchando.

Sus ojos se nublaron de agotamiento, ya no le quedaban lágrimas. La mano le tembló cuando escribió las últimas palabras.

 

… ven a buscarme, por favor…

 

En un último arrebato de energía, la firmó y la dobló. La selló con unas gotas de cera, ya que no tenía sobres, y escribió la dirección en el dorso. La apretó unos segundos contra su pecho y la besó.

Tras lanzar una última mirada a su marido inconsciente, Norah abrió la puerta y bajó al piso bajo de la posada.

Holloway les había buscado esa habitación el día siguiente de su boda. Le había mentido a Howdy diciéndole que se dirigirían al mar, que probablemente irían a hacer un largo viaje de novios. Nada más lejos de la verdad. En realidad, Holloway apenas fue capaz de viajar unos pocos kilómetros más. Muy pronto comenzó a perder el sentido. La primera vez que se cayó del caballo, Norah lo miró desde arriba, sintiéndose vacía. Aún se preguntaba por qué no lo había dejado allí tirado, muriéndose.

O sí lo sabía. Aquellas malditas palabras. Si él moría, acusarían a Pierce de su muerte, y ella no podría testificar a su favor, ya que como esposa de Holloway su testimonio carecía de valor.

La fiebre le abrasaba, y Norah sabía muy bien que había perdido una enorme cantidad de sangre. No le quedó más remedio que desmontar y esperar a que él despertara. Cuando lo hizo, la golpeó de nuevo, por no haber intentado siquiera volver a montarlo al caballo.

Era absurdo, pero Norah ya no era capaz de distinguir lo absurdo de lo que no lo era. Su vida era una pesadilla.

Encontró al dueño de la posada en el salón, removiendo un puchero del que emanaba un humo grasiento que la hizo toser. Tuvo que carraspear para poder hablar. Cuando lo hizo, su voz le sonó extraña a sus propios oídos. Sonaba ronca y sin brillo, como la de una anciana.

Y la verdad era que ella se sentía muy vieja.

—Me preguntaba si podría usted hacerme un favor, caballero.

El posadero la miró de arriba abajo con desconfianza.

—Los favores son caros, no sé si me entiende, señora.

—Claro, claro. Le pagaré bien —la voz de Norah se fue afianzando. Gracias a Dios, el dinero no era un problema. Holloway tenía una bolsa llena de monedas en su poder y ya no era capaz de impedirle usarlas.

El posadero se rascó la mugrienta barba, como evaluando el valor de ese favor.

—Bueno, usted dirá, señora —dijo al fin, decidiendo que merecía la pena el esfuerzo.

Norah había pensado muy bien qué decirle. La verdad estaba descartada. Ese hombre podía muy bien estar pagado por Holloway para impedirle escapar.

—Usted sabe que mi marido está muy grave —comenzó al fin, esperando parecer lo bastante compungida—. Me temo que muera muy pronto si no recibe los cuidados apropiados.

—Ya veo. Yo conozco a un matasanos que suele rondar por aquí. Si quiere le pregunto a…

—¡No, no! Gracias, buen hombre, pero conozco exactamente al hombre que puede salvar a mi pobre esposo. Es un doctor amigo de la familia —eso al menos no era mentira del todo.

—¿Y dónde vive ese doctor amigo suyo? Le advierto que los viajes salen caros.

El brillo de la codicia en la mirada del posadero le dio el empuje que necesitaba.

—Le aseguro que tengo dinero para pagarle. Le daré una parte ahora y otra cuando traiga a Edward… al doctor Jameson, quiero decir.

El entusiasmo de la joven hizo que apareciera una mirada de sospecha en la cara del posadero, pero, afortunadamente, la promesa de la recompensa era demasiado tentadora como para resistirse.

—De acuerdo, señora. Deme ahora ese dinero y mañana mismo iré a buscar a ese doctor.

—¡No, debe salir ahora mismo o no habrá dinero! Por favor, mi esposo sufre tanto… —el brillo de las lágrimas pareció convencerle al fin. Si tan solo él supiera la razón de su llanto…

El posadero rezongó un par de minutos más mientras ella corría a buscar el dinero y la carta. Ella sopesó ante él la abultada bolsa y él la recompensó con una nueva mirada de avaricia. De pronto tenía tanta prisa por salir que casi olvidó la carta.

 


Дата добавления: 2015-10-30; просмотров: 123 | Нарушение авторских прав


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